Fuego mental (3 page)

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Authors: Mathew Stone

Tags: #Juvenil, Ciencia ficción

Allí no había nadie. El zorro estaba solo en el patio. Tras unos segundos, el gemido dejó de oírse. Quizá sólo se trataba de una lechuza o un murciélago de paso, cazando también para alimentarse. El zorro volvió a concentrarse en su cena.

Kriiii…

El animal se irguió y miró otra vez hacia arriba. Ahora se oía más fuerte. ¡Después de todo sí que había algo ahí! Sacudió las orejas en un intento de localizar la fuente de aquel agudo gemido. El pelo rojizo de su lomo arqueado empezó a erizarse. Cada uno de los músculos de su cuerpo se puso tenso.

Empezó a salir humo de los restos de comida procedentes de las bolsas de basura. Los trozos de papel crepitaban y se desmenuzaban, sus bordes se volvían amarillos y después marrones. Las bolsas de plástico comenzaron a consumirse y arrugarse. El aire de la noche estaba cargado de un inconfundible olor a quemado.

Las luces del Instituto parpadearon, como lo hubieran hecho en una noche de tormenta. Pero aquello no era una tormenta. Aquello era algo malvado, antinatural… Algo siniestro.

El zorro intentó correr, pero no pudo. Sus patas se negaron a moverse, a pesar de que el suelo bajo sus zarpas estaba tan caliente como las brasas. Una fuerza invisible lo envolvió, adueñándose de sus sentidos, quemándole por dentro. Su pelo se había chamuscado. Su piel se había abrasado. Sus ojos empezaron a secarse hasta que se deshicieron en ceniza.

Las llamas envolvían al animal como una cascada, como gusanos de fuego abandonando un cuerpo podrido. Entonces, indefensa y atónita, la criatura explotó para convertirse en una bola de fuego candente. Todo acabó en menos de tres segundos.

Del zorro no quedaba ni rastro. Ni ceniza. Ni huesos…

Nada.

Excepto una sombra en la pared.

Capítulo tercero

Una sombra
en la pared

El Instituto, Brentmouth Village (Inglaterra)
Martes 9 de mayo, 8:30 h

—MIREMOS el lado positivo —dijo Marc Price a la mañana siguiente mientras inspeccionaba las ruinas todavía humeantes.

Marc, un chico alto y delgado, con un mechón de pelo teñido de rubio, tenía dieciséis años. Vestía una vieja chaqueta de cuero Harley Davidson, unos vaqueros desgastados y unas zapatillas de deporte sin marca. Llevaba colgada del hombro su mochila, que contenía lo que había conseguido acabar de sus deberes antes de conectarle a Internet.

Rebecca Storm echó hacia atrás su larga cabellera color caoba que la brisa de la mañana se empeñaba en enredar justo delante de sus grandes ojos verdes. Miró con curiosidad a su mejor amigo. Después se volvió hacia la estructura carbonizada que era lo único que quedaba de la cocina del Instituto.

Los bomberos hurgaban entre los escombros en busca de indicios de la causa del incendio. Cerca de ellos, el sargento Ashby y dos de los policías locales estaban intentando evitar, sin mucho éxito, que Jean-Luc Roupie y Karl Petersen, dos alumnos de octavo, comprobaran los datos de cerca. Liv Farrar, de The Enquirer, el periódico del colegio, estaba ocupada haciendo fotos, como si fuese la Lois Lane
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del Instituto.

—Así que el que se haya quemado la cocina tiene su lado positivo, ¿eh? —preguntó Rebecca. Ella venía de Nueva York, por lo que el sarcasmo era su especialidad.

—Claro que lo tiene —replicó Marc alegremente—. Con la cocina fuera de juego nos evitamos el mayor riesgo para la salud conocido por el hombre: ¡las comidas de la señora Chapman!

—¿No puedes pensar en otra cosa que no sea tu estómago?

—No.

Marc se volvió hacia el lugar del incendio.

—Oye, Bec, ¿tú crees que ha sido provocado?

—¿Y quién podría querer prenderle fuego a la cocinar?

—Cualquiera que hubiese probado los espaguetis con carne de la semana pasada. Olvídate de la búsqueda de materia superdensa allá en el espacio… ¡No hace falta mirar más allá del comedor del Instituto!

—Pues menos mal que soy vegetariana… —dijo Rebecca—. De todas formas, el incendio no puede haber sido provocado. Las instalaciones están protegidas por cámaras de seguridad.

—¡Como si yo no lo supiera! —suspiró Marc mientras, recordaba cuando las cámaras le pillaron haciendo noviIIos durante una dase de física particularmente aburrida . Este sitio se parece cada día más a una fortaleza.

—Eso es lo que pasa cuando el director es un veterano de la guerra del Golfo —explicó Rebecca, riendo entre dientes—. De todas formas, nadie puede entrar o salir sin que le pillen las cámaras de televisión del circuito cerrado.

—Nadie humano, querrás decir… —dijo Marc intentando meterle miedo—. ¿No te dije que habría problemas si construían la cocina justo sobre el lugar donde se emplazaba la antigua abadía?

—¡Millones de años de evolución para llegar a esto!

—¿Qué quieres decir?

—Marc, para ser un quinceañero supuestamente inteligente, ¡a veces puedes resultar bastante estúpido!

—Todos sabemos que, hace siglos, aquí había una abadía —le recordó él—. ¡A lo mejor a aquellos monjes locos les molesta que se perturbe su lugar de descanso!

—Y a lo mejor a ti te haría falta un trasplante de cerebro. Sabes tan bien como yo que siempre hay una explicación perfectamente racional para todo.

—Supongo que sí. ¡Pero mi teoría es mucho más divertida!

—Ahí está el general. A lo mejor él nos puede decir qué es lo que ha pasado.

Rebecca señaló a un hombre demacrado, de edad madura y pelo canoso que se desplazaba en una silla de ruedas.

Estaba charlando con los bomberos cuando vio a Rebecca y a Marc.

—Esto es una tragedia —les dijo. Su voz aristocrática era cortante y precisa: la voz de, un militar—. La señora Chapman está muy afectada, claro…

—Ya le advertí que no tocara su propia comida… —agregó Marc no precisamente entre dientes. Rebecca le dio una patada en la espinilla para que se callara.

—¿Cuál ha sido la causa del incendio, señor? —preguntó, y después añadió con sorna—: Marc piensa que ha sido cosa de fantasmas.

Marc le lanzó una mirada furiosa.

—¡Yo no he dicho eso! —protestó mirando al general Axford, que tenía el ceño fruncido.

—Si el señor Price insiste en portarse como un crío de tres años, no hay problema en retirarle la beca.

—Lo siento, señor —murmuró Marc—. No era más que una idea estúpida, eso es todo. Me temo que a veces doy demasiada rienda suelta a mi imaginación.

—Entonces no se hable más.

El general Axford se volvió hacia Rebecca:

—El incendio se debe probablemente a un fallo eléctrico de poca importancia: Es una pena que ni siquiera me haya dado tiempo a visitar las nuevas instalaciones de la cocina. ,

—¡Menuda suerte! —exclamó Marc.

—¿Cómo, dice?

—Olvídelo, señor.

—Me hubiese gustado echarles un vistazo, claro —dijo Axford—. Pero en cuanto empezaron las obras me mandaron fuera…

Rebecca asintió incómoda e intentó no mirar hacia tus piernas paralizadas del general. Ella estaba trabajando §n uno de los laboratorios de física del Instituto cuando §e produjo el accidente. Hubo una enorme explosión. Las ambulancias llegaron enseguida á las viviendas del personal. Axford fue conducido en camilla a un hospital privado de algún lugar de Londres. Cuando volvió al colegio, lo hizo en una silla de ruedas, y parecía cambiado.

—Peores cosas ocurrieron en la guerra —dijo Axford, y por un momento sus ojos adquirieron una extraña y lejana expresión—. Muchos hombres buenos perdieron la vida allá en el desierto… —y cambiando de tema repentinamente, prosiguió—: Menos mal que las nuevas instalaciones de la cocina fueron construidas lejos de las aulas y de las salas de conferencias.,

—Pase lo que pase, él Instituto no debe verse perjudicado —dijo la voz ronca, de acento probablemente alemán, que surgió justo detrás de ellos—. Este lugar es el futuro, y el futuro es lo único que importa.

Los tres se dieron la vuelta para saludar a la recién llegada. Era una mujer alta e imponente, vestida con un traje de chaqueta negro con mucho estilo. Llevaba un perfume inconfundiblemente fresco y caro. Su pelo rubio era corto, e incluso en un día gris como aquél llevaba gafas oscuras.

—Tiene razón, Eva, como siempre —dijo Axford sonriendo a la mujer que se acercaba con paso elegante a su silla de ruedas.

Eva miró de forma interrogante a Marc y a Rebecca.

—Señor Price, señorita Storm, ¿qué están haciendo aquí, en el lugar del incendio? —inquirió bruscamente—. Es peligroso para unos jovencitos como ustedes.

Antes de que Rebecca pudiese torcer el gesto por ser descrita como una simple chiquilla, Marc dirigió a Eva una mirada desafiante:

—Queríamos ver lo que había sucedido y saber si podíamos ayudar en algo. El Instituto es tan importante para nosotros como lo es para usted.

Eva se acarició la barbilla mientras cavilaba y esbozó una sonrisa totalmente exenta de sinceridad.

—Créanme, sólo me preocupa su bienestar…

—Eva se interesa por todos los alumnos del Instituto —les recordó Axford—. Y ahora debemos dejarles.

Antes de irse, Eva lanzó una mirada a Marc y a Rebecca desde detrás de sus gafas oscuras.

—Y ustedes, jovencitos, deberían estar en clase en lugar de perder el tiempo peligrosamente entre los escombros y la ceniza, ja?

—Sí, claro —dijo Rebecca.

Eva hizo un gesto de aprobación y empujó la silla de Axford hacia el camino de coches que llevaba al edificio principal de administración. Las ruedas de la silla chirriaban al girar.

—¡Imbécil! —exclamó Rebecca en cuanto los dos adultos estuvieron lo suficientemente lejos como para que no pudiesen oírla.

—¡Rebecca Storm! —la reprendió Marc riéndose.

—Eva me fastidia tanto algunas veces… —dijo ella con los dientes apretados—. Se comporta siempre con tanta superioridad… ¡Y no es más que la asistente del general! ¿De verdad pensará que nos hemos tragado todo eso de que le preocupa nuestro bienestar? 

—¡Se preocupa muchísimo por nosotros! —se burló Marc.

—¿Tú crees?

—No. ¡Bajo esa capa gélida se esconde un corazón de hielo! Cuando nos dio aquellos dos días de vacaciones el semestre pasado, ¡no me lo podía creer!

—Sí, aquello fue una verdadera sorpresa. Y todo para celebrar el hecho de que el general estuviese por fin fuera de peligro. Nunca había dado muestras de tanta consideración…

—Axford ha cambiado desde el accidente —le recordó Marc-Él y Eva solían mantenerse distantes, pero ahora se apoya en ella mucho más que antes.

—Ya lo sé, ¡y a Eva le encanta! —exclamó Rebecca, y después volvió al asunto del incendio—: De cualquier forma, ¡tus teorías de monjes locos e incendios provocados se han ido al traste! No ha sido más que un cortocircuito.

Marc miró hacia las ruinas de la cocina, sembradas de bomberos y policías. Jean-Luc y Karl ya se habían marchado, pero Liv seguía haciendo fotos con su Canon.

—¿Recuerdas cuando casi hago explotar el laboratorio de química? —preguntó Marc.

—¡El cóctel de azufre y nitrato de potasio no fue una de tus mejores ideas! —dijo Rebecca riéndose—. ¡Hasta una física como yo sabe eso!

Marc le dio un codazo cariñoso en las costillas.

—Oye, ¡que fue un accidente! —protestó—. De cualquier forma, no estábamos en peligro. Tenía un extintor al lado.

—Poca falta nos hizo… La alarma automática de incendios y el sistema de aspersores se pusieron en marcha ¡y nos empapamos hasta los huesos! Mi jersey se estropeó y…

—Oye, espera un momento… ¿Por qué no ocurrió lo mismo anoche?

Marc tenía razón. Rebecca lo sabía. Consideró las distintas posibilidades:

—A lo mejor el fallo eléctrico provocó un cortocircuito en los sistemas de alarma. Anoche también tuvimos problemas en uno de los laboratorios. Estuve trabajando hasta tarde con Simón Urmston en unos experimentos de electromagnetismo…

—¡Ya, ya, trabajando…! —dijo Marc guiñándole maliciosamente un ojo.

—¡Venga ya, Marc! Simón es un pelmazo con espinillas que lleva gafas y suele olvidar lavarse detrás de las orejas. ¿Quieres oír mi historia o no?

—Vale, sigue.

—Trabajamos con fluctuaciones en la electricidad. Nada serio. Pero se nos estropearon algunos de los experimentos.

—¿Cuándo ocurrió eso exactamente?

—Alrededor de medianoche, justo antes del incendio.

—Eso sí que es interesante. Anoche me quedé también hasta tarde en la residencia de los chicos trabajando en mi PC.

—Más bien querrás decir navegando por Internet…

—Y más o menos al mismo tiempo, se me cortó la conexión. Justo cuando estaba cargando un juego.

—¿Tú crees que hay alguna relación?

—Eso podría explicar por qué el sistema de aspersores no se puso en marcha —dijo Marc mientras se agachaba para inspeccionar una parte de la pared exterior que había sobrevivido al incendio—. Pero no explicaría esto.

Rebecca se acercó a la pared. Al nivel del suelo, en el cemento, se esbozaba una imagen oscurecida. Le recordaba un poco los dibujos prehistóricos de una cueva que había visitado en el norte de España.

—¿Qué es?

Marc puso la mano sobre la imagen y la retiró enseguida: estaba templada al tacto.

—Parece la sombra de un animal —dijo Rebecca—. Un zorro, o quizá un perro.

—¿Quién es la que necesita ahora un trasplante de cerebro? ¿Cómo puede un zorro dejar su sombra en la pared?

—He visto algo parecido en alguna parte —respondió Rebecca levantándose lentamente—. El año pasado asistí con mamá a una conferencia a las afueras de Hiroshima.

—¿Donde explotó la primera bomba atómica?

—Exacto. La bomba era tan potente que los que estaban cerca del centro de la explosión se desintegraron. No quedó nada de ellos. Nada, excepto sus sombras, que se habían plasmado en las paredes —explicó Rebecca volviendo a mirar la imagen del zorro—, exactamente como ésta.

—Espera un momento —añadió Marc, mientras intentaba seguir su razonamiento—: ¿Tú crees que esta sombra ha sido producida por una carga de energía tan enorme como el calor producido por una bomba atómica?

—Yo no he dicho eso.

—Quizá no te hayas dado cuenta, Bec, pero ¡nadie ha tirado bombas atómicas en Brentmouth recientemente! Al menos yo no lo he notado.

—Ya lo sé —replicó Rebecca con una sonrisa sardónica—, pero algo ha tenido que producir esa sombra. Ayer no estaba ahí.

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