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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Fuera de la ley (30 page)

Una vez más me fijé en su nuevo mordisco. Había decidido dejarlo al des­cubierto deliberadamente, como si se tratara de una insignia honorífica. O tal vez como un distintivo de su gran logro. Casi como si hubiera podido oír mis pensamientos, Ivy se acercó aún más.

—Sí —dijo remarcando la ese como solo ella sabía hacerlo—. Llevamos todo el mes practicando, y esta madrugada por fin lo conseguí. Sin hechizos, sin drogas, sin nada. Ha sido la cosa más frustrante que jamás haya hecho. Una parte de mí se ha quedado satisfecha, mientras que la otra… se ha sentido dolorosamente vacía.

Yo parpadeé varias veces intentando comprender lo que me quería decir. Todo había cambiado y yo contuve la respiración cuando empecé a tener miedo por otra razón. Me resultaba demasiado fácil dejarme embriagar por las sensaciones y hacer algo por lo que me odiaría al día siguiente, pero aquello era algo que ambas queríamos. No podía haber nada de malo.

Ivy inclinó la cabeza y, sonriendo, deslizó por mi fuello sus ojos de un peca­minoso color negro dejando claras sus intenciones. Y<0 sentí un intenso deseo y, con un escalofrío, supe que estaba perdida. O encontrada. A punto de romperlo todo o de terminar de completarlo. A escasos centímetros de mí, Ivy cerró los ojos e inspiró para sentir mi olor, lo que la puso al rojo vivo, volviéndose loca ante la posibilidad de que la rechazara, a pesar de que me encontraba justo delante de ella.

—Puedo hacerlo, Rachel.

Yo deseaba que pasara. Quería sentirme bien. Ansiaba la sensación de intimi­dad con Ivy que me podía proporcionar uno de sus mordiscos. Quería rellenar el vacío que las dos sentíamos por la muerte de Kisten con algo real. Y no había ninguna razón por la que no debiéramos hacerlo.

Yo me estremecí con el simple roce de sus dedos cuando me retiró la manta de los hombros y la dejó caer a mis pies. Sentí un escalofrío provocado por el contraste entre el aire frío que rozaba mi piel y el calor que brotaba de mi interior. El incienso vampírico me llenó con una lenta inspiración, se introdujo en mi alma, haciendo que, por un breve instante, su ligero tacto pareciera una descarga eléctrica.

—Espera —le dije haciendo que mi instinto de supervivencia prevaleciera sobre el recuerdo de la sensación extasiante que me podía proporcionar, una recompensa de mil años de antigüedad con la que la evolución nos había pre­miado a cambio de dar voluntariamente lo que el alma de un vampiro necesitaba para sobrevivir.

Y ella esperó.

Entonces cerré los ojos y pude sentir su respiración sobre mi piel, el calor de su cuerpo contra el mío, aunque en realidad no estuvieran en contacto, y la tensión que hacía que el aire vibrara contra mí. Intenté evaluar su evidente deseo fijándome en sus lentos movimientos y en el hecho de que se hubiera detenido cuando yo se lo había pedido. Tenía que estar completamente segura. Ella había dicho que podía hacerlo, pero no quería cometer otro de mis estúpidos errores. ¿Realmente podía? ¿Y yo?

—¿Estás segura? —le pregunté abriendo los ojos y buscando su expresión.

Ella se acercó aún más pero, justo cuando entreabrió los labios para decir algo, arrugó la frente y se puso rígida. Entonces me soltó el hombro y se giró. El ruido de las alas de un pixie rompió el silencio.

—¡Ivy! —gritó Jenks y a mí me pareció oírla gruñir—. ¡No lo hagas! ¡Es demasiado pronto!

Yo inspiré profundamente, esforzándome por mantenerme en pie. Había olvidado el efecto soporífero que tenían las feromonas vampíricas y mi corazón empezó a latir con fuerza cuando conseguí recuperar la compostura. Entonces me apoyé en la encimera mientras inspiraba de nuevo para tranquilizarme.

—No pasa nada, Jenks —le dije sin levantar la vista de mis dedos, ligeramente temblorosos—. Ivy lo tiene todo controlado.

—¿Y qué me dices de ti? —gritó dejando de mirarla a ella para concentrarse en mí. Su rostro mostraba una expresión preocupada y en ese momento descubrí una hilera de pequeñas caras observándonos hasta que Ivy corrió las cortinas haciendo que la cocina se inundara de un relajante color azul.

—¡Mírate! —dijo mientras el polvo que desprendía adquiría un tono verde pálido—. Apenas te puedes mantener en pie y ni siquiera te ha tocado.

Ivy estaba apoyada en el fregadero con los brazos cruzados y la cabeza gacha. No quería que la cosa acabara así.

—¡No puedo mantenerme en pie, porque me siento genial! —le grité a Jenks. Él voló hacia atrás sorprendido—. Estoy bien, así que ya puedes mover tu pequeño culo de pixie y largarte de aquí. Le he pedido que parara y lo ha hecho. ¿No lo ves? Ahora mismo está ahí quieta y no… —En ese momento vacilé, sintiendo que me invadía una oleada de deseo al pensar en lo que podría llegar a pasar—. Y no abriéndome el cuello en canal.

Ivy levantó la cabeza y contrajo los brazos alrededor de su cuerpo. Sus ojos estaban completamente negros y la adrenalina descendió, quemándome desde el cuello hasta la cintura. ¡
Oh, Dios
!
Si las dos lo deseábamos tanto, no podía ser una decisión equivocada
. ¡
Por favor
! ¡
Que no sea una decisión equivocada
!

—He aplacado mi deseo de sangre hace tres horas —dijo ella con una voz suave que contrastaba con su brusco lenguaje corporal—. Puedo hacerlo. Si en algún momento una de las dos sintiera que se le está escapando de las manos, puedo parar.

—Ya lo has visto. Las dos estamos… bien —declaré—. Lárgate, Jenks.

—Perdona, pero tú no estás bien —dijo Jenks colocándose delante de mi cara para romper la conexión que tenía con Ivy—. Está intentando superar una adicción. Dile que se marche. Si puede hacerlo, significará que tiene suficiente control y podréis intentarlo en otro momento. Pero hoy no, Rachel. Hoy no.

Yo miré a Ivy, que seguía de pie delante del fregadero, encorvada, y con un deseo tan intenso que dolía verla. Yo había esperado con Kisten, no le había dejado que me mordiera, y al final había muerto. No podía esperar un después si existía un ahora. Y no lo haría.

—No quiero que se vaya —dije mirando a Jenks—. El que tiene que irse eres tú.

Ivy cerró los ojos y la tensión de su rostro se desvaneció.

—Lárgate, Jenks —dijo en voz baja, aunque dejando entrever un tono ame­nazante que me hizo estremecer—. O si lo prefieres, puedes quedarte y mirar como un asqueroso pervertido. No me importa. Lo único que quiero es que tengas la boca cerrada durante cinco jodidos minutos.

Él farfulló algo indignado, y se quitó de en medio cuando vio que ella se ponía en marcha y se acercaba a mí. Mi corazón estaba a punto de estallar y sabía que, cuanto más miedo mostrara, más le costaría a ella mantener el control. Era posible que no se nos diera del todo bien en aquel preciso ins­tante, pero por algún sitio había que empezar, y yo no estaba dispuesta a ser la que fracasara.

—Ivy… —insistió Jenks a modo de súplica—. Es demasiado pronto.

—Te equivocas. Es demasiado tarde —dijo ella respirándome en la oreja y posando suavemente sus dedos sobre mis hombros. Mi corazón latía con una fuerza inusitada y podía sentir cómo sus latidos levantaban mi piel a la altura de mi garganta. Jenks soltó un gemido de frustración y, después de entrar disparado en mi armario de hechizos, salió de la cocina como una flecha.

En cuanto se marchó, el tacto de Ivy se transformó en calor líquido. Incli­nándose aún más, deslizó sus dedos por mi cuello buscando la cicatriz invisible bajo mi piel impoluta. Yo contuve la respiración mientras la tensión aumentaba conforme ella dibujaba pequeños círculos. Aquello tenía que funcionar. Había trabajado duramente para encontrar la manera de controlar sus deseos y en ese momento no podía negarme, de lo contrario me habría comportado como una de esas personas a las que les divertía seducir a los demás por el simple gusto de atormentarlos.

En aquel momento me agarró el hombro con fuerza y mi respiración se volvió aún más rápida. Sentí cómo cambiaba el peso de su cuerpo y, al abrir los ojos, me sorprendió el azul relajante que creaban las cortinas. Lo único que lograba ver de Ivy era su pelo. ¡Dios! ¿A qué estaba esperando?

—Déjame… —murmuró, rozándome con los labios la sensible piel de debajo de la oreja y bajando más y más mientras su cabeza se inclinaba y la luz azul hacía brillar su pelo. Aquella sensación hizo que mi cuerpo se tensara y que mi corazón se acelerara. Sus manos se deslizaron por mi espalda hasta llegar a la parte inferior. Entonces se inclinó hacia atrás y detuvo los dedos hasta que nuestras miradas se encontraron—. Déjame… —repitió con la mente comple­tamente perdida en lo que estaba a punto de suceder.

Yo sabía que no iba a acabar de decirlo. «Déjame que lo tome». «Dámelo». Pedir permiso estaba tan arraigado en los vampiros vivos que, si no lo hacía, se habría sentido como si me hubiera violado, incluso aunque yo misma me hubiera cortado y hubiera derramado la sangre sobre su boca. Yo la miré a los ojos y percibí su desesperada y cruda necesidad, que había quedado al descubierto sustituyendo la expresión impasible que normalmente mostraba al mundo. Una última punzada de miedo me atravesó al pensar en el riesgo que estaba corriendo. Entonces, recordé por un breve instante el momento en que estuvo a punto de matarme de un mordisco en la furgoneta de Kisten. Podía sentir la tensión en las zonas en las que nuestros cuerpos estaban en contacto: en su mano derecha sobre mi hombro, en la izquierda situada en la parte baja de mi espalda, y en su cadera, que estaba apoyada en la mía. Sabía que no sobrepasaría los límites y que dejaría el sexo de lado. De lo contrario yo me iría, y ella lo sabía. Se estaba prestando a un juego cruel consigo misma, pero seguramente pensaba que, si esperaba lo suficiente, al final sería yo quien la buscara.

Tal vez tenía razón. Si alguien me hubiera contado el año anterior que en aquel momento iba a estar seduciendo a una vampiresa para que me mordiera, lo hubiera tachado de loco.

Mis ojos se cerraron. No merecía la pena esforzarme en imaginar cómo hubiera podido ser mi vida. Tenía que aceptarla tal y como se me presentaba.

—Tómala —susurré apretando los muslos para resistir el deseo que subía por ellos.

Ivy exhaló un suspiro y presionó ligeramente su cuerpo contra el mío. En­tonces me agarró con más fuerza y, sin dudar ni un instante, inclinó la cabeza y clavó los colmillos en mi cuello.

El éxtasis se apoderó de mí y el dolor del mordisco se transformó instan­táneamente en una sensación de placer indescriptible. A continuación inspiré, contuve el aire y, tras contraer todo mi cuerpo durante un glorioso instante, intenté contenerme. No podía dejarme llevar por las sensaciones. Si lo hacía, podía echarlo todo a perder y, mientras Ivy hincaba aún más sus colmillos, me prometí a mí misma que no lo haría. Esta vez no. No iba a permitir que aquello se convirtiera en una decisión equivocada.

Sentí cómo su respiración iba y venía, siguiendo el mismo ritmo de los pequeños tirones de su boca que absorbían mi sangre para colmarla. Subí la mano para tocar su nueva cicatriz y de repente me aparté. En un momento de tensión, me alejé de ella.

—Ivy, más despacio —conseguí decir. Necesitaba saber que era capaz de parar. Al darme cuenta de que no lo hacía, el pulso se me aceleró y, cuando insistí dándole un suave empujoncito, ella separó los labios de mi cuello con una brusca exhalación.
Gracias, Dios mío. Podíamos hacerlo
. ¡
Maldita sea
! ¡
Podíamos hacerlo
!

Con el corazón a mil, me quedé inmóvil mientras estuvimos allí de pie, con las cabezas a pocos centímetros de distancia. Me di cuenta de que tenía las manos sobre sus hombros y sopesé las sensaciones que me atravesaban para calibrar el control de Ivy y mi resolución de no entrar en el típico sopor inducido por las feromonas vampíricas que sus instintos no serían capaces de resistir.

Ivy tenía la cabeza inclinada y su frente casi tocaba mi hombro mientras in­tentaba estabilizarse. Sentía cómo su respiración sobre mi piel agujereada subía y bajaba, resistiéndose, mientras ponía a prueba su voluntad de quedarse quieta. En ese momento noté el cálido hilillo de algo que debía ser sangre enfriándose, pero ella permaneció impasible a pesar de que incluso yo podía olería.

No estaba perdiendo el control. Estaba manteniéndolo. Probablemente no era el mejor mordisco de su vida, pero yo estaba dando mis primeros pasos, y ella estaba adentrándose en un nuevo camino. Y yo estaba extasiada.

Ivy percibió mi aceptación, que flotaba en el aire y, lentamente, con sumo cuidado, cuando estuvo segura de que sería bien recibida, se inclinó de nuevo y apoyó sus labios sobre mi cuello haciendo que el frío lugar volviera a calentarse. Entonces sentí un hormigueo en mi vientre que fue en aumento.

—Despacio —le susurré. No quería que parara, pero el miedo me empujaba a actuar con prudencia. Estaba funcionando. No quería que la impaciencia diera al traste con aquel equilibrio.

Ella bajó el ritmo, lo que, volviendo la vista atrás, probablemente resultó mucho más excitante que si se hubiera limitado a clavar sus dientes de nuevo. Sus labios se desplazaron hacia la diminuta cicatriz que me había hecho aquella primavera, provocándome, seduciéndome.

Podemos hacerlo
, pensé relajando los hombros, feliz al constatar que dependía de mí misma. Dejé que las sensaciones subieran y bajaran en mí mientras ella jugueteaba, y escuché a mi cuerpo asegurándome de que no tomaba demasiada. Su necesidad vampírica de dominación se veía templada por el amor que sentía, pero no dejaba que se transformara en algo erótico. Podíamos hacerlo. Y yo me pregunté qué sucedería si me atrevía a tocar su nueva cicatriz.

A continuación se inclinó de nuevo hacia mí y yo cerré los ojos. Dejé esca­par un suave gemido mientras sus dientes presionaban ligeramente la cicatriz, amenazando con desgarrar la piel. Y entonces me clavó los colmillos. Las rodillas me flojearon, pero conseguí mantener el equilibrio. ¡Oh, Dios! Estaba a merced de un maestro y podía hacer conmigo lo que quisiera.

Ella se acercó aún más, tocando ligeramente mis hombros. Más allá de las sensaciones que se sucedían, había algo mucho más embriagador que provocaba un hormigueo en mi piel y que recordaba al zumbido de una línea de energía. Eran nuestras auras, cuyos bordes se mezclaban mientras ella, junto con mi sangre, tomaba una parte de mi alma de la que podía prescindir. Entonces re­cordé haberlo sentido antes. Casi lo había olvidado.

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