Fuera de la ley (31 page)

Read Fuera de la ley Online

Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

—Ivy —susurré. La sensación de nuestras auras confundiéndose casi eclip­saba la de sus dientes en mi interior. Se estaba transformando en un torrente. Un torrente de adrenalina. Podía sentirlo. Aquello iba más allá de un exquisito deseo satisfecho.

Yo me solté de ella y sus dientes se deslizaron por mi piel como un rastrillo, haciendo que unos inesperados jirones de hielo penetraran en mis huesos. Entonces abrió los ojos de golpe, asustada.

—Yo… yo… —farfulló. Ella también lo sentía, pero parecía desconcertada. Con una brusca inhalación, me apretó con más fuerza. Yo podía notar cómo los extremos de nuestras auras se fundían, pero había algo más, bailando fuera de mi alcance.

—Tómala —musité, y su boca entró de nuevo en contacto con mi cuello. En aquel momento solté un grito ahogado y la agarré con más fuerza para que no se retirara. Entonces sintió cómo el calor de mi sangre penetraba en su boca y absorbió de nuevo. Yo inspiré profundamente. Me costaba respirar y necesitaba mantener el control. La apreté con más fuerza intentando no venirme abajo. ¡No iba a permitir que se echara todo a perder por mi culpa!

Sentía un agradable cosquilleo en todas las zonas de mi piel, en las zonas en que mi aura tocaba la suya, y las diferentes descargas se introducían en ella como el agua en la arena mientras la energía de mi alma resbalaba en su inte­rior bañando todo su ser. Las feromonas vampíricas eran como una sensación líquida recorriendo mi cuerpo y prendiéndole fuego. Estaba sucediendo algo con nuestras auras y me daba cuenta de que, cuanto más me entregaba a Ivy, más fuerte se volvía.

Esto
, pensé sintiendo cómo su aura se deslizaba en la mía mientras me en­tregaba voluntariamente y sin miedo.
Puedo darte esto
.

Y como agua atravesando la arena, nuestras auras se fundieron.

Aquella sensación me hizo dar un grito ahogado. Entonces se retiró y sus colmillos se deslizaron por mi cuello. De no ser porque la tenía agarrada, se hubiera caído al suelo. Con los ojos muy abiertos, me puse rígida. Nuestras auras no solo se estaban mezclando, se habían convertido en una sola. Tenía­mos una única aura. En estado de choque, no hice nada cuando una lluvia de endorfinas se derramó en mi interior, en nuestro interior. Cada célula cantaba con la liberación. La oleada de energía de nuestras auras uniéndose resonó en nuestras almas como un repique de campanas.

Mis dedos resbalaron e Ivy se apartó, tambaleándose, y se dejó caer sobre la mesa. Yo relajé la cabeza cuando sentí que me soltaba.

—¡Dios mío! —farfullé. Seguidamente, con una excepcional sensación de que nos estuviéramos dividiendo, nuestras auras se separaron. Se había acabado.

Yo di una boqueada y me derrumbé sobre la encimera. Mis músculos tenían dificultad para mantenerme en pie y los brazos me temblaban.

—¿Qué demonios ha sido eso? —pregunté intentando recobrar el aliento. Indecisa entre echarme a reír por lo que acababa de pasar o indignarme por el tiempo que habíamos tardado en conseguirlo, levanté la cabeza. Ivy tenía que explicarme algunas cosas. No sabía que las auras podían hacer eso.

Pero me quedé paralizada cuando vi que estaba agazapada junto a la puerta, iluminada por la fría y apacible luz azul que penetraba a través de las cortinas. Tenía los ojos negros y me miraba fijamente con una fuerza depredadora.

Mierda. Yo me encontraba bien, pero Ivy había perdido el control.

13.

—¡Ivy! —grité. El miedo se apoderó de mí y di marcha atrás. Ivy se movió cuando yo lo hice, con la mirada perdida. No entendía nada. Lo habíamos con­seguido. ¡Maldita sea! ¡Lo habíamos conseguido!

No obstante, ella venía a por mí, en silencio y con el claro propósito de matarme. ¿Qué demonios había ocurrido? Estaba bien y, de repente… ya no lo estaba.

Levanté el brazo en el último momento y le golpeé en el lateral de la mano justo cuando estaba a punto de alcanzarme. Ivy se giró y me agarró la muñeca. Apenas tuve tiempo para gritar cuando tiró con fuerza de mí haciéndome perder el equilibrio. Entonces me caí.

Ella mostró intención de arrodillarse sobre una pierna y yo eché a rodar. Me había adelantado a su movimiento y le pegué con fuerza en las piernas haciendo que cayera hacia delante. Luego me hice una bola para esquivarla e intenté erguirme, tambaleándome.

Desgraciadamente fui demasiado lenta. Ella ya estaba de pie gracias a su velocidad vampírica, y, al levantarme, caí en sus garras.

—¡Para, Ivy! —exclamé, y ella me empujó hacia atrás. Agitando los brazos, me estrellé contra el frigorífico. Sentí un intenso dolor mientras intentaba mantenerme erguida y recuperar el aliento al mismo tiempo. Los ojos se me llenaron de lágrimas y ella me siguió colocando sus botas cuidadosamente de manera que no pisaran el destello azulado que dibujaban las cortinas en el suelo. La ropa de cuero que se ponía para trabajar le daba una imagen podero­sa, mientras se movía con gracia y con actitud desafiante. Sonriendo, pero sin mostrar los dientes, recorrió los pocos metros que nos separaban con los brazos balanceándose elegantemente. No tenía prisa. Yo era suya.

—¡Para! —acerté a decir cuando conseguí tomar algo de aire limpio por primera vez—. Ivy, tú quieres parar. ¡Para!

Mi voz la obligó a detenerse apenas a un metro de distancia, y el corazón empezó a latirme con fuerza. De pronto, un atisbo de angustia quebró mi seguridad.

—¿Por qué? —susurró atravesándome con su voz de seda gris.

Antes de que tuviera tiempo de reaccionar, me aprisionó contra el frigorífico de acero inoxidable, sujetándome el hombro con una mano, e introduciendo la otra entre mis cabellos. Yo inspiré, sintiendo un inmenso dolor en el pecho, mientras me obligaba a inclinar la cabeza dejando al descubierto mi cuello, que todavía no había dejado de sangrar.
Dios, no. Así no
.

Entonces apoyó todo su cuerpo contra el mío y colocó una de sus botas entre mis pies. El corazón me latía con fuerza y estaba cubierta de sudor. Aquello la estaba poniendo a cien, pero no conseguía parar. Aterrorizada, intenté mirarla a los ojos, pero me tiraba del pelo con tal fuerza que no podía girar la cabeza. Estaba muerta de miedo y en ese momento la imagen de Kisten cruzó mi mente y, rápidamente, se desvaneció.

—Ivy —acerté a decir retorciendo el cuello para poder verla—. Puedes parar. Basta que dejes de mirarme. Podemos hacerlo. ¡Maldita sea! ¡Podemos hacerlo!

—¿Por qué? —repitió con la misma voz calmada. A continuación me presio­nó aún más con su cuerpo, pero aflojó la mano que me agarraba los cabellos y me giré. Sentí que el flujo de sangre de mi rostro disminuía de golpe, y ella se estremeció, bebiéndose mi miedo como un sangriento afrodisíaco.

Tenía los ojos completamente negros, y su cara no mostraba ningún tipo de expresión. Con una tranquilidad pasmosa, se quedó mirándome, respirando mi pavor y alimentando sus ansias de sangre. Era como si ya estuviera muerta y, desde lo más profundo de mi mente, afloró un nuevo recuerdo de Kisten. Le había visto mirarme de aquel modo… en su barca.

—Tienes que dejarlo —susurré agitando sus cabellos con mi respiración—. Lo hemos conseguido, Ivy. Ahora solo tienes que dejarlo estar.

Fue entonces cuando, por primera vez, un destello de angustia se asomó al rabillo de sus ojos.

—No puedo… —susurró mientras la repentina sensación de miedo dibujaba una arruga en su frente que indicaba que estaba luchando contra sí misma—. Me has dado demasiado. ¡Maldita sea! Yo… —Entonces la expresión de su rostro se suavizó y sus instintos se hicieron de nuevo con el control—. Quiero sentirlo otra vez —dijo alzando la voz. A continuación me apretó con más fuerza y yo sentí un escalofrío—. ¡Dámelo! ¡Ahora!

Podía ver como su mente se cerraba para protegerla de la locura. Estaba perdiéndola. Y si lo hacía, estaba muerta. Seguidamente me tiró del pelo con fuerza y el pánico me invadió.

—¡Ivy! —exclamé. Intentaba con todas mis fuerzas hablarle con voz calmada, pero no era capaz—. ¡Espera! Puedes esperar. Se te da muy bien. Solo tienes que escucharme.

El corazón me latía con fuerza, pero ella vaciló.

—Soy un monstruo —susurró. Sus palabras recorrieron mi piel provocándome una intensa sensación. Incluso en aquel momento, a punto de perder la vida, las malditas feromonas vampíricas intentaban engañarme—. No puedo parar.

Su voz suplicante casi había vuelto a ser la de siempre.

—No eres ningún monstruo —dije colocándole la mano en el hombro por si me veía obligada a apartarla de mí de un empujón—. Piscary te echó a perder, pero ahora estás mejor. Ivy, lo hemos conseguido. Solo tienes que dejarlo estar.

—No estoy mejor. —Su voz era grave, y estaba cargada de reproche hacia sí misma—. Es lo mismo de siempre.

—Eso no es cierto —protesté mientras sentía que mis pulsaciones dismi­nuían—. Estoy consciente. No tomaste lo suficiente como para hacerme daño. Paraste.

En aquel momento apartó su cabeza de la mía para mirarme a los ojos y yo contuve la respiración. Podía ver mi reflejo en las oscuras profundidades de sus pupilas, con el pelo revuelto y el rostro surcado de lágrimas que no recordaba haber derramado. Me veía a mí misma en sus ojos y recordé… Me había visto reflejada en los ojos de otra persona antes, sintiéndome indefensa y temiendo por mi vida. Lo había vivido.

De repente no eran los pálidos dedos de Ivy los que me sujetaban el hombro, sino el recuerdo de otro vampiro. El miedo regresó de mi pasado, dejándome estupefacta. Aquel recuerdo se había apoderado de mi realidad como un fogo­nazo.
Kisten

De mi subconsciente brotó la sensación de estar aprisionada contra una pared en la embarcación de Kisten, solapándose con el tacto del frigorífico contra mi espalda. Con una nauseabunda precipitación, cubrió mi presente con una repugnante capa de miedo e indefensión. Un recuerdo que no sabía que existía hizo que los ojos de Ivy se transformaran en los de otra persona. Los dedos que me sujetaban el pelo se volvieron extraños. En mi mente, su cuerpo se impregnó del desconocido aroma de un furioso vampiro no muerto ansioso por poseerme.

—¡No! —grité.

El tacto de la piel de Ivy había reavivado recuerdos que ni siquiera sabía que existieran. El miedo me electrizó y la alejé de mí con un empujón. Un estallido de energía linear salió con fuerza de mi interior intentando golpearla, y yo salté hacia atrás, encorvada por el dolor, mientras la ardiente fuerza volvía a replegarse bajo las palmas de mis manos, hasta que, finalmente, conseguí empujarla hacia la línea y soltarla.

Me duele la muñeca. Me ha atacado un vampiro. Me ha inmovilizado contra la pared. Alguien me ha inmovilizado contra la pared y
… ¡
Oh, Dios
! ¡
Me ha mordido
!

¡
Que Dios me ayude
! ¿
Qué he estado a punto de hacer
?

Jadeando, levanté la vista y vi a Ivy deslizándose por la puerta de un armario hasta acabar tirada en el suelo de la cocina. Tenía la mirada perdida, y parecía que había logrado liberarse de la pulsión.

Yo me apoyé con fuerza contra el frigorífico, sujetándome el brazo, y llorando desconsoladamente. Ivy se puso de pie de un salto, tambaleándose.

—¿Rachel? —susurró estirando la mano como si estuviera mareada.

—¡Alguien me mordió! —farfullé sin saber de dónde provenían aquellas lágrimas—. En el labio. Intentaba… —La congoja cubrió mi alma como si fuera alquitrán y me derrumbé—. Kisten estaba muerto —sollocé sentándome en el suelo con la espalda contra el frigorífico y las rodillas a la altura de la barbilla. ¿
Cómo podía haberlo olvidado
?—. Estaba… ¡estaba muerto! El vampiro que lo mató… —Entonces alcé la vista. Jamás había sentido un miedo semejante—. Ivy… su asesino me mordió… por eso no pude enfrentarme a él.

La expresión de Ivy estaba completamente vacía. Yo la miré fijamente, con una mano apretándome el brazo opuesto hasta que empezó a palpitar. ¡Dios mío! Estaba atada. Estaba atada al asesino de Kisten sin ni siquiera saberlo. ¿Qué más había olvidado? ¿Qué más aguardaba en el fondo de mi mente, dispuesto a aplastarme?

Ivy se movió, y yo sentí que el pánico se apoderaba de mí.

—¡Quieta! —grité con el corazón a mil—. ¡No me toques!

Ella se quedó inmóvil mientras mi realidad luchaba contra las mentiras que me había estado contando a mí misma. Mi lengua empezó a pasearse por el interior de mi boca, y un nuevo miedo empezó a crecer cuando encontré la diminuta, casi inexistente cicatriz. Estoy atada. Alguien me ha sometido. De pronto, sentí náuseas y pensé que iba a vomitar.

—Rachel —dijo Ivy haciendo que me concentrara en ella. Era una vampiresa. Me había caído y ni siquiera había sido consciente de que mi cara estaba cubierta de suciedad. Aterrorizada, me puse de pie como pude, me desplacé hasta que encontré un rincón y me eché la mano al cuello para esconderle mi sangre. Me habían atado. Le pertenecía a alguien.

Los ojos de Ivy estaban negros a causa de mi miedo. Con el pecho subiendo y bajando aparatosamente, se colocó los puños en las caderas.

—Rachel, tranquilízate —susurró con voz ronca—. Nadie te ha atado. Yo lo notaría.

Entonces dio un paso hacia delante y yo estiré el brazo.

—¡Para!

—¡Maldita sea! —gritó—. ¡Ya te he dicho que yo lo notaría! —Seguida­mente, bajando de nuevo la voz, añadió—: No voy a morderte. Mírame. Yo no soy ese vampiro. Rachel, tú no estás atada.

El miedo me atravesó con unas fibras acuosas, como las de una araña, e in­tenté controlarlo. Por debajo de mis dedos, sentí el martilleo de mi pulso. Solo era Ivy. Pero entonces dio un paso más, y mi voluntad se resquebrajó.

—¡Te he dicho que pares! —grité una vez más apretándome contra la esquina. Ella sacudió la cabeza y siguió avanzando lentamente.

—¡Para! ¡Para si no quieres que te haga daño! —le exigí, casi histérica. Había soltado la línea, pero podía volver a contactarla. Podía golpearla con ella. Había intentado golpear al asesino de Kisten, y el vampiro me había atado. Me había atado de tal manera que sería capaz de arrastrarme hacia él suplicándole que me mordiera. ¡Dios mío! ¡Era la sombra de alguien!

Cuando alargó el brazo y me apoyó la mano en el hombro, me di cuenta de que estaba temblando y de que su perfecto rostro estaba cubierto de lágrimas. Su aroma me invadió y el tacto de su piel superó mi maltrecha memoria y alcanzó lo más profundo de mi ser. El terror que sentía se desvaneció como un trozo de gasa trasparente. Era Ivy. Era solo Ivy, y no mi desconocido torturador. No estaba intentando matarme. Era solo Ivy.

Other books

The Art of Disposal by John Prindle
A Summer Affair by Elin Hilderbrand
The Playboy by Carly Phillips
Some Day I'll Find You by Richard Madeley
Mad enough to marry by Ridgway, Christie
Warrior of the Isles by Debbie Mazzuca
Cats Meow by Nicole Austin