Fuera de la ley (68 page)

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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Cerré los ojos y apreté la mandíbula.

—No lo sé —dije abriendo de nuevo los ojos y sintiendo que estaban húmedos por las lágrimas—. De verdad que no lo sé.

30.

A pesar de que no era mi estilo, el coche de Glenn, negro y muy del gusto de los agentes de la AFI, no estaba del todo mal. La parte trasera estaba llena de cajas de cartón llenas de informes, lo que dificultaba que pudiera reclinar el asiento lo suficiente como para cerrar los ojos y echar un sueñecito mientras me llevaba a casa. Aquel desorden no era habitual, pues Glenn solía mantener su coche tan limpio y aseado como él mismo, y a mí siempre me había sacado de quicio su enfermiza pulcritud.

Estaba agotada, pero no podía dormirme. Tom había conseguido escapar, y ahora tenía un interés creado en verme muerta. Mi doble se encontraba a salvo bajo la tutela de los hombres de la AFI, que la llevarían a casa apenas terminara la revisión médica. Me había dicho que iba a recibir clases de artes marciales para que Tom no pudiera volver a hacerle daño, y entre eso, y que la había visto marchar en la parte trasera de un vehículo policial con Sampson en su regazo, me confirmó que no tenía que preocuparme por ella.

Tenía las yemas de los dedos llenas de úlceras por haberme quemado cuan­do intenté apoderarme del círculo de Tom, al igual que la palma de la mano, que me la había rasgado en siempre jamás. Hice una mueca de dolor cuando apreté el botón para bajar la ventanilla, pero el sufrimiento mereció la pena porque me permitió oír el vocerío de unos niños que jugaban al escondite en la oscuridad, cuyos aullidos y gritos de protesta contribuyeron a que me tranqui­lizara. Con los ojos cerrados, intenté seguir el recorrido del coche guiándome por sus movimientos. Cuando saliera a la luz que un agente de la SI había estado invocando demonios permitiendo que arrasara tiendas de hechizos y aterrorizara a los ciudadanos, la Seguridad del Inframundo se vería obligada a condenarlo públicamente, a rescindirle el contrato y a retirar su nombre de la nómina de empleados para incluirlo en la lista de los criminales más buscados. De puertas para adentro, lo más probable es que se llevara un buen bofetón y que le dieran la patada mientras intentaban encubrir que no habían conseguido incriminarme. Yo no formaba parte de su reserva activa, pero sabía que no les importaría verme tumbada en una mesa de granito. Y al menos ya no tendría que hacerme cargo de los destrozos de la tienda de hechizos.

El chirrido de la ventanilla de Glenn hizo que abriera los ojos de golpe, y el viento, aún más fuerte, hizo que mi pelo, que estaba casi seco, se me pegara a la cara. Mis rizos rojos apestaban y el espacio reducido del coche provocaba que el hedor a ámbar quemado se hiciera aún más evidente. No me extrañaba que Newt fuera calva.

Glenn se aclaró la garganta dando a entender que estaba muy enfadado, y yo volví a cerrar los ojos. Sabía que estaba molesto conmigo porque pensaba que había decidido enfrentarme yo sola a aquella panda de brujos y que ni siquiera se lo había contado a mis compañeros de piso.

—No fue idea mía —dije apoyando la rodilla contra la puerta cuando tomó una curva—. No tenía intención de hacerlo. Simplemente ocurrió.

Glenn volvió a aclararse la garganta, esta vez con incredulidad, y yo abrí los ojos y me senté recta. La luz de las farolas le iluminaba la cara haciéndole parecer más viejo de lo que en realidad era. Cansado.

—Si hubieras pedido ayuda, las posibilidades de echarle el guante a ese pirado hubieran sido mayores —me reprochó en tono acusador—. Ahora será el doble de difícil encontrarlo.

Yo apreté la mandíbula mientras mis sentimientos de culpa batallaban con el miedo. No podía decirle que había aparecido en el sótano de Tom directamente desde siempre jamás después de que aquellos tipos me invocaran y que creía que era un demonio. Entonces apoyé el codo en la puerta y recliné la barbilla sobre la palma de la mano.

—Fue un accidente —farfullé—. Estaba trabajando en algo con Trent…

—¿Con Kalamack?— Por unos instantes, el detective do la AFI apartó la vista de la carretera y se me quedó mirando, mientras sus manos negras asían con fuerza el volante del coche—. Rachel, aléjate de él. Está lleno de resentimiento y tiene mucho dinero.

Mierda
. ¡
Cuánto echo de menos a mi padre
! Inspiré profundamente y solté el aire poco a poco. Tal vez podía contarle a Glenn parte de la verdad.

—Estaba ayudándole con un proyecto que está llevando a cabo…

—¿El mismo que mató a tu padre? —me preguntó.

Yo me encogí de hombros.

—Más o menos. El caso es que estaba en siempre jamás y, por error, me vi envuelta en la invocación de un demonio. Aparecí en el círculo de Al y, cuando conseguí salir, me limité a darles su merecido. —
Inspira: uno, dos, tres. Expira: uno, dos, tres, cuatro
—. Trent todavía sigue allí.

—¿En siempre jamás? ¡Maldita sea, Rachel! —dijo entre dientes. Yo me quedé mirándolo sorprendida. No estaba acostumbrada a oírlo blasfemar—. ¿Sabe alguien más que fue allí voluntariamente?

Los destellos intermitentes de la calle me permitieron ver la expresión preocupada de Glenn y de pronto alcé las cejas. No se me había pasado por la cabeza que pudiera parecer que había intentado librarme de Trent. Aunque la prensa daba por hecho que teníamos un romance secreto, todo aquel que llevaba uniforme sabía que no nos podíamos ni ver y les resultaba bastante extraño que siguiera aceptando su dinero.

—Su guardaespaldas —dije preguntándome cómo reaccionaría Quen cuando lo supiera—. Y también Ivy, Jenks y mis vecinos. Esos que, supuestamente, no existen —concluí secamente.

Glenn soltó una mano del volante. Era evidente que quería coger la radio para dar un aviso.

—Fue un accidente —repetí juntando las rodillas—. ¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Dejar que desangraran a aquella pobre mujer?

—Podrías haber considerado otras opciones… —respondió en un tono algo lisonjero mientras entrábamos en mi calle.

—Tom admitió que había estado invocando a Al para que me matara. Dijo que conseguiría un aumento de sueldo. Pregúntale a la chica. Ella lo oyó.

En ese momento volví a apoyar la barbilla en la palma de la mano y me quedé mirando por la ventana. De repente, se me encogió el corazón. Había una idea que me atormentaba y que no podía sacarme de la cabeza. Había abandonado siempre jamás porque me habían invocado. ¿Querría eso decir que volvería apenas saliera el sol?

De pronto sentí un dolor insoportable. Quería llegar a casa, rodearme de la gente que amaba y esconderme, tranquilizando mi subconsciente con el hecho de estar viva a pesar de que existiera la posibilidad de que, en unas pocas horas, me viera arrastrada a una existencia infernal. No ayudaba mucho que Trent estuviera todavía allí, encerrado en una diminuta jaula en espera de un horrible e ignominioso futuro.

Trent no me caía bien. Nada podía justificar su pasado como asesino y capo de la droga, y tampoco había visto nada que me hiciera pensar que tenía intención de cambiar. Aun así, estaba preocupada. No podía permitir que todo lo que había hecho, tanto las cosas buenas como las malas, cayeran en saco roto. Cuando me di cuenta de que me importaba lo que le pudiera ocurrir, me quedé desconcertada. Era responsable de muchas cosas buenas, aunque las hubiera hecho por razones puramente egoístas.

Al pasar por delante de la sombría casa de Keasley, sin apartar la vista de la ventana, me froté el brazo. Casi podía sentir la mano de Trent agarrándome con fuerza, aprovechando su última oportunidad de tocar a alguien. No me había pedido que me quedara y que me enfrentara a los demonios. No estaba furioso, ni siquiera frustrado por el hecho de que yo fuera a escapar de allí y que él tuviera que sufrir el castigo de ambos.

En el preciso instante en que todas sus esperanzas se desvanecieron, me había encomendado que salvara a su gente. En sus palabras no había ni el más mínimo atisbo de la culpa que yo sentía en aquel momento. Tan solo quería estar seguro de que sus semejantes sobrevivirían, y de que su vida había servido para algo más que para matar o traficar con drogas.

Pues bien, si creía que iba a ocuparme de la supervivencia de los elfos, esta­ba muy equivocado. Tendría que ser él mismo el que se encargara del trabajo sucio. Yo solo tenía que rescatarlo para que pudiera hacerlo. Mierda. Tenía que hablar con Ceri.

Delante de nosotros se encontraba mi iglesia. Estaba iluminada, y la luz que manaba de todas y cada una de las ventanas topaba con la hierba de color negro. Incluso antes de que nos acercáramos, divisé el pestañeo de un par de ojos rojos que me observaban desde la parte más alta y un leve aleteo a modo de saludo. Bis sabía que había vuelto y yo envié un agradecimiento silencioso a sus congéneres, que me habían protegido la noche anterior, durante el tiempo que estuvimos en la basílica. A pesar de que no me conocían y de que no tenían ni idea de que me encontraba en apuros, era evidente que seguía con vida gracias a aquellos nobles y misericordiosos seres.

Los faros iluminaron las luces traseras de mi deportivo, que estaba aparcado en la cochera. Alguien se había encargado de llevarlo hasta allí, posiblemente Quen. Cuatro haces de luz verdosa empezaron a dar vueltas alrededor del campanario descendiendo sobre Bis, y cuando una de ellas se desvió y se diri­gió hacia nosotros me puse derecha y bajé del todo la ventanilla. Tenía que ser Jenks.
Por favor, por favor. Que sea él
.

Los ojos se me llenaron de lágrimas cuando llegó hasta mis oídos un familiar batir de alas y Jenks entró en el coche como una flecha.

—¡Rachel! —exclamó jadeando. Llevaba puesto el traje negro de ladrón, y tenía muy buen aspecto—. ¡Por el puto contrato de permanencia de Campanilla! ¡Lo conseguiste! ¡Has vuelto! ¡Por el amor de Dios! ¡Qué mal hueles! Ojalá fueras más pequeña. Te daría una patada en el culo que te pondría en órbita. Hubiera matado a Trent cuando me mandó de vuelta con aquella muestra.

Yo sacudí la cabeza confundida.

—Él no te mandó de vuelta. Dijo que te habías apropiado de la maldición y que nos habías dejado tirados.

Jenks ralentizó el batir de las alas y se colocó justo encima de mis dedos, titubeante.

—¡Por todas mis jodidas margaritas! ¿Cómo se supone que iba a hacer algo así? Yo no hice absolutamente nada. —De pronto sentí como si me estuvieran metiendo las tripas por el trasero de un caracol, y antes de que quisiera darme cuenta, aparecí en la basílica—. Aquella pobre mujer casi se caga por la pata abajo. —En aquel momento se quedó mirando a Glenn, y las chispas que des­prendía se volvieron de color rojo—. Ummm… ¡Hola, Glenn!

La garganta se me hizo un nudo y, cuando se posó en mi mano, me di cuenta de que estaba temblando. En ese momento, a mí también me hubiera gustado ser mucho más pequeña. La reacción de Trent a la ausencia de Jenks había sido demasiado genuina para ser fingida. Además, ¿por qué iba a molestarse en mentir? Quizás a los pixies les pasaba lo mismo que a los demonios, que no podían estar en el lado equivocado de las líneas cuando salía el sol.

—¿Pudiste darle la muestra a Quen? —le pregunté pensando en la petición de Trent—. ¿Está a salvo?

El pixie me miró con una sonrisa radiante.

—Sí, la tiene él —respondió con un estallido de luz que hizo que Glenn tuviera que guiñar los ojos—. Al ver que no aparecías, se la llevó a casa de Trent. Le pidió a Ceri que lo acompañara, pero ella dijo que prefería esperar a que volvieras porque ibas a necesitarla. ¡Maldita sea! Tengo que mandar a uno de mis hijos para que le diga que ya estás aquí. Sabía que averiguarías cómo saltar las líneas. ¿Tú también apareciste en la basílica? ¿Y cómo es que llamaste a Glenn y no a nosotros? Podríamos haber ido a recogerte.

La mano empezó a temblarme violentamente, y Jenks se elevó. Los dos se abstuvieron de hacer comentarios, pero el entusiasmo de Jenks dio paso a una expresión preocupada. Creía que había descubierto cómo saltar las líneas. No se imaginaba que había regresado porque alguien había invocado el nombre de Algaliarept.

—No has estado escuchando las comunicaciones por radio de la AFI, ¿ver­dad? —le pregunté.

Jenks se me quedó mirando fijamente.

—No… —dijo adoptando una expresión recelosa—. ¿Por qué?

Glenn se detuvo ante el bordillo de delante de la iglesia, y aparcó el coche.

—Hemos evitado transmitirlo por radio —aclaró echando el brazo hacia los asientos traseros tratando de encontrar su abrigo—. No queríamos que se presentara la SI.

—Rache —dijo Jenks con cautela. Aproveché que estaba suspendido en el aire para esconder las manos. No quería que las viera temblar—. ¿Qué has hecho?

Yo me quedé mirando la iglesia. Me hubiera gustado estar en el interior, pero estaba tan cansada que no tenía fuerzas ni para moverme.

—Tom y yo tuvimos unas palabritas.

Un destello de polvo de pixie iluminó el coche, y Glenn dio un respingo.

—¡Maldita sea, Rache! —exclamó—. ¿Por qué no nos llamaste? Sabes que estoy deseando ponerle los huevos de corbata de una patada.

La mezcla de miedo y de culpa dio como resultado un inesperado arranque de ira.

—¡No tuve elección! —grité. Jenks echó a volar hacia atrás y acabó aterri­zando en el salpicadero. No dijo ni una palabra, y yo me puse buscar a tientas el tirador de la puerta. A continuación puse los pies en la acera, me levanté con cuidado, y alcé la vista para mirar la iglesia. Hacía frío, y me removí incómoda en mi ropa interior húmeda. Mierda. Estaba agotada.

Jenks se aproximó batiendo las alas en silencio y se colocó a una distancia demasiado corta, aunque no llegó a posarse en mi hombro.

—No quise dejarte allí, Rachel —susurró apesadumbrado por el sentimiento de culpa—. Probablemente, al cerrarse las líneas, me aspiraron. Pero sabía que encontrarías la solución. A partir de ahora, ya no te volverás a quedar encerrada en siempre jamás.

Sus últimas palabras estaban cargadas de orgullo, y yo tragué saliva y utilicé la excusa de tener que cerrar la puerta del coche para evitar mirarlo a la cara. Me sentía incapaz de contarle lo que había sucedido realmente. Al ver su actitud entusiasta y su cara de felicidad, me había entrado miedo. Estaba demasiado emocionado como para captar las cosas que no se habían dicho. Cosas que iban a arruinarme la vida y, por extensión, también la de ellos.

—¡Ivy! —gritó Jenks de repente—. ¡Tengo que decirle que has vuelto! ¡Maldita sea! ¡No sabes cuánto me alegro de verte!

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