Fuera de la ley (66 page)

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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Luchando por concentrarme en algo, me agazapé al oír que estaba gol­peando los barrotes y que escarbaba con los dedos intentando alcanzarme. Parecía que pasaran unos segundos desde que decidía realizar un movimiento hasta que conseguía ponerlo en práctica, como si las conexiones entre mis neuronas se llevaran a cabo a una velocidad mucho menor que la habitual.

—¿Cómo pudiste superar la estatua? —bramó Al haciendo que me dolieran los oídos—. ¡No es posible!

—¿Qué me está pasando…? —jadeé. Trent emitió un sonido muy desagra­dable mientras intentaba que le soltara el brazo.

—¡Te están invocando, maldita puta! —me espetó Al—. Te has apoderado de mi nombre de invocación. Y lo están usando. ¿Cómo has podido conseguirlo? ¡Te has pasado el día inconsciente!

Me sentía como si mi interior hubiera desaparecido y me hubiera convertido en un mero caparazón. Intenté verme la mano, pero no había nada. Y entonces sentí un frío glacial en el rostro.

—¡Esto no puede suceder! Minias me dijo que no era posible. ¡No soy un demonio! No debería funcionar conmigo. ¡No soy un demonio!

—Por lo visto, sí —dijo Al, golpeando los barrotes al compás de sus palabras—. Estás tan jodidamente cerca de serlo que no importa. —Se­guidamente se oyó un nuevo gruñido, y después gritó—: ¡Que alguien me saque de aquí!

El dolor me mantenía agachada y el pelo me cubría las rodillas. ¡Oh, Dios! Aquello iba a matarme. Sentía como si estuviera partiéndome en dos. No me extrañaba que los demonios se cabrearan tanto cuando alguien los invocaba.

—Rachel —dijo Trent inclinándose hacia mí y apoyándome la mano en la espalda mientras yo daba boqueadas para conseguir un poco de aire—. Pro­méteme que salvarás a mi gente. Prométeme que usarás la muestra. Si me lo prometes, podré morir tranquilo.

¿
La muestra
?
Pero si ni siquiera la tengo
. Alcé la cabeza para responderle, pero no logré verlo. Entonces me detuve. Sentía como si mi aura estuviera penetrando en mi interior, arrastrando con ella mi carne y mis huesos. El dolor me estaba quemando por dentro y, gimoteando, dejé de luchar. Quería marcharme de allí, ¿no?

El dolor desapareció. Un hilo plateado me atravesó de arriba abajo y, antes de que pudiera maravillarme de la celestial ausencia de dolor, noté que mis pul­mones se esforzaban por respirar, a pesar de que todavía no lo habían logrado del todo. Estaba bocabajo, o al menos lo estaría en cuanto mi aura terminara de alzarse a través de mí, creando la ilusión de que mi alma volvía a estar rodeada de carne. Cuando se terminaron de formar los pulmones, empecé a jadear y me quedé mirando el oscuro suelo laminado que tenía a cinco centímetros de la cara. Podía ver. Y olía a… ¿lejía?

Se podía oír el suave murmullo de una persona realizando un conjuro, y el aire estaba cargado de un fuerte olor a cera mezclado con el hedor a ámbar quemado que yo misma desprendía. Me coloqué la mano frente a la cara y observé el claro resplandor de mi aura. Podía verla. Se suponía que no debía poder hacerlo.

Inspiré de nuevo y la bruma dorada se desvaneció. El conjuro se había diluido en una especie de respiración colectiva. Me encontraba en el sótano de alguien. Me habían invocado utilizando el nombre de Al. No era posible. Aquello no podía estar pasando. Confundida, miré más allá de mis rizos grasientos y húmedos, y divisé un grupo de figuras vestidas con túnicas negras que me observaban desde la seguridad que les ofrecía encontrarse al otro lado de la resplandeciente cortina de siempre jamás.

—Señor de las tinieblas —dijo una voz joven y masculina. De pronto la reconocí y el corazón me dio un vuelco—. ¿Estás… bien?

29.

—¡Tú! —bramé. La confusión inicial se desvaneció cuando vi los rasgos juve­niles y bien definidos del agente de la SI, que estaba de pie delante de la larga mesa de reuniones que había en el sótano de Betty.

Furiosa, recobré la compostura y me puse en pie, aunque permanecí encor­vada hasta que no estuve completamente segura de que no iba a golpear la capa verde de siempre jamás que se elevaba sobre mi cabeza. Me encontraba sobre la tarima, en medio de un amplio círculo que llenaba la cavidad de un pentáculo. Unas velas blancas con tonos verdosos marcaban las esquinas, y todas ellas presentaban una apariencia brumosa, ya que existían al mismo tiempo allí y en siempre jamás. Una sustancia pringosa del color del alquitrán marcaba los límites de mi celda, y me quedé horrorizada al darme cuenta de que habían usado sangre, y no sal, para dibujar el círculo. Maldita sea, estoy en medio de un círculo negro.

En aquel momento dirigí la mirada hacia la grieta de la pared y sentí que la gente allí reunida retrocedía. Eran seis, incluido Tom Bansen. Una música pene­traba a través del techo. Se trataba de las notas graves de un bajo, que sonaban como el latido de un corazón, y creí reconocerlo. El tufo a lejía y a moho me dio a entender que Betty había estado limpiando, pero aun así, no conseguía mitigar el repugnante hedor a siempre jamás que había traído conmigo. ¡Dios! Necesitaba urgentemente una ducha.

Al verme, Tom abrió los ojos como platos. La gabardina que llevaba se había vuelto blanca por la ceniza y los restos de sal, tenía el pelo revuelto, y estaba cubierta por una capa de polvo y de arenilla de siempre jamás. Delante de él había tres hombres, todos ellos vestidos con túnicas negras. Las capuchas les daban un aspecto ridículo, pero aquella gente había estado invocando a Al de­liberadamente, y lo habían dejado marchar, a sabiendas de que iba a matarme.

Enfurecida, bajé tres escalones y estuve a punto de tropezar con el arco de siempre jamás tras el cual estaba apresada. La claustrofobia hizo que el corazón se me encogiera, e inspiré con fuerza.

—¡Déjame salir! —grité frustrada sintiendo que la energía me agarrotaba los músculos de la mano cuando me acerqué demasiado. Nunca me había suce­dido algo así, ni siquiera cuando había estado en el círculo de algún otro. ¡Por Dios bendito! ¿Qué me había hecho el padre de Trent? Lo hubiera matado. No hubiera tenido reparos en cargarme a Trent por todo aquello.

—¡He dicho que me dejes salir! —grité. No tenía escapatoria. A pesar de to­das mis habilidades, no podía hacer nada. Aquel gusano insignificante me tenía atrapada en su estúpido círculo—. ¡Suéltame de una vez! —le ordené de nuevo, dándome por vencida y golpeando con la mano el escudo protector que nos separaba. La coraza emitió un sonido sibilante y se prendió, y yo me acerqué la mano al pecho sorprendida por el dolor. Yo no era un demonio. Aquello tenía que ser un error. Al me había dicho que no lo era. Mi madre era una bruja y Takata un brujo, lo que significaba que yo también lo era. ¿
Una bruja capaz de prender magia demoniaca y ser invocada con un nombre
?

Desde detrás de la muralla viviente de acólitos temblorosos, Tom inclinó la cabeza.

—Por supuesto, mi señor Algaliarept, después de que hayamos cumplido todos los preceptos. Ya lo hemos dispuesto todo.

Estaba a punto de soltar otro gruñido, pero este se desvaneció y me esforcé por controlar mi rostro para que no mostrara ningún tipo de emoción. A continuación bajé la mirada, me observé a mí misma, y volví a concentrarme en él. ¿
Cree que soy Al disfrazado
?

Lentamente, mis labios esbozaron una sonrisa que, aparentemente, les produjo un pavor mayor que el que les había causado mi ira. Si pensaban que era Al, iban a liberarme. Después de todo, tenía que ir a matarme a mí misma.

—Dejadme salir —le solicité sin dejar de sonreír—. No os haré daño. Mejor dicho, no demasiado.

Había hablado en voz baja, pero en mi interior estaba a punto de estallar. ¿La AFI quería pruebas de que Tom estaba mandando a Al para que me matara? De acuerdo. Podía apostarme lo que fuera a que esta vez las conseguiría. Al verme más calmada, Tom inclinó la cabeza, sin dejar de parecer un imbécil. No me extrañaba que Al quisiera librarse de que tuvieran que invocarlo. Me estaban dando ganas de vomitar.

—Como gustes —dijo el hombre—. Hemos traído todo lo que nos pediste —añadió. Seguidamente hizo un gesto con la cabeza y dos de los hombres se quitaron las túnicas y se dirigieron aun cuarto trasero cuyo interior nunca había visto—. Disculpa el retraso. Anoche nos interrumpieron de forma inesperada.

—¿Los de la protectora de animales? ¡Qué patético! —dije. Tom palideció y yo esbocé una sonrisa disfrutando enormemente al ver lo avergonzado que estaba. Al tenía razón. La información era poder.

—Ya no habrá más retrasos —farfulló Tom mientras sus subordinados cu­chicheaban entre ellos—. En cuanto nos enseñes cómo realizar la maldición, podrás irte.

Podrás irte
, pensé reprimiendo un resoplido de enojo. ¿
Sabes adonde voy a ir
?
A darte una patada en el culo
.

La mesa de reuniones estaba cubierta con un paño de terciopelo rojo, pero hasta que no se marcharon los dos tipos que se encontraban en el extremo, no me fijé en los tres horribles cuchillos, la olla de cobre del tamaño de una cabeza o las tres velas. La olla y las velas ya eran lo suficientemente funestas, pero la visión de los cuchillos hizo que se me encogieran las tripas. No faltaba nada, excepto el chivo expiatorio. Nerviosa, me arranqué las esposas mojadas de la muñeca del mismo modo que había visto hacer a Al con la cuerda. Alcé las cejas al descubrir que la banda de plata hechizada había desaparecido. Entonces estiré el brazo para buscar una línea, y la encontré.
Gracias, Dios mio
.

—¿No te importa que vaya a matar a uno de los tuyos? —le pregunté eli­giendo cuidadosamente las palabras incriminatorias.

—¿Te refieres a Rachel Morgan? —preguntó Tom mientras su voz adquiría un atisbo de desprecio—. No, he pensado que habías vuelto a adoptar su apa­riencia para burlarte de mí. Mátala y conseguiré un aumento.

Hijo de puta
… Desbordada por la rabia, le apunté con el dedo mientras apoyaba la palma de la mano raspada en la cadera.

—Me presenté como ella porque es mucho mejor que tú, ¡maldito brujo apestoso y vomitivo! —le grité. Después me retiré, porque el círculo emitió un zumbido de advertencia.

—No somos dignos de ti —dijo Tom con resentimiento.

Sí, claro. ¿De veras pretendía hacerme creer que lo pensaba realmente?

De repente, se abrió la puerta que daba a la habitación trasera, y cuando aparté la vista de Tom, descubrí a dos hombres que intentaban contener a una mujer maniatada que luchaba con todas sus fuerzas. Desvié la mirada hacia los cuchillos y el recipiente, y luego a sus muñecas vendadas y a la sangre del círculo que me contenía.
Mierda
.

Estaba asustada y no dejaba de forcejear, a pesar de que estaba atada de manos y pies con cinta aislante y que la habían amordazado.

—¿Quién es esa? —pregunté esforzándome por ocultar mi miedo. ¡
Oh, Dios mío
! ¡
El chivo
!

—La mujer que nos pediste. —Tom giró sobre sus zapatillas de deporte para mirarla—. Tuvimos que salir de la ciudad para encontrarla. Una vez más, te pido disculpas por el retraso.

Sus brazos descubiertos estaban bronceados por el sol, y sus largos cabellos rojos estaban desteñidos por la misma razón. Joder. Se parecía a mí, aunque era algo más joven y le faltaba la definición de las caderas que me había propor­cionado la práctica de las artes marciales. Cuando me vio, su miedo se duplicó. Entonces dio un alarido y empezó a forcejear en serio.

—¡No le hagáis daño! —les ordené. Seguidamente modifiqué la expresión de mi rostro confiando en que pareciera lo suficientemente lasciva—. Me gusta que la piel esté intacta.

Tom se sonrojó.

—¡Ah! Siento decirte que no encontramos ninguna virgen.

La mujer tenía los ojos brillantes por las lágrimas, pero en ellos se leía también un atisbo de rabia. Sinceramente, estaba convencida de que a Al no le habría importado lo más mínimo si era virgen o no.

—No le hagáis daño —repetí. Los dos hombres que la sujetaban la dejaron caer al suelo y se quedaron mirándola con los brazos cruzados.

Se parecía a mí. Lo que Al tenía previsto hacerle era repugnante.
Por favor, que sea la primera

—¡Dejadme salir! —dije desde debajo del arco de siempre jamás—. ¡Ahora!

Los acólitos empezaron a removerse por la tensión del entusiasmo. No tenían ni idea de lo que les esperaba.

—¡Dejadme salir! —les ordené sin importarme si sonaba o no como un demonio. Mierda. Tal vez era uno de ellos. Me dolía la cabeza, pero no me la toqué. ¡
Por favor
! ¡
Haz que todo esto sea un error
!

Tom miró a la mujer y percibí en sus ojos el primer asomo de remordimiento por lo que estaba a punto de permitir. Sin embargo, apartó la vista e intentó reprimir la culpa.

—¿Nos prometes que nos enseñarás cómo realizar el conjuro y que nos dejarás marchar descargando tu rabia sobre esta mujer y no sobre los que te han invocado?

Te prometo que no volverás a ver el exterior de una celda.

—¡Oh, sí! —le mentí—. Lo que tú quieras.

Los idiotas de detrás sonrieron y se felicitaron los unos con los otros.

—Entonces, que así sea —dijo Tom con un ridículo sentido de la teatralidad. El resto de los presentes dio una palmada al unísono para mostrar su conformidad y el círculo colectivo cayó.

Cuando el picor desapareció, sentí un escalofrío y me di cuenta de hasta qué punto me había molestado sentirme tan indefensa. No se parecía en nada a cuando había estado encerrada en la celda de Trent. Los acólitos más espabilados dieron un paso atrás cuando percibieron en mi actitud el dolor y el sufrimiento que sentirían a la mañana siguiente. Entonces eché mano de la pistola poniendo el pie sobre el círculo para que no pudieran volver a invocarlo.

—Tom —dije con una sonrisa—, eres realmente estúpido.

Él me miró confundido y, cuando saqué la pistola, saltó a un lado.

Antes de que los demás tuvieran la suficiente perspicacia como para echar a correr, disparé a tres de ellos.

De pronto la estancia pareció ponerse en marcha. Gritando de miedo, los tres que quedaban se dispersaron como si fueran ranas ondeando al viento sus túnicas negras. La mujer que estaba en el suelo lloraba desde detrás de la mordaza y disparé rápidamente por encima de ella mientras echaba a rodar intentando llegar a la puerta de metal y a la escalera que le permitiría escapar de allí.

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