Fuera de la ley (63 page)

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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

—Sin la ayuda de Jenks, jamás podríamos haber hecho esto. Si Minia* lo considera una persona, intentaré conseguir otros dos pasajes de vuelta. Si puedo.

En ese momento inspiré profundamente porque me había olvidado de respirar.

—¿Por qué? No nos debes nada.

Trent separó levemente los labios y, tras volver a cerrarlos, se encogió de hombros.

—Quiero ser más que… más que esto —concluyó señalándose a sí mismo.

¿Qué demonios estaba pasando?

—No me malinterpretes —dijo lanzándome una mirada furtiva para luego desviarla—. Si tengo que elegir entre salvarte a ti y quedar como un héroe, o comportarme como un cabrón y regresar yo salvando a los de mi especie, elegiré ser un cabrón. Pero intentaré que vuelvas a casa. Si puedo.

Mi respiración iba y venía mientras intentaba discernir qué le había hecho cambiar. Tenía que ser Ceri. El menosprecio con que lo trataba estaba empezando a hacer mella en él. No justificaba su comportamiento, y tampoco se dejaba engañar por su aparente determinación por hacerse perdonar por su pasado, sino más bien al contrario. Aquella mujer tenía el alma negra, y su pasado es­taba lleno de actos repugnantes, pero se comportaba con una fuerza y nobleza dignas de admiración, consciente de que, a pesar de que había violado la ley con total impunidad, era leal a aquellos a los que amaba y a los que habían hecho algo por ella. Y tal vez, por primera vez, Trent se había dado cuenta de que era una muestra de fortaleza, y no de debilidad.

—Nunca se enamorará de ti —le dije.

Él cerró los ojos.

—Lo sé, pero puede que alguna otra lo haga.

—Sigues siendo un cabrón y un asesino.

Al oír mis palabras, abrió los ojos, poniendo una pequeña mota de color verde en el polvoriento gris que nos rodeaba.

—Eso no va a cambiar.

No hacía falta que lo jurara. Sentí la necesidad imperiosa de moverme, así que me puse en pie y me situé junto a la estatua.

—¡Jenks! —grité—. La luna está a punto de desaparecer.

Era demasiado tarde para realizar la maldición. La única opción que nos quedaba era hacernos con el botín y salir corriendo.

—Tú tampoco eres ninguna santa —me echó en cara Trent—. Deja de señalar la paja en el ojo ajeno y ocúpate de la viga en el tuyo propio.

Yo me puse rígida y me giré de golpe.

—Obtuve la mancha demoníaca intentando salvarme el culo. No murió nadie.

Trent resopló suavemente, encogió las piernas y se giró hacia mí.

—Claro, claro. Una brujita tan agradable que colabora con la AFI para ayudar a las ancianitas a localizar a sus familiares. ¿Cuántos cadáveres has ido dejando a tus espaldas, Rachel?

El calor me invadió y se me cortó la respiración.
Ah, eso
. Es cierto que había algunos cadáveres en mi pasado. Convivía con una vampiresa que probable­mente había matado gente, y estaba dispuesta a admitirlo. Y también las manos de Kisten estuvieron manchadas de sangre. Jenks había matado para proteger la vida de sus hijos, y volvería a hacerlo sin dudarlo. Además, yo misma había acabado con la vida de Peter, aunque él deseaba morir.

—Peter no cuenta —dije adoptando una actitud desafiante. Trent negó con la cabeza con actitud infantil—. Tú, en cambio, no tienes problemas en cargarte a la gente —le reproché indignada—. El pasado verano mataste a tres hombres lobo por «negocios», y estabas dispuesto a permitir que mi amigo cargara con las culpas. Brett solo quería formar parte de algo.

—Tú y yo somos iguales, Rachel. Los dos estamos dispuestos a matar para proteger a los que nos importan. La única diferencia es que yo me he visto forzado a hacerlo en más ocasiones. Mataste a un vampiro vivo para proteger tu forma de vida, que él quisiera morir fue solo una excusa para justificarte.

—No nos parecemos en nada —le espeté—. Tú matas por negocios y para obtener un beneficio. Yo hice lo que tenía que hacer para mantener el equilibrio entre los vampiros y los hombres lobo —le reproché mirándolo desde lo alto—. ¿Pretendes sugerir que no debí hacerlo?

—No —respondió con una sonrisa beatífica—. Hiciste lo correcto. Yo hubiera hecho exactamente lo mismo. Lo que intento decir es que el resto de nosotros v agradeceríamos que dejaras de enfrentarte al sistema y que te decidieras a trabajar por él.

—¿Contigo? —le pregunté mordazmente.

Él se encogió de hombros.

—Tú tienes talento, y yo, contactos. Voy a cambiar el mundo y, si tú quisieras, podrías formar parte de ello.

Asqueada, me di la vuelta y me crucé de brazos. Los demonios estaban a punto de hacernos pedacitos, y él seguía intentando persuadirme para que trabajara para él. Y ahí estaba yo, haciendo justo lo que él quería. Dios. ¿Cómo podía ser tan imbécil?

—Ya formo parte de ello —susurré.

—¿Rachel? —se oyó gorjear a una vocecita desde la parte posterior de la estatua. El corazón me dio un vuelco—. He encontrado la muestra de Al.

Cuando Jenks salió de golpe dejando tras de sí una estela de polvo dorado, di un paso atrás con el pulso acelerado.

—He estado buscando una muestra de tu tejido —dijo dejando caer una ampolla de sedimento negro del tamaño de una de sus uñas sobre mi mano—, pero no la había. Imagino que no fuiste familiar de Al el tiempo suficiente. Si alguna vez intentara invertir la maldición, tendría que obtenerla.

—Gracias —respondí algo mareada mientras observaba la minúscula mues­tra de Al, que reposaba en la palma de mi mano. Había arriesgado mi vida por aquello. Con el corazón a mil, eché un vistazo al reloj de Ivy. Faltaban solo dos minutos para que saliera el sol. La utilizaría inmediatamente.

—Ve a por la muestra de Trent —dije dando tumbos hacia el círculo que había trazado en la madera en el lugar en el que se había quemado el alfom­brado. A menos que nos interrumpieran, no iba a tocar la línea y alzarlo. Sin embargo, si alguien nos descubría, ya no importaría que hiciera saltar todas las alarmas.

Trent me siguió y casi me di de morros contra él cuando intentó echar un vistazo a la muestra de Al.

—¿Es eso? —preguntó alargando la mano y obligándome a apartarme para quitarla de su alcance—. Tiene más de cinco mil años. Seguro que no sirve de nada.

Jenks apretó las alas con fuerza.

—Es mágico, pedazo de imbécil. Si tú puedes leer una muestra de ADN de la repugnante momia de un elfo, no veo por qué Rachel no va a poder utilizar una gota de sangre de cinco mil años para hacer una maldición.

Yo me puse en cuclillas en el interior del círculo y aparté a un lado la valiosa ampolla para retirar la suciedad de una franja de roble chamuscado.

—¿Y dónde está la mía? —preguntó Trent con la voz tensa, como si fuéramos a traicionarlo en el último minuto. Tenía los ojos muy verdes y pude ver en ellos cómo se sucedían las emociones.

—No he conseguido encontrar ninguna —respondió Jenks descendiendo unos tres centímetros—. No soy capaz de teclear en élfíco antiguo previo a la Revelación. Si tuviera un nombre, facilitaría las cosas.

Trent se me quedó mirando con el rostro tenso por los repentinos nervios.

—Prueba con Kallasea —dijo.

Yo aflojé el ritmo. ¿
Kallasea
? ¿
Una versión antigua de Kalamack, tal vez
?

—Dame un segundo —respondió Jenks antes de salir disparado de nuevo.

Con los nervios a flor de piel, no solo por lo que estaba a punto de hacer sino también por el hecho de que Trent no me quitara ojo, repasé mentalmente mis enseres para asegurarme de que no me faltara nada. Una vela blanca que hiciera las veces de la llama de mi corazón. Un machete. Dos velas que nos representaban a Al y a mí. Una bolsa de sal marina. Un impío y costoso trozo de tiza magnética que no iba a utilizar. Una pequeña pirámide pentagonal de cobre. El papel con las instrucciones de Ceri, y en latín, para realizar la maldición que se encontraba en el fondo de la bolsa, enrollado como un pergamino, y que no iba a necesitar. Sí, estaba todo. Lo había memorizado todo mientras había estado sentada en los escalones del altar.

Sintiendo la mirada escrutadora de Trent, sujeté la mecha de la vela con el índice y el pulgar, pronuncié en voz baja las palabras «Consimilis, calefacio» y la solté. El huso de energía que había en mi interior descendió, haciendo que me alegrara de estar encendiendo una vela para que actuara como un corazón de fuego, en vez de utilizar la magia para encender una por una las otras dos velas. La llama parpadeó como una mota de pureza en medio del aire viciado, y yo contuve la respiración y conté hasta diez. No se presentó ningún demonio. Tal y como había supuesto en un principio, no sabrían que estaba allí mientras no tocara la línea. No podía realizar la maldición. Los movimientos vacilantes de Trent justo en el límite de mi campo de visión cesaron.

—¿Qué estás haciendo?

Ignorando su pregunta, apreté la mandíbula, agarré la bolsa de sal y comencé a derramarla formando un número ocho alargado. Se trataba de una cinta de Moebius modificada. De todas las maldiciones que había visto realizar, aquella era una de las pocas en las que no se utilizaba un tentáculo, y me pregunté si se trataría de una rama de la magia completamente diferente. Quizá no doliera demasiado.

—¿Rachel? —insistió Trent.

Yo me senté sobre los talones y resoplé para apartarme de la cara un mechón rizado que se me había escapado de la gorra.

—Dispongo solo de diez minutos para realizar la maldición que impedirá que invoquen a Al y le permitan salir de siempre jamás.

—¿Ahora? —preguntó sorprendido alzando sus cejas cuidadosamente depiladas—. Pero habías dicho que si tocabas una línea, los demonios podían percibirlo. ¡Los tendremos encima en cuestión de segundos!

Con los dedos temblorosos, situé cuidadosamente la pirámide de cobre en el lugar en el que se cruzaban las líneas de sal.

—Precisamente por eso voy a hacerlo sin la protección de un círculo —ex­pliqué—. Tengo en mi interior un huso de energía lo suficientemente grande como para hacerlo. —O, al menos, eso había dicho Ceri. Y yo confiaba en ella. A pesar de que alterar una maldición sin un círculo hacía que estuviera increí­blemente nerviosa.

Trent movió las botas de goma en señal de protesta, pero yo pasé de él y me puse a escarbar en la bolsa de tela en busca de la vara de secuoya que había olvidado sacar anteriormente.

—¿Y por qué te arriesgas? —preguntó—. Vas a realizar una maldición de­moníaca antes de que salga el sol, en siempre jamás, y en una iglesia derruida. ¿No puedes esperar a volver a casa?

—Si es que vuelvo —le reproché. Él se quedó callado, y yo coloqué el trozo de madera junto a la muestra de Al—. Si no lo consiguiera, quiero morir sabiendo que mis amigos no cargarán con el castigo que me ha impuesto Al, que permanecerá confinado en siempre jamás. —A continuación lo miré y añadí—: Y por siempre jamás.

Trent tomó asiento en un lugar desde el que podía vernos tanto a mí como a la estatua. Convencida de que no diría nada más, situé cuidadosamente el depresor lingual sobre la punta de la pirámide de manera que los dos extremos quedaran suspendidos encima de los bucles de la cinta de Moebius. Intentaba con todas mis fuerzas no pensar en lo que acababa de decir sobre alterar una maldición faltando tan poco tiempo para el amanecer. Aquello era una locura. Una auténtica locura.

—De acuerdo —dijo. No podía dar crédito a lo que oía. ¡Creía que estaba esperando a tener su permiso!

—Me alegra contar con tu aprobación.

Con los dedos temblorosos, cogí la vela roja que representaba a Al y la coloqué en el bucle más lejano a mí, pronunciando la palabra «alius». Entonces dispuse la dorada en mi bucle con la palabra «ipse».
Dorada
. Hacía mucho tiempo que mi aura no tenía su originario color dorado, pero utilizar una vela negra hubiera supuesto, prácticamente, una sentencia de muerte.

Seguidamente vertí un puñado de sal en la palma de mi mano y, tras susurrar unas cuantas palabras en latín para cargarlo de significado, lo removía hacia delante y hacia atrás, lo dividí en dos partes iguales y las espolvoreé alrede­dor de la base de ambas velas pronunciando de nuevo las palabras mágicas. Rápidamente, antes de que Trent pudiera distraerme, encendí las velas con la candela del corazón, articulando las palabras por última vez. Las había colocado de tres formas, todas ellas con la misma fuerza, y resultaban inmutables. Era un comienzo muy sólido.

—¿Quién te ha enseñado a encender velas con el pensamiento? —inquirió Trent haciendo que diera un respingo.

—Ceri —respondí con brusquedad—. ¿Te importaría callarte un poquito? —añadí.

El elfo se puso en pie, y con suma frialdad, se situó junto a la estatua en un lugar en el que quedaba fuera de mi vista.

Sentí que mi presión sanguínea descendía, y moviéndome con cautela para no desequilibrar el trozo de madera, rompí uno de los extremos de la ampolla y derramé tres gotas del color de un rubí negro sobre el lado de la madera que se correspondía con Al. El empalagoso hedor a ámbar quemado estuvo a punto de conseguir que me asfixiara. Con los ojos llorosos, busqué a tientas el cuchillo ceremonial. Casi había terminado. Tenía que reconocer que, como maldición, no era especialmente difícil. La parte más complicada había sido conseguir las muestras. Y la mía, la tenía allí mismo.

Bajo la atenta mirada de Trent, que me observaba desde la parte posterior, me pinché el dedo índice. El corazón me dio un vuelco ante la repentina sacudida y presioné con fuerza para dejar caer tres gotas de sangre que fueron a parar en mi extremo de la madera. Mis temblores aumentaron cuando me saqué una gota más y embadurné con ella la vela roja. La maldición estaba hecha, excepto por la invocación. No había entrado en contacto con ninguna línea. La energía provendría del huso que custodiaba en mi chi. Eché un vistazo al reloj, y luego a Trent.

Tenía que hacerlo. No me gustaba nada, pero el resto de opciones aún me gustaban menos. Inspirando profundamente, cerré los ojos.


Evulgo
—susurré para iniciarlo.

Había utilizado aquella palabra en otras ocasiones. Tuve la impresión de que servía para que la maldición quedara registrada, una percepción que se consolidó cuando una oleada de desconexión cayó en cascada sobre mí y me sentí como si estuviera en una habitación con cientos de personas que hablaban todas a la vez ignorándose las unas a las otras. El corazón me latía con fuerza. Podía percibir cómo la maldición adquiría fuerza en mi interior, abriéndose paso a través de mi ADN, convirtiéndose en mí, palpitando con la fuerza de un corazón que no se puede oír. Mareada, abrí los ojos.

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