Fuera de la ley (72 page)

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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

A continuación busqué una piedra y tracé un círculo algo destartalado justo en medio de la línea. De ese modo, aunque saliera el sol y rompiera la invocación, bastaría con que me colocara encima para poder seguir hablando con Al. Eso sí, no estaría obligado a quedarse y escuchar, pero no creía que fuera a tener problemas para evitar que se marchara.

El corazón me latía con fuerza y empecé a sudar y a sentir frío.

—Jariathjackjunisjumoke, yo te invoco —susurré. No necesitaba toda la parafernalia, tan solo tuve que abrir un canal. Y entonces apareció, respondiendo al nombre que había elegido para mí misma.

Al hizo acto de presencia rodeado de una neblina. Estaba sentado con una postura desgarbada, y yo me quedé mirándolo fijamente, fascinada y asqueada al darme cuenta de que se trataba de una burda parodia de mi persona. Tenía las piernas abiertas, mientras que sus desnudos y esqueléticos hombros estaban encorvados, llenos de arañazos y cubiertos de sangre seca. El rostro boquia­bierto que me devolvía la mirada era el mío, pero parecía vacío e inexpresivo, y mis greñudos rizos estaban lacios. Sin embargo, lo peor de todo eran los ojos, unas órbitas de un color rojo demoníaco con las pupilas horizontales que me escrutaban desde mi propia cara.

Detestaba que se manifestara como yo.

—¡Qué bonito! —le dije alejándome ligeramente del círculo.

Un destello de rabia iluminó su expresión vacía, y un resplandor de siempre jamás lo cubrió de arriba abajo. Su figura se volvió más compacta. En ese momento percibí un leve olorcillo a lilas y el limpio aroma a terciopelo arrugado. Me estaba mirando directamente a la cara, con su habitual elegancia y su porte arrogante, sentado con las piernas cruzadas sobre el frío cemento: con las cintas en los puños de la camisa, las botas relucientes y su condenada piel impoluta. Se había desecho de todo vestigio de cortes o magulladuras.

—Sabía que eras tú —dijo, y el odio en su voz grave me produjo un escalo­frío—. Eres la única que lo conoce.

En ese momento tragué saliva y me metí un rizo detrás de la oreja.

—Nunca quise tu nombre. Solo quería que me dejaras en paz. ¿Por qué demonios no podías dejarme tranquila?

Al resopló con desdén y miró a su alrededor con expresión altanera.

—¿Es por eso que me has invocado… en un parque? ¿Quieres negociar para devolverme el nombre? Tienes miedo de verte arrastrada a siempre jamás cuando salga el sol, ¿verdad? —Entonces inclinó la cabeza y sonrió, mostrándome sus dientes lisos y compactos—. Tienes motivos para estar asustada. Yo también estoy intrigado.

La boca se me secó.

—No soy un demonio —le espeté con descaro—. No puedes asustarme.

La sutil tensión que percibía en él aumentó. Lo advertí al verlo apretar los dedos con fuerza.

—Rachel, cariño, más te vale tener miedo, de lo contrario no tendrás nin­guna posibilidad de sobrevivir. —Su actitud se había vuelto más cortante y altanera—. Bueno, y ahora que te has apoderado de mi nombre —dijo con su perfecto y minucioso acento británico—, ¿verdad que resulta muy agradable estar a merced de alguien? ¿Atrapado de una patada dentro de una minúscula burbuja, te sorprende ahora que intentáramos matarte? —Entonces levantó una ceja y adoptó una expresión introspectiva—. Por cierto, ¿qué pasó con Thomas Arthur Bansen? ¿Consiguió escapar?

Yo asentí con la cabeza y él esbozó una sonrisa cómplice.

—Mira —dije echando un vistazo a la creciente luz del amanecer—, por si sirve de algo, lo siento, pero si dejaras de autocompadecerte y escucharas lo que tengo que decirte, tal vez podríamos sacar algo en claro de todo esto. A no ser que prefieras volver a tu mísera celda…

Al se quedó en silencio unos segundos y luego inclinó la cabeza.

—Soy todo oídos.

En aquel momento pensé en Ceri, previniéndome sobre lo que podía pasar; en Jenks, dispuesto a arriesgar su vida en una misión en la que no teníamos ninguna posibilidad; y en Ivy, que sabía que yo era la única que podía salvarme y que, a pesar de que se moría por dentro mientras luchaba contra sí misma para dejarme hacerlo. Pensé en todas las veces que había hecho detener a brujos que practicaban la magia negra, compadeciéndome de su estupidez, repitiéndome a mí misma que los demonios eran unos cabrones peligrosos y manipuladores imposibles de batir. Pero no estaba intentando vencerlos sino, por lo visto, unirme a ellos. Entonces tomé aire intentando calmarme.

—Esto es lo que quiero.

Al emitió un sonido grosero y, como si se dirigiera a una audiencia inexistente, alzó la mano realizando un afectado aspaviento. Un atisbo de ámbar quemado me produjo un leve picor en la nariz, y me pregunté si era real o si mi memoria se estaba inventando el olor.

—Quiero que dejes en paz a la gente que amo, especialmente a mi madre. Quiero a Trent, ileso y libre de que puedan procesarlo por robar la muestra de tejido élfíco —dije en voz baja—. Ninguno de vosotros podrá arremeter contra él.

Al movió la cabeza hacia atrás y hacia delante y me miró por encima de los cristales ahumados de sus gafas.

—Te lo diré una vez más. No te cohíbes a la hora de pedir cosas. No puedo responder por las acciones de nadie, excepto por las mías propias.

Yo asentí. Me esperaba algo así.

—Y también querría gozar de la misma amnistía por robar tu muestra.

—Y yo querría arrancarte tu puta cabeza de cuajo pero, por lo visto, ni uno ni otro se saldrá con la suya —canturreó con sorna.

Sentí que mi respiración se agitaba y espiré. Luego miré en dirección este y el pulso se me aceleró. Había estado torturando a mi madre, pero no por despecho, sino para llegar hasta mí. No podía permitir que volviera a pasar.

—¿Cuánto serías capaz de pagar si te dijera que, no solo estoy en condiciones de sacarte de la cárcel, sino que puedo conseguir que la persona que te encerró te pida disculpas?

Al adoptó un aire despectivo.

—Si no tienes nada constructivo que decir, deberías dejarme volver a siempre jamás, a mi celda. Lo tenía todo bajo control hasta que le demostraste a Minias que podías almacenar energía luminosa.

—Y eso, precisamente, es lo que te va a salvar el culo —le solté con actitud beligerante—. Tengo una idea que nos beneficiará a los dos. ¿Quieres oírla?

Al se cruzó de brazos, mientras las cintas de los puños de su camisa ondeaban al viento.

—¿De qué se trata? ¿Has decidido vender tu alma a cambio de un viaje para salvar a Trent? —Se estaba burlando de mí, y sentí que las mejillas se me encendían—. No merece la pena —añadió—. En apenas unas horas, me des­terrarán a la superficie, subastarán todas mis pertenencias como si fueran una novedad, y le entregarán mi espacio vital a otro, destruyendo mi reputación. En este preciso momento de mi gloriosa carrera, preferiría tu cabeza a tu alma.

—Me alegra saberlo —respondí—, porque no vas a conseguirla.

El corazón me latía con fuerza mientras esperaba que acabara de lamentarse de sus desgracias. Cuando se sintió lo suficientemente seguro, después de unos cinco segundos de incómodo silencio, se giró hacia mí.

—¿Hay algún sistema organizado que permita que un demonio pueda enseñar a otro? —le pregunté en voz baja—. ¿Como una especie de mentor? ¡
Dios mío
! ¡
Ayúdame
!
Dime que estoy viendo las cosas con claridad y que no me ciega el orgullo
.

Al echó la cabeza hacia atrás y soltó una sonora carcajada. En ese momento llegó a mis oídos el susurro de las aguas que nos rodeaban y que retumbaba en los modernos edificios del otro lado de la calle.

—¡Hace cinco mil años que no ha hecho falta instruir a ningún demonio! —exclamó—. ¿Están a punto de exiliarme a la superficie y tú quieres que te acepte como alumna? ¿Que te enseñe todo lo que sé, así, sin más? ¿A cambio de nada?

Yo no dije nada, esperando que asimilara la pregunta y dedujera por sí mis­mo el razonamiento que se escondía detrás. De pronto su rostro rubicundo se relajó y se me quedó mirando por encima de sus malditas gafas haciendo que el pulso se me volviera a acelerar.

—Sí —respondió quedamente, casi en un susurro—. Lo hay.

Las manos me temblaban y me rodeé la cintura con los brazos bajo el abrigo de mi chaqueta.

—Tal vez, si utilizaras el hecho de que puedo modificar la magia demoníaca para decir que me adoptaste como alumna en vez de como familiar, no podrían reprocharte que me permitieras aprender a almacenar energía luminosa en mis pensamientos.

Al apretó la mandíbula e hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, prác­ticamente imperceptible.

—Podrías argumentar que me enseñaste y que luego me dejaste aquí por­que estaba aprendiendo más a luchar contra ti de lo que podría haber hecho en siempre jamás.

—Pero no fue así.

Su voz no mostraba ninguna emoción, sonaba casi muerta.

—Ellos no lo saben —argüí.

El pecho de Al se infló y se desinfló dejando escapar un fuerte suspiro. Per­cibía en él una sensación de alivio, y me pregunté cómo debía de sentirse un demonio cuando estaba asustado, y cuánto tiempo me dejaría vivir sabiendo que no solo lo había visto, sino que tenía la solución para salvarlo.

—¿Por qué? —preguntó.

Yo me pasé la lengua por encima de los labios.

—Quiero a Trent, e imagino que, como alumna tuya, tendría derecho a un familiar. ¡Maldita sea! ¡Si incluso convertí a uno de mis novios en mi familiar antes de que rompieras el vínculo! —dije apartando la vista mientras intentaba esconder la vergüenza que sentía, a pesar de que sabía que nunca más volvería a utilizar a una persona de ese modo. Al menos, no deliberadamente—. Trent cargó con una mácula que debería haber llevado yo —añadí—. Y lo hizo vo­luntariamente. Eso es algo que hacen los familiares.

—Trenton Aloysius Kalamack lleva la marca de Minias —dijo rápidamente.

—Pero lleva mi mancha porque así lo decidió, sin que nadie lo obligara —sugerí.

Al frunció los labios y se echó atrás hasta que chocó con la burbuja y dio un respingo.

—Tendría que comprarle a Minias tu marca de familiar —caviló en voz alta. Luego alzó las cejas y agitó la mano como si diera a entender que existía una posibilidad—, pero puedo hacerlo.

—De ese modo Trent y yo podríamos regresar y todo volvería a la normalidad.

Al soltó una risotada.

—¡Ah, no! No me creo que seas tan ingenua. ¿Y mi nombre? —preguntó haciendo un gesto sugerente—. Quiero que me lo devuelvas.

Yo lo miré fijamente a los ojos. No estaba dispuesta a pasar por ahí.

—Ya no tendrás que ir a la cárcel.

Él entrecerró los ojos.

—Quiero mi nombre. Lo necesito.

Entonces recordé lo que me había contado Ceri de cómo se ganaba la vida. Si se lo devolvía, ¿sería responsable de la gente que Al consiguiera esclavizar mediante engaños? La lógica me decía que no, pero mis sentimientos me decían que, si estaba en mi mano, debía impedírselo. Sin embargo, no podía olvidar haber sido invocada en el círculo de Tom, y no quería que volviera a pasar.

—Ya veremos —susurré.

Entonces me buscó los ojos con la mirada e inspiró lentamente. No tenía ni idea de con qué me iba a salir.

—Rachel —dijo, y el simple hecho de oír su voz pronunciando mi nombre hizo que se me helara la sangre. Había algo nuevo en ella, algo que no había oído antes, y aquello me ponía la carne de gallina—. Antes de volver a pactar contigo, necesito saber una cosa.

Intuyendo que se trataba de alguna trampa, me eché atrás y mis vaqueros aplastaron la arenilla que había entre el cemento y yo.

—No voy a hacerte ninguna concesión gratuita.

La expresión de su rostro no cambió.

—¡Oh, no! No será gratuita —dijo en un peligroso tono monocorde—. Tener acceso a los pensamientos de otra persona nunca sale gratis. Siempre acabas pagándolo de la forma más… inesperada. Quiero saber por qué no llamaste a Minias la otra noche. Percibí cómo tomaste la decisión de dejarme ir, y quiero saber por qué. Minias me habría encarcelado y tú podrías haber gozado de una noche de libertad. Aun así… permitiste que me marchara. ¿Por qué?

—Porque no me parecía necesario llamar a un demonio gallina si podía arreglármelas sola —dije. Luego, vacilé unos instantes. Aquel no era el moti­vo—. Y porque pensé que, si te concedía una noche de descanso, tú harías lo mismo conmigo.

¡Dios! ¡Qué estúpida había sido! ¿Cómo había sido tan imbécil de pensar que un demonio respetaría algo así?

Sin embargo, una profunda sonrisa de satisfacción se dibujó en el rostro de Al, y su respiración se aceleró.

—No está mal, para empezar —susurró—. Eres ingenuamente inteligente e increíblemente confiada, mi querida bruja piruja. Sin embargo, esa dudosa forma de sincerarte acaba de salvar tu triste vida. —La sonrisa de Al cambió, volviéndose más ligera—. Y ahora vivirás para, posiblemente, arrepentirte.

Yo me estremecí, sin saber si acababa de salvarme o si me había condenado para siempre. Pero seguiría con vida, y en aquel momento era lo único que importaba.

—Entonces, ¿serás mi protegida? —me preguntó como si estuviera tan­teándome.

Yo sentí que la cabeza me daba vueltas.

—Solo de cara a la galería —susurré apoyando la mano en el frío cemento para no perder el equilibrio—. Y tú me dejarás en paz. Y también a mi familia. No vuelvas a acercarte a mi madre, maldito hijo de puta.

—¡Qué graciosa! —se mofó Al—. Las cosas no son así. Si te adopto, tendrás que quedarte aquí —dijo apoyando la rodilla en el suelo—. En siempre jamás. Conmigo.

—De ninguna manera.

Al inspiró y se inclinó hacia delante con el ceño fruncido, como si intentara impresionarme con el peso de sus palabras.

—Tú no lo entiendes, bruja —dijo enfatizando esta última palabra—. Hace mucho tiempo que no surge la posibilidad de enseñar a alguien que merezca la sal de su sangre. Si vamos a jugar a este juego, tendremos que hacerlo de todas todas.

A continuación se echó atrás, y yo recordé que tenía que seguir respirando.

—No puedo reivindicar que eres mi alumna si no estás conmigo —dijo ges­ticulando aparatosamente, sustituyendo su previa actitud de seriedad por su habitual teatralidad—. Sé razonable. Sé muy bien que eres capaz. Pero tendrás que esforzarte mucho.

No me gustaba nada su tono burlón.

—Te visitaré una noche a la semana —repliqué.

Él me miró una vez más por encima de las gafas y luego dirigió la vista hacia el sol naciente.

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