Read Gengis Kan, el soberano del cielo Online

Authors: Pamela Sargent

Tags: #Histórico

Gengis Kan, el soberano del cielo (49 page)

—¿Ha exigido? —La voz del general seguía siendo suave, pero Yisugen percibió dureza en ella—. Que espere.

—Tu medio hermano también está allí, como ordenaste.

—Muy bien, Borchu. —Empujó a Yisugen hacia adelante—. Mira lo que bajó de la montaña. Si me complace, tal vez la haga mi esposa.

A Yisugen le ardió la cara al mirar enfurecida al hombre llamado Borchu; éste esbozó una sonrisa.

—Parece digna de ti, Temujin.

El horror la congeló. Temujin… el Kan. Alzó la vista para mirarlo; los pálidos ojos de él le devolvieron una mirada divertida.

—Ya ves que elegiste bien al entregarte —le dijo, y después la ayudó a montar.

El Kan había reclamado para sí la tienda que había pertenecido a Yeke Cheren. Yisugei se sintió perturbada cuando se acercaron al lugar. Temujin había exterminado a su pueblo y había convertido el campamento en cenizas. No podía haber piedad en él.

El Kan saludó a los hombres que lo esperaban junto a la tienda antes de ascender los peldaños de madera que conducían a la entrada; Yisugen lo siguió. En el interior, los arneses, monturas y armas se apilaban contra la pared oeste; en el lado este, cinco cautivas estaban de rodillas, con la frente apoyada en el suelo.

—Dad a esta muchacha una túnica —dijo el Kan—, y algo para cubrirse la cabeza.

Empujó a Yisugen hacia las mujeres; una de ellas fue a toda prisa a un baúl y extrajo una túnica de seda azul. Su madre la había usado; a Yisugen se le hizo un nudo en la garganta cuando la mujer la vistió y le puso luego un pañuelo en la cabeza.

Temujin fue hasta la cama de Yeke Cheren y se sentó. Habían colocado una mesa cerca; la joven advirtió entonces que la mesa era una tabla de madera atada a la espalda de dos hombres maniatados y en cuatro patas. Los hombres del Kan entraron y se sentaron sobre cojines alrededor de la mesa.

—Ven aquí, Yisugen —la llamó el Kan. Ella se acercó y estaba a punto de sentarse a sus pies cuando él extendió un brazo y la atrajo hacia sí—. A mi lado —agregó.

La joven se sentó, desviando la mirada de la mesa y de los prisioneros que estaban debajo. Las mujeres, en cuyos ojos se reflejaba el terror, pusieron ante los hombres jarros con "kumiss" y fuentes de carne; los hombres que sostenían la tabla gimieron.

—Aún viven —dijo el hombre llamado Borchu—. Ya veremos cuando bailemos sobre sus espaldas.

Los otros se rieron.

El Kan hizo una seña al guardia que estaba en la entrada.

—Hablaré ahora con mi tío y con mi hermano.

Entraron dos hombres; el más viejo se atusó los bigotes mientras el Kan ofrecía a sus guerreros trozos de carne ensartados en su cuchillo.

—Has olvidado los buenos modales, sobrino —dijo el hombre finalmente.

—Y tú olvidaste obedecer —replicó el Kan.

—Mis hombres y yo tuvimos nuestra parte de pérdidas. Ahora Jebe me ha quitado el botín y dice que lo ha hecho porque tú se lo ordenaste. También les quitó el botín a Altan y a Kuchar. He venido a exigirte que nos devuelvas lo que es nuestro.

—¿A exigir? —El Kan entrecerró los ojos—. Nadie me exige nada. Ya oíste mis órdenes. ¿Acaso no dije que nadie debía empezar el saqueo hasta que no acabara la lucha, y que después me ocuparía de que el botín se repartiera equitativamente? Tú desobedeciste Daritai. Tú, Altan y Kuchar debíais perseguir al enemigo en vez de dedicaros al saqueo. Por desobedecerme, no tendréis nada.

Daritai palideció.

—¿Así tratas a tu tío y a tu primo? ¿Le dirás a Altan, el hijo de Khutula Kan, que se quedará sin nada?

—De ese modo mis hombres sabrán que cualquiera que desoiga mis órdenes será castigado. Por desobedecerme, no disfrutaréis del botín. Por atreverte a objetar mis decisiones, ya no tendrás el privilegio de asistir a mis consejos.

—Lamentarás esto, Temujin.

—Ya lo lamento ahora. —Seguía hablando con voz suave, pero la firmeza de su tono hizo temblar a Yisugen—. Y sal de mi vista antes de que también te despoje de tu rango.

Daritai giró sobre sus talones y salió del "ordu". El Kan miró al otro hombre.

—Y tú, Belgutei… tu descuido nos ha costado muchas vidas. Cuando nuestros prisioneros oyeron lo que haríamos con ellos, sintieron que no tenían nada que perder y nos presentaron una feroz resistencia.

—No pensé…

—Era tu obligación pensar, pero en cambio te jactaste ante los cautivos, y muchos hombres murieron a causa de eso. Tampoco asistirás a nuestros consejos. Mantendrás el orden en el campamento mientras nosotros deliberamos, y sólo entrarás cuando haya acabado la reunión. Vete, y agradece que aún conservas la cabeza sobre los hombros.

Belgutei se marchó… Después de comer, beber y festejar, Borchu se puso de pie.

—Es hora de ordeñar las yeguas —dijo—, y hay que apostar la guardia nocturna.

Los demás se levantaron. De pronto, Yisugen deseó que se quedaran.

—Llevaos también esa mesa —dijo el Kan—. Esta noche no bailaré sobre ella.

—Por la mañana ya estarán muertos —dijo otro hombre.

—Entonces ya nos habrán servido bien, y tendrán como recompensa una muerte honrosa.

Los hombres levantaron la tabla de madera y se llevaron a los prisioneros.

—Dejadnos solos —dijo el Kan a las mujeres, que salieron rápidamente de la tienda.

Yisugen estaba sentada muy rígida, temerosa de moverse.

—Ésta era la tienda de tu padre, ¿no es verdad?

—Sí —respondió ella, con un gemido.

—Tal vez te la ceda a ti. —Al ver que ella cerraba los ojos con fuerza Temujin agregó—: No quiero verte triste, Yisugen. Cuando saliste de tu escondite, ¿qué fue lo que te trajo hasta mí? Arriesgaste tu vida para acercarte. En otro momento, las flechas de mis hombres te habrían atravesado el corazón.

Ella no respondió.

—Sé por qué viniste a mí. Fuiste lo bastante lista para saber que, a pesar del riesgo, allí estaba tu mejor posibilidad de seguridad.

—No soy lista ni sabia —dijo la joven con amargura—. Sabía lo que me harían tus soldados si me encontraban. Sólo deseaba dar con algún Noyan que se compadeciera de mí. Si hubiera sabido quién eras, habría disparado mis flechas contra ti.

Él soltó una carcajada.

—Qué niña eres. El miedo te llevó a la montaña y te envió de vuelta aquí, y ahora tu orgullo infantil te impulsa a fingir que podrías haber sido más valiente. —Su mano se cerró en torno a la muñeca de la joven—. Si los tártaros me hubieran derrotado, no habrían tenido ninguna compasión con mi pueblo. Tu gente recibió a mi padre en un banquete, y después envenenó al invitado al que debían honrar.

—Ya tuviste tu venganza —susurró la muchacha.

—No lo hice sólo por vengarme. Muchos que lucharon contra mí son ahora mis servidores, pero el odio entre tu pueblo y el mío era demasiado profundo, y sólo la muerte podía acabar con él. Si hubiera mostrado clemencia permitiendo que mis enemigos siguieran con vida, ese odio habría subsistido y muchos más habrían muerto más tarde.

Cualquier otro hombre no se hubiera molestado en explicarle sus acciones. Ella no vio en sus ojos compasión ni duda, sólo la satisfacción del vencedor.

—Tengri quiere que yo gobierne —continuó Temujin—y que haga un "ulus" en estas tierras.

¿Quién podría oponerse a un hombre que consideraba que su voluntad y la voluntad de Dios eran la misma? Yisugen sintió que las garras de un halcón se hundían en su corazón.

—Puedes aferrarte a tu odio y a tus resentimientos infantiles —dijo él—, o puedes dejarlos de lado. Me es indiferente. Para un hombre hay suficiente placer en estrechar entre sus brazos a la hija de su enemigo sabiendo que ella debe someterse aun cuando esté penando por sus muertos. —Le arrancó el pañuelo de la cabeza y la obligó a ponerse de pie—. Quítate la ropa —le dijo.

Ella comenzó a desvestirse, pero antes de que acabara él le arrancó la túnica. La joven se metió en la cama y se cubrió con la manta. Temujin se desvistió lentamente y se acostó junto a ella.

—No te resistas —le dijo.

Le separó las piernas; sus dedos exploraron la grieta, acariciando su botón y aproximándose a la entrada de su vaina. Tal vez había adivinado su secreto: que por las noches ella solía acariciarse hasta que el placer elevaba su alma; la vergüenza sonrojó sus mejillas. Dejó escapar un gemido y él siguió acariciándola hasta que la joven sintió cada nervio en llamas. Sus caderas se movían, y entonces él estuvo repentinamente encima de ella, penetrándola con su vara. Yisugen gritó de dolor; la promesa de placer se desvaneció y las manos de él le hicieron daño al reclamar una nueva victoria.

Yisugen mantuvo los ojos cerrados. El Kan se tendió a su lado. Durante la noche, él había vuelto a poseerla, obligándola a coger su miembro con la mano hasta que éste creció, acariciándola hasta que ella se estremeció debajo de él, con el cuerpo tan tenso como un arco cuando él finalmente entró en ella.

Era más fácil no pensar, ignorar la voz que hablaba en su interior, olvidar lo que había pasado. Yisugen lo había complacido, y porque lo había hecho tal vez él le concediera lo que ella más deseaba. Eso era todo lo que importaba; debía dejar de lado la vergüenza y el dolor que había sentido al responderle. No podía ayudar a los muertos, pero aún podía salvar a los vivos.

Ella se alejó de él y se sentó; después se cubrió el rostro.

—Te dije que no llotaras.

Yisugen se obligó a llorar.

—Lloro porque tal vez haya perdido a quien más amo. —Hizo una pausa, pensando qué debía decir a continuación—. Tengo una hermana Ilamada Yisui. Tiene un año más que yo y juramos que nunca nos separaríamos. —Las lágrimas de Yisugen fluían ahora con facilidad, y su anhelo amenazaba con invadirla—. Yisui fue dada en matrimonio justo antes de que nuestros hombres partieran a la guerra. Es probable que su esposo haya muerto en el campo de batalla, pero tal vez ella siga con vida. —Se estremeció—. Si hubiera muerto yo lo sabría… estábamos tan unidas que seguramente lo sentiría. Antes de casarse, me prometió que convencería a su esposo para que me tomara como segunda esposa y así volveríamos a estar juntas. ¿Cómo puedo hacer menos por ella, ahora que no tiene quién la proteja?

—Por lo que veo —dijo él—, tus sentimientos hacia tu familia son muy intensos.

—Tú tienes el poder de devolvérmela —dijo Yisugen—, y ella sería para ti una buena esposa. La gente dice que nos parecemos mucho, pero Yisui es más bella que yo, y mucho más sabia. Te amaría si ella volviera a estar conmigo, y también ella te amaría.

La joven esperaba que la alegría del reencuentro atenuase el odio que Yisui podía sentir hacia el Kan.

—Así que quieres que tome otra esposa —dijo—. Si es mayor que tú, debería ocupar un lugar superior al tuyo. ¿Le cederías tu propio lugar?

—Lo haría. —La joven le tomó la mano—. Aceptaría un lugar inferior a cambio de tenerla a mi lado.

Él la atrajo hacia sí.

—Si es como tú, tendré que encontrarla. Mis hombres buscarán entre las prisioneras, aquí y en otros campamentos. Si no la encuentran enviaré hombres a buscarla. Un amor tan grande entre hermanas me conmueve.

—Y te ruego que no mates a cualquiera de mi pueblo que encuentren durante la búsqueda.

Él gruñó.

—Muy bien… también te concederé sus vidas. —Las manos del hombre empezaron a moverse entre los muslos de la muchacha—. Ahora recompénsame por mi generosidad.

73.

Tabudai despertó con un grito. Yisui lo abrazó hasta que dejó de temblar. Otra vez recordaba el combate, las oleadas de jinetes enemigos que no podían ser rechazados.

—Tranquilo —le susurró la joven.

Él la alejó y se aovilló en el lecho, como un niño. Ella recordó con cuánto coraje el hombre había marchado a la guerra, pero la batalla lo había cambiado.

—Soy un cobarde —dijo él.

—No lo eres. Perdimos la batalla y tú tenías que avisarnos. Los hombres suelen retirarse antes de volver a luchar.

No debió decir eso; Tabudai no había pensado en volver a luchar cuando escapó.

—Estoy maldito —masculló—. Admite lo que soy, Yisui. No soporto escucharte repetir esas mentiras.

—No son mentiras.

Habían dicho esas mismas palabras muchas veces durante los días que habían pasado escondidos en las montañas, y todos los esfuerzos de la joven por animarlo sólo habían producido golpes por parte del hombre. Él había sido amable la primera vez que se acostó con la joven, frotando sus labios contra los de ella, calmando sus temores. Tal vez esa amabilidad sólo fuera un indicio de su debilidad.

Yisui salió de la choza que habían improvisado con ramas. El cielo empezaba a aclararse por encima del bosque; le dolía el estómago de hambre. Durante los últimos días, sólo se había alimentado a base de bayas y raíces, y hoy tendría que alejarse más todavía de la choza para encontrar algo. El único caballo que tenían estaba atado en las cercanías; pronto tendrían que abrirle una vena y beber la sangre del animal si Tabudai seguía negándose a cazar. Él no la quería perder de vista, como si temiera que Yisui pudiera abandonarlo.

Un hombre que había escapado le contó el salvaje ataque de los mongoles; él mismo había visto morir a la madre de la joven. El enemigo tampoco había perdonado la vida de su padre y sus hermanos. Y Yisugen…

Su hermana tenía que estar viva. Las almas de ambas estaban muy unidas; si Yisugen había muerto, ella también moriría.

El caballo alzó la cabeza y agitó sus orejas pardas. Yisui sólo oía el gorjeo de los pájaros. Los mongoles pronto revisarían esta región; el día anterior la muchacha había oído un grito distante, que cortaba las palabras a la manera de los mongoles.

Se arrodilló junto al refugio.

—Tabudai —dijo—, debemos ir al norte, hacia los bosques. Allí podremos refugiarnos. —Su esposo no respondió—. Voy al arroyo en busca de agua, y después nos marcharemos de aquí.

Él salió arrastrándose de la choza.

—Qué valiente eres —dijo—. Cómo te aferras a la esperanza de salvar a tu cobarde esposo.

—No soy valiente. Tiemblo de terror cada vez que oigo el chasquido de una ramita. Y tú no eres cobarde. Algunos de nuestros hombres más valerosos huyeron del enemigo. Tabudai, debes…

Él la golpeó en un costado de la cabeza; ella parpadeó y a punto estuvo de perder el equilibrio.

—Tendría que haber dejado que me mataran. Mejor muerto que avergonzado por mi esposa.

—Tú te avergüenzas a ti mismo —susurró ella—. Ahora sólo te tengo a ti, y tú no haces nada. —Se puso de pie y se ajustó el pañuelo que le cubría la cabeza—. Buscaré agua.

Other books

The Devil Tree by Jerzy Kosinski
Kolonie Waldner 555 by Felipe Botaya
Pedigree by Patrick Modiano
Insane City by Barry, Dave
Torment by Jeremy Seals
Fast Forward by Juliet Madison
Don't Ever Change by M. Beth Bloom
Skylark by Meagan Spooner
Everybody's Brother by CeeLo Green