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Authors: Pamela Sargent

Tags: #Histórico

Gengis Kan, el soberano del cielo (51 page)

—Tú y Jelme seréis recompensados —dijo Temujin—, y Altani también tendrá su premio. —Hizo una pausa—. Podría haber perdido a mi hijo. Los cautivos aquí pagarán por esto. He demostrado demasiada clemencia. Todos los niños tártaros que estén en nuestro poder, incluidos los bebés, morirán.

—¡No! —gritó Yisui—. ¡No puedes ser tan cruel! No merecen…

Los ojos del Kan se clavaron en la muchacha, cuyo rostro palideció.

—He sido demasiado complaciente con mi nueva esposa. Parece que ahora desea decir sus últimas palabras. —Su voz suave era tan cortante como un cuchillo—. Todavía no sabe cuál es su lugar. Tal vez debería haber dejado que la mataran en el bosque donde la encontraron.

Los hombres la miraron en silencio. Las mujeres, atareadas junto a los fuegos, más allá de las tiendas, también guardaron silencio mientras sostenían los corderos que habían llevado para el banquete.

—¿Doy la orden? —preguntó finalmente Borchu.

Yisui se arrodilló y extendió las manos.

—Ruego a mi esposo que antes tenga a bien escucharme.

—Todo lo que quieres es que sea compasivo. —El Kan hizo una mueca de desprecio—. La compasión de mi madre por un desconocido casi le cuesta la vida a mi hijo.

—No pido compasión —dijo ella, luchando por expresarse—. Sólo… —Los hombres sacudían la cabeza; Yisui se interrumpió —. Tienes muchos niños cautivos. Dentro de unos años serán tus soldados. Si los matas ahora, perderás a todos esos servidores futuros. ¿Acaso el halcón ataca a su cría?

—Si dices una sola palabra más, mujer —dijo él suavemente—, te convertirás en una mancha de sangre sobre la tierra, y tu hermana te abrazará en la tumba. No conservaré a una esposa que me recuerda tanto a los que ahora más me disgustan.

La joven oyó un grito. De repente, su hermana apareció junto a ella; Yisugen se arrodilló y abrazó a Yisui. El Kan sonrió sin alegría al verlas. Disfrutaba recordándoles cuán fácilmente podía poner fin a sus vidas. La muchacha sintió como si ya tuviera su espada en la garganta.

—El Kan debe hacer lo que desee —dijo Yisugen con un hilo de voz después apoyó la frente en el suelo.

—Nunca olvidéis —dijo Temujin—, que vuestras vidas están en mis manos. —Miró a los hombres que lo rodeaban—. Tal vez haya algo cierto en lo que dijo esta criatura desdichada. Cuando esos niños sean hombres podré formar un ejército con ellos. Por eso, y sólo porque me complace la idea, dejaré que vivan.

Los hombres parecieron aliviados. Posiblemente hubieran lamentado cumplir una orden tal cruel, pero Yisui sabía que habrían obedecido sin vacilar.

—Estoy agradecida —susurró la mujer.

—No es por ti que me muestro compasivo. Levántate, Yisui.

Las piernas le temblaron al ponerse en pie; él la arrastró hacia la tienda, alejándola de todos.

—Lo siento —dijo Yisui.

—Nunca me hables de ese modo delante de mis hombres. Cuando doy una orden, tú no debes protestar. —Bajó la voz—. Cuando doy una orden, debe ser obedecida de inmediato. Te perdonaré esta vez, pero no vuelvas a poner a prueba mi paciencia. Sólo te permitiré esta equivocación. —Le rodeó el cuello con las manos; ella pensó cuán fácilmente podría quebrárselo—. Prepárate para el banquete.

El Kan estaba sentado entre Yisui y Yisugen, compartiendo el banquete a la sombra de un pabellón. Sus generales de mayor confianza estaban sentados en fila, a su derecha. A la izquierda de Yisui, las cautivas que habían sido entregadas a aquellos parloteaban entre sí mientras otras les servían "kumiss".

Yisui miró a su hermana. La expresión de Yisugen era grave; se estremeció al pensar lo cerca que ambas habían estado del desastre. Yisugen estaba a merced del Kan y como ella, pagaría por cualquier error que la otra cometiese; ésa era la verdadera posición que ocupaban, aun cuando él las cubriera de presentes y palabras amables. El Kan le ofreció un pedazo de carne con su cuchillo. Ya la había perdonado, pero su piedad parecía tan fría como el filo de su espada.

"Muy bien —pensó la joven—; no volveré a decepcionarlo".

Un grupo de guerreros avanzaba en dirección al Kan, seguido de un hombre con la cabeza gacha. Yisui estaba por alzar su copa cuando el hombre levantó la cabeza.

"Es Tabudai", se dijo la joven. Contuvo la respiración, sintiendo que la sangre abandonaba su rostro. Él la había visto. La mano de Yisui tembló al aferrar la copa; se obligó a mirar hacia otro lado.

—Estás pálida —le dijo Temujin.

—No es nada. —Su mano temblaba tanto que derramó el "kumiss".

—Te oigo suspirar, Yisui. ¿Acaso te perturba algo?

A ella se le hizo un nudo en la garganta. El rostro de Tabudai se hizo borroso; la joven temió desmayarse.

—Has visto algo. —Temujin miró hacia los hombres que se aproximaban y se puso de pie de un salto—. ¡Borchu! iMukhali! —Los dos Noyan se pusieron de pie y se acercaron rápidamente—. Alguien ha asustado a mi Yisui. Que cada hombre permanezca con los de su propio clan.

Los dos se marcharon a transmitir la orden. Tabudai se detuvo y miró fijamente al Kan. Yisui miró a su hermana; los ojos de Yisugen estaban desorbitados de temor. Los hombres se separaron por grupos; Tabudai estaba cada vez más cerca.

¿Por qué estaba allí? Ella lo sabía muy bien. Finalmente Tabudai se había armado de valor.

Temujin caminó hacia el hombre y se detuvo a pocos pasos de él.

—Has venido solo —dijo el Kan—. ¿Dónde está tu clan?

—No tengo clan —replicó Tabudai—. Por tu culpa ya no existe.

Borchu y Mukhali avanzaron hacia él, empuñando las espadas.

—¿Quién eres? —le preguntó Temujin.

—Soy Tabudai, hijo de Ghunan. A tus hombres les costó muchas vidas tomar la de él. Soy el esposo de Yisui, hija de Yeke Cheren. Vine a este campamento porque quería ver a aquellos que nos atacaron, y porque me apetecía un poco de su comida. Hay tantos hombres aquí que supuse que nadie repararía en un soldado solitario. —Tabudai miró a Yisui—. Cuando advertí la presencia de mi esposa, sólo quise volver a ver su rostro una vez más, y recordar lo felices que fuimos durante tan poco tiempo. Por lo que veo le va muy bien.

Él había deseado que ella lo viera, que supiera que se había atrevido a entrar en el campamento de sus enemigos. Ahora ya no podía causar ningún daño; seguramente Temujin no le quitaría la vida.

—No —dijo el Kan—. No creo que hayas venido simplemente a compartir el banquete. Has venido a espiar y a ver qué podías robar. Pretendías volver con otros y atacarnos.

—Estoy solo —dijo Tabudai—, y no soy un espía.

—Eres un enemigo. He ordenado que todos los varones tártaros más altos que la rueda de un carro murieran, y tú excedes con mucho esa altura. —El Kan hizo un gesto enérgico con el brazo—. ¡Cortadle la cabeza!

Yisui se aferró a su vestido. Temujin la miró; ella no se atrevió a hablar. Tabudai se quitó el sombrero y se arrodilló, exponiendo el cuello.

Primero descendió sobre él la espada de Borchu; luego, la de Mukhali. El cuerpo cayó lentamente hacia adelante, chorreando sangre; la cabeza rodó hasta los pies del Kan.

Yisugen esperaba que su hermana llorara, gritara, se marchara corriendo pero Yisui permaneció sentada, pálida pero conservando la compostura. No dijo nada mientras se llevaban la cabeza y el cuerpo de Tabudai. Cuando Temujin volvió a sentarse con ellas, Yisui aceptó los pedazos de carne que él le ofrecía, engullendo hasta que la sangre de la carne le manchó la boca. Sirvieron más "kumiss", y Yisui bebió hasta que tuvo el rostro sonrojado. Cuando el Kan se incorporó para bailar con sus hombres, Yisui dio palmadas y chilló, con una risa aguda y enloquecida.

Yisugen estaba profundamente impresionada. El fragor de la fiesta la rodeaba como un remolino, hiriendo sus oídos. No se atrevió a marcharse hasta la noche, cuando otros empezaron a tambalearse hasta los caballos a los "yurts" más cercanos. Para entonces, Yisui estaba tan borracha que Yisugen tuvo que ayudarla a ponerse de pie y llevarla hasta unos arbustos donde ambas pudieran aliviarse.

Luego fueron a la tienda de Yisui. Yisugen la ayudó a acostarse y después se sentó a su lado.

—¿Quieres que me quede? —preguntó.

Yisui no respondió. Yisugen hundió el rostro en el hombro de su hermana y lloró.

—Basta —dijo Yisui en tono inexpresivo—. El Kan no querría verte llorar.

—¡No me importa! —Yisugen tosió y se enjugó las lágrimas—. Yo te traje aquí. ¿Cómo podrás perdonarme?

—Basta, Yisugen. Si te ve en este estado, nos castigará a las dos.

Yisugen se retorció las manos. Su hermana estaba en lo cierto. Tenían que olvidar esa muerte, del mismo modo que habían hecho con tantas otras cosas.

Se puso de pie y caminó por la tienda. Yisui se sentó en la cama, mirando fijamente las llamas del fogón. Yisugen alimentó el fuego, temerosa de volver a su propia tienda. El Kan podía requerir sus favores, y la joven no quería estar a solas con él.

Esperó junto al fogón hasta que los alaridos de los borrachos le dijeron que el Kan estaba fuera. Los peldaños crujieron; él gritó algo a los centinelas nocturnos y después entró.

Pasó junto a Yisugen sin dedicarle una mirada y fue hacia la cama.

—Te comportaste bien, Yisui —dijo—. Ni ruegos de piedad ni protestas ante mi orden. Se sentó—. Él tendría que haber sabido que yo jamás lo dejaría con vida.

Yisui alzó la cabeza.

—No lloraré por él —dijo—. Quería morir. Tuvo valor suficiente para venir aquí y debe de haberle complacido morir valerosamente ante mis ojos.

—Ahora que él está muerto gozaré más de ti —dijo Temujin.

—Él eligió su muerte —dijo Yisui—. Siempre lo recordaré como a un hombre que se atrevió a enfrentarse a ti.

El Kan sacudió la cabeza.

—No lo recordarás de ninguna manera.

—Por supuesto, esposo. Debo obedecerte.

Yisugen se puso de pie y se dirigió hacia la entrada.

—Tú te quedarás con nosotros —gritó el hombre.

La joven fue hacia la cama y se desvistió mientras el Kan ayudaba a Yisui a quitarse la ropa. Yisugen se metió en la cama y se acurrucó del lado derecho; deseaba estar tan lejos de Temujin como fuera posible.

75.

—Paz —dijo Jamukha.

Altan y Khuchar desmontaron y entregaron las riendas a uno de sus hombres. Habían pedido reunirse con Jamukha allí, en esa zona desértica situada más allá del monte Chegcher.

—Nilkha está dentro —dijo Jamukha mientras conducía a los dos jefes hasta un pequeño "yurt".

Fuera había dos hombres suyos y dos de Nilkha afilando sus cuchillos. Nilkha se había mostrado furioso y había maldecido una y otra vez a su padre Toghril y a Temujin. Jamukha no tenía mucha fe en Nilkha, como así tampoco en Khuchar o Altan, pero eran armas que podrían serle útiles. El hijo de Khutuka y el primo de Temujin habían enviado un mensajero a Jamukha, en secreto; había sido sencillo convencer a Nilkha de que también él debía participar de la reunión.

Entraron en la tienda. Nilkha estaba sentado junto al fogón, con expresión de mal humor en su rostro demacrado.

—Te saludo, Senggum —le dijo Khuchar.

—Te saludo —masculló Nilkha—. De modo que os habéis cansado del que convertisteis en Kan.

—Tenemos razones para estar arrepentidos —dijo Altan.

—Combatimos a su lado —dijo Khuchar al tiempo que tomaba asiento— y a pesar de las bajas que sufrimos nos quitó el botín. —Aceptó el jarro que Nilkha le ofrecía—. Daritai hubiera venido con nosotros, pero temía que Temujin sospechara.

—He oído —dijoJamukha—que Daritai todavia está excluido de los consejos de Temujin.

—Sí —dijo Khuchar, bebiendo un sorbo de "kumiss".

—Bien —dijo Altan—, accedimos a venir aquí y estamos dispuestos a actuar. Combatiremos a tu lado, Senggum, y con nuestro viejo camarada Jamukha, pero ¿se unirá el Ong-Kan a nosotros?

Nilkha se atusó los bigotes.

—No lo creo —respondió.

Jamukha se inclinó hacia adelante.

—Tú puedes persuadirlo —murmuró—. Debes hacerlo. Temujin reclamará el trono Kereit en cuanto tu padre haya volado al cielo… y tal vez ni siquiera espere tanto. Simplemente dile que Gengis Kan se prepara para apoderarse de su trono.

—Tal vez sea así —dijo Altan—. Temujin montó en cólera cuando sus ofrecimientos de matrimonio fueron rechazados. Muchos le oyeron decir que quien no se sometiera a él merecía la muerte.

Jamukha estaba seguro de que el Senggum conseguiría que el viejo se decidiese a actuar. Era fácil despertar las sospechas de Toghril, especialmente si lo que estaba en juego era su trono.

—En cuanto lo hayas convencido nos lo harás saber —dijo Khuchar—, y debes darte prisa. Cuanto más esperemos, tanto más tiempo tendrá Temujin para descubrir nuestro plan.

Jamukha levantó una pierna. Una única victoria sobre Temujin bastaría; no quería que los Kereit fueran avasallados. Él sólo se beneficiaría si ambas partes quedaban debilitadas; los hombres que eligieran desertar de las filas de los mongoles o de los Kereit tendrían que unirse a Jamukha, quien encontraría la manera de sacar provecho de la batalla.

76.

Hoelun y su esposo esperaban fuera de la tienda. Esa mañana un jinete había llegado al campamento de Munglik para avisarles que Temujin pasaría esa noche allí. Más allá del círculo de la mujer, el Kan y los diez hombres que lo acompañaban estaban pasando entre las dos hogueras; sus caballos de recambio iban muy cargados. Presentes, pensó, dudando de que fueran para ella. Temujin solía enviar a otros con regalos, pues prefería honrar a su madre guardando las distancias.

El Kan dejó los caballos a cargo de sus hombres y se acercó a Hoelun. Los contratiempos no parecían haberlo marcado: el rostro oscuro todavía era bello, y se movía con la gracia de un hombre joven.

—Te saludo, madre. —La abrazó y después estrechó las manos de su esposo—. Me alegra verte, Munglik-echige.

Hoelun los siguió al interior de la gran tienda. Cuando su hijo se hubo sentado en el lugar de honor, con Munglik a su derecha y Shigi Khutukhu a sus pies, sus hombres ya habían llegado. Las criadas sirvieron cuajada y carne de caza; Hoelun esparció algunas gotas de "kumiss" y fue junto a Temujin para sentarse a su izquierda. Una barba rala había empezado a crecer en el mentón de su hijo, pero Hoelun no vio canas en ella.

—Lamento la pérdida que has tenido recientemente —dijo ella. Jeren, una de las esposas de Temujin, había muerto un mes atrás.

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