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Authors: Pamela Sargent

Tags: #Histórico

Gengis Kan, el soberano del cielo (48 page)

—¿Cómo puedes saberlo antes de casarte? —preguntó Yisugen, escandalizada.

—Lo oí de boca de uno de sus hombres. Confesó que se excita tanto al pensar en mí que apenas si puede montar a caballo.

Yisui rió, cubriéndose la boca.

—Los hombres siempre se jactan de esas cosas —dijo Yisugen.

—Pronto sabré si es verdad.

—Prométeme que no te olvidarás —dijo.

—Lo prometo.

Yisugen permaneció cerca de su hermana mientras iban hacia los caballos; las mujeres revoloteaban alrededor de la novia.

—Tabudai te desea —le dijo una de las primas a Yusui—. Asegúrate de que no te atrape demasiado pronto.

—Lucha —le dijo una tía—. Eso siempre excita a un hombre.

Los caballos estaban ensillados y las mujeres montaron y se alejaron del círculo de tiendas y carros. En algunas hogueras del campamento hervían los calderos; en otras, se asaban ovejas. Más allá del campamento, Yeke Cheren estaba sentado bajo un pabellón, acompañado de sus esposas y sus chamanes, esperando para bendecir al novio y a la novia; a cierta distancia, se erguía un "yurt" custodiado por los hombres de Tabudai.

Las mujeres cabalgaron hacia el oeste, rumbo a las montañas Khingan, al pie de cuyas laderas, en un terreno cubierto de abetos, se alzaba el campamento. La hierba verdeaba; pronto llegaría a la altura del pecho de un hombre. Yisugen estaría sin su hermana cuando la hierba fuera alta.

La joven miró hacia su izquierda; Tabudai y sus hombres cabalgaban en dirección a ellas desde el "yurt". Las mujeres espolearon sus caballos, manteniendo a la novia en el medio. Los hombres se aproximaron rápidamente, gritando y aullando, las alcanzaron y las rodearon. Las mujeres, asustadas, sofrenaron sus cabalgaduras y bloquearon el camino de Tabudai, quien intentaba acercarse a su novia. Yisugen se colocó junto a su hermana y golpeó a Tabudai con el látigo; él retrocedió y se rio, mostrando sus dientes blancos.

El caballo de Yisui se separó del resto a la carrera. El caballo de Yisugen se encabritó; los demás galoparon en pos de su hermana, con Tabudai a la cabeza. El caballo del joven muy pronto estuvo junto al de Yisui. El hombre se inclinó hacia su novia y su brazo le rodeó la cintura. Con un único movimiento rápido, subió a la joven a su propia montura.

Los otros lanzaron vítores y la pareja trotó de regreso al "yurt" de Tabudai. A Yisugen le ardían los ojos mientras trotaba tras ellos. Yisui y Tabudai estaban tan juntos que parecían un solo jinete; la novia ya se había olvidado de su hermana.

Yisugen se sentó cerca de su padre mientras las criadas servían la comida. Yeke Cheren comió con aire distraído. Durante los cinco días transcurridos desde que Yisui y su madre partieran hacia el campamento de Tabudai, él había estado consultando con sus generales y esperando las noticias de sus exploradores. Estaba plenamente dedicado a la planificación de la guerra. Era probable que Tabudai tuviese que partir con su ejército antes del otoño, y en ese caso Yisui no tendría oportunidad de convencerlo de que debía cortejar a Yisugen.

Su padre solía decir que las mujeres eran cobardes. No les importaba a qué amo servian, y ahora ya no podía haber paz con los mongoles. Ya habían destruido muchos clanes tártaros con la ayuda de los Kin; Yeke Cheren estaba resuelto a cortarle la cabeza al Kan mongol por eso y por afirmar que los tártaros habían envenenado a su padre.

Comieron en silencio. Por la noche era cuando Yisugen más echaba de menos a su hermana. "Cinco días", pensó con desesperación, preguntándose cómo soportaría pasar todo un año lejos de ella.

—Has estado triste últimamente —dijo abruptamente Yeke Cheren.

Yisugen alzó la vista.

—Echo de menos a Yisui.

—Más tarde o más temprano tenía que casarse.

—Y estoy feliz por ella —agregó la joven rápidamente.

Siempre era cautelosa con su padre cuando el hombre caía en estados de ánimos sombríos. En esos momentos, Yeke Cheren se pasaba el tiempo cavilando y castigaba a todos los que se acercaban a él. Además, había estado bebiendo durante toda la velada.

—También tendré que casarte a ti. Cuando las muchachas de tu edad empiezan a actuar como corderos enfermos, es porque ha llegado el momento de enviarlas a otra parte.

—¡No! —gritó ella. La mano de su padre se cerró con fuerza en torno a su copa de jade; la joven leyó en sus ojos una advertencia. —. Quiero decir… tienes mucho en qué pensar ahora. Después de todo, si estás a punto de emprender una guerra… —El rostro de él se ensombreció.— Quise decir que, una vez terminada la guerra, cualquier hombre que me corteje tendrá más botín, y así podrá ofrecerte más por mí.

Él se atusó los bigotes grises.

—Es cierto. —Hizo un gesto con la mano; Yisugen ayudó a la criada a levantar los platos y los jarros vacíos.

Yisugen fue a su cama en el lado este de la tienda, sintiendo una punzada de dolor al mirar el lugar donde había estado la cama de Yisui. Estaba a punto de quitarse la túnica cuando un centinela llamó a Yeke Cheren.

Un hombre entró apresuradamente, fue hacia la cama donde estaba sentado su padre e hizo una reverencia.

—Ha llegado un mensaje de los exploradores, Cheren —dijo el guardia—. Han avistado exploradores mongoles más allá del lago Kolen, y otros se desplazan hacia aquí desde el oeste. Los Onggirat han comenzado a trasladar sus campamentos hacia el noroeste.

Yeke Cheren soltó un juramento.

—Los malditos Onggirat dan la espalda a sus aliados, y después esperan que los recompensemos por no haberse unido a nuestros enemigos.¿Los Kereit acompañan a Temujin?

El hombre negó con la cabeza.

—Según parece, piensa combatir él solo.

—Bien. No esperaba esto tan pronto, pero estamos preparados para enfrentar al perro mongol. —Los dos hombres se dirigieron hacia la entrada—. Llama a los generales. Haremos frente al enemigo en la estepa situada al oeste el lago Buyur.

Yisugen se tendió en la cama. "Que todo termine pronto —rogó—. Danos la victoria y llévame junto a mi hermana".

72.

Diez días más tarde, la gente vio guerreros tártaros que galopaban hacia el campamento de Yeke Cheren siguiendo el curso del Khalkha y así todos supieron, al verlos, que estaban en retirada. Muchos iban sin sus caballos de guerra; huían hacia el pie de las montañas Khingan, y todo el campamento los siguió. Las mujeres cargaron lo que pudieron en los carros, pero muchas huyeron a caballo o a pie, abandonando sus posesiones y rebaños. Dejaron atrás la gran tienda de Yeke Cheren.

Al pie de las montañas, hicieron barricadas con troncos, ramas y carros. Los soldados contaron que los mongoles se negaron a retirarse, reagrupándose y contraatacando; algunos afirmaban que Gengis Kan había ordenado a sus hombres que mataran a cualquier soldado que retrocedira. Otros tártaros llegaron al pie de la montaña; eran hombres que habían sido capturados por los mongoles y que habían atacado a sus guardias para poder huir, y la gente se enteró de que no debían esperar clemencia si se entregaban. El Kan mongol había decretado que todos los tártaros varones debían morir.

Pronto apareció en el valle un ala del ejército mongol. Por la noche ardieron los fuegos de sus campamentos, y al alba atacaron, asaltando la barricada por oleadas, renovando el ataque cada vez que eran rechazados. Cuando consiguieron romper las primeras defensas y Yisugen vio las espadas ensangrentadas que caían sobre hombres, mujeres y niños, huyó.

"Soy una cobarde", pensó Yisugen. Otras personas habían huido trepando las laderas arboladas, pero ella había sido más rápida, y ahora se encontraba sola, con su arco, algunas flechas y un cuchillo. Corrió, esperando oír los pasos de los hombres persiguiéndola, pero la espesa vegetación obstaculizó su avance. Cuando cayó la noche, la joven se acurrucó bajo un álamo, temiendo dormirse.

Su padre estaba entre los que habían escapado de la furia de los mongoles, pero había quedado atrás, en la barricada, luchando. Otras mujeres habían permanecido junto a los hombres. Ella no merecía vivir cuando tantos miembros de su pueblo habían muerto.

Por la mañana buscó algo que llevarse a la boca. Las pocas bayas que encontró no estaban maduras; desenterró una raíz y se la comió. Terminó su cantimplora de "kumiss" y supo que pronto debería buscar agua. No se atrevía a acercarse al río, donde seguramente los mongoles acecharían a los tártaros acuciados por la sed.

Cuando la profunda luz verde que se filtraba a través de los árboles se hizo más brillante, la joven oyó el ruido de pasos y ramas ladera abajo hasta llegar a un bosquecillo de abetos.

Un niño yacía apoyado en el tronco de un árbol. Una sola mirada a su rostro pálido y a su vientre ensangrentado bastó para que la joven advirtiera que agonizaba.

—Se llevaron a todos —dijo el niño, abriendo los ojos—, a todos los que todavía estaban con vida. La orden era que quien fuera más alto que la rueda de un carro debía morir. Yo soy más alto… por eso huí. No lo hice bastante rápido; un hombre me apuñaló, pero conseguí arrastrarme hasta aqui.

El niño cerró los ojos. Cuando murió, Yisugen revisó entre sus ropas, pero no encontró nada que le resultara de utilidad. Cruzó los brazos sobre el pecho, musitó una plegaria y se marchó.

Su padre debería haber hecho un acuerdo. Finalmente la joven comprendía por qué su madre había intentado convencerlo. Las guerras convertían a las mujeres en botín, obligándolas a servir a los victoriosos; en realidad su madre había tratado de defender la vida de su gente.

Esa noche se desató una tormenta. Yisugen se acurrucó bajo un improvisado refugio de ramas, sacando su cantimplora para que se llenara con el agua de lluvia. Cuando pasó la tormenta y en el bosque volvieron a oírse los sonidos de espíritus más amables, se deslizó bajo las ramas y durmió.

Tuvo un sueño. Estaba sentada con su madre bajo los árboles; la luz espectral que irradiaba del rostro de ésta le dijo que estaba muerta.

—Has venido a buscarme —dijo Yisugen.

—No, hija —dijo el espectro—. Te pregunto algo, ¿por qué los nuestros lloran por nuestros muertos? ¿Por qué nuestra sangre moja la tierra? ¿Por qué nuestros "yurts" han sido quemados y nuestra mujeres violadas?

—Porque los mongoles nos odian.

El espectro respondió:

—Por eso y porque tu padre, y todos los que nos gobiernan, fracasaron. No hay seguridad para mujeres y niños bajo el cielo cuando sus hombres no pueden defendernos. Entre los nuestros, no queda nadie para protegerte. Tu única esperanza de sobrevivir depende de los victoriosos.

—Preferiría morir —dijo Yisugen.

—No, no es verdad. Si querías morir, ningún espíritu se habría apoderado de ti, alejándote de las barricadas. Debes vivir, y buscar seguridad como puedas.

Yisugen despertó; su madre había desaparecido. No se le había aparecido la sombra de Yisui, y eso significaba que su hermana debía de seguir con vida, pues de lo contrario su alma estaría desgarrada. Yisui le había prometido que siempre estarían juntas; si hubiera muerto, su espíritu habría acudido a Yisugen.

Se puso de pie. Sabía lo que tenía que hacer. Emprendió la marcha ladera abajo.

Yisugen se alisó las trenzas. Guerreros enemigos a caballo patrullaban la llanura entre las hierbas altas, pero ella no ganaria nada si era descubierta por vulgares soldados. Tenía que buscar a algún Noyan que comandara a muchos, alguien que pudiera conservarla para sí y ayudarla a buscar a Yisui.

Escrutó el terreno que se extendía a sus pies. Hacia el sur, cerca del río, había varios caballos atados. Un hombre alto caminaba por la orilla con varios más; cuando pasaba, los otros hacían una reverencia o alcanzaban los brazos para saludarlo. Yisugen abandonó su refugio a la sombra de los árboles y se arrastró lentamente por la hierba en dirección a él.

Cuando estuvo cerca se detuvo, temiendo que los hombres vieran que la hierba se movía. El general se quitó el casco por un momento para secarse el sudor de la frente. Sus oscuras coletas tenían reflejos cobrizos, los costados metálicos del casco estaban engarzados en oro. Se alzó viento y la muchacha siguió avanzando, sabiendo que la hierba que se mecía ocultaría sus movimientos, y respiró profundamente. Cuando estaba a punto de ponerse de pie, el Noyan volvió la cabeza hacia ella. En un instante, los hombres apuntaron sus arcos; dos de ellos se colocaron delante del general.

—¡No disparéis! —gritó desesperadamente Yisugen, alzando las manos.

Un hombre vino hacia ella, le quitó el arco y la arrastró de un brazo.

—Quítale el cuchillo —dijo el general con voz suave—. Sería una lástima matarla.

El plan que Yisugen había trazado apresuradamente desapareció de su mente.

—¡Mátame, entonces! —gritó mientras un hombre le quitaba el cuchillo de la cintura—. ¡Ya has matado a todos los demás!

Se dejó caer al suelo, llorando por todo lo que había perdido.

Un pie la golpeó en un costado.

—Déjala que llore —dijo el general.

La muchacha lloró hasta que sintió una mano en el hombro, y alzó la vista para ver un par de pálidos ojos pardos moteados de verde y oro.

—Bebe esto, muchacha. —El Noyan se arrodilló y le alcanzó un pellejo lleno de "kumiss", ella bebió—. ¿Dónde te escondías?

—En la ladera —consiguió responder.

—¿Qué te impulsó a bajar?

—No tengo a donde ir.

Ella le devolvió el pellejo y empezó a llorar otra vez. Él la rodeó con un brazo. Era raro que fuera tan amable cuando su gente había mostrado tanta crueldad; tal vez sólo había obedecido por obligación las órdenes de su Kan.

El hombre le alisó el cabello, como si fuera una niñita, y después le dijo:

—¿Cómo te llamas?

—Yisugen —respondió la joven, limpiándose la nariz con la manga—. Hija de Yeke Cheren.

Uno de los hombres soltó una carcajada.

—Una belleza, y además la hija del jefe… será un buen premio para algún hombre.

—La reclamo para mí. —El hombre de ojos pálidos se incorporó y la ayudó a ponerse de pie—. Esta guerra ha terminado para ti, Yisugen. Te llevarán a mi tienda. Pena por los tuyos cuando estés sola, pero no derrames más lágrimas en mi presencia.

La condujo hacia los caballos, seguido de sus hombres. Otro jinete se acercó a ellos y alzó la mano al sofrenar su cabalgadura.

—Ha venido tu tío —dijo—. Espera junto a tu tienda, y ha exigido hablar contigo.

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