Guerra y paz (123 page)

Read Guerra y paz Online

Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

El emperador se marchó y después de eso la mayor parte de la gente comenzó a irse.

—Ya decía yo que merecía la pena esperar un poco y así ha sido —se oía comentar por todas partes.

Por muy feliz que se sintiera Petia le resultó triste irse a casa y darse cuenta de que todos los gozos de ese día habían acabado. Desde el Kremlin, Petia, completamente epatado, no volvió a casa sino que fue a ver a su amigo Obolenski, que tenía quince años y que también iba a ingresar en el regimiento. Al volver a casa informó con decisión y firmeza de que si no le dejaban marcharse se escaparía. Al día siguiente y aunque no hubiera dado del todo su brazo a torcer, el conde Iliá Andréevich fue a informarse de cómo situar a Petia en algún puesto que no revistiera peligro.

El día 15 por la mañana, tres días después de eso, se agolpaban una enorme cantidad de coches a la puerta del palacio Slobodski y de nuevo Petia estaba entre ellos, pero esta vez con Sonia y Natasha y con espíritu tranquilo.

Las salas estaban llenas. La primera de nobles con uniforme, la segunda de comerciantes con medallas, con barbas y caftanes azules. En todas las salas había animación y movimiento. Algunos estaban sentados en mesas, pero la mayoría paseaba por las salas. Todos los nobles, la mayoría ancianos, cegatos, desdentados, calvos, abotargados, los mismos que todos los santos días veía Pierre bien en el club o bien en sus casas, todos iban vestidos de uniforme, la mayoría de ellos de los tiempos de Catalina, y estos uniformes ajenos le daban un aspecto extraño a esos rostros conocidos, como si algún bromista hubiera envuelto en un mismo papel la más diferente mercancía de una tienda. Los que resultaban más asombrosos eran los ancianos. En su mayoría estaban sentados en silencio, pero si se levantaban y conversaban se juntaban a alguien que fuera más joven. Igual que viera Petia en los rostros de la muchedumbre en la plaza, en todos los rostros había un asombroso rasgo de contradicción entre la común inexpresiva espera de algo solemne y la costumbre de todos los días: las partidas de Boston, el cocinero Petrushka, la salud de Zinaida Dmitrievna y el tabaco francés.

Pierre, enfundado en su uniforme de la nobleza que se le había quedado pequeño y le resultaba incómodo, estaba en las salas desde por la mañana. Se encontraba agitado: una reunión extraordinaria no solo de la nobleza, sino también de los comerciantes despertaba en él toda una serie de pensamientos que hacía tiempo había abandonado pero que estaban grabados en su alma, acerca del «Contrato social» y la revolución francesa. Paseaba, miraba y escuchaba las conversaciones, pero no hallaba en ninguna parte nada que le sirviera para expresar esos pensamientos que le ocupaban.

Se había dado lectura al manifiesto del emperador y después se habían dispersado para charlar. Aparte de los intereses habituales escuchó comentarios sobre dónde se colocarían los decanos de la nobleza, cuándo dar un baile en honor del emperador y de vez en cuando alusiones a la situación general de los asuntos bélicos y sobre los beneficios e inconvenientes de la milicia. Pero tan pronto como la conversación trataba sobre la guerra y sobre la razón por la que la nobleza había sido reunida los comentarios eran indefinidos e indecisos. Todos preferían escuchar antes que hablar.

Un caballero de mediana edad, grueso, varonil, con un uniforme de oficial de la marina retirado, hablaba en un rincón de la sala y la gente se agolpaba a su alrededor. Pierre se acercó hacia el grupo que se había formado alrededor del orador y se puso a escucharle. El conde Iliá Andréevich con su caftán de voevoda
[48]
también se acercó con una agradable sonrisa a este grupo y se puso a escuchar con su bondadosa sonrisa como siempre escuchaba, afirmando con la cabeza en señal de acuerdo con el orador. El oficial de la marina retirado decía cosas muy atrevidas (era evidente por la expresión de los rostros de sus oyentes y porque gente a quien Pierre tenía por los más dóciles y tranquilos se alejaban de él con desaprobación o le contradecían dirigiéndose a otros). Era evidente que el que hablaba era un liberal y por eso Pierre, abriéndose paso para acercarse más, comenzó a escuchar. Verdaderamente el oficial de la marina retirado era un temerario, que hablaba con animación, sanguíneo, liberal, pero en un sentido completamente distinto del que pensaba Pierre. Hablaba con esa particular voz sonora de barítono noble con la que se dicen las acostumbradas palabras: «sirviente», «tráeme la pipa», «prepara los perros», «cántame, picara», «una muchacha para ti» y otras parecidas. Hablaba con un acostumbrado exceso y poder en la voz.

—¿Y qué más da que los de Smolensk hayan ofrecido milicias al emperador? ¿Acaso manda Smolensk en nosotros? Si la generosa nobleza de la provincia de Moscú lo encuentra necesario puede demostrarle su lealtad al emperador de otras formas. ¿Acaso hemos olvidado la milicia del año 1807? Solo se enriquecieron los holgazanes y los ladrones.

El conde Iliá Andréevich afirmaba con la cabeza sonriendo dulcemente.

—¿Y acaso nuestros milicianos han servido de alguna ayuda? Solo han arruinado nuestras posesiones. El reclutamiento es aún mejor, de ese modo no regresan a nosotros ni soldados ni campesinos, sino solo libertinos. Los nobles no nos lamentaremos por nuestras vidas, iremos todos a la guerra sin excepción, incluso reclutaremos gente y tan solo con que nos lo pida el emperador (él pronunciaba de ese modo típico de la nobleza la palabra «emperador») todos moriremos por él —añadió el orador animándose.

Iliá Andréevich tragaba saliva con satisfacción y empujaba a Pierre, pero Pierre también quería hablar, avanzó sin aún saber qué decir. En ese momento un senador, completamente desdentado, pero con rostro inteligente que se encontraba cerca, interrumpió a Pierre. Con visible costumbre de mantener debates y sostener cuestiones, dijo en voz baja pero audible:

—Supongo que no hemos sido llamados aquí para juzgar qué es lo más adecuado para el Estado en el momento actual, el reclutamiento o la milicia. Hemos sido llamados para que el emperador nos honre con la noticia sobre la situación en la que se encuentra el Estado y porque él desea escuchar nuestros juicios...

Y juzgar si es más adecuado el reclutamiento o la milicia es competencia del poder supremo... —Y sin acabar de decir estas palabras el senador se dio la vuelta y se alejó del círculo.

Pero Pierre de pronto se sintió exasperado por el senador que hacía gala de una opinión tan limitada e irrefutable sobre lo que debía ocupar a la nobleza en el momento actual y le interrumpió. Él mismo no sabía qué era lo que iba a decir, pero empezó a hablar muy animadamente dejando escapar de vez en cuando palabras francesas y en un ruso demasiado literario.

—Discúlpeme —comenzó—, pero a pesar de no estar de acuerdo con el señor... a quien no tengo el honor de conocer, opino que la nobleza además de para expresar su fidelidad e ímpetu (a Pierre le gustaba esa palabra) ha sido convocada también para juzgar sobre las medidas con las que podemos ayudar a la patria. Yo opino —dijo él animándose— que el propio emperador se mostraría insatisfecho si solo encontrara en nosotros a propietarios de campesinos dispuestos a entregarlos como carne de cañón y no pudiera hallar en nosotros consejo.

Muchos se alejaron del grupo advirtiendo la desdeñosa sonrisa del rostro del senador y que Pierre estaba hablando de más, el único que estaba satisfecho era Iliá Andréevich, como siempre lo estaba ante todos los que hablaban.

—Yo opino que antes de ponernos a juzgar estas cuestiones debemos preguntar al emperador, pedirle respetuosamente a Su Majestad que nos informe de cuántas tropas tenemos, en qué situación se encuentran nuestras tropas y nuestro ejército y entonces...

Pero Pierre no había alcanzado a terminar de hablar cuando comenzaron a atacarle por tres flancos. El que le atacaba con mayor virulencia era un viejo conocido suyo que siempre se había mostrado en la mejor disposición para con él y que era un buen jugador, Stepan Stepanovych Apraxin. Stepan Stepanovych vestía uniforme, y ya fuera por esa o por otras causas Pierre le veía en ese instante como una persona completamente distinta. Stepan Stepanovych, reflejando de repente una senil cólera en el rostro, gritó a Pierre:

—Para empezar le informo de que nosotros no tenemos derecho a preguntar sobre esta cuestión al emperador y para continuar en caso de que la nobleza rusa ostentara tal derecho, el emperador no sería capaz de respondernos. Las tropas se mueven según los movimientos del enemigo, las tropas aumentan y disminuyen...

Una segunda voz perteneciente a un caballero de mediana estatura de unos cuarenta años, al que Pierre también había visto con las cíngaras y al que tenía por un mal jugador de cartas y que también se encontraba muy cambiado al ir vestido de uniforme interrumpió a Apraxin.

—No es momento de discutir —decía esta voz que Pierre había oído con frecuencia participando vivamente en las canciones de las gitanas y gritando con olor a vino: «¡Apuesto!»—. No es momento de discutir sino de actuar: la guerra ya ha cruzado las fronteras de Rusia, nuestro enemigo avanza para destruir Rusia, para profanar las tumbas de nuestros padres, llevarse a nuestras mujeres y a nuestros hijos. —El noble se golpeó el pecho—. ¡Y todos nos alzaremos, todos sin excepción partiremos a la guerra, todos lo haremos por nuestro padrecito el zar! —Algunos se volvieron como si se sintieran incómodos al oír estas palabras.

Pierre comenzó a hablar pero no alcanzó a decir ni una sola palabra. Sentía que el sonido de su voz independientemente del significado que encerraran sus palabras sería menos audible que el sonido de las palabras de los que gritaban.

Iliá Andréevich asentía con la cabeza. Por detrás del grupo algunos se volvían animadamente hacia el orador al final de las frases y decían:

—¡Así es! ¡Así es!

Pierre quería decir que él no estaba en contra de los sacrificios, ni de dinero, ni de campesinos, ni propios, pero que era necesario conocer el estado del asunto para poder actuar en su favor, aunque no podía hablar. Muchos eran los que gritaban y hablaban a la vez de tal forma que a Iliá Andréevich no le daba tiempo a asentir ante las palabras de todos y el grupo aumentaba y se disgregaba y se reunía de nuevo y avanzaba con el murmullo de las conversaciones hacia la mesa de la sala principal. Muchos jóvenes e inexpertos miraban con emocionado respeto a esa impresionante masa. En ella los hombres decidían el destino de Rusia. A Pierre no solamente no le dejaban hablar sino que le interrumpían groseramente, le rechazaban, le volvían la espalda, como si fuera un enemigo común. Esto no estaba motivado porque no estuvieran satisfechos con la intención de su discurso, que habían olvidado después de la enorme cantidad de oradores que le habían sucedido, sino que obedecía a la necesidad de la existencia, para la animación del grupo, de un objeto perceptible de amor y un objeto perceptible de odio.

Pierre se había convertido en este último. Muchos oradores dieron su opinión y todos en el tono del juerguista del olor a vino y muchos hablaron bien y de forma original.

El editor del
Boletín de Moscú
, Glinka, al que reconocieron («¡Un escritor! ¡Un escritor!», se escuchó entre la masa), dijo que él había visto niños sonreír ante el resplandor del rayo y el fragor del trueno, pero que nosotros no seríamos esos niños.

—¡Sí, sí, ante el fragor del trueno! —repitieron aprobativamente en las últimas filas, suponiendo que con lo del trueno solo podía referirse a Napoleón.

El grupo se acercó a la mesa en la que estaban sentados con sus bandas y sus uniformes grandes señores septuagenarios, calvos o con los cabellos grises, todos ancianos a los que casi sin excepción había visto Pierre en las casas, con los bufones o en el club jugando al Boston. El grupo se acercó sin que cesara el murmullo de las conversaciones. Uno tras otro y en ocasiones dos a la vez se acercaban a la mesa apretándose contra los altos respaldos de las sillas y conversando. Los que estaban detrás advertían lo que no había dicho el orador y se apresuraban a decir eso que se les había escapado. Otros, inmersos en ese calor sofocante y estrechez, buscaban en su cabeza por ver si encontraban alguna idea y se apresuraban a manifestarla. Los ancianos conocidos de Pierre permanecían sentados y miraban bien a uno, bien a otro y lo único que expresaban la mayoría de sus rostros es que tenían mucho calor. Pierre sin embargo se sentía agitado y el deseo general de expresar que nada nos asustaba, que se manifestaba en mayor medida en el sonido de la voz que en lo que esta expresaba, se le había contagiado a él también. No renunciaba a sus ideas, pero se sentía culpable de algo y deseaba justificarse.

—Lo único que he dicho que nos sería más fácil hacer sacrificios cuando conozcamos las necesidades...

Un anciano que estaba cerca le miró pero le interrumpió un grito desde el otro lado de la mesa.

—Sí, Moscú se rendirá. Será la víctima redentora —gritaba uno.

—Es el enemigo del género humano —gritaba otro—. Déjenme hablar... Señores, me están aplastando...

En ese instante, con rápidos pasos entre los nobles que se apartaban ante él, vestido con un uniforme de general y una banda cruzándole el pecho, con su prominente mentón y sus ágiles ojos que no parecían preocupados, entró el conde Rastopchín.

—El emperador vendrá enseguida —dijo el conde Rastopchín—, acabo de estar con él. Opino que en la situación en la que nos encontramos no hay mucho que deliberar. El emperador nos ha honrado reuniéndonos a nosotros y a los comerciantes —dijo el conde Rastopchín—. Ellos proporcionarán los millones y nuestra tarea consiste en abastecer de hombres la milicia y no compadecernos... ¿Qué opinan ustedes, señores?

Comenzaron las deliberaciones en voz baja que pronto acabaron con la propuesta del conde Rastopchín de aportar diez hombres por cada mil con la que todos estuvieron de acuerdo y equiparlos, cosa en la que también expresaron su acuerdo con ligeras apreciaciones de algunas personas acerca de quién sería el depositario y cómo evitar el mal uso que se hizo del dinero en la anterior milicia. Estos comentarios fueron rechazados por el conde Rastopchín con la justificación de que hablarían de ello más tarde. Todas las deliberaciones se mantenían en voz baja, casi resultaban tristes después de todo el anterior barullo, cuando solo se oían las ancianas voces, una que decía: «estoy de acuerdo», y otra para diferenciarse: «yo soy de la misma opinión», y etcétera.

Other books

Wicked Nights by Anne Marsh
The Trap by Andrew Fukuda
PRINCE OF THE WIND by Charlotte Boyet-Compo
The Laird's Captive Wife by Joanna Fulford
Destiny by Design by Wylie Kinson
The Midnight Watch by David Dyer
Hollywood Star by Rowan Coleman
The Ruling Sea by Robert V. S. Redick
Their Master's War by Mick Farren