Guerra y paz (127 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

Por la noche trajeron de vuelta el carro. El cochero contó que le habían llevado más allá del puente, que la batalla era terrible y que no le dejaron pasar. Había que dar de comer a los caballos. Alpátych, junto con un comerciante que conocía, fue a la catedral y allí encontró a más personas que no habían dormido. Frente a la Virgen de Smolensk se sucedían una a otra las rogativas. Después de haber rezado una rogativa, Alpátych subió junto al comerciante al campanario, desde el que, según le habían dicho, se podía ver a los franceses. Estos eran claramente visibles más allá del Dnieper.

Avanzaban y se acercaban sin cesar. Aún no había tenido Alpátych tiempo de bajar cuando de nuevo comenzó el cañoneo al otro lado del Dnieper, pero en la ciudad no cayeron bombas.

«¿Qué es lo que va a suceder?», pensó Alpátych volviendo a casa sin entender nada.

A su encuentro a través de la ciudad, pasaban aún más tropas que el día anterior. Venían con rostros preocupados y agotados y avanzaban hacia ese lugar en el que se oía el tiroteo. Yákov Alpátych buscaba entre ellos a su joven príncipe, pero no le encontraba. Un oficial le dijo que el regimiento Pernovski ya se encontraba allí y señaló hacia el lugar en el que, confundiéndose, zumbaban los disparos y del que traían heridos sin cesar. Yákov Alpátych suspiró y se santiguó. Debía partir, como esclavo y fiel cumplidor de la voluntad del príncipe por derecho y por devoción, sabía lo que su ausencia atormentaba al príncipe, pero no podía partir. Escuchaba el terrible ruido de los cañones, notaba el olor de la pólvora que el viento llevaba a la ciudad, miraba a los heridos y no podía moverse del sitio. La vista del innumerable número de nuestros soldados dirigiéndose al lugar de la batalla alegraba a Alpátych. Sonreía enternecido al mirarles y no se movía del sitio.

Se santiguaba por ellos y hacía profundas reverencias.

Por su lado pasaron tres telegas llenas de heridos y muertos, y un joven oficial que se detuvo frente a Alpátych. El oficial gritaba que le abandonaran, que no llegaría, se golpeaba la cabeza y gritaba: «¡Recójanme!, ¡Recójanme!».

Alpátych se acercó a él.

—¡Querido mío! —dijo y quiso ayudarle a bajar, pero la telega avanzó de nuevo y otros soldados avanzaron a su encuentro. Alpátych se enterneció repentinamente. Comenzó a santiguarse y a inclinarse ante los soldados que pasaban diciendo:

—Padrecitos, queridos, salven la Rusia ortodoxa.

Algunos de los que pasaban miraron al venerable anciano y sin cambiar la severa expresión de sus rostros, siguieron adelante. Algunos carros marchaban al encuentro de las tropas; eran los habitantes de la ciudad que huían. Alpátych se acordó de que él también tenía que irse y se marchó hacia la casa. Aún no había llegado hasta allí cuando escuchó un silbido conocido, que ya hubiera escuchado en Turquía; era una bala de cañón que caía sobre la ciudad. Un segundo y un tercer proyectil comenzaron a caer sobre el pavimento, sobre los tejados, y sobre las portadas. En los patios y en las casas se empezaron a escuchar chillidos femeninos y carreras. Alpátych aceleró el paso, para llegar lo antes posible a casa de Ferápontov. Las monjas del convento se preparaban para marcharse; la muchacha del kvas seguía sentada en el cruce. Un hombre salió corriendo de una casa gritando:

—¡Al ladrón!

Pasaron dos borrachos. Alpátych se acercó a la casa de Ferápontov, donde uno de los hermanos preparaba apresuradamente lo necesario para partir, mientras que los otros se encontraban en el sótano con las mujeres. El cochero le contó a Alpátych que en el patio de al lado había muerto una mujer y le preguntó si no era ya hora de marcharse. Pero Alpátych no contestó nada y se sentó de nuevo en el despacho de harina dejando las puertas a su espalda. Las balas seguían cayendo sobre la ciudad. Comenzaba a anochecer. El cañoneo comenzó a cesar, pero en dos lugares había empezado a arder fuego. En el patio cercano había mujeres.

Los Ferápontov salieron del sótano y ajetreándose engancharon los caballos, prepararon su equipaje, corriendo apresuradamente de la casa a los carros. Los soldados, como hormigas de un hormiguero destrozado, con diferentes uniformes pero con el mismo aspecto tímido o insolente, corrían por las calles y los patios. Dos salieron con sacos y una collera de la casa de Ferápontov. Las mujeres Ferápontov salieron del patio. Por la calle manaba la gente y se escuchaban cantos religiosos.

—¡Llevan a la patrona de Smolensk! —gritó una mujer.

Alpátych salió al cruce y vio cómo los sacerdotes llevaban en procesión un icono en una orla metálica mientras que un escaso grupo les seguía.

—Permítame que le pregunte, Excelencia —le dijo Alpátych descubriendo su calva cabeza al oficial de un regimiento que retrocedía—. ¿Ha sido vencido el enemigo?

—La ciudad se rinde —dijo brevemente el oficial y en ese momento se volvió con un grito a los soldados—. ¡Ya os daré yo por correr por los patios! —les gritó a los soldados que habían salido de la formación y que se dirigían al patio de la casa de los Ferápontov. Aun así los soldados se colaban, unos en el patio y otros en el despacho de harina.

Alpátych entró al patio, ordenó partir al cochero y vio a Ferápontov que se había acercado y se había detenido a las puertas de la tienda. En la tienda había unos diez soldados que con grandes voces vertían el contenido de los sacos de harina de trigo y de semillas de girasol en sus mochilas.

Ferápontov entró en la tienda y quiso gritar algo, pero de pronto se contuvo y tirándose de los cabellos se echó a reír con una carcajada sollozante.

—¡Lleváoslo todo, muchachos! ¡No se lo dejéis a esos demonios! —gritó él.

Algunos soldados se asustaron y salieron corriendo, pero otros continuaron echando la harina en sus mochilas.

El regimiento seguía avanzando por la calle de los Ferápontov. Ya era completamente de noche y las estrellas relucían en el cielo despejado. En la esquina de la casa de los Ferápontov, bajo el granero, se apelotonaba un grupo de soldados que encendieron un fuego con una carga de pólvora. Alpátych se acercó a mirar, la esquina del granero ardía gracias a las tablas que le arrojaban los soldados. Ferápontov corrió hacia donde se encontraba la hoguera.

—Quemadlo todo, todo... todo. ¡Es mejor así! —gritó Ferápontov avivando el fuego con su armiak.
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Alrededor del fuego empezó a agolparse la gente.

—Ya ha prendido allí. Ya ha prendido —se escucharon las voces.

—¡Todo está perdido! —gritaba Ferápontov.

Alpátych no pudo apartar la vista del incendio durante mucho tiempo y permaneció allí alejado de la muchedumbre. Una voz conocida le gritó:

—¡Alpátych!

—Su Excelencia —respondió Alpátych reconociendo la voz del príncipe Andréi. El príncipe Andréi estaba en el cruce vestido con una capa, montado en un caballo gris, y mirando animadamente a Alpátych.

—¿Qué haces aquí?

—Su Excelencia el príncipe me ordenó venir; ahora mismo regreso para allá. ¿Qué es lo que sucede, Excelencia, estamos perdidos?

Sin responder, el príncipe Andréi sacó su libreta y comenzó a escribir en una hoja arrancada apoyándose en la rodilla. Le escribió las siguientes líneas a su hermana: «Smolensk ha sido tomado. El enemigo tomará Lysye Gory en una semana. Partid en el acto a Moscú. Escríbeme cuando partáis, mandadme noticias con un mensajero a Gorki». Después de escribir la nota y dársela a Alpátych le transmitió cómo debía organizar la partida del príncipe, la princesa y el pequeño príncipe con su instructor y cómo y adonde deberían dirigirle las noticias de su partida. Sin que tuviera tiempo de acabar de dar esas órdenes se le acercó un mando del Estado Mayor a caballo acompañado de su escolta.

—¿Es usted el comandante? —gritó el mando del Estado Mayor con una voz con acento alemán que al príncipe Andréi le resultaba conocida—. ¿Incendian una casa en su presencia y no hace nada? ¿Qué significa esto? Responderá de ello —gritaba

Berg que ahora era un mando del Estado Mayor, ayudante del jefe del flanco izquierdo de infantería.

El príncipe Andréi le miró con curiosidad y no respondió nada.

—Diles que esperaré su respuesta hasta el día diez y si el día diez no he recibido noticia de que todos han partido, yo mismo deberé dejarlo todo y partir para Lysye Gory.

—Solo le digo esto, príncipe —se justificó Berg, al reconocer al príncipe Andréi—, porque debo cumplir órdenes, porque yo siempre cumplo exactamente las órdenes...

—¡Oohhh! —bramó la muchedumbre ante la visión del derrumbamiento del techo del granero del que salía un olor a tortas de pan quemado. Las llamas iluminaron el rostro delgado y amarillento, pero de ojos relucientes, del príncipe Andréi. Ferápontov gritaba más alto que ninguno, levantando los brazos.

—Es el dueño de la casa, Excelencia —dijo Alpátych.

—Está bien. ¡Márchate, márchate! —dijo el príncipe Andréi, y él mismo, saludando a Berg, espoleó el caballo siguiendo a su regimiento que casi había terminado de pasar.

A oídos de la princesa María habían llegado rumores de la batalla de Smolensk y ella había ocultado esas noticias a su padre, pero la llegada de Alpátych y la carta del príncipe Andréi con la exigencia de partir hacia Moscú no se podían esconder del príncipe. El príncipe la escuchó con tranquilidad: «Sí, sí, bien, bien», dijo él a todas las palabras de la princesa María y de Alpátych y después de decirles que se marcharan se durmió en ese mismo instante en su butaca. Cuando por la tarde se despertó ordenó llamar a la princesa María que, sin necesidad de ello, había pasado todo el tiempo en la sala de los criados escuchando en su puerta.

—¿Y qué? Conque el viejo estúpido del padre se ha vuelto loco, ¿eh? ¿Qué había dicho yo, eh? —dijo al encontrase con su hija.

—Sí, usted tenía razón, padre, pero... —la princesa María quería decir que había que partir, pero no tuvo tiempo.

—Bueno, ahora escucha, princesa María —el príncipe parecía especialmente fresco ese día—, escucha, ahora no hay tiempo que perder. Hay que actuar, siéntate y escribe.

La princesa María se dio cuenta de que había que resignarse, tomó asiento en su mesa, pero no pudo encontrar una pluma para escribir.

—Escribe al comandante en jefe de la milicia: «Su Excelencia...».

Pero la princesa aún no había encontrado una pluma. Él la agarró del hombro.

—Venga, pez. «Su Excelencia, al tener noticias...» Espera, de una vez para siempre, he sido estúpido, malvado e injusto contigo. Sí, sí —dijo él con voz enojada, dando la espalda al asustado rostro de la princesa María, vuelto hacia él—, sí, sí —y con su habitual brusco movimiento le pasó la mano por los cabellos—, así es, soy viejo, estoy cansado de vivir y en contra de mi voluntad soy malvado e injusto. ¡Te pido que me perdones, princesa María —gritó el príncipe—, de una vez para siempre, te pido que me perdones, te lo pido, te lo pido, cof, cof, cof! —gritó él entre toses.

—Bueno, escribe: «al tener noticias de la cercanía del enemigo...». —Y él, paseando por la habitación, le dictó con serenidad toda la carta en la que decía que no abandonaría Lysye Gory, donde había nacido y donde moriría, que la defendería hasta el último suspiro y que si al gobierno no le atormentaba la vergüenza de que uno de los más ancianos generales rusos cayera prisionero de los franceses que entonces no enviaran a nadie, pero que en caso contrario solo pedía una compañía de artillería y trescientos milicianos junto con un suboficial profesional.

—Mijaíl Iványch —gritó él—. Sella la carta y que vuele. Princesa María, escribe otra carta. Al gobernador de Smolensk: «Señor barón, habiendo recibido noticias de...».

A la mitad del dictado de esta carta entró mademoiselle Bourienne pisando suavemente y sonriendo con condolencia, y le preguntó al príncipe si no deseaba tomar un té...

El príncipe se acercó a ella sin responder.

—¡Señora! Le agradezco sus servicios, pero considero imposible soportarla. Haga el favor de partir para Smolensk a llevar esta carta al gobernador.

—Princesa —se dirigió Bourienne a la princesa María.

—¡Fuera, fuera! —gritó el príncipe—. Mijaíl Iványch, llama a Alpátych y que lo disponga todo para que salga hacia la ciudad en el acto.

Se acercó al buró y sacó algo de dinero que contó cuidadosamente.

—Dáselo... Sigue escribiendo: «Habiendo recibido noticias, señor barón, de que el enemigo...». —Se detuvo de nuevo al acordarse de algo y de nuevo se acercó a la princesa María—. Sí, de una vez para siempre, he sido duro contigo, princesa María, e injusto. Te pido que me perdones, te pido, te pido... escribe, escribe...

Después de escribir la mitad de otras dos cartas y seguramente olvidando que ya le había dicho a la princesa María lo que deseaba decirle, le repitió aún unas cuantas veces: «Te pido que me perdones de una vez para siempre»; a la mitad de la cuarta carta se detuvo, se sentó en una butaca, le dijo a la princesa que se fuera y en ese mismo instante se durmió.

La princesa María, a pesar del miedo a que él despertara, le besó en la frente y se asustó aún más dado que él no se despertó, tal era de profundo y extraño su sueño.

Era ya la una de la madrugada. La princesa se fue a su habitación, pero por el camino se encontró a Alpátych, que por primera vez en su vida se dirigió a ella en busca de consejo y órdenes, para que le aclarara hasta qué punto había que cumplir en ese momento las órdenes del príncipe.

—En mi duda me atrevo a recurrir a Su Excelencia. ¿Ordena usted que envíe a la francesa a Smolensk y que mande a Boguchárovo a buscar hombres, como ha ordenado el príncipe Nikolai Andréevich o...?

Esto fue lo que dijo Alpátych, pero la princesa María entendió algo completamente distinto, entendió entonces por primera vez que su padre, ese padre por el que tanto había soportado, ese padre había muerto o moriría pronto, que pronto ya no estaría con ella. La princesa María quedó estupefacta y miró a Alpátych interrogativamente, casi con horror.

—Su Excelencia, si no fuera imprescindible no me atrevería a elevar estas preguntas a Su Excelencia. Pero el príncipe Andréi Nikolaevich insistió en el peligro que suponía quedarse aquí y ordenó partir hacia Moscú y mandarle noticias.

—No sé más que una cosa —dijo la princesa María—, Amalia Fédorovna (Bourienne) no puede partir hacia Smolensk. Tú mismo lo dices...

—Por qué no ordena Su Excelencia que se la envíe a Boguchárovo, se le puede ordenar a Drónushka que la acoja con todas las comodidades, pero que no la deje salir de casa y ocultárselo por el momento al príncipe. Pero ¿qué ordena con respecto a su partida y la del propio príncipe a Moscú? Los coches y los caballos están listos. Y seguramente el príncipe en su situación actual accederá, por lo tanto por el momento...

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