Guerra y paz (124 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

El conde Rastopchín ordenó al secretario tomar nota de las resoluciones de la nobleza. Y los caballeros que se encontraban sentados se levantaron como sintiéndose aliviados, arrastrando las sillas, y se dispersaron por la sala para estirar las piernas, tomándose entre sí del brazo y conversando.

—El emperador, el emperador —se extendió de pronto por la sala y toda la masa se arrojó hacia la entrada, pero el emperador fue primero a la sala en la que se encontraban los comerciantes. Pasó en ella unos diez minutos. Pierre, entre otros, vio al emperador que salía de la sala de los comerciantes con lágrimas de emoción en los ojos. Como después supieron tan pronto el emperador comenzó su discurso a los comerciantes, las lágrimas brotaron de sus ojos y comenzó a hablar con voz temblorosa. Cuando Pierre vio al emperador este entraba acompañado de tres comerciantes. Pierre conocía a uno de ellos, que era bastante grueso, el otro era un hombre inteligente de rostro enjuto y barba puntiaguda. Ambos lloraban, el delgado tenía los ojos llenos de lágrimas, pero el grueso sollozaba como un niño y no cesaba de decir: «Tome nuestra vida y nuestras posesiones, Majestad».

La masa retrocedió y se llevó con ella a Pierre a la sala de la nobleza. Y allí, tan pronto como entró el emperador con su bello y emocionado rostro con lágrimas en los ojos, todos los rostros cambiaron y Pierre escuchó sollozos a sus espaldas. Pierre se encontraba bastante lejos y no pudo entender qué era lo que le decía Rastopchín al emperador, pero escuchó claramente la tan agradablemente humana y conmovida voz del emperador, que decía:

—Nunca he dudado del celo de la nobleza rusa. Pero en el día de hoy ha superado mis expectativas. Les doy las gracias en nombre de la patria. Señores, hemos de actuar, el tiempo es lo más precioso...

—Sí, lo más precioso... es la palabra del zar —decía sollozando atrás la voz de Iliá Andréevich que no había oído nada, pero todo lo entendía a su manera.

Pierre no sentía nada en ese instante excepto el deseo de demostrar que a él no le asustaba nada y que estaba dispuesto a sacrificarlo todo. Se reprochaba su discurso constitucional, y buscaba una ocasión para expiar su culpa. Al enterarse de que el conde Mamonov ofrecía un regimiento informó al conde Rastopchín de que él aportaba mil hombres y su mantenimiento. El anciano

Rostov no pudo evitar el llanto al narrar a su mujer lo que había sucedido, cedió a la petición de Petia y él mismo le llevó para que se alistara en el futuro regimiento de Mamonov.

Al día siguiente el emperador partió. Todos los miembros de la nobleza que habían sido reunidos se quitaron los uniformes, se volvieron a dispersar por casas y clubes, y gimoteando transmitieron las órdenes sobre la milicia a sus administradores sorprendiéndose de lo que habían hecho.

Pierre fue elegido miembro del comité de recepción de las donaciones. Petia se vistió el uniforme de cosaco. El anciano conde decidió definitivamente vender la casa con todos los muebles, que eran lo que más valor tenía, esperando la llegada de Razumovski.

Séptima parte
I

H
ABÍA
de suceder lo que había de suceder. Tal como Napoleón pensaba que comenzaba una guerra con Rusia porque deseaba una monarquía mundial, pero realmente la comenzaba porque no había podido evitar ir a Dresden, ni sentirse ofuscado por los honores que le profesaron, ni había podido evitar ponerse el uniforme polaco, ni había podido resistirse a la impresión de la mañana de junio en la que era necesario emprender algo y no había podido evitar comenzar el paso del Niemen, del mismo modo Alejandro pensaba que se lanzaba a una guerra desesperada y que no firmaría la paz incluso si no llegaba vivo al Volga solamente porque no podía comportarse de otro modo.

El caballo que está enganchado a una rueda de moler piensa que de manera completamente libre y voluntaria adelanta la pierna derecha o la izquierda, levanta o baja la cabeza y avanza porque desea subir arriba, del mismo modo que todas esas innumerables personas que tomaron parte en esa guerra, que temían, se henchían de orgullo, se acaloraban, se indignaban, pensando que sabían y que hacían, no eran más que caballos avanzando lentamente por la enorme rueda de la historia cuyo trabajo estaba oculto para ellos, pero es comprensible para nosotros. Esos prácticos hombres de estado están sometidos a un destino inmutable y son tanto menos libres cuanto más alto se encuentren en la jerarquía social, cuanto mayores sean sus vínculos más escarpada será la subida de la rueda y más rápido y menos libremente irá el caballo. En el momento en que subes a la rueda, pierdes tu libertad, y no hay acciones inteligibles, y cuanto más avance y más rápido vaya la rueda, menos y menos libertad tendrás hasta que no te bajes de ella.

Solo Newton, Sócrates, Homero actúan consciente e independientemente y solamente en estas gentes hay voluntad cuya existencia la demuestra el gesto de levantar y bajar la mano que acabo de hacer, frente a todas las evidencias que se aportan sobre la función de los nervios.

No es la discusión entre materialistas e idealistas la que me ocupa. ¿Qué me importa a mí su discusión? Pero esa misma discusión se mantiene en mí, en usted, en cada uno de nosotros. ¿Poseo libre voluntad, esa antigua idea tan querida para mí?, ¿o carezco de ella y todo lo que hago tiene lugar según las leyes de la fatalidad? Fulano dice que mis nervios están tan afectados que no puedo evitar hacer este movimiento, pero además de que él mismo se equivoca cuando llega a la aclaración de la noción de la que no se puede dilucidar nada, ni él ni nadie responde al principal argumento claro e indiscutible como el huevo de Colón. Es decir, estoy sentado escribiendo, a mis pies hay una pesa de gimnasia y un perro. ¿Puedo o no puedo dejar de escribir ahora? He probado y puedo, ¿y puedo ahora continuar escribiendo? Sí, puedo. Entonces tiene que existir la voluntad. Pero me sigo preguntando: ¿puedo levantar la pesa y hacer algún movimiento con ella? Sí, puedo. ¿Y puedo ahora tirar la pesa sobre el perro? Lo he intentado y no, no puedo. Puede que en otro momento sí, pero ahora no puedo por un millar de razones: es estúpido, es lamentable y se puede experimentar de otro modo. No, no puedo. ¡Ah! Por lo tanto hay actos como mover la mano en todas direcciones, como escribir y dejar de hacerlo que puedo hacer y otros que no puedo hacer.

Continúo con el experimento. ¿Puedo ir a besar a mi hijo dormido? ¿Puedo ir a jugar a las cartas con mi tía? Sí, puedo. ¿Puedo ir a golpear a un criado o a besar a la cocinera? No, no puedo, ahora no puedo. ¿Podría no dormir hoy por la noche? ¿Puedo evitar espantar una mosca de mi ojo? No, no puedo y no he podido. He pedido a otras personas que contesten a estas preguntas y todos han respondido lo mismo. Hay cosas que se pueden hacer o no hacer (se sobreentiende que dentro de los límites de las posibilidades físicas) y hay cosas que no se pueden hacer o evitar hacer. Eso está claro. Y si no solamente se embrolla como hasta ahora en las demostraciones diciendo que no hay nada aparte de los nervios (cuando Fulano no sabe qué son esos nervios), sino si incluso me lo demuestra como dos más dos son cuatro no le creeré porque yo ahora puedo alargar la mano y no alargarla.

La principal fuente de los errores humanos es la búsqueda y la determinación de las causas de la aparición de la vida humana; de la aparición de esos organismos que nacieron a causa de un conjunto de innumerables necesidades. Parece ser que Voltaire dijo que no hubiera habido noche de San Bartolomé si el rey no hubiera estado estreñido. Esto puede ser igual de cierto que decir que si no hubiera habido toda esa agitación que antecedió a la noche de San Bartolomé los intestinos del rey hubieran funcionado perfectamente. Igual de cierto que decir que la causa de la noche de San Bartolomé fue el fanatismo de la Edad Media, la conjura de los católicos, etc., etc. Hay algo que puede comprobarse en todas las historias. El hecho de la noche de San Bartolomé es uno de esos sucesos vitales que ocurre de un modo inevitable por las eternas leyes de las características de la humanidad: asesinar en su sociedad la cantidad de gente que sobra y ajustar a esta masacre las pasiones que la apoyan.

Las estadísticas de crímenes demuestran que un hombre que piensa que asesina a su mujer porque esta le ha engañado solamente está cumpliendo la regla general según la cual debe engrosar el número de asesinos en la estadística. El suicida que se quita la vida según las más complejas reflexiones filosóficas solamente está cumpliendo esa misma regla. Esto en lo que se refiere a individuos. Pero la sociedad, toda la humanidad además de a las reglas que rigen los actos de los individuos, está sujeta a sus propias reglas que rigen las sociedades y los grupos humanos (grupos definidos por ser regidos por los mismos principios, no por diferencias estatales, de modo que Baden no sería un grupo independiente) y a toda la humanidad.

En estas sociedades hay exactamente la misma necesidad de asesinatos masivos, es decir, de guerras, como hay en los individuos y exactamente igual que con los asesinos y suicidas, en parte la mente y la imaginación del hombre falsifican las causas y en parte hay circunstancias convergentes que son tomadas como causas. Pues bien, en las sociedades ocurre lo mismo.

El hombre, como las abejas y las hormigas, no puede ser analizado solamente como individuo. Las sociedades humanas son organismos completos sometidos a las mismas normas que las colmenas y los hormigueros. Para entenderlo más claramente fíjense en pequeñas sociedades humanas poco desarrolladas (son más fáciles de observar debido a sus simples condiciones de vida y al estar más alejadas de nosotros podemos analizarlas de modo más imparcial), fíjense en cualquier aldea. Cada casa, patio, despensa, banco, icono, taza, cuchillo, ropa y alimento son idénticos entre sí. Un día de primavera pueden ver que de un patio igual que del otro salen los hombres a sembrar con los mismos aperos, exactamente igual que una abeja y luego otra de otra colmena, como si dijeran: «a trabajar, muchachos», las abejas salen y emprenden el vuelo para regresar después con su carga, y exactamente igual salen y regresan los hombres y las mujeres a recoger plantas medicinales o a lavarse para la fiesta. Igual que después del 19 de febrero todos nosotros los hacendados nos enfrascamos en unas nuevas circunstancias vitales, profundizábamos, buscábamos, pensábamos que solo de manera racional podríamos llegar a la aceptación de nuevas condiciones. Y luego ¿qué pasa? Se encontraban los del distrito Penzenski con los del distrito Tulski e interrumpiéndose mutuamente decían lo mismo, como aquellos hijos del refrán ruso que regalaron a su madre un paraguas cada uno. Todos decían que en los encuentros de cabildos había que ser exigente y no compasivo, que es mejor el trabajo de aparceros, que los contratados son muy caros, que hay disminuir el laboreo, etcétera, etcétera. Todo esto constituye la parte gregaria de la vida.

Para comprender del todo la posibilidad de equivocarse y no reconocer estas leyes generales espontáneas que rigen al ser humano, es imprescindible comprender las características del hombre.

  1. La ley de la falsificación de la imaginación, con una velocidad que anula la noción del tiempo, según una inevitable necesidad y complejas razones intelectuales que nos convencen de que, lo que hacemos, se hace inevitablemente por nuestra propia voluntad.
  2. La ley que impide al hombre, en el momento en el que tiene lugar una acción espontánea, reconocer su accidentalidad y que le obliga a ver en ella su beneficio personal (fiestas y vigilias) y
  3. La ley de la coincidencia de fenómenos vitales externos, con sus manifestaciones morales o intelectuales.

Usted está durmiendo y tiene un sueño con una larga historia en la que va de caza, finalmente una perdiz levanta el vuelo y usted dispara y se despierta. El sonido del disparo ha sido un sonido real: el sonido del viento golpeando la contraventana. En el instante de despertarse la imaginación ha forjado toda la historia de la caza. El loco no se sorprende de nada. Le montan en un carro y se lo llevan y no sabe ni a dónde ni por qué y no solamente no se sorprende sino que explica, desde su punto de vista de locura, por qué razón él ya esperaba eso y narra toda la historia por la cual debían ir a por él.

Los niños están sentados, no se les ha permitido correr en todo el día. Están sentados y juegan a un tranquilo juego en el que representan a una madre enferma, a un doctor, un marido, y una enfermera. De pronto se les permite que corran. El criado corre a buscar la medicina treinta veces alrededor de la mesa, el marido también y la enferma también y para satisfacer las exigencias del movimiento la imaginación ha elaborado instantáneamente para ellos la excusa de la búsqueda del doctor. Un niño quiere dormir o comer. Llora y se enfurruña y siempre hay una razón para que llore y se enfurruñe.

Estos son ejemplos (y hay millones como estos) de cómo actúa la imaginación cuando la mente es débil y no alcanza a elegir razonadamente quedándose con la falsificación de la imaginación. Pero el proceso es el mismo para el resto.

Usted es un terrateniente rural, está de mal humor, entonces se da una vuelta y se fija en las cosas que pueden darle una excusa para el enfado y se convence sinceramente de que usted no ha buscado una excusa en la hacienda sino que es la hacienda la que le atormenta a usted y que si no fuera por la hacienda estaría tranquilo. Según las leyes de la espontaneidad, usted tiene que creer en vano, usted soñó algo y modela el futuro según este sueño y se miente, sin reconocérselo a sí mismo. Así, esas mesas que giran, que llevan a que el mundo entero discuta, debata y escriba acerca del magnetismo, obedecen a la ley de la espontaneidad y al deseo de penetrar en el futuro. Un médico tradicional, sano y docto, un hombre que dispone de la habilidad de pensar lógicamente dice: «Usted no cree en la homeopatía, y a fulano le resucité después de que se envenenara con belladona, y además ayudo a todos». Usted tiene piel de gallina, se estremece mientras lee un libro. Experimenta esa sensación que se tiene cuando algo te toca y es el libro el que le está tocando. Usted recuerda y en realidad no tiene nada de qué acordarse y entonces usted recuerda cómo recordaba.

Bismarck está convencido de que salió victorioso de la última guerra a causa de complicadas, astutas y profundas consideraciones estatales. Los miembros del Vaterland piensan que fue fruto del patriotismo. Los ingleses piensan que fueron más astutos que Napoleón y todo lo que todos ellos piensan no ha sido sino creado por su imaginación con ayuda de su intelecto para justificar la necesidad de derramamiento de sangre de la sociedad europea. La misma necesidad que tienen las hormigas negras y las amarillas de aniquilarse las unas a las otras y de construir sus hormigueros del mismo modo.

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