El grito de Signe les atravesó las entrañas. Primero se agarró de repente a Mirja y al instante siguiente trató de soltarse y correr hacia el cuerpo. Maria tuvo que impedírselo. Tal vez quedaban huellas de los zapatos del asesino sobre el terreno húmedo. Huellas que las pisadas de Signe enmascararían.
—¡No está muerta! ¡No puede estar muerta! ¡No puede ser!
—Vamos, le acompañaré a casa —dijo Mirja empujando suavemente a la anciana—. Podrá despedirse de ella luego, cuando haya estado aquí la policía.
Maria se lo agradeció enormemente. No podía dejar el lugar sin vigilancia. Era un alivio que fueran dos y que Mirja pudiera hacerse cargo de la anciana. Maria estaba realmente impresionada. Había coincidido con Ingrid en el curso de acuarela. Bien es cierto que la enfermera del centro de salud no había sido de las más habladoras, pero siempre se mostraba serena y amable. La muerte parecía de pronto tan cercana… Uno vive en el espejismo de la propia inmortalidad y entonces, de repente, se muere alguien a quien conoces y lo inevitable parece cercano. Maria sintió el frío de la tarde en el cuerpo. No se había llevado ninguna chaqueta y tenía los dedos tiesos de frío. Le pareció que la policía y la ambulancia tardaban una eternidad en llegar. En realidad quizá tardaron veinticinco minutos. Mientras esperaba a sus colegas inspeccionó la bicicleta. En el portaequipajes había un paquete forrado con papel marrón. En ese momento llamó Simón. Maria le dio cuenta de la situación con el mayor tacto posible. Al otro lado del hilo no hubo respuesta.
—Simón, ¿qué pasa? ¿Estás ahí?
Oyó un gemido ahogado y comprendió que Simón estaba llorando.
—¡No me lo puedo creer! ¿Ingrid? ¡No puede ser verdad!
—Lo siento mucho, Simón.
—Voy ahora mismo. Aunque no sé cómo. He bebido vino. Quizá debería pedirle a Ubbe que me llevara. ¿Qué tal está la señora Nilsson?
—Mirja está con ella. Ha sido un golpe terrible, claro. —Maria se vio interrumpida por un nuevo ataque de llanto, este mucho más incontrolado que el anterior. Por lo visto, tal como él mismo había reconocido, se había pasado con el vino. No ayudaría a nadie que se presentara en ese estado—. Simón, en este momento no puedes hacer nada. La policía llegará enseguida. Después puede que Signe necesite tu ayuda, pero ahora es mejor que te quedes donde estás.
—¿Puedo ver a Ingrid? —Su voz era apenas un susurro—. Tengo que verla.
—Ahora no, Simón. Ya habrá ocasión. —Maria le oyó tomar aliento y percibió otro gemido a través del auricular—. ¿Hay alguien que pueda hacerte compañía? ¿Alguien a quien puedas llamar para que esté contigo?
La reacción de Simón la sorprendió.
—Puedo arreglármelas solo. Pero estoy tan triste, tan triste, tan triste…
Erika Lund llegó con el primer coche patrulla. Colocó focos en los árboles y tomó las pruebas necesarias. Transportaron el cuerpo, dentro de una funda, hasta la ambulancia que estaba esperando.
—El cuerpo llevaba aquí bastante tiempo. Estaba muy frío. —Erika se quitó los guantes de plástico, se sentó en la hierba y apoyó la cabeza en el muro de piedra. Eran casi las dos de la madrugada.
Maria se sentó a su lado. Acababa de salir de la casa. Mirja había conseguido que Signe por fin se durmiera un ratito, probablemente había echado mano del whisky y de alguna pastilla.
—Murió de un golpe en la nuca, ¿no? ¿Has apreciado otras lesiones? —Maria ya no sentía el frío. Durante la última hora habían trabajado febrilmente para levantar el cadáver y asegurar las pruebas.
—Nada. No hay indicios de lucha. Lo más probable es que la atacaran por detrás sin previo aviso. Además, habiendo estado vosotras tres aquí dentro, es inútil examinar las huellas de las pisadas.
—Hice lo que pude para impedírselo, pero Signe se negaba a creer que estaba muerta. No es fácil mantenerse firme en cuanto a las normas frente a alguien absolutamente desesperado. Signe necesitaba ver que Ingrid estaba muerta para asimilarlo.
—Sí, claro, lo comprendo —dijo Erika con evidentes signos de cansancio—. Qué raro que haya rodadas de bicicleta aquí dentro… ¿Qué hacía con la bicicleta en la Casa de los Monjes?
—¿Cuándo crees que murió?
—Sospecho que el cuerpo llevaba ahí un día, es decir, desde ayer por la tarde. Eso significa que murió antes de que empezara el incendio en la casa de Frida Norrby. ¿Se conocían?
—Sí. Frida era paciente de Ingrid.—Durante la última hora Maria había estado pensando en posibles relaciones. Dos muertas en una misma noche. Realmente detrás de ambos crímenes podía hallarse la misma persona.
—La cartera de Ingrid estaba en el bolsillo de su cazadora. Dentro había casi mil coronas y un recibo de casi ochocientas coronas de la compra en el lea.
—Seguro que hizo la compra justo antes de volver a casa alrededor de las seis de la tarde. ¿Comida por ochocientas coronas? ¿Iban a tener alguna fiesta o era la compra de toda la semana? Me pregunto cómo pudo traerlo todo en la bicicleta. —Maria trató de imaginar la escena—. Dejó las bolsas en la cocina. Pero no las distribuyó. Eso lo hizo Signe después de que discutieran, cuando lngrid se fue dando un portazo.
—No he encontrado ningún teléfono móvil. ¿Le has preguntado a Signe por él?
—Signe no estaba en condiciones de contestar a ninguna pregunta. He hablado con la compañía telefónica, tenía un contrato, Les he pedido una lista con las llamadas entrantes y salientes. Hemos precintado la habitación de lngrid, puede que el móvil esté allí dentro aunque no lo hayamos encontrado a la primera.
—También puede ser que se lo haya llevado alguien. Tenemos que conseguir cuanto antes una lista de las llamadas. —Erika anotó algo en su bloc.
—Te he dicho que ya la he pedido.
—¿Cómo? ¿A medianoche? —Erika parecía verdaderamente sorprendida.
—Tengo mis contactos. ¿Quieres verla? Me dieron la información por teléfono. —Maria sacó del bolsillo el folio en el que había apuntado las llamadas y lo desdobló—. Las siete últimas llamadas fueron de Simón. Supongo que quería preguntarle por qué no había asistido al curso.
Erika miró la lista.
—Pero dos son del jueves por la tarde y una del viernes por la mañana. Me pregunto qué querría. De repente me ha venido a la cabeza otra cosa. La anciana tiene el rostro de un tono gris azulado muy extraño. Me hace pensar en envenenamiento por coloides de plata. Es muy improbable, pero habrá que preguntarle.
Signe Nilsson estaba sentada envuelta en mantas de lana en la terraza de Móllebos. Desde el piso superior del edificio de piedra construido en el siglo XVIII pudo contemplar el estanque cuando se disipó la niebla del amanecer. Desde que la policía se había marchado a la ciudad, había pasado la noche sentada fuera en mitad del frío, envuelta en las mantas. Dentro le parecía que las paredes se le caían encima. En el exterior se sentía mejor. Pese al miedo a ver al monje sin cabeza flotando entre los árboles, junto al estanque. Estaba allí, en la neblina, ella lo sabía. Lo había visto junto al agua justo al romper el día, con su hábito blanco y extendiendo los brazos hacia ella, como invitándola a saltar. Por un momento Signe pensó en hacerlo, pero la hierba de abajo era blanda, probablemente en vez de matarse se rompiera una pierna y tuviera que pasar una temporada en el hospital. Deseaba morir. ¿Qué podía esperar ahora que Ingrid ya no estaba? Ingrid había muerto, y con ello el futuro de ambas había desaparecido. La vejez tranquila que Signe había imaginado se había esfumado; un abismo de incertidumbre se abría ante ella. Cuantos más allegados se van al otro mundo, mayor es la tentación de ir hacia lo desconocido. Cuando no te queda nadie quizá sea más fácil dejarse morir… te acuestas, dejas de respirar y te dejas llevar por la corriente. Tan fácil no debe de ser, claro. Primero hay que sufrir úlceras de decúbito, hemorragia cerebral y neumonía. Ahí no cabía esperar un golpe de gracia, por mucho que suplicaras evitar seguir sufriendo y acabar con dignidad. En ese momento le habría gustado despedirse, que le pusieran una inyección y morir mientras aún quedaba alguien que quisiera asistir a su entierro. No cabía esperar nada. Absolutamente nada. Solo el vacío y la soledad a medida que empeorara y ya no pudiera salir y ver gente. Le aguardaba el aislamiento total en un apartamento adaptado para personas mayores; de vez en cuando pasaría alguien a dejar un paquete de comida para toda la semana. ¿Es tan raro intentar retener a la única persona a la que ves en toda la semana? Sin contacto con otras personas y sin estímulos, te marchitas y envejeces. Quedarte solo con tus pensamientos es peor que el hambre, las úlceras y la falta de higiene. Por eso a ella no le ha quedado más remedio que tomar ciertas medidas para evitar ese purgatorio. La caridad bien entendida empieza por uno mismo.
Por otra parte, le remordía la conciencia, claro… pero eso había empezado mucho antes de lo que cualquiera podría suponer. No hay peor infierno que verte obligado a enfrentarte a tus propias culpas.
Un trozo de la cinta policial azul y blanca flotaba alrededor del tronco de un árbol. En la oscuridad de la noche le había parecido un jinete a caballo. Un emisario con una confesión del pasado.
Helge Norrby llegó a Móllebos un colorido día de otoño. Los árboles caducifolios de la alameda llameaban con todas las tonalidades rojas y amarillas del otoño, y el cielo estaba tan asombrosamente azul y limpio que el juego de colores era motivo suficiente para sentir el corazón alegre. Signe recordaba verlo llegar a caballo hasta el patio. Aunque ya habían pasado casi setenta años le dolía pensar en ello. El viento le alborotó el cabello moreno, tenía la piel bronceada y la nariz aguileña como la de un indio. Como un indio. En aquel momento se enamoró locamente de él. Helge Norrby buscaba trabajo en la granja como jornalero, y se lo dieron. Signe intentó contener su alegría, pero el amor es como la tos, casi imposible de ocultar. No se cansaba de verlo ni de oírlo. Era un dios que había ido a visitarlos, sin defectos, elevado por encima de la mediocridad humana. Eso pensaba ella entonces.
Aquel fue un invierno largo y frío. El deseo que empezó como una semilla llenó su cuerpo y la convirtió en mujer. Le crecieron los pechos, se le redondearon las caderas, pero nadie parecía haberse dado cuenta. Sus noches se llenaron de sueños extraños y en el día ardía de deseo de algo que no conocía. Los hombres trabajaban en el bosque y ella apenas los veía. Finalmente llegó otra vez la primavera y el verano. Cuando los hombres no tenían tiempo de entrar a desayunar por culpa del heno, ella les llevaba la cafetera grande envuelta en una manta, para que conservara el calor. La misma manta de cuadros rojos con la que ahora se cubría los hombros encorvados. Su madre la seguía con la cesta. Luego pidió que le dejaran quedarse para ayudar a rastrillar el heno y su madre accedió aunque había mucho que hacer en la casa. Seguro que imaginaba lo que ocurría, pero no dijo nada. Su madre solía reservarse para sí misma lo que pensaba. Signe se colocó detrás de Helge, que tenía la espalda desnuda, para recoger lo que él segaba. Vio sus músculos trabajando bajo la piel reluciente y morena, y cuando él se volvió y bromeó con ella, le dio tanta vergüenza que le entraron ganas de llorar. Pero por la noche, cuando estaba acostada en su cálida cama en la buhardilla, él la visitaba en sueños como un amante cariñoso. La besaba en la boca y le acariciaba la piel desnuda. Más atrevidas que eso no eran sus fantasías. Pero con eso bastaba. Quizá fue eso lo que más la confundió, el desfase entre fantasía y realidad. Porque cuando soñaba despierta, él era tan real, tan cercano… Aún podía ver sus manos algo pecosas. El pulgar amoratado, la cicatriz que tenía en la almohadilla y que ella había besado en secreto por la noche.
En agosto, cuando las manzanas del jardín empezaron a ponerse rojas, se soltó el cabello, largo y ondulado, y salió a la ventana para que él la viera. Se asomó sobre el alféizar e hizo como que miraba los animales que pastaban en el prado, al lado del estanque. Se inclinó hacia delante para que se le viera el pecho a través del escote de la blusa, y su madre, que creyó que se iba a caer, la agarró con fuerza de la cintura. Aún le ardían las mejillas al recordar la vergüenza que sintió: Helge estaba debajo de la ventana riéndose de ellas.
Y luego llegó la Navidad. Ella le tejió unos guantes. Tejió todo su amor en aquellos guantes, punto a punto siguiendo un patrón complicado, deshacía y volvía a empezar. Pensaba que con aquellos hilos de lana lo ataría a ella como lo haría un hechizo de amor. Siguiendo un cabo invisible de la lana, él se metería en su corazón y jamás volverían a separarse. Esos eran sus sueños. Pero la realidad dispuso otra cosa.
Al año siguiente, en la fiesta del solsticio de verano hubo baile en Klintehamn. Por alguna razón extraña, su padre le dio permiso para que fuera al baile en bicicleta si iba en compañía de Frida, Helge y Ester de Björke. Tryggve, que había sido contratado como jornalero en invierno, también se apuntó, y fueron los cinco juntos. Ojalá que aquel día nunca hubiera amanecido. Cayó un chaparrón y buscaron cobijo bajo un pequeño tejado en las escaleras de la escuela de Sanda. Tryggve les invitó a dar un trago de su petaca para combatir el frío; quizá fueron esas gotas las que hicieron que no se lo pensara dos veces. No estaba acostumbrada a beber. Después, se sentía menos nerviosa. Cuando dejaron las bicicletas apoyadas en los árboles del parque, se atrevió a coger a Helge del brazo, él le sonrió y la llevó hasta la pista de baile. Aquello fue como cargar con un cajón de leña, le dijo ella luego a Tryggve en un tímido intento de ocultar su vergüenza con una broma. A Signe no le habían enseñado a bailar, como si eso fuera algo que uno aprendía solo. Todas las demás labores femeninas, inútiles y aburridas, había tenido que ejercitarlas hasta realizarlas casi a la perfección: tejer, hacer ganchillo, preparar embutido con la cabeza de cerdo y entremeter las cintas en las fundas de las almohadas. Pero en lo más importante para conseguir la felicidad era una absoluta novata. Frida, por el contrario, no lo era. Seguía los pasos de baile como una sombra y su melena recién lavada brillaba a la luz del atardecer. Signe no se había atrevido a pedir permiso para lavarse el cabello porque la última vez que lo preguntó la respuesta de su padre fue una sonora bofetada. Era una frivolidad y un derroche de agua caliente. Pero Frida… ¿cómo habría podido Helge evitar enamorarse de ella? Iba vestida a la última,
the new look
, una bonita chaqueta de traje corta con talle de avispa, falda estrecha, medias con costura atrás y zapatos de tacón, con los que sabía moverse con soltura. La risa, la risa cálida y suave de Frida cuando se volvía hacia Helge, trepanaba los oídos de Signe. Entonces se acercó Tryggve, volvió a ofrecerle la petaca y ella no se hizo de rogar. El alcohol mitigó momentáneamente el dolor, pero el alivio habría que pagarlo. Lo pagaría muy caro.