—¡Cállate! ¡Silencio, Sixten! —gritaba Bibbi, pero el perro no se daba por aludido. Y en el mismo tono de voz que había utilizado para hacer callar a su monstruo pasó a dirigirse a Hartman—. ¡Exijo protección! Un guardaespaldas. ¡Alguien quiere que nos vayamos de aquí! Nos echarán de aquí, uno tras otro, porque hay alguien que quiere comprar nuestras casas baratas para construir otras nuevas y venderlas. Eso es lo que yo creo.
No podré dormir en mi casa. ¿Quién va a pagar los gastos si me veo obligada a alojarme en un hotel en Visby? ¿Cómo voy a pegar ojo cuando un loco que todavía anda suelto ha quemado la casa de mi vecina con ella dentro?
—Comprendo tu miedo. Pero en estos momentos no podemos ponerte protección. Para que podamos tomar esas medidas la amenaza tiene que ser más clara. ¿A ti te ha amenazado alguien personalmente? —Hartman retrocedió un par de pasos cuando Bibbi Johnsson avanzó hacia él.
—Envenenaron a mi perro y han matado a mi vecina. ¿No es esa una amenaza clara? ¡No me lo puedo creer! ¡Me pondré en contacto con el periódico! Tanta negligencia es intolerable. ¡Vivo en un lugar donde se ha cometido un crimen! Mi vecina ha sido asesinada por un psicópata. Y mira esa agente de policía… —Bibbi movió su larga melena teñida de rojo hacía ya bastante tiempo, a juzgar por los cuatro centímetros de raíz. Señalaba a Erika Lund, que tenía las piernas apoyadas en la silla del jardín que había enfrente para aliviar el dolor de sus pantorrillas, recién operadas—. ¡La policía no hace nada! En vez de trabajar, se sienta a tomar el sol. ¡Es inconcebible y la gente se va a enterar!
—Sabemos lo que tenemos que hacer. Tranquilízate y deja que hagamos nuestro trabajo. —Hartman miró con resignación a Maria, una mirada que significaba «Llévate de aquí a esta mujer para que podamos trabajar en paz. ¡Me va a volver loco!».
Maria se llevó a Bibbi aparte y le dedicó toda su atención.
—Concentrémonos en el incendio. Fuiste tú la que descubrió que había fuego en la casa de Frida Norrby. Eran las cuatro de la mañana un poco pasadas… ¿Observaste alguna otra cosa por la tarde o por la noche? ¿Olía a quemado? ¿Viste humo? —Maria propuso que fueran a casa de Bibbi. Esta soltó a la bestia salvaje y comenzaron a caminar por la carretera.
—No, pero Lennart, el sacristán, estuvo levantado mirando la tele hasta las once. Lo sé porque vi ese color azulado en su ventana. Claro que también podía estar mirando un vídeo. Ya se sabe qué películas se alquilan ahora… Nada que pueda verse a la luz del día.
—¿Viste a alguien fuera de la casa aquella tarde? ¿Algún coche desconocido, alguien que pasara por aquí en bicicleta o paseando?
—Sí, ahora que lo dices, sí. —Bibbi dio un par de pasos a un lado para poder señalar la situación—. Un coche se paró junto a la iglesia poco después de las once. Lo vi cuando entraba. Tenía la ventana de la cocina abierta y oí el crujido de la grava de la explanada y el golpe de la puerta del coche al cerrarse; el viento soplaba en esta dirección. Luego todo quedó en silencio. No vi quién bajó del coche.
—¿Pudiste ver de qué color era? ¿Si era grande o pequeño? ¿Algún otro ruido?
—No vi de qué color era, pero… oí el frenazo. —Bibbi se echó a reír y mostró todos sus dientes, largos y sucios.
Cuando se le pasó la tos que le sobrevino tras la risa, Maria siguió con las preguntas.
—Así pues, Frida Norrby era tu vecina más cercana. ¿Cuánto tiempo hacía que os conocíais?
Bibbi se sentó en la barandilla de la terraza de su casa y encendió un cigarrillo. Echó la cabeza hacia atrás y expulsó el humo mientras pensaba.
—Era difícil tratar con ella. Hemos sido vecinas los últimos veinte años y nunca estuvo en mi casa, aunque la invité muchas veces. Yo he estado en la entrada de su casa en varias ocasiones, pero nunca me invitó a pasar.
Maria se preguntó si Frida Norrby sería así con todos o solo con Bibbi Johnsson.
—¿Quieres decir que no se relacionaba mucho con los vecinos?
—Sí, a eso es a lo que me refiero. Helge y ella vivían totalmente el uno para el otro. Y, ¿sabes?, yo creo que eso no es bueno. Serlo todo para otra persona es una carga muy pesada, ¿no te parece?
Maria se quedó pensándolo y estuvo de acuerdo con ella. Era una observación sensata. Una sensatez inesperada.
—Yo creo que después de la muerte de Helge se volvió un poco rara. Intenté llevarle unas flores y un bizcocho y me pasaba por allí para preguntarle cómo estaba. La invité a comer. La llamé por teléfono. Le ofrecí mis pastillas para dormir, tal vez dormía mal, y le aconsejé que tomara un poco de whisky para que se animara un poco. Pero ella no dejaba que se le acercara ni Dios. «Mi pena es mía», me dijo. La última vez me dio con la puerta en las narices. Y eso, cuando una intenta ser amable, no es agradable. Le había comprado un libro que trataba de una mujer que tenía cáncer y murió, y otro libro pequeño de pensamientos que se titulaba Sal de la tristeza, mira la luz. Se negó a aceptarlos, así que se los dejé en el buzón. ¿Acaso no es una falta de consideración?
Maria no contestó. Reflexionó. Frida Norrby tendría bastante con su propia pena. Seguramente no quería que otras personas la bombardearan con más desgracias sobre el mismo tema. Bibbi no parecía una persona especialmente intuitiva.
—¿Sabes si Frida tenía algún problema auditivo? —preguntó Maria.
—No, qué va, oía lo que quería. Más bien creo que se hacía la sorda. No escuchaba lo que no le interesaba. Si se trataba del jardín y, más aún, de plantas curativas o de rosales antiguos, podía hablar de lo que hiciera falta. Entonces lo entendía todo, aunque fuera en latín. —Bibbi se echó a reír y la risa se convirtió en un nuevo ataque de tos—. Me pregunto quién habrá incendiado su casa. Entre nosotras, creo que podría haber sido Lennart Björk. Quería comprársela para alquilarla a los turistas como casa de veraneo. Pero Frida no quería vender. Björk está intentando comprar todo el terreno de los alrededores. —Bibbi bajó la voz hasta hablar en un susurro—: Y… he visto qué miradas que echa a Camilla Ekstróm, la chica que trabaja en el lea. Ella le ha alquilado la casa roja que está al lado de la de Frida Norrby. Los hombres que se quedan despiertos por la noche mirando ese tipo de películas se imaginan tonterías. ¿Cómo se va a fijar una chica tan joven en un viejo como él? —se preguntó sonriendo por lo bajo—. Se me ha ocurrido que quizá él haya hecho algo que no debía, toquetearla o algo así, y que Frida, por casualidad, lo hubiera visto… —Bibbi parecía muy excitada con su nueva teoría, pero al ver el gesto escéptico de Maria se contuvo un poco—. Yo no digo nada, pero creo que deberías averiguar qué pensaba hacer con la casa de Frida. He estado toda la mañana pensando en eso. Hay que buscar al asesino en el entorno de la víctima. Además, no sé si has oído que intentó envenenar a mi perro. No tengo pruebas, pero lo sé porque amenazó a Sixten. «Ata al perro o hago salchichas con él». Terrible. Sixten se puso tan enfermo y tan débil que tuve que llevarlo a la clínica veterinaria, y allí me dijeron que le había sentado mal algo que había comido. Tengo los papeles. La policía tiene una copia. Creo que no deberías ir a su casa tú sola. ¿Podrá acompañarte alguien cuando vayas a hablar con él? Bueno, yo ahora mismo no tengo nada que hacer. —La mirada de Bibbi cobró un brillo especial—. Puede que te invite a beber algo, te ponga un somnífero en el vaso y Juego dé rienda suelta a… ¡Te acompaño! Las mujeres tenemos que unirnos.
En la casa del sacristán, Lennart Björk, no parecía que viviera un hombre soltero. En realidad, es sorprendente que tengamos semejantes prejuicios, pensó Maria. Abrió la verja y contempló las exuberantes jardineras, los coloridos parterres, con narcisos y jacintos, y las macetas colgantes llenas de violetas de color azul cielo que se mecían suavemente con la brisa de principios de verano. Bibbi Johnsson se había ofrecido a acompañarla, pero Maria se despidió de ella con la excusa de que iba a tomar un almuerzo rápido con Erika Lund y con el comisario Hartman antes de que este volviera a la cuidad.
Lennart Björk abrió la puerta tras el primer timbrazo, como si la estuviera esperando. Iba impecablemente vestido con unos pantalones claros y un polo con el pequeño distintivo de la marca en el bolsillo. Llevaba el pelo entrecano pulcramente peinado a raya. Hablaba tan bajo que Maria tuvo que inclinarse para oír lo que decía cuando le propuso que se sentaran a hablar en el jardín. Hacía tan buen tiempo…
—Es inconcebible que alguien sea capaz de incendiar una casa y dejar que una persona mayor arda dentro. Terrible. ¿Cómo puede uno seguir viviendo teniendo algo así en su conciencia y pensando cómo debió de sufrir aquella mujer entre las llamas? —El sacristán sacudió todo el cuerpo como si sintiera las llamas en su piel—. ¿Por qué? Deme una sola razón para que alguien haga una cosa así. ¿Qué motivo puede haber para decidir quitarle la vida a una persona mayor que siempre ha deseado a todos el bien? La señora Norrby era tan sensata y tan bien intencionada…
—Sí, es terrible; estamos haciendo cuanto podemos para esclarecer lo que ha pasado. Me gustaría saber si vio algo raro ayer por la tarde o por la noche…
—Tuvimos ensayo con el coro de la iglesia hasta pasadas las nueve. Cuando se fueron, cerré la iglesia y apagué las luces. Pero no vaya a creer que yo canto. No sé cantar. En la escuela me mandaban callar cuando cantaban. «Que Lennart se quede en silencio cuando los demás cantamos», decía siempre la señorita —dijo sonriendo para sí mismo—. Como he dicho, cuando el coro salió de la iglesia, cerré y me fui a casa. Había luz en la ventana de la cocina de Frida, pero a ella no la vi. Esa pelirroja, Bibbi Johnsson, estaba con su perro en el jardín. No está bien de la cabeza. Seguro que ya conoce las acusaciones que hace contra mí. Es tan absurdo que uno acaba mareado. ¿Ha hablado con ella?
—Sí, he oído lo del envenenamiento del perro —confirmó Maria—. ¿Qué pasó en realidad?
—He pensado mucho en ello y, honestamente, creo que todo se debe a que la rechacé. Se puso un poco pesada cuando me mudé aquí, así que le dejé muy claro que no quería iniciar ninguna relación. Entiendo que es duro que te rechacen, pero me habría gustado que se lo hubiera tomado mejor. Yo no había alentado en absoluto que se hiciera ilusiones. Para nada, pero cuando me enteré de lo que se rumoreaba en el lea, no tuve más remedio que hablar con ella. Le había dicho a Gun, la de la charcutería, que éramos pareja y que íbamos a hacer juntos un viaje al extranjero. Era cierto que habíamos hablado de viajes. De lo maravilloso que sería ir al encuentro de la primavera en París o en Italia, cuando empiezan a florecer las mimosas, y yo, tonto de mí, no comprendí que ella ya me había incorporado a sus planes de viaje. Luego llegó Frida y me preguntó si tenía la casa en venta. Un poco raro, porque yo me había ofrecido a comprarle la suya si resultaba que con el tiempo ella se trasladaba a una residencia. Frida había oído que yo pensaba vender. Elsa, en Björke, había oído que Bibbi le había dicho a Gun que no podíamos tener dos casas, que era demasiado trabajo. Y ¿cómo reacciona uno ante semejantes comentarios? —La voz de Lennart se elevó un poco, y seguro que habría tenido mucho más que decir de su vecina si Maria, amable pero decidida, no hubiera reconducido la conversación a la tarde del día anterior.
—Sí, es fácil sentirte ofendido cuando te malinterpretan —afirmó Maria—. ¿Qué hizo el resto de la noche?
—Me preparé unos crepés y los comí mirando la tele. Luego vi una película que había alquilado. Un culebrón que me había recomendado una de las señoras del coro. Seguro que me quedé dormido un par de veces mientras la veía. Parecía más una obra de teatro que una película.
—¿A qué hora terminó de verla? —Maria se echó hacia atrás y vio un Saab azul aparcado en el patio trasero de la casa, parcialmente oculto tras el cenador de lilas.
—A las once o así. Recordé que había encendido unas veías mientras tomábamos café y no sabía si las había apagado. Así que subí con el coche hasta la iglesia. Pero todo estaba bien. No sé si las había apagado yo o sí lo había hecho alguna persona prudente. Tanto trabajo es estresante. Al final no te acuerdas ni de lo que has hecho. Se ríe, ¿eh? Pues seguro que no hay ningún trabajo en el mundo más estresante que el de sacristán. Algunos días tenemos hasta tres entierros seguidos. Tres pases con personas llorosas. Hay que decorar la iglesia y luego retirar todas las flores y colocar las nuevas para recibir a la comitiva del siguiente entierro y colocar los libros de salmos y volver a marcar las páginas y, si los familiares quieren quedarse acompañando al muerto, hacerlos salir diciéndoles que pueden ver todas las flores fuera. ¡Qué presión! Es terrible tener que meterles prisa, pero es aún peor que la siguiente comitiva tenga que esperar fuera con la caja y todo. Además, hay que comprobar que hayan cavado el hoyo y que lo hayan hecho en el lugar correcto. No se crea que siempre es así, y se organiza un lío tremendo si entierran a una anciana al lado de un hombre que no era su esposo. Y luego están las bodas. Casi son peores. La novia que duda o que se retrasa en la peluquería. El novio que no encuentra los anillos. La tía que viene desde la península y no llega a tiempo porque el barco lleva retraso. Y los familiares de la boda siguiente tienen que entrar para decorar la iglesia para su ceremonia. Antes entraban con un ramo de flores, el acto duraba poco y todo salía bien, pero ahora hay que decorar la iglesia con lazos y bolas de papel, palomas de plástico en el techo y adornos de seda en las ventanas. Normalmente las parejas que se van a casar creen que son las personas más importantes del universo y que todos los planetas giran a su alrededor. Y no paran de llamarme al móvil. Yo trabajo un fin de semana de sacristán y otro de taxista. Pero se creen que siempre estoy al servicio de la Iglesia, como si formara parte del inventario. Así que no es de extrañar que a uno se le olvide apagar las velas.
—¿Vio a alguien más fuera a esas horas? —consiguió preguntar Maria aprovechando que el hombre había tenido que parar para coger aire. No era fácil interrumpir al sacristán cuando empezaba a hablar.
—No, no recuerdo haber visto a nadie. Había luz en la ventana de Bibbi. Y el perro ladraba, como siempre cuando oye a alguien por ahí fuera. A veces ladra sin ningún motivo, en su perrera. Seguramente porque se aburre. Es un monstruo, y la culpa es de ella. Yo necesito silencio para poder concentrarme cuando leo, o cuando quiero relajarme escuchando música después del trabajo. A mis inquilinos también les molesta. Un perro tiene que sentirse seguro y estar al cargo de una persona responsable. A ella deberían prohibirle hacerse cargo de un animal.