Hablaré cuando esté muerto (3 page)

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Authors: Anna Jansson

Tags: #Intriga, Policíaca

Frida abrió la puerta de la habitación y entró. Luego abrió un poco la ventana para que entrara aire fresco. Las cortinas de encaje se movieron con la suave corriente y las flores que ella había ido prendiendo en la tela a lo largo de los años siguieron el movimiento de las cortinas.

—Tú, pequeño, ¿qué han hecho contigo? ¿Por qué no te dejaron vivir? —Se inclinó y acarició con sus torcidos dedos el pequeño cráneo que descansaba sobre una almohada adornada con puntillas de ganchillo—. Pequeño, mi niño…

3

El código! Tenía que recordar el código. A oscuras y medio dormida, Camilla Ekstróm se sentó en la cama. Era urgente. El código estaba en algún rincón de su subconsciente y no lograba recordarlo… Si estuviera delante del teclado, sus dedos quizá recordaran el movimiento. Pero estaba en la cama y su pánico aumentaba por momentos. Respiraba tan deprisa que la cabeza le daba vueltas. Se acercaba la catástrofe. Solo el código podía salvarla. Todo dependía de que lo recordara. Tenía que dar con las cifras correctas… Tomates en rama 4664, pepinos 4593, melones 4326, cebollas 4666… Pero ¿cuál era el código de los puerros? El catálogo con los códigos de los productos que debía estudiar para el trabajo de verano que había conseguido como cajera en un supermercado lea estaba sobre la mesilla de noche. Sueño y realidad se mezclaban; Camilla intentaba recordar el código mientras en sus sueños la cola de personas irritadas ante la caja de ella crecía y se alzaban voces airadas urgiéndole a que recordara el código, el código, el código… Caramelos al peso 1363, la leche desnatada tenía código de barras… Pero ¿cuál era el código de los puerros? Si no lo recordaba, sucedería algo espantoso a lo que aún no podía poner nombre.

Estaba a punto de encender la lámpara cuando vio una sombra que se movía al otro lado de la ventana. Alguien caminaba por la carretera en mitad de la noche. Miró el reloj. Eran casi las dos. Acababa de pasar un coche y, a la luz de los faros, vio la sombra encorvada de una señora mayor que llevaba una pala al hombro. La anciana desapareció tras unos arbustos de enebro y, cuando el coche pasó, se la tragó la oscuridad. Era algo tan raro, que se obligó a levantarse de la cama y comprobar si había visto bien. Quizá se había concentrado tanto en el aprendizaje de los códigos que se había vuelto chalada.

Pasó un buen rato escudriñando en la oscuridad. Cuando ya se había convencido de que todo había sido una jugarreta de su exhausto cerebro y se disponía a volver a la cama, vio la sombra negra moverse hacia la carretera. Con la pala en una mano y agarrándose la falda con la otra, la anciana pasó por delante de la pequeña casa rústica que Camilla había alquilado para el verano. Qué extraño. Pensó por un instante que podía ser una señora de la residencia de ancianos que había junto al centro de salud, tal vez tenía problemas de senilidad y se había desorientado, las cosas pasaban, y si la buena mujer no regresaba sería una pena tanto para la anciana como para sus familiares. Podrían atropellada, o podría caerse y encontrarse malherida. Seguro que la pobre se sentía perdida y asustada. Camilla se puso un jersey encima del camisón, se calzó las deportivas sin desatarse los cordones, salió y observó a distancia a la anciana para ver hacia dónde se dirigía. Caminaba rápido. Camilla podía haberse olvidado de todo y haber vuelto a casa cuando vio que la anciana avanzaba con paso decidido hacia la casa amarilla de al lado y que abría la puerta de la calle. Había encontrado su casa. Camilla ya podía acostarse y descansar, que tanto lo necesitaba. Pero no lo hizo. Estaba completamente despejada y le picaba la curiosidad. En la casa amarilla se encendió una luz. Como si estuviera en un escenario iluminado, podía seguir a la anciana a través de las ventanas en dirección a la sala de estar. La mujer se sujetaba la falda por delante como si fuera un hatillo y se detuvo justo frente a la ventana donde Camilla estaba escondida detrás un arbusto. Todas las luces de la casa se apagaron. Pasó un rato antes de que una llama oscilante iluminara la sala de estar.

La joven se inclinó hacia delante para ver mejor y resopló al ver lo que salía de la falda. Los restos de un cuerpo humano. Un cráneo pequeño, colocado encima de la máquina de coser que había al lado de la ventana. Era una antigua Singer, de esas que podían guardarse debajo de la mesa.

El sábado anterior, en una subasta, Camilla había estado a punto de comprar una máquina de coser de esas. Así fue como se lo contó a una clienta ese mismo día en la caja del lea. La cola era realmente larga, pero el dueño le había recomendado que diera un poco de conversación a los clientes. Aunque hubiera mucho trabajo, el cliente no debía sentirse estresado. La mujer a la que estaba atendiendo era la enfermera del centro de salud. Se llamaba Ingrid. Una mujer de unos cincuenta años de aspecto anodino; llevaba unos vaqueros baratos que le sentaban de pena y un jersey sintético comprado por correo y lleno de pelotillas. Pero las apariencias engañan. Ingrid era el prototipo de persona ideal para participar en un concurso televisivo, lo sabía todo y algo más. Era realmente agradable hablar con ella, en especial porque se preocupaba de otras personas y no solo de sí misma. Ahora que ya se habían visto un par de veces, a Camilla casi le parecía guapa, quizá porque la enfermera era tan simpática que ella se esforzaba en ver lo positivo.

«Ahora, en la época de la floración, es molesto», podía comentar Ingrid cuando Camilla sufría un ataque de estornudos.

La caja estaba justo al lado de la puerta, con toda la nube de polen de principios de verano fuera. Otros clientes se enojaban, pensaban que debería haberse quedado en casa porque se sorbía los mocos y estornudaba, en cambio Ingrid le daba consejos y comprensión. Cuando Camilla le contó lo de su anciana vecina, sin duda se quedó preocupada.

—¿De dónde puede haber sacado el esqueleto de un niño? —preguntó la enfermera, incrédula—. ¿Seguro que lo viste bien?

Aquello le dio a Ingrid Bogren mucho que pensar. Después de pagar, se olvidó la compra en la cinta y Camilla tuvo que llamarla para que volviera a recogerla. Entonces llegó a la caja una mujer que llevaba el carro a rebosar de muslos de pavo ahumados. Era el producto que tenían en oferta aquel día. Los clientes que llegaran más tarde no verían el pavo ni en pintura. Camilla se puso nerviosa: pillarían un buen enfado cuando vieran que los muslos de pavo se habían acabado… En cierto modo se alegró cuando un señor empezó a coger muslos de pavo del carro de la mujer. Se liaron a discutir, y eso, si uno lograba no verse implicado en el conflicto, siempre animaba un poco la monotonía de la mañana.

4

Durante el camino de la tienda a casa en bicicleta, con las dos grandes bolsas de la compra, Ingrid Bogren se sentía realmente atónita por lo que Camilla le había contado. Conocía a Frida de toda la vida y sentía un gran respeto por aquella anciana decidida. Algo en la mirada penetrante de los ojos marrones de Frida le impedía disimular. Si alguien intentaba hacerse el interesante, ella podía dejarlo planchado con una sola réplica. No lo hacía por maldad ni para hacer daño, sino porque solo toleraba la verdad. No le asustaba enfrentarse a situaciones embarazosas o desagradables. Quizá era algo que había aprendido con los años, después de haber pasado por casi todo y de haber sobrevivido. Cuando estuvieron hablando en el cenador, Frida, de repente, le había preguntado: «¿Cuándo te vas a convertir en una persona adulta, Ingrid?».

Ingrid había bajado la vista y se había quedado mirando fijamente la mesa. Era doloroso que alguien pusiera el dedo en la llaga de una forma tan directa, aunque aquello no era un secreto para nadie. Había intentado salir del paso haciendo bromas y diciendo que iba a dejar de comprar caramelos los sábados. Pero la anciana no le había permitido que se saliera por la tangente. «¿Cuándo te vas a tomar tu vida y a ti misma en serio?» «No sé». No puedo. No me atrevo. Es imposible. No quiero porque eso supondría una catástrofe.

«¿Qué pasaría? ¿Qué es lo peor que puede pasar?», le había preguntado Frida, como si hubiera oído su monólogo interno. Aguardó la respuesta. Esperó hasta que Ingrid sintió el silencio como un pulso palpitante dentro del oído.

«Signe me odiaría».

«¿Y eso es mucho peor que ser invisible? Te voy a decir una cosa: en el mundo de Signe, primero viene Signe y luego no viene nada y después nada de nada. Ella no ha querido nunca a nadie y no va a querer nunca a nadie más que a sí misma. Y tú lo sabes. Tu vida es tuya y tu felicidad es responsabilidad tuya. No puedes ser su chica de los recados toda la vida. Si lo haces, te convertirás en una persona amargada y resentida».

Mientras Ingrid regresaba a casa, aquellas palabras aún resonaban en sus oídos. No era solo el esfuerzo de pedalear contra el viento lo que las hacía resonar, sino también la pura desesperación. La necesidad de hacer lo que debía haber hecho hace mucho tiempo. Lo sorprendente era que Frida pudiera mostrarse tan lúcida en un momento dado y al siguiente pareciera loca de remate, como cuando había salido en mitad de la noche con una pala. ¿Qué sería en realidad eso que Camilla le había contado que había visto? ¿El esqueleto de un niño? Ingrid al principio no la había creído. Era totalmente absurdo. ¿Cómo iba a tener Frida el cráneo de un niño encima de la máquina de coser? Pero poco a poco fue tomando conciencia de aquellas terribles afirmaciones. No podía ser. Imposible. La idea le producía vértigo. Tuvo que bajar de la bici e inspirar profundamente. Camilla tenía que haberse equivocado. La única luz que había cuando vio los huesos era el débil resplandor de una vela. Tal vez lo que había visto no era más que una muñeca vieja. Frida había pintado hacía poco unas cabezas de muñecas de porcelana y las había regalado al círculo de costura para el mercadillo de verano. Brazos y piernas sueltos y la cabeza de porcelana, luego se cosían a un cuerpo y lo rellenaban de guata. Debía de haber sido una de esas muñecas de grandes ojos azules, piel clarita y boquita de color rosa. Se parecían mucho a Camilla, la chica del supermercado, una muñeca con rizos como tirabuzones. Ingrid sintió un ligero aguijonazo de envidia. Ella también había sido bastante guapa, no como Camilla, pero había tenido la frescura que da la juventud. Entonces quizá era atractiva. De no ser por el agujero negro que sentía en su interior, el vacío y su incapacidad para entusiasmarse. ¿Cómo ocultar eso? Nunca se había atrevido a amar a nadie, nunca se había atrevido a confiar en que alguien la amara, al menos del todo. El amor hay que ganárselo. Cuando no se es capaz, hay que buscar una salida de emergencia, una vía de escape para evitar las exigencias. Cuando la propia supervivencia depende de ello, tiene que haber una posibilidad de encerrarse y dejar fuera todo lo demás.

¿Qué había desenterrado Frida? ¿Se atrevería a preguntárselo aunque eso diera pie a que Frida a su vez le hiciera preguntas a ella? ¿No sería mejor que le contara a Signe lo que Camilla le había explicado en la tienda? Quizá ella supiera de qué se trataba. ¿Y si fuera realmente el esqueleto de un niño lo que había visto en la penumbra? ¿Qué significaría ese descubrimiento?

Ingrid se puso en cuclillas en la cuneta y aspiró profundamente el aire fresco. Confiaba en que no la viera nadie. Pensarían que estaba haciendo el ridículo, siendo como era una persona adulta. Sentía un nudo en la garganta mientras llevaba la bicicleta por la alameda con piernas temblorosas. Las copas de los árboles se unían por encima de su cabeza y formaban un arco de hojas de color verde claro. Tenía ganas de llorar y de gritar, ese grito que había dirigido hacia dentro durante tanto tiempo. En ese momento tomó una decisión. Entonces o nunca. Aquella noche hablaría con Signe. Con tranquilidad y sensatez. No podía actuar como una chiquilla ni achantarse. Nada de ahogarse en un vaso de agua. Tenía que ser capaz de sacar fuerzas de flaqueza, decir lo que había que decir y no arrepentirse después. Ahí era donde solía fallar. Tan pronto como encontraba oposición, se encogía, sus palabras se empequeñecían y se quedaban en nada. Cuando Signe se ofendía, Ingrid se sentía mala y egoísta y daba marcha atrás, aunque un momento antes sus exigencias le hubieran parecido justas. Esta vez no iba a ceder. Tenía pruebas de las maldades que Signe había dicho. Había empezado a grabarlas en el móvil. Para poder escucharlas. Para prepararse para resistir y hacerse más dura.

Se subió de nuevo en la bicicleta. Mientras pedaleaba hacia casa, preparaba lo que iba a decir. «O te mudas tú o me mudo yo. No tengo fuerzas para seguir ocupándome de ti». Eso era lo que iba a decir. Y se mantendría firme aunque temblara por dentro. Aunque vibraran las paredes, aunque Signe se mostrara muy elocuente. Signe era tan manipuladora que enseguida destrozaría todos sus argumentos, pero Ingrid se lo iba a decir y no pensaba echarse atrás. «¿Te vas tú o me voy yo? ¿Tú o yo?» canturreaban los pedales mientras avanzaba con decisión hacia la verja. Algunos acontecimientos condenan a las personas a vivir juntas aunque se odien. Seguro que Signe trataría de sacarle partido a eso si la situación lo requería. Secretos que deberían descansar bajo la tierra.

Había un Volvo Amazon de color rojo junto a la entrada; toda la determinación que Ingrid había logrado reunir para el encuentro con Signe desapareció como por arte de magia. Visita. Veraneantes. Mirja estaba allí otra vez. Signe había tenido una moratoria en el pago de los impuestos, y Mirja, que tenía una empresa en Estocolmo, había prometido ayudarla con el papeleo. Lo insólito era que a Ingrid, en el fondo, la buena disposición de Mirja le parecía una intromisión y una amenaza. Debería estar encantada de que Signe pidiera ayuda a otra persona. Pero no era así. Mirja era una intrusa. Hay una especie de afirmación en el hecho de ser necesario. Migajas de cariño, nada más, y allí estaba ella, en la puerta, como una mendiga. Ingrid no había sido consciente de ello hasta ese momento, cuando se quedó mirándolas fijamente mientras ellas estaban sentadas a la mesa de la cocina. Mirja incluso había tenido la desfachatez de sentarse en el sitio de Ingrid, al lado de la ventana.

5

La tarde del jueves se encaminaba a su fin. Frida Norrby, sentada junto a la ventana de la cocina, mojaba distraída un panecillo sueco en la taza de café y este se convirtió en una masa marrón clara. Lo fue pescando con la cuchara, como tenía por costumbre, mientras escudriñaba la oscuridad del exterior. Aún era pronto para encender la luz. La joven que alquilaba la casa de al lado no había vuelto todavía. Quién sabe, quizá había algún amiguito a la vista. La chica era muy mona, tenía carita de muñeca y una melena rubia y rizada. Por la mañana había ido hacia el pueblo con paso ágil y un bolso grande colgado del hombro. A pesar de que iba cargada, había dado un par de pasos de baile por el arcén de la carretera. Frida había visto un destello en el rostro emocionado de la joven y había sonreído para sus adentros. Qué chiquilla, seguro que está enamorada. Esas cosas no se pueden ocultar. Cuanto más viejo se hace uno, más tiempo pasa sentado junto a la ventana. Otras personas viven su vida ahí fuera y uno no puede evitar preguntarse cómo les va y qué cosas les pasan. Era muy agradable ver a alguien tan enamorado. Feliz a más no poder.

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