Salieron del coche y llamaron a la puerta. Sobre el cristal había una pegatina con la foto de un pastor alemán y el texto: «Entra y alégrame el día», pero no oyeron ningún ladrido. Hartman volvió a pulsar el timbre, que se escuchó claramente; no hubo respuesta. Rodearon la casa; la hierba estaba alta, como si ya nadie se preocupara o se molestara en cuidar el jardín. Varias de las ventanas tenían las persianas bajadas.
Maria se detuvo de nuevo junto a la puerta de entrada, ahuecó las manos frente al vidrio de la puerta y llamó en voz alta, pero no se escuchó ni un solo ruido en el interior.
—Podríamos acercarnos al supermercado y preguntar si ha ido recientemente a comprar —propuso—. Conozco a Gun, la mujer de la charcutería. Va a mi clase de acuarela —añadió Maria poniéndose en camino mientras Hartman, dubitativo, permanecía frente a la puerta—. ¡Vamos! Tal vez nos enteremos de algo.
—¿Por qué no cogemos el coche? —preguntó Hartman mostrando las llaves en su mano.
—No seas tan perezoso. Será un paseo.
Gun, la charcutera, no había visto a Sebastian desde el día en que este volvió del hospital.
—Al pobre le dio un soponcio después de encontrarse a la chica en la sauna, pero su madre estuvo aquí ayer mismo y fue a hacerle una visita. No cocina y apenas come, según ella. Se pasa todo el día en la cama dándole vueltas a las cosas. Tampoco ha ido al trabajo ni es capaz de hablar con su jefe para contarle su situación. Tendrá que hacerlo su madre.
—Entonces ella tiene la llave de la casa.
—Debe de tenerla —contestó Gun, pensativa, mientras se limpiaba en el delantal las manos llenas de sangre.
—¿Sabes dónde podemos encontrarla?
—Acabo de verla —repuso Gun inmediatamente—. Me ha dicho que iba a la peluquería para que le arreglaran el pelo. —Señaló en la dirección de la que venían—. Tenéis que pasar por delante de La rosquilla de Espegard, del otro supermercado y de la farmacia, hasta llegar a un edificio amarillo de apartamentos. Ahí es.
Gun los acompañó luego a la puerta. El viento, peinaba su encrespado cabello castaño separándolo por la raya de en medio. A Maria le recordó uno de esos duendecillos de goma que solía poner en su bolígrafo en primaria, pero optó por apartar ese pensamiento de su mente.
A través de la luna de la peluquería divisaron a una elegante mujer menuda que estaba pagando en la caja. Aguardaron a que saliera, se presentaron y le explicaron por qué estaban allí. —Sí, soy la madre de Sebastian. No se encuentra bien y no creo que les aporte mucho verlo. Tal vez yo pueda ayudarles. ¿Qué desean saber? —A la luz del día, la mujer, de mediana edad, parecía cansada y envejecida, pese a su recién estrenado corte de pelo. Unas arrugas de sufrimiento y preocupación formaban unas medias lunas bajo sus ojos—. No fue él. Sebastian no mató a la chica aunque les dijera que quizá sí lo hizo. Sé que suena raro, pero duda de todo. Algunas mañanas me llama y tengo que convencerlo de que no está muerto. Según él, no puedes estar seguro de que no estás muerto cuando te paseas entre los vivos como una sombra. Entonces yo le digo que se pellizque el brazo y que si le duele significa que está vivo. Si afirma que quizá acabó con la muchacha es porque no está seguro de ello. ¿Cómo saber que recuerdas todo lo que has vivido? Filtramos miles de percepciones sensoriales que nunca jamás volvemos a recordar… ¿Cómo saber que no fue una de esas impresiones que desapareció? Así suele razonar él, y yo me llevo las manos a la cabeza. Pero no es fingido, realmente duda de sí mismo y de todo el universo. Es tan triste…
Volvieron a pie a la casa de Sebastian Sverkersson.
—Está cerrado. ¿Tiene la llave? —preguntó Hartman al llegar a la valla.
—¿Se ha encerrado dentro? No es habitual en él. Tiene tanto miedo de que haya un incendio y no le dé tiempo de escapar.… Según Sebastian, no posee nada que valga la pena robar. Sí, tengo la llave.
La madre les abrió la puerta de entrada y una vez dentro llamó a su hijo en voz alta.
—No creo que haya salido. Desde que volvió del hospital apenas se ha levantado de la cama. No es la primera vez que se queda así en la cama; en otra ocasión el médico le diagnosticó una depresión. Está tomando otra vez su medicación, pero necesitará como mínimo un par de semanas para volver a ser él mismo. Sebastian, ¿estás ahí?
Se separaron y luego miraron en el sótano. La cocina estaba impoluta y el baño parecía a punto de estrenar. Las toallas blancas junto al lavabo brillaban y el salón era coqueto pero decorado con austeridad. Maria tuvo un desagradable presentimiento. ¿Lo dejas todo así de limpio antes de abandonar esta vida, para que los que vengan detrás no tengan que molestarse, ni limpiar ni buscar cosas después de tu muerte? Subió a toda prisa la escalera que conducía a la planta superior, donde había un baño y dos habitaciones. En una de ellas había un ordenador sobre un escritorio. El ordenador estaba cubierto por un trapo a cuadros azules. La otra habitación se hallaba a oscuras, con las persianas bajadas. Cuando se acostumbró a la oscuridad, Maria distinguió a alguien en la cama.
—Sebastian, ¿estás ahí? —dijo palpando el edredón. Sintió un pequeño estremecimiento. Y un gran alivio. En el hueco de la puerta vislumbró a Hartman y a la madre; con un gesto les indicó que no se acercaran—. Discúlpanos si te hemos despertado tan bruscamente, pero la puerta estaba cerrada y no abrías, así que nos hemos preocupado un poco. Me llamo Maria Wern y soy de la policía. Ya nos hemos visto antes. En el hospital.
—Oí cuando llamaban a la puerta, o al menos eso creo. También oí cuando colocaron las cuñas en la puerta de la sauna, pero no lo vi. Es decir, me parece que lo oí, pero no estoy totalmente seguro. Escuché un ruido sordo, como de madera contra madera. Supongo que cualquiera puede fabricar ese tipo de objetos si tiene unas cizallas.
Maria le dio la razón. El técnico de la policía había llegado a la conclusión de que era poco probable que las cuñas las hubiera fabricado un chapista profesional. Todo apuntaba a que eran caseras. En la caseta de Móllebos habían hallado unas cizallas. Todavía debía comprobar si había huellas dactilares diferentes a las que esperaban en el material requisado.
—¿Cuándo oíste esos ruidos? —preguntó Maria.
—Justo cuando iba a irme a casa. Quizá fue la muchacha que quería salir o alguien que encajaba las cuñas. Es culpa mía. Yo la maté. Si me hubiera quedado… pero no lo hice. Pasaban una película por la tele que no quería perderme. Deseaba irme a casa para verla, así que no comprobé qué era ese ruido procedente de la sauna. Me hubiera perdido el principio. Era una peli con Marilyn Monroe; empezaba a las nueve y cuarto. Camilla Ekstróm podría estar viva ahora. Es culpa mía. Ya no puedo más, no quiero seguir viviendo… —dijo Sebastian mientras retorcía con sus nervudas manos el edredón formando un cilindro—. No me atrevo a vivir, ni a morir.
Su respiración se aceleró y se oyó un débil lamento. Maria le dejó continuar, decidida a esperar aunque sentía un enorme deseo de consolar su angustia. Se levantó y se acercó a la ventana.
—¿Te importa si dejo entrar un poco de luz? De lo contrario me resultará difícil ver lo que escribo.
Sebastian se cubrió los ojos con una mano y asintió con la cabeza.
—¿Recuerdas a las personas que estaban esa noche en las instalaciones? Tómate el tiempo que necesites. Es importante.
—No había mucha gente. Todavía no han empezado a llegar los turistas. Estaba Bibbi, la mujer del perro, y la vecina de la casa que ardió, pero no había ido a bañarse, sino a que le devolvieran el dinero de un vale regalo para un masaje. Está prohibido entrar perros en los baños. Fue muy insistente. También estuvo Signe, una señora mayor que hace años se bañaba al aire libre en invierno. Suele nadar estirando el cuello para no mojarse el pelo, a pesar de que lleva un gorro de baño de color verde chillón. Nada a braza, tan lento que da la impresión de que se va a ahogar —comentó Sebastian sin ni siquiera sonreír. Probablemente no veía nada gracioso en su comentario.
Maria dejó que pensara con calma hasta que empezó a agitarse un poco. Entonces se vio obligada a ayudarle a proseguir.
—¿Recuerdas a alguna otra persona?
—Ya le contesté a eso cuando estuve en el hospital y me pusieron aquellas gotas. Usted lo anotó. ¿Cuántas veces hay que repetir lo mismo? No puedo más. ¡Déjenme en paz!
—Me encantaría hacerlo, pero necesitamos tu ayuda. También nos dijiste que Joakim Rydberg se pasó por allí —dijo Maria sin apartar la mirada de él.
Catrín, la chica de la recepción, había visto a Sebastian hablando con un joven que coincidía exactamente con la descripción de Joakim Rydberg. Por ese motivo, la respuesta de Sebastian supuso una sorpresa.
—No, nunca he oído hablar de él —respondió rápida y tajantemente.
—La última vez que charlamos dijiste que creías que era él quien lo había hecho, que lo habías visto en los baños.
—En ese caso, me equivoqué —contestó malhumorado, y se giró en la cama dando la espalda a Maria.
—Pero lo conoces, ¿verdad? —preguntó ella mientras buscaba algo en el bolsillo de su chaqueta—. Tengo aquí una tarjeta de visita en la que pone: «Sebastian Sverkersson, masajista intuitivo». ¿Quién te las imprimió?
—Eso no es un delito. No se trata de un documento oficial. No es igual que falsificar un carnet de identidad. Lo hicimos como una broma.
—¿Joakim y tú? —insistió Maria sin dejar que se le escapara—. Entonces conoces a Joakim Rydberg, ¿no es así?
—Quería que le pagara, pero yo no tenía dinero. No llevaba nada encima, y no me gustan los cajeros automáticos. Prefiero a una persona de carne y hueso detrás de un mostrador, alguien con quien pueda hablar, para asegurarme de que hago bien las cosas. Podría escribir una suma incorrecta, retirar dinero que no debo sacar o perderlo. Necesito que alguien lo compruebe, así que no pude sacar su dinero del cajero automático, pero él se negaba a aceptarlo. Parecía muy enfadado por teléfono, pero en los baños ni rne vio.
—Entonces, ¿Joakim Rydberg estuvo en los baños la noche antes de que tú encontraras a Camilla Ekstróm en la sauna?
—Creo que sí, pero no estoy totalmente seguro. Las noches se mezclan en mi cabeza y no sé con seguridad si lo que recuerdo ocurrió esa noche concreta u otra. Creo que estuvo allí, a menos que mi memoria no registre bien y se haya enturbiado tanto que solo creo que lo sé.
—Pero sí te acuerdas de las demás personas. ¿Estás seguro de que estuvieron allí esa noche?
—No es seguro, pero creo que sí, aunque no puedo prometerlo. No puedo prometer nada —dijo Sebastian con tristeza.
A última hora de la tarde se reunieron en la sala de conferencias de la jefatura. El calor era insoportable y se respiraba cierta irritación.
—No sé si es ilegal imprimir tarjetas de visita con información falsa —dijo Hartman—. Hace unos años detuvimos a un tipo que iba por ahí dejando su tarjeta de visita; recogía los productos y pedía a las empresas que le enviaran las facturas a una dirección inexistente. Una estafa. Pero si escribes en la tarjeta que eres masajista o, peor aún, masajista intuitivo, la cuestión resulta más difícil de dilucidar. Desde luego, cualquiera puede considerarse masajista intuitivo. En lo que respecta a Joakim Rydberg, no creo que podamos detenerle por eso. La posibilidad de que cobre en negro a sus clientes es un asunto que compete a Hacienda.
—Pero niega haber estado en los baños, aunque tenemos a dos testigos que juran que estuvo allí y a otro que «tal vez» lo recuerda. Podemos traerlo para completar el interrogatorio. ¿Hay algo más en lo que podamos trabajar? —preguntó Maria invitando a Erika Lund a que tomara el relevo.
Erika había permanecido pensativa y en silencio en su silla de la sala de conferencias. Resulta curioso, pensó Maria, que cada uno se asigne tan rápido un lugar específico. Ella siempre se sentaba junto a la ventana de la sala del café y se sentía desplazada si su lugar lo ocupaba otra persona. Erika se sentaba infaliblemente junto a la pizarra de la sala de conferencias. Era ligeramente miope, pero se negaba a utilizar gafas.
—En las cuñas que bloqueaban la puerta de la sauna no había ninguna huella dactilar. Hemos comprobado las cizallas de Móllebos y no cabe duda de que son las que se emplearon en el asesinato. Encontramos una pequeña muesca en una de las hojas que ha dejado una marca en el hierro. Desconocemos quién las manejó, porque tampoco hemos hallado huellas, pero sí había fibras. Alguien secó las cizallas con un trapo de algodón, un tejido de algodón común de color blanco; podría ser de un jirón de una sábana cualquiera. Signe Nilsson no prestó las cizallas a nadie, ni tampoco las echó en falta. Ni siquiera sabía que las tenía, según su testimonio. Las cuñas están fabricadas de un modo torpe e inexperto, con chapa flexible, eso ha dicho el chapista con el que me puse en contacto para que me asesorara. Las cizallas de Móllebos y el asesinato de Ingrid Bogren parecen relacionados, así que ha sido un acierto incluirlos en la misma investigación. El incendio provocado es un caso aparte. No sabemos si tiene algo que ver con los demás delitos.
—Estaba pensando en Frida Norrby, que desapareció durante el incendio. ¿Sabemos algo más de ella? —preguntó Ericsson, que llevaba callado un buen rato.
—Por desgracia, no —reconoció Hartman sintiendo una opresión en el pecho. El aire parecía cargado y difícil de respirar—. Con cada hora que se prolonga su desaparición, disminuyen las posibilidades de encontrarla con vida. Tenemos un testigo que creyó identificarla en el autobús de camino a la ciudad, pero estaba tan bebido que podría haber visto cualquier cosa. Estuvimos a punto de llevarlo a dormir la mona a la comisaría. Era incapaz de bajarse del autobús sin ayuda. De no haberse presentado su mujer para recogerlo, tendríamos que habérnoslo traído a que pasara aquí la noche.
—Tenemos dos asesinatos y un incendio intencionado ocurridos a lo largo de varios días, pero ¿cuáles son los motivos? —preguntó Maria; consideraba que esa era la cuestión central en esos momentos—. No podemos decir que sean delitos de carácter sexual ni motivados por el robo… Por lo que sabemos, no se ha sustraído nada, excepto quizá el teléfono móvil de Ingrid, y ni Camilla ni la enfermera del centro de salud eran ricas. ¿Hay algún otro elemento que las relacione? Por ejemplo, alguna persona que conociera a las tres. ¿Existe alguna otra conexión aparte de que todas residían en Roma? —Miró a sus colegas a la espera de una reacción—. ¿Es mera casualidad que les tocara a esas tres mujeres?