—¿Puede explicármelo otra vez desde el principio? ¿De qué mapas se trata? ¿Por qué tenemos que excavar?
A su pesar, Joakim sentía cierta curiosidad y admiración. Esa vieja mujer mostraba una resolución y una intrepidez que le seducían. Aunque fuera imprevisible y estuviera loca, era divertida y apartaba de su mente todas esas cosas terribles en las que no quería pensar.
Frida le habló de las andanzas nocturnas de Helge, y que al principio ella creía que iba a casa de Signe, aunque eso no explicaba por qué motivo llevaba la pala. Se trataba de otra cosa, según Frida, algo que le carcomía por dentro y que acaparaba toda su atención. Debía de ser algo gordo, importante y peligroso; por eso había querido dejarla al margen. O tal vez temía convertirse en el hazmerreir de todo el mundo por dedicarse enteramente a su secreto sin saber qué resultaría de ello…
—Pero ¿cómo averiguarlo? —preguntó Frida—. ¿Cómo saber que no estás haciendo el ridículo? —prosiguió mientras desplegaba los trozos de papel medio rotos que guardaba en el bolsillo del abrigo y los colocaba sobre la mesa de la cocina—. Esto es Móllebos. Aquí tenemos una cruz y un signo de interrogación. Luego está Hunninge, en Klintehamn, donde Helge dibujó de forma algo más difusa un círculo en esta zona del camino, y aquí la Casa del Abad en el Kungsgárd de Roma. Esto no sé exactamente a qué se refiere —añadió Frida desenrollando una hoja de gran tamaño con una copia al carboncillo donde podía leerse una inscripción en latín—. No lo entiendo en absoluto. Tú has ido a la escuela. ¿Sabes latín?
Joakim negó con la cabeza y luego se inclinó hacia delante para bajar la persiana. ¿Qué ocurriría si alguien les viera? ¿Creerían que había tomado a la anciana como rehén? ¿Y si era cierto lo que estaba contando? Quizá hubiera algo de verdad en todo aquello.
—Ingrid, la enfermera del centro de salud, fue asesinada aquí —dijo Frida señalando la cruz sobre la Casa de los Monjes en Móllebos—. ¿No te parece muy extraño?
—Está bien. Me ha convencido. Estoy con usted.
Joakim sintió que no tenía otra alternativa. Era posible que la vieja poseyera información que pudiera exculparle, o tal vez simplemente era una chiflada que vivía en una realidad diferente y había dibujado los planos ella misma. Existía incluso la posibilidad de que fuera ella quien había mandado al otro barrio a la enfermera.
—¿Hay alguien más que haya visto el mapa?
—Por supuesto, Helge. Pero no sé a quién más pudo enseñárselo. Le pregunté a Signe si sabía algo sobre Hunninge, pero me respondió que solo eran delirios de Helge.
—¿Su marido no tenía amigos? —preguntó Joakim siguiendo con el dedo el camino entre el Kungsgárd de Roma y Móllebos—. Le oí decir a Ubbe que tal vez había un pasadizo secreto entre el monasterio y la iglesia de Roma. Me pregunto si existe de verdad. Pensemos un momento. La persona que descubra ese pasadizo y compre el terreno podría forrarse. Sería como volver a encontrar la cueva de Lummelundagrottorna. Si existiera esa vía, uno podría llegar hasta allí sin que le vieran.
—Helge y yo hablamos muchas veces de ese túnel y sin duda es una idea muy atractiva, pero, según Helge, era completamente imposible. ¿Cómo hubieran podido excavar los monjes un pasadizo secreto con tantísima gente alrededor de ellos? Además, toda la zona estaba cubierta de agua; se les hubiera anegado desde el principio, según me explicó Helge. Hay otro mapa en el que dibujó las vías de agua tal como creía que eran en el siglo X —dijo Frida desplegando cuidadosamente el mapa bajo la luz.
—En ese caso los barcos pudieron acceder por el puerto de Kappelshamn y luego llegar hasta Roma por las marismas de Tingstade. ¡Increíble!
—Exactamente, aunque es probable que desde Lárbro hasta Tingstade tuvieran que hacerlos rodar sobre troncos. Helge consideraba que la fortaleza de Bulverket en Tingstade era en realidad un puerto donde amarraban las embarcaciones. Después de dragar y elevar el terreno, las naves medievales tenían problemas para llegar hasta Roma, así que construyeron un nuevo núcleo comercial. Helge especulaba con la posibilidad de que existiera un fortín similar en las aguas situadas junto al Kungsgárd de Roma. Tras pagar una barbaridad por alquilar una avioneta, pudo observar desde el aire un rectángulo de grandes dimensiones sobre la vegetación del terreno, de ochocientos por ochocientos metros, que no se ajusta a lo que establecía la antigua ley sobre ordenamiento de tierras —dijo Frida. Se le ensombreció la mirada y calló súbitamente. Tal vez era un recuerdo que se abría paso en su mente. Apartó a un lado los mapas y miró fijamente a Joakim—. Signe me contó lo de esa muchacha en los baños. Camilla. Era mi vecina. No puedo quitármela de la cabeza.
Joakim se sobresaltó. No deseaba pensar en ello.
—Era mi chica. La policía se ha empeñado en seguirme los pasos…
—Ay, Joakim, pobrecito mío… —dijo Frida acariciándole la mejilla. Joakim sintió cómo las lágrimas empezaban a brotar de sus ojos—. ¿Qué piensas al respecto?
—No me apetece hablar de eso —respondió él.
Se inclinó sobre la mesa de la cocina y escondió la cara entre los brazos para que no le viera llorar. Frida le pasó la mano por el pelo.
—A veces crees que puedes pasar por la vida sin que te hagan daño, pero eso no ocurre jamás. Cuando menos te lo esperas, todo el edificio se derrumba y aquello que hasta entonces era valioso y esencial queda reducido a nada.
—Entonces, ¿dónde cavaremos esta noche? —preguntó Joakim cuando se hubo recobrado un poco.
—Primero tenemos que hablar con el sacristán. Él sabe latín. Lo malo es que no sé si podemos confiar en él. Luego continuaremos hasta Móllebos, ya que todavía no he tenido tiempo de echar un vistazo a la Casa de los Monjes, aunque no sé qué estamos buscando. Solo sé que es algo importante.
Joakim se frotó los ojos escocidos y fue al frigorífico a coger una cerveza. Cuando regresaba a la mesa se volvió hacia Frida para ofrecerle una lata, pero esta la rechazó. Se sentó de nuevo en su silla mientras le daba vueltas al asunto.
—Tengo coche, pero no tengo dinero para la gasolina. ¿No tendrá…?
Frida dio unas palmaditas sobre su bolso.
—Aquí tenemos los medios. ¿Crees que con veinticinco mil coronas habrá suficiente para repostar?
—¡Veinticinco mil! ¿Está mal de la cabeza? ¿Va por ahí con veinticinco mil coronas en el bolso? Podrían asaltarle por mucho menos.
Más tarde, Frida se quedó dormida en el sofá roncando plácidamente mientras Joakim, tumbado en su cama, no podía dejar de mirar el techo. ¿Qué pensarían sus colegas si lo vieran en ese momento?
La mañana se presentaba fresca por el viento procedente del mar. Maria Wern recogió el periódico, puso el café en el fuego y preparó dos rebanadas de pan integral con queso para untar y salami. La noticia de portada de la mañana se ocupaba del peligro que suponía para las mujeres salir a la calle tras caer la noche. El periodista preguntaba a varias mujeres si ahora, después de los asesinatos, sentían más miedo cuando salían de sus casas y si tomaban medidas de precaución. El planteamiento no dejaba lugar a dudas: la violencia se dirigía contra las mujeres y solo contra ellas. Las víctimas eran de distintas edades. Contando el incendio provocado, habían sido tres las mujeres afectadas. Una de las encuestadas tenía la teoría de que los hombres que se comportan violentamente contra las mujeres escogen a las pequeñas y frágiles, no a las musculosas o más robustas, ya que estas podrían pelear en igualdad de condiciones; por ello, animaba a todas las mujeres a que se apuntaran a un curso de defensa personal. El poder no se recibe. Se toma. Según las últimas estadísticas a las que Maria había tenido acceso, salir por la noche era considerablemente más peligroso para los jóvenes varones que para las chicas, ya que se veían envueltos en peleas con mayor frecuencia y sufrían lesiones más graves, pero esas estadísticas no constituían un argumento válido cuando tres mujeres de una misma localidad habían sido atacadas.
De acuerdo con los informes de autopsia preliminares, ni Camilla Ekstróm ni la enfermera Ingrid Bogren habían sufrido ningún tipo de violencia sexual. La estadística señalaba a un varón como responsable de las muertes antes que a una mujer. La policía desconocía incluso si el autor de los tres sucesos era el mismo. Después de haber interrogado a todos los testigos, ahora tenían que componer un gigantesco rompecabezas. Quién vio a quién en los baños de Roma y en Móllebos, dónde y a qué hora. Los testigos recuerdan con distintos grados de precisión: algunos olvidan muchas cosas y otros dan mil vueltas a cualquier detalle para no equivocarse. Cuanto antes se obtienen los testimonios, mejor, así la gente no tiene la posibilidad de intercambiar sus observaciones. Lo que en un primer momento es un hecho constatado puede saltar por los aires si no coincide un simple detalle. Cuando por fin hallas a un sospechoso, resulta muy tentador hacer que todos los datos coincidan; te dejas llevar por el deseo de resolver el caso. Lo más peligroso es empecinarse en la certeza de una hipótesis… aunque es precisamente una hipótesis lo que se necesita para poder establecer un patrón y seguir avanzando. Según Maria, la posibilidad de que el responsable de los crímenes solo quisiera hacer daño a mujeres era una de esas hipótesis.
Justo cuando Maria Wern se disponía a salir de su casa de color amarillo de Sódra Murgatan para dirigirse al trabajo sonó su móvil. Era Rebecka. Desde el momento en que la saludó y le preguntó cómo estaba, Maria tuvo una sensación de desasosiego. ¿Per ha empeorado? No habrá muerto, ¿verdad? ¡Di algo! Tengo que saberlo ya. Déjate de una vez de cumplidos. No puedo esperar más.
—¿Por qué no respondes? —preguntó Rebecka con voz tensa.
—¿Pasa algo con Per? ¿Sabes algo? —repuso Maria sin lograr contener su impaciencia. Debía de ser algo importante. En el caso contrario, Rebecka no habría llamado.
—El tratamiento estrictamente médico en Upsala ha finalizado. Van a llevarlo a Gocia para la rehabilitación.
—¿Es cierto? ¡Qué noticia tan maravillosa! ¿Tanto ha mejorado? —dijo Maria regocijándose por dentro. Pronto estaría en casa y nada ni nadie podría separarlos de nuevo—. ¿Cuándo llega?
—Esta tarde. Hay algo que quiero que sepas. Escúchame con atención, Maria. Per ha cambiado. Probablemente nunca volverá a ser el que era.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Maria sintiendo cómo se desinflaba y empezaba a temblar descontroladamente. No quería oírlo, todo se arreglaría. Necesitaba escucharlo. Di que todo irá bien. Mi querido, mi amado Per. Todo tiene que salir bien.
—Per no quiere verte, Maria. Me pidió que te lo dijera. No desea que os veáis.
—¿Por qué? —susurró Maria—. ¿Por qué no quiere? ¿No puedo ir a hablar con él? Necesito conversar con él.
—Debes aceptar su decisión, Maria. Así están las cosas. Confío en que respetes su voluntad… Después de todo lo que ha tenido que pasar… —añadió Rebecka.
—¿Cómo está? ¿En qué estado se encuentra? Es una tortura no saber… —alcanzó a decir Maria antes de que Rebecka colgara el teléfono—. ¡Oye! ¡Rebecka!
Maria intentó llamarla de nuevo pero el teléfono estaba apagado. Entonces se dejó caer en cuclillas con la espalda apoyada contra la valla. Las piernas no la aguantaban. Tenía una horrible sensación de vacío en el estómago, como si fuera a vomitar. Unas gotas de sudor frío resbalaron entre sus pechos y los labios se le secaron. ¿Por qué Per no quería verla? Después de haberlo añorado tanto, de toda esa preocupación, de todas las promesas de un futuro juntos sin importar lo que tuvieran que afrontar…
Necesitaba oírselo decir a él. Mírame a los ojos. Si me dices que no me amas y que quieres irte a vivir con tu esposa te creeré. Si me miras y me lo dices a la cara, te dejaré en paz y nunca más volveré a molestarte.
Nada más llegar a la jefatura de policía, Maria subió directamente al despacho de Hartman. Estaba hablando por teléfono, pero finalizó de inmediato la conversación al verla tan conmocionada.
—¿Qué pasa, Maria? ¿Te ha ocurrido algo? —se interesó.
Se levantó para ofrecerle una silla, pero Maria permaneció en pie frente a él, con una mano sobre el escritorio como punto de apoyo. Se lo contó del modo más comedido posible.
—Solo conozco la versión de Rebecka. Necesito saber cómo se encuentra. Tomas, si Per te recibe… ¿podrías preguntarle si quiere verme?
—Llamaré a Rebecka esta tarde, cuando Per haya llegado al hospital de Visby. ¿Tienes fuerzas para trabajar hoy? Tal vez debieras… —comenzó Hartman, buscando las palabras—. Cuando el trabajo y la vida privada exigen un esfuerzo sobrehumano, es necesario cuidarse.
—Me las arreglaré. ¿Cómo están las cosas? —preguntó Maria recogiéndose el pelo en una cola ceñida y sentándose delante de Hartman con la espalda rígida—. Necesito algo que hacer para no volverme loca. En cuanto a lo de hablar con Per, lo único que me queda es esperar y desear. Aquí en la oficina hay bastante trabajo, ¿verdad?
Hartman asintió con la cabeza y se acarició la barbilla.
—Ese empleado de la limpieza de los baños al que interrogaste.… Al que encontraron conmocionado en el arcén…
—Sebastian Sverkersson.
—Exacto. Lo estuvimos buscando todo el día de ayer sin éxito. Hay bastantes puntos poco claros en su testimonio, así que hemos tratado de traerlo aquí para que explique con más detalle algunos aspectos.
—Y quieres que vayamos a hacerle una visita.
—Exacto —dijo Hartman. Guardó los papeles en la carpeta y se puso los zapatos, que se habían quedado bajo la mesa—. Vive en la calle Jarnvagsgatan de Roma, a tiro de piedra de Simón, tu profesor de acuarela, siempre que tengas buena puntería, claro está…
El incipiente verano mostraba su mejor sonrisa de color verde claro, con la luz del sol sobre los campos de cultivo. Los abedules acababan de florecer y entre los tilos se filtraba una suave luz esmeralda sobre la alameda que conducía al Kungsgard de Roma y a las antiguas ruinas del monasterio. Un aroma a tierra calentada por el sol y a flores de arriate les dio la bienvenida cuando se detuvieron frente a la pequeña casa de color blanco donde vivía Sebastian Sverkersson. Al otro lado del camino se encontraba la fábrica de azúcar desmantelada, como una gigantesca caja de galletas vacía, rodeada por una valla metálica muy alta. Era curioso cuánto podía cambiar una localidad. Hantverksgatan, Bruksgatan y Jarnvagsgatan eran nombres de calles en los que resonaban ecos de una época ajetreada, cuando la isla aún contaba con ferrocarril y la ciudad era el centro de recepción de la remolacha azucarera. Todos los caminos efectivamente llevaban a Roma, y era aquí donde había que ir para trabajar. La remolacha debía estar lista para el día de San Martín. La campaña de recogida se extendía desde mediados de septiembre hasta Navidad, un período de gran actividad en la localidad. Cuando Maria Wern y Hartman llegaron, toda la comarca parecía estar disfrutando de una siesta. No se veía un alma.