Cuando llegó frente a su puerta y llamó al timbre sintió unas ganas irrefrenables de llorar; fue una emoción tan repentina como una puñalada entre las costillas. En ese mismo instante se abrió la puerta. Stina llevaba una camiseta muy escotada y una falda corta. Esas formas suaves y redondeadas aumentaron su necesidad de llorar. No consiguió pronunciar ni una palabra, ni un simple gemido.
—¿Qué quieres? —preguntó ella echándose para atrás.
Adivinó el miedo en sus ojos. Sin tan siquiera responder, Joakim se internó en el vestíbulo, la cogió de las muñecas y la puso contra la pared. Su tacto era muy blando y desprendía un delicioso olor a limpio, como a golosina con sabor a naranja.
—¿Pero qué haces? ¿Te has vuelto loco? ¡Suéltame! —gritó Stina.
—Tenemos que hablar —dijo con voz áspera, apretando aún más las muñecas de la muchacha, con una fuerza superior a la que él mismo hubiera deseado.
—No te he hecho nada —repuso ella, que ahora parecía realmente aterrorizada.
Joakim se envalentonó más todavía.
—¿Qué le has dicho a la policía? —inquirió pegando prácticamente su cara a la de ella. Si hubiera querido, podría haberla besado. Con toda seguridad, no habría opuesto resistencia. Era precisamente lo que esa zorra quería, lo que había buscado siempre: que se la tirara.
—Nada. Solo les dije que fui a nadar con Camilla y que luego ella se entretuvo y yo me fui.
—¿Les contaste que estuve allí? ¿Les dijiste que me habías visto? —preguntó sin poder ocultar la angustia en su voz.
Un instante antes de que ella respondiera, le pareció adivinar en su mirada un brillo de regocijo.
—No lo recuerdo muy bien. Quizá sí.
Le retorció las muñecas y la obligó a echarse en el suelo. Así era como le gustaba verla: subyugada y sumisa. Le puso el pie en el cuello. Si la hubiera pisado con más fuerza habría acabado con ella.
—Déjame, por favor. Si no me haces daño, no le diré a nadie que has estado aquí. ¡Por favor Joakim!
Su mirada era esquiva, el pavor en su cara recordaba a un animal aterrorizado. El miedo era completamente real; todo lo demás era mentira.
Joakim no tenía intención de que pasara lo que pasó. Más tarde sentiría una repugnancia indescriptible. ¿Cómo podía una persona dejarse humillar de esa forma sin resistirse? ¿Por qué no protestó? No hubo ningún límite. Lo hizo todo sin rechistar. Seguramente le excitaba. Algunas personas tienen ese tipo de tendencias, se dijo. Pero eso no era lo peor. Lo peor era que pudo hacérselo sin castigo alguno, sin que nadie interviniera. Si era posible ultrajarla tan vilmente sin ser sancionado, también a él podrían someterlo si otra persona tuviera poder para hacerlo. Las imágenes del patio del colegio, en la parte de atrás del gimnasio, aparecieron súbitamente en su mente. Un recuerdo que creía olvidado. Tal vez le había pasado a otro, o quizá lo había soñado o, acaso, había sido testigo de aquellos hechos. Así era como había decidido recordarlo hasta entonces, pero cuando le hizo eso a Stina, un llanto profundo y compulsivo estalló en su interior; de repente comprendió que no había sido otra persona, que le había sucedido a él, y que nunca podría encontrarse con los cabrones que se lo hicieron sin avergonzarse, porque fue él la víctima que se había dejado humillar. Debería haberla matado por haberle visto cuando se vino abajo.
Joakim sintió un vacío en el estómago. No había comido nada desde la noche anterior. Cogió la cartera y contó las pocas monedas que le quedaban. Nueve coronas y cincuenta ore. No llegaba ni para una hamburguesa. No podía permitirse hacer el ridículo poniéndose en la cola para luego no comprar nada porque le faltaran cincuenta miserables ore. Decidió ir al supermercado Domus y comprar un poco de pan. Aún faltaban catorce días para que le ingresaran algo de dinero por el trabajo del taxi. ¿De qué mierda iba a vivir? ¿De su madre? Después de lo que había pasado no soportaría volver a ver esa mirada acusadora. Recordaba perfectamente su labio superior, tembloroso. Por el momento, era imposible ir a su casa a pedir dinero. Además, su madre raras veces tenía. Solía decir que, para el caso, podía ir él mismo a los servicios sociales, que era de donde ella obtenía el dinero. Debía ocurrírsele otra cosa o esperar a que ella llamara. Así era su maldita vieja. Ni siquiera sabía enviar un SMS. Primero solían llegar un par de mensajes de texto vacíos y luego llamaba.
Joakim se sentó en un banco de Oster Gravar, de espaldas a la muralla circular, y empezó a pensar qué personas le debían dinero.
Sebastian, el que limpiaba los baños públicos de Roma, le debía quinientas coronas por las tarjetas de visita. Pensó que debía de tratarse de una broma. «Masajista intuitivo». Joakim se le había reído en la cara. «¿Qué vas a hacer con ellas? ¿No podías haber elegido otra cosa que sonara un poco mejor? ¿Comercial? ¿Director gerente?» Hasta desarrollador de producto sonaba mejor. El problema era dar con ese idiota. El jueves por la noche, cuando fue a por Camilla, había echado un vistazo para ver si estaba Sebastian y que le diera el dinero, pero ni rastro de él. El periódico decía que la había encontrado un empleado de la limpieza al que tuvieron que llevar al hospital por una crisis de ansiedad. No podía ser otro que ese torpe imbécil. También publicaban una imagen de la sauna; la puerta abierta, las ramitas de abedul y el lugar donde fue hallada, junto a la puerta, aparecían dibujados con gruesos trazos. Se le revolvía el estómago de pensar en ello. Dio una patada a una piedra situada frente al banco, una patada fuerte, pese a lo cual solo rodó un par de metros amortiguada por la hierba alta. Era la misma sensación que cuando sueñas que corres por el fango: no consigues moverte, te están persiguiendo y la amenaza se aproxima. ¡Maldita sea! No quería pensar más en ella.
Dinero. Sobrevivir en la isla en invierno era una verdadera pesadilla. En verano había trabajo, pero al llegar el invierno la cosa se ponía jodida. El director de la oficina de empleo le había amenazado con enviarlo a tierra firme para que aceptara cualquier trabajo que estuviera disponible. Sí solicitas un empleo debes ocupar las vacantes que surgen, aunque ello suponga mudarse de la isla. ¡Se habían vuelto locos! Aquí tenía a sus amigos y todo lo demás. También a su madre. Había vivido siempre en Gocia. Saltar de un sitio a otro como un maldito saltimbanqui era una falta de respeto, como si tu vida social no valiera nada. La mano de obra es un artículo consumible, eso había dicho Ubbe cuando se vio en la misma situación. Luego empezó a estudiar en una universidad. En pocos años estaría empeñado hasta las cejas, sin trabajo y con una deuda por el préstamo universitario que nunca sería capaz de devolver. Menudo cretino. No, tienes que ganar pasta como sea, para poder quedarte en la isla, aunque te arriesgues a tener ciertas desavenencias con la policía.
Entonces se le ocurrió pensar en su padre, Jesper Ek, que había aparecido en casa de su madre saliendo de la nada. A ese poli de mierda le habían destinado a Gocia y quería recuperar el contacto después de veintidós años. ¡Veintidós años! ¡Nada menos! «Hola, soy tu padre, si puedo ayudarte en algo no tienes más que decírmelo». Joder, hay que tener un poco de dignidad. Ese cabrón no había dado señales de vida desde hacía una eternidad… ¡Qué le dieran! Según su vieja, tenía cinco hijos con cinco mujeres distintas, pero no vivía con ninguna de ellas. Por lo visto nadie aguantaba a ese elemento. Aunque la idea de tener hermanos repartidos por todo el país despertaba en él cierta curiosidad. Ni siquiera sabía cómo se llamaban ni qué edad tenían, solo que él era el mayor. Un maldito error en plena cogorza cuando su viejo tenía diecinueve años y su vieja diecisiete. Ni siquiera intentaron nunca vivir juntos. Los primeros años los pasó con su abuela materna, hasta que esta murió de cáncer; luego le tocó a su madre, que se vio con un niño y sin trabajo. Probablemente su padre quiso que abortara. Alguna vez debería preguntarle a su madre por qué no lo hizo. Si la cosa estaba ya demasiado avanzada, si tenía miedo o, tal vez, a pesar de todo, quiso tenerlo porque los bebés son muy tiernos. Antes de percatarse del trabajo que eso suponía, claro está. Seguro que ahora deseaba que no hubiera nacido.
Jesper Ek había escrito su dirección y número de teléfono en un trozo de papel y se lo había dado en su breve encuentro junto a la puerta de la casa de su madre. Luego se esfumó y su vieja cerró de un portazo. Hasta que Joakim se lo preguntó no supo quién era Jesper. Por algún motivo se había contagiado de la indignación de su madre, lo que le llevó a romper el papel en un acto de solidaridad. Después, cuando ella no lo veía, volvió a meter los trozos en la cartera. Temía perderse algo importante o quizá lo hizo por curiosidad. ¿Quién era él? ¿Se parecían?
Joakim sacó con cuidado los pedazos de papel de la cartera y empezó a componer el rompecabezas. Una ráfaga de viento se los llevó, así que tuvo que tirarse al suelo para recoger otra vez los trozos. Luego comenzó de nuevo a colocarlos sobre el banco, protegidos debajo de su gorra. Las rodillas de los pantalones se le habían manchado de verde. ¡Maldita la hora en que se le había ocurrido reunirlos! Lavarlos costaba pasta.
Jesper Ek vivía en una casa unifamiliar en Linnégatan. Joakim se dirigió hasta allí a pie. No le quedaba ni un céntimo para llenar el depósito y aún menos para el impuesto de circulación. De camino a Linnégatan trató de recordar el aspecto de Jesper. Era más bien bajo de estatura y llevaba rapado el pelo de color castaño. En los ojos se parecían bastante: azules con pestañas largas y oscuras. Por lo demás, no se asemejaban mucho. Era un poli. Solo de pensarlo le daba la risa. «¿Puedo ayudarte en algo?» «Por supuesto, algún que otro chivatazo y un coche de empresa. ¿Lo llevo jodido? ¿Van a enchironarme por asesinato?» No, no llegaría hasta tal extremo si no era imprescindible. Bastaría con un billete de mil coronas para empezar. No podía esperar mucho más, aunque si era capaz de despertar su sentimiento de culpabilidad quizá a ese poli de mierda se le ablandaría el corazón y le soltaría más pasta. Estaba por ver. Lo importante era no pasarse de la raya.
Jesper Ek estaba sentado tras la valla blanca, bajo un peral, bebiendo una cerveza y comiéndose una pizza directamente de la caja de cartón. Nada de cubiertos. Buena señal, eso significaba que probablemente vivía solo. No obstante, de repente, Joakim se puso nervioso. Era esa sensación de vacío en el estómago, como si los músculos se contrajeran. Sentía en la punta de los pies la punzada de unos clavos pringosos, una sensación húmeda y escurridiza que le impedía quedarse quieto. El escroto se le contrajo, como buscando protección, y los latidos del corazón le pitaban en los oídos y le retumbaban en la cabeza. ¡Mierda! ¡Mierda joder! Era su padre quien estaba en una posición de inferioridad; era él quien cargaba con la culpa y quien les había abandonado. Era su maldito error, así que tenía que ser él quien se sintiera mal y nervioso. Joakim aguardó en la sombra hasta que su ansiedad se convirtió en rabia.
—Ya estoy aquí —dijo con voz potente y confiada.
Su padre, el poli, se levantó con aire sorprendido, miró a su alrededor, aún con la lata de cerveza en la mano, y a continuación se acercó a la valla.
—¡Hombre, Joakim! Bienvenido. Entra —saludó y abrió la verja con un gesto algo ampuloso que intentaba parecer natural—. Me alegro de verte.
¡Y una mierda! ¿Así que ahora te alegras? Has esperado veintidós años para alegrarte. La vieja y yo estábamos a una llamada telefónica de distancia, Joakim se resistió a utilizar palabras demasiado coloquiales.
—Entonces, es aquí donde vives —dijo con voz neutra.
—Sí, aquí vivo, pero solo por el momento. Se lo he subarrendado a un chico que trabaja en Estocolmo, quien a su vez se lo alquila en invierno a una señora mayor que acaba de mudarse a una residencia de ancianos, pero que no quiere desprenderse de su casa. La dama ha venido esta mañana a tomar un café conmigo. Ha aparecido de repente en taxi para comprobar cómo había resistido el invierno su íntimo amigo el teniente, que vive ahí en la esquina.
—¿No trabajas? —preguntó Joakim movido por la curiosidad.
—Me han dado un par de días libres, y luego ocuparé un nuevo puesto en el almacén de bicicletas —contestó Jesper con una risa seca mientras alzaba los ojos al cielo.
—¿En el almacén de bicicletas? —repuso Joakim, francamente sorprendido—. ¡Enhorabuena! Entonces es que te han ascendido… ¿Qué puñetas has hecho para acabar ahí? ¿Has robado cigarrillos a los colegas o es que alguna puta yanqui te ha hecho un servicio especial?
—Eso es alto secreto. ¿Quieres una cerveza y media pizza? ¿Te gusta la Hawái?
—Yo como cualquier cosa. No tengo manías. ¿Qué parte de la pizza has mordido ya?
Joakim se dejó caer en una silla y cogió el cuchillo.
—Ninguna. No me ha dado tiempo. Si temes quedarte con hambre podemos preparar unos bocadillos calientes, pero te lo advierto: soy un desastre en la cocina. Por eso compro comida preparada casi todos los días. Para sobrevivir. La última vez que invité a cenar a mis compañeros la mayoría de ellos rechazaron amablemente la oferta. No son muchos los que han querido volver desde que organicé una barbacoa y tuvieron que acudir los bomberos, que, por cierto, también son colegas. La comida no era muy abundante, al menos la que no se quemó, aunque era comestible. En cambio, bebida no faltó, pero ya se sabe, si bebes con la barriga vacía… En fin, se armó una buena.
Joakim dio un generoso trago a la cerveza y observó a su padre de reojo. Hablaba demasiado rápido y era excesivamente jovial y adulador. Solo le faltaba decir: «Somos de la misma quinta y montamos juergas con los colegas». Quedaba fuera de lugar que empleara esa jerga con lo viejo que era. Jesper tiraba nerviosamente de la tela de sus pantalones cortos, como si le apretaran excesivamente los muslos. Una carcajada de Joakim habría ayudado a romper el hielo, pero no quería ponerle las cosas tan fáciles. En su lugar, adoptó una expresión seria y se puso a toquetear distraídamente su mitad de pizza, a pesar de que tenía un hambre de caballo. Joakim apartó los trozos de piña a un lado. Seguramente el viejo no tardaría en decir: «Si puedo hacer algo por ti, no tienes más que decírmelo». O tal vez reservara esa frase para el final, cuando no queda nada más que decir, con la esperanza de que su generosa oferta no fuera aceptada.
—Te trasladaron al almacén de bicicletas por ser mi padre, ¿verdad? —preguntó Joakim tras un momento de silencio.