—Alguien va a por mí. Vi cómo se quemaba mi casa. Si logras levantarte de la cama y nos sirves un café podremos esclarecer algunas cosas, tú y yo.
Una vez que hubo recobrado la compostura y se puso la bata, Signe bajó lentamente la escalera. Para entonces, Frida ya había empezado a preparar el café y había dispuesto sobre la mesa unas tazas y unas galletas.
—Tratemos de hablar en voz baja para no despertar a Ingrid —dijo Frida, casi para sí misma. En realidad, pensó, no le convenía en absoluto que Ingrid se uniera a ellas. Serían dos contra una y tal vez ello le impediría marcharse una vez que hubiera dicho lo que tenía que decir.
—Ingrid está muerta —dijo a duras penas Signe, con un susurro ronco, casi un graznido—. La mataron allí abajo, en la Casa de los Monjes. ¿Has oído bien, Frida? ¡Ha muerto!
Signe avanzó a tientas desde la jamba de la puerta, apoyó una mano sobre la mesa de la cocina y se dejó caer pesadamente sobre una silla; ya había superado el susto y la estupefacción tras aquel brusco despertar.
Frida sintió cómo desaparecía la justificada ira que había acumulado. Las incisivas palabras que había afilado para herir a quien la había agraviado tan profundamente ya no tenían sentido, habían perdido toda su legitimidad. La condena se había ejecutado, pero de otra forma. Un intenso sentimiento de decepción la invadió al ver que le habían arrebatado su derecho a vengarse.
—¿Es cierto? ¿No estás mintiendo? —preguntó Frida mientras se encendía en ella una pequeña chispa de esperanza. Tal vez esas palabras terribles no fueran más que otra de sus tretas. Pero no, podía leer en la cara de Signe que no era así—. Entonces, es verdad. ¿Qué ha pasado? No me he enterado de nada. Hace varios días que no veo a nadie. Debe de haber sido horrible para ti, Signe —añadió, y su expresión se ablandó.
Signe se lo contó. Aunque con frases entrecortadas, Frida se enteró de lo acontecido, tanto a Ingrid como a esa muchacha, Camilla, su vecina de la casita roja. Las palabras arrojaron alguna claridad sobre esos terribles sucesos. Ambas se olvidaron de servir el café, que después de hervir acabó enfriándose en el fogón de la cocina. El bollo que había cogido Frida era incomible; además, le resultaba imposible tragar con el estómago encogido por la pena.
—Me lo temía. Constantemente he tenido la sensación de que alguien quería hacernos daño —comentó Frida secándose con la manga de su rebeca los ojos escocidos por las lágrimas. Conocía a Ingrid desde que llegó a Roma.
—¿Por qué has venido esta noche? ¿Qué querías de mí? —preguntó Signe cogiendo con ambas manos el brazo de Frida.
—Antes de morir, necesito saber algo acerca del niño. El que estaba enterrado en la parcela junto al cementerio. ¿De quién era? Debes decirme la verdad.
—¿De quién era? —repitió Signe con expresión aterrorizada.
—Suéltalo ya. De lo contrario me enfadaré.
—Perdóname, Frida. No sé cómo decirte esto. Te entenderé si no puedes perdonarme jamás. El niño no era ni de Helge ni mío. Se hallaba en el prado contiguo al cementerio. En opinión de Helge, databa de la Edad del Hierro y se trataba de un sacrificio. Quería hacerte sufrir… por tener lo que yo siempre quise. A Helge. Me hizo tanto daño saber que él era tuyo y que yo tendría que vivir con mi infelicidad… Me parecía tan injusto, tan duro y carente de sentido.
—¡Pero tú lo tenías todo! Un esposo, una granja enorme y una hija adoptiva. No entiendo cómo funciona tu mente, Signe. ¡Tenías a Tryggve!
—Jamás lo amé. Era un buen trabajador y no nos faltó de nada, pero nunca le quise.
—Siento tanta pena por él —sollozó Frida al pensar en esa vida sin ninguna muestra de amor—. Imagínate vivir en tal pobreza espiritual. Yo creía que erais felices juntos. Él te trataba verdaderamente bien, Signe. ¡Cómo pude equivocarme tanto! En cualquier caso, Helge está muerto. ¿Qué podías ganar con una historia tan terrible? ¡Contéstame! —gritó Frida agarrando con fuerza el brazo de Signe y mirándola fijamente.
—¿Piensas que yo no sufro por la muerte de Helge? No pasa un minuto sin que lo haga, pero ¿a quién le importo yo? A ti todo el mundo te ofrece cariño, amor y respeto. Pasaste a ser la honorable viuda con derecho a duelo. No sé qué se me pasó por la cabeza, Frida, lo siento muchísimo. Debes creerme. Lamento profundamente no haber podido dejarte en paz. Pero aquello parecía no acabar nunca. Tú recibías todo el consuelo, y yo nada. Ni siquiera pude decírselo a Ingrid. Pero ahora que ninguna de las dos tenemos nada que perder ya no importa. En realidad, nada importa ya —dijo Signe hundiéndose en la silla y con su cabeza marchita y pesada hundida entre esos hombros arqueados.
—Tonterías, Por supuesto que hay cosas que importan. Si te metiera un hierro candente por el culo te importaría muchísimo, ¿no crees? Hay que vivir hasta el último suspiro. ¡Deja ya de compadecerte!
Signe la miró sorprendida. Poco a poco fue recuperando sus fuerzas y finalmente se dejó vencer por la curiosidad.
—Ingrid dijo que habías estado en Hunninge en mitad de la noche. ¿Qué pretendías hacer allí, Frida?
Frida se amilanó. No le apetecía hablar de eso.
—Fue un delirio de Helge. Un desvarío, sencillamente. Nada de lo que haya que preocuparse.
—Es cierto, la fiebre le hacía delirar. Pero si continúas con las tonterías a las que él se dedicaba darás con tus huesos en el manicomio. Y ahora, ¿qué piensas hacer? ¿Llamarás a la policía y les contarás que estás viva?
—¡Ni loca! Me he propuesto sobrevivir a todo esto.
—Espera, Frida. ¿Adónde vas a ir? Cálmate un momento. Puedes quedarte aquí. Podría ocultarte en el establo; nadie tiene que saber dónde estás si no quieres —propuso Signe sujetando a Frida de la rebeca, pero ella se apartó.
—¿Sabes qué se traía Helge entre manos? Él se negaba a contármelo, pero vosotros hablabais de muchas cosas a solas, así que he pensado que tal vez te había dicho algo.
—No era nada; únicamente disparates y fantasías. Deja de pensar en esas tonterías. De lo contrario, podrías salir perjudicada. Te encerrarían para el resto de tu vida, ¿entiendes? Si quieres vivir sola debes demostrar que estás en tu sano juicio. Quédate aquí hasta que sepas qué quieres.
—¡Jamás! ¿Acaso estás mal de la cabeza? —espetó Frida, antes de huir con paso ágil y perderse en la neblina gris.
Signe tanteó con las manos buscando el teléfono, pero acabó desistiendo.
—¡Espera, Frida, espera! Nadie quiere hacerte nada. ¡Detente, Frida! ¡No quiero estar sola!
Joakim Rydberg dejó caer suavemente la barra de pesas sobre su tórax. La dura sesión de spinning no había bastado para apaciguar su ira. Tenía que seguir haciendo ejercicio hasta que, extenuado, se rindiera; así podría pensar con claridad. La policía andaba tras él. Habían tratado de empapelarlo, pero no tenían pruebas suficientes. Por el momento. Pero si buscaban un poco más se armaría la de Dios es Cristo. Tenía que dar con Stina Haglund para preguntarle qué cojones le había dicho a la policía. Esa era la preocupación número uno. La siguiente era el alquiler, todos esos malditos recibos con IVA, tasas de facturación, de expedición y demás mierda que esos cabrones añadían sin que comprendieras cómo podían hacerlo impunemente. ¡Tasas de facturación! ¡Fuck yow! Verdaderos métodos mafiosos. El ciudadano de a pie paga sus recibos y calla. Si llamas para quejarte, te sueltan un contestador y nadie se responsabiliza de nada. Todos culpan a todos y se dan por vencidos. Nadie aguanta de pie un buen puñetazo. Si por lo menos hubiera alguien como tú, con quien enfrentarte cara a cara, pero las compañías eléctricas, telefónicas y de televisión por cable solo contratan a tontas del culo que te dan coba.
Mientras volvía a subir la barra Joakim divisó a Ubbe de cuerpo entero en la máquina de remos. Ahí estaba tan ricamente, con su gorra, sentado de través y bebiendo de su biberón mientras echaba un ojo a las chicas; chicas sudorosas, de pechos grandes y tops demasiado pequeños, a ser posible con el culo en pompa. Ubbe solía decir que cargaba su memoria visual para sus sesiones de cine en casa. En realidad, era un majadero que nunca se había tirado a una tía, un lechuguino incapaz de levantar cincuenta kilos en las pesas. Eso de que hacía musculación era un cuento. El no entrenaba en el gimnasio, solo iba de un sitio para otro bebiendo de su biberón. Dos levantamientos de pesas y luego enseguida echaba un vistazo a sus bíceps en el espejo para comprobar si habían aumentado un poco, todo ello rematado con un nuevo trago de su maldito biberón. ¡Menuda nenaza! Y ahí no acababa la cosa. Asistía a un curso de acuarela para mariquitas con un grupo de viejas en Roma. La verdad, era para hartarse de reír… si no fuera porque una de esas viejas era poli. Seguro que habían hablado de los asesinatos. Están en boca de todo el mundo. Y luego, esa tal Maria Wern se había presentado sin previo aviso en su apartamento para hacer preguntas. La verdad es que estaba bastante buena para su edad… ¿Qué le habría dicho Ubbe? Sin duda había largado para impresionarla. Por supuesto, ese capullo negó rotundamente que hubiera dicho nada. Joakim le había dado una lección; le retorció el brazo hasta que se puso a berrear como un cerdo en la matanza y a llorar como un maricón. No, no se había chivado juraba una y mil veces. Pero ¿quién podrá fiarse de ese tipo? Ubbe tenía mucho pico, demasiado. Con esa poli debió de ponerse a cien. Claro que a veces viene bien tener labia, por ejemplo con las tías, pero Ubbe se pasaba de rosca. ¿Qué sacas dando palique a unas viejas en un curso para invertidos? ¡Una mierda! Tenía que haber entendido que lo más importante era proporcionar a la policía una sola versión, que no quedaran puntos oscuros por aclarar. Joakim obligó a Ubbe a que borrara a toda prisa el contenido de su disco duro en cuanto Maria Wern abandonó su apartamento, pero por lo visto ese tipo de cosas se pueden reconstruir. Ubbe había dicho que lo mejor era deshacerse de él. El problema era lo caro y complicado que resultaba conseguir uno nuevo. Podías pillar un buen cabreo por mucho menos. El puto ordenador anterior había salido volando por la ventana por culpa de un rebote que pilló un día hablando con el capullo del soporte técnico. Pero ¡qué cretino era! Además de torpe, chulo. Tenía que haberse llevado también una buena hostia. El caso es que el ordenador acabó hecho añicos sobre el asfalto.
¿Cuántos años pueden caerte por asesinato? ¿Diez? Tal vez te suelten en cinco años si te portas bien. Iban a por él. Estaba en libertad condicional, así que en cualquier momento la policía podía trincarlo para charlar con él. ¡Jodidos métodos mañosos! Un pequeño gesto con el meñique y no había más remedio que obedecer o te detenían de malos modos. Era como vivir en una dictadura militar. A Joakim le ponía de los nervios pensar en ello, y su nerviosismo terminaba en rabia. Acompañándose de un rugido ahogado volvió a levantar la barra con los brazos totalmente rectos. El ácido láctico hacía temblar sus brazos de agotamiento, pero a fuerza de voluntad realizó cinco levantamientos más antes de dirigirse a la ducha, con los brazos colgando y dando largas zancadas. Todas las duchas estaban ocupadas por cabrones que seguramente llevaban allí una hora o más, derrochando dinero en agua caliente. ¡Su dinero! Porque alguien tendría que pagarlo, ¿verdad? No tenían por qué ser su padre o su madre quienes acoquinaran dinero suplementario para que esos majaderos se ahogaran en agua caliente. Al final, siempre acaba alguien pagando el pato. En este caso, aquellos que compraban el bono completo del gimnasio. Se enfureció tanto pensando en eso que le dieron ganas de darles a todos una buena paliza.
—¡Ya has tenido más que suficiente!
Joakim quitó de un empujón a un chico de unos trece años, flaco y aterido. El muchacho se sorprendió y se asustó tanto que acabó resbalándose con la toalla y se hizo una rozadura que empezó a sangrar. Haber tenido más cuidado, pensó Joakim. Cerró los ojos y dejó que el chorro de agua cayera sobre su cara para evitar ver las miradas acusadoras de los demás. No había hecho nada, era culpa del chaval por ser tan torpe, o de su puta madre por mimarlo tanto y haberlo convertido en un cagón. El tuvo que arreglárselas durante los años que pasó en la escuela sin que sus padres se metieran por medio. ¿De qué le hubiera servido llegar a casa y decir que tenía miedo de los niños mayores cuando su madre también lo tenía? A ella le amedrentaba todo, aunque lo que más le atemorizaba era que los profesores pensaran que era una mala madre. «No te metas en peleas. Verás como mañana se arregla…» ¡Y una mierda! Lo único que valía eran los músculos. Solo te respetaban por tus músculos.
Ahora tenía que encontrar a Stina. Joakim se encaminó al vestuario. Del crío no había rastro; probablemente se había ido corriendo a casa para esconderse en las faldas de su mamá. Ese pensamiento le incomodaba, así que se lo quitó rápidamente de la cabeza. Estaba buscando su móvil en los bolsillos del pantalón cuando de repente se le ocurrió que seguramente la policía rastrearía la llamada a Stina; pero tenía que dar con ella de alguna manera. ¿Acaso era ilegal? Habían estado juntos, maldita sea. Eran amigos, ¿no? Aunque ella quería ir más allá. Joakim dejó el móvil en su bolsillo y decidió que era mejor pasarse por casa de Stina. Con un poco de suerte estaría allí.
Stina vivía dentro de las murallas de la ciudad, en un coqueto estudio que subarrendaba a otra persona. Para ello había que tener contactos, por supuesto. Su padre estaba asquerosamente forrado y ella era una deportista famosa. Los ricos con los ricos… La primera vez que fue a su casa no pudo evitar cabrearse; en primer lugar, por su glamuroso baño con grifos dorados y por los muebles y el televisor tan caros, y luego aún más al descubrir el balcón con vistas al mar. Hasta la escalera desprendía un agradable olor a recién fregado. Le angustiaba pensar que ella acabaría viendo su ratonera, en donde estabas de suerte si alguien no se había meado en la escalera o pringado los botones del ascensor.
Joakim salió del coche y echó un vistazo a su alrededor. Empezaba a oscurecer. La muralla circular proyectaba densas sombras negras que devoraban poco a poco las calles adoquinadas. El viento traía consigo los ecos del órgano de la catedral; se oían con tanta intensidad que parecía que alguien estuviera tocándolo en la casa de al lado. Las ramas de un abedul recién florecido se balanceaban sobre la valla roja, lo que hizo volar su pensamiento hasta Camilla. El hecho de que no fuera perfecta era consolador. Resultaba tan dulce como el azúcar, pero moqueaba y se le ponía la nariz roja por su alergia al polen, así que constantemente se restregaba los ojos y el rímel dejaba unos anillos negros a su alrededor. En cierta forma, afearse de ese modo le restaba valor, pero, por otro lado, lo intensificaba. Camilla debía sentirse agradecida de que estuviera dispuesto a tocarla pese a su moqueo y a su aspecto repugnante, lo cual lo colocaba a él en una posición de ventaja. En cualquier caso, ahora estaba muerta. Joakim trató de no pensar en ello. ¿Qué sentido tiene la vida si vas a morir de todas maneras? Más valía palmarla en el parto que quedarte esperando a que te llegase la hora. Era más o menos como con las mujeres. ¿Para qué esperar a que se cansaran y rompieran? Era mejor dar carpetazo al asunto una vez agotada la pasión inicial, cuando el sexo se convertía en una rutina. Justo cuando dejaban de estar embelesadas empezaban a ver su ratonera como el zulo de mierda que era realmente; entonces comenzaban a soltar comentarios de que había que fregar y pasar la aspiradora. Los que se quedan pillados por las tías se vuelven unos imbéciles, unos calzonazos que se dejan chulear por cualquiera. No, el momento de cortar es cuando el hierro aún está caliente, así evitas posteriores desilusiones. La vida es una mierda de todas maneras, así que al menos te ahorras las decepciones. Por ese motivo había roto con Stina, aunque romper realmente no rompió… Cuando le dio calabazas, ella comprendió que la cosa acababa ahí. Si se lo hubiera dicho a la cara se habría puesto a lloriquear y le habría montado un pollo, cosa que él quería evitar. Las mujeres lloran solo para vengarse. Son así de jodidas.