Su viejo carecía del coraje necesario para hablar de las cuestiones esenciales. Probablemente era más cobarde de lo que pensaba, pese a ser policía.
—Así es —respondió Jesper enderezando la espalda y tirándose de la camiseta. Parecía aliviado de poder hablar con franqueza—. No querían que me enterara de cosas de las que tú pudieras beneficiarte. Es una cuestión de credibilidad. De lo contrario, la gente podría creer que disfrutas de ciertos privilegios por ser mi hijo.
—Hasta el momento no he disfrutado de privilegio alguno por ello —le recriminó Joakim, observando cómo su padre encajaba sus palabras. Había abierto el camino que lo llevaría a hablar de su culpabilidad y a conseguir ese billete de mil coronas que tanto necesitaba.
—Es cierto. Tienes toda la razón —aceptó Jesper mirándole a los ojos muy seriamente—. Tenía tu edad y no comprendía la gravedad de la situación. Años más tarde, cuando quise verte, tu madre no me lo permitió. Se negaba a dejarme entrar, porque había encontrado a otro hombre; erais una familia y no iba a tolerar que nada la destruyera.
—Y tú te sentías terriblemente culpable y no querías pelea, ¿verdad? He tenido un montón de padres desde entonces, y la mayoría de ellos eran unos verdaderos capullos.
A Joakim le costó trabajo reprimir una sonrisa al decir esto último, pero finalmente logró conservar su gesto sombrío. Un billete de mil era un billete de mil. Percibió cómo el silencio se anudaba al cuello de Jesper Ek como si fuera un lazo. Pronto no tendría más remedio que decir algo. Esa quietud resultaba asfixiante y Joakim aguardaba. ¿Cómo se pide disculpas por veintidós años de desatención sin sacar la cartera? Se sentía seguro de su triunfo.
—Seguramente pensarás que yo también he sido un capullo. Lo he sido y ya no podemos hacer nada para arreglarlo, pero si hay algo que pueda hacer por ti en estos momentos, dímelo. Estoy aquí y haré todo lo posible.
¡Sí! Ahora era su oportunidad. Joakim estaba a punto de responder cuando su viejo añadió:
—Sé cómo funciona la justicia y puede que necesites algún que otro consejo.
—¿No me preguntas primero si soy culpable? —dijo Joakim con una mirada de desprecio.
Era una apuesta osada, y bastante innecesaria, pero se sentía decepcionado de haber tenido tan cerca el dinero y que se le hubiera escapado de nuevo. Joakim miró a su padre y vio que, de algún modo, él lo había captado. El puto viejo no estaba dispuesto a aflojar. Las cosas claras, nada de discursos morales, aunque también encontraba cierta satisfacción en ello.
—¿Lo eres? —preguntó Jesper, vacilante—. Independientemente de lo que contestes, haré todo lo que pueda por ti. Siempre dentro de los límites de la ley. De lo contrario, pueden castigarme con algo considerablemente peor que el almacén de bicicletas —añadió riéndose secamente de su broma.
—Soy inocente. Puedes estar totalmente seguro de ello. Camilla era mi chica y por algún jodido motivo estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado. Nos acabábamos de liar, apenas la conocía.
—No basta con que estuvieras en el lugar para condenarte por asesinato. Eso lo comprendes, ¿verdad? Tienen que demostrar que lo hiciste.
—No lo hice, pero pienso acabar con el enfermo que la atacó —dijo Joakim, tomando luego un poco de aire antes de hacer la pregunta que más le quemaba por dentro—. ¿Hubo violación?
—¿Violación? No puedo contestar a eso.
—Si, por ejemplo, hubiéramos hecho el amor antes, ¿pueden pensar que fui yo?
—¿Lo que estás preguntando es cuánto tiempo después del coito se puede rastrear el esperma? Aunque fuera tu novia, eso no te convierte en asesino, ¿verdad? Puedo enterarme si quieres, pero no conseguiré más detalles de la investigación de los que aparecen en el periódico. Estoy apartado del caso. ¿Te tomaron muestras de ADN pasándote un bastón de algodón por la boca?
—Sí, y las huellas dactilares. Además, debo estar localizable. Es como llevar puesto unos malditos grilletes en los pies. Pero no estaba en los baños para mujeres. No fui yo —dijo Joakim oyendo que su voz sonaba en falsete. Tenía que respirar profundamente y calmarse para no dejarse llevar por el pánico. Los ojos se le humedecieron y volvió la cara hacia un lado.
—¿Quién crees que lo hizo? ¿Tienes alguna idea?
Joakim se obligó a mirar de frente a su padre.
—Puede haber sido Sebastian, el tío que limpia —dijo sintiendo de nuevo la cólera en su interior—. Le sacaré toda la verdad cuando pille a ese cabrón.
—Yo que tú dejaría que la policía se encargara de ello. Si le tocas te detendrán por agresión, aunque él sea el culpable. ¿Por qué piensas que es él? —preguntó Jesper intentando captar cualquier matiz en el rostro de su hijo que corroborara que decía la verdad.
—Porque es un pervertido tratando a las tías —contestó Joakim, y en el mismo momento de pronunciar esas palabras le vino a la mente Stina, a quien había dejado llorando en un rincón del cuarto de baño con los brazos protegiéndose la cabeza. Pero inmediatamente cambió de conversación. Tenía que conseguir dinero antes de que todo se fuera al garete—. Hay otro asunto —dijo moviéndose inquieto.
Siempre le costaba trabajo pedir dinero. Amenazar para conseguirlo le parecía más digno, pero mendigarlo le resultaba penoso, aunque fuera a su padre, que en cierta manera estaba en deuda con él después de todos los partidos de fútbol que no habían visto juntos y de todos los regalos de Navidad y cumpleaños que nunca le había hecho. Mirándolo de ese modo, mil coronas era una bagatela.
—Te escucho —dijo Jesper reclinándose sobre el respaldo del mueble de jardín con las manos en la nuca. Parecía satisfecho.
—En este momento voy muy justo. Necesito mil coronas.
—No sé si llevo tanto —repuso Ek y empezó a buscar la cartera en los bolsillos de su pantalón—. Así estaba yo a tu edad, ahora lo recuerdo. El alquiler era un gasto con el que nunca contaba; todo el dinero lo destinaba a diversiones. Por aquel entonces siempre se invitaba a las chicas. ¿Sigue siendo así?
—Nunca he impedido que una tía me invite si insiste en ello. El problema no son los gastos, sino lo que cuesta conseguir trabajo.
—Cien coronas es lo único que puedo darte. Cógelas. Me quedo con veinte para la leche y el pan de mañana.
Joakim tomó el dinero y se levantó. Sentía una enorme decepción, pero no tenía intención de demostrarlo.
—¿Volveremos a vernos? —preguntó Ek—. Me gustaría conocerte un poco mejor.
Joakim se encogió de hombros y empezó a andar lentamente calle abajo. Jesper Ek se acercó a la verja y se quedó mirando un buen rato a su hijo. Una sensación de desagrado le provocó un escalofrío, o tal vez fuera el frescor de la noche lo que le hizo tiritar. Esa visita le daba que pensar. ¿Era culpable el muchacho? ¿Qué pasaría si desarrollaban una buena relación, como Jesper deseaba en su fuero interno, y el chico le confesaba que era el asesino de Camilla Ekstróm? O, peor aún, también podía ser el responsable de la muerte de la enfermera. Además, había llevado en taxi a Frida Norrby antes de que se incendiara su casa. Como policía estás obligado a informar de los delitos que llegan a tu conocimiento si quieres seguir ejerciendo como tal. Pero como padre debes seguir los dictados de tu corazón. En esta ocasión no pensaba eludir su responsabilidad cogiendo el camino más fácil.
Cuando Joakim Rydberg fue a abrir la puerta de su apartamento se dio cuenta de que la llave no estaba echada. Probablemente había olvidado cerrarla con las prisas, lo cual ya era suficiente para asustarle. Pero eso no fue lo que más le desconcertó. Ni siquiera el inusual olor a pan recién horneado, que le dejó atónito y boquiabierto en el vestíbulo. Se trataba de algo más sustancial. Había alguien dentro del apartamento, esperándolo. No era ninguno de los amigos habituales, ni una de las personas a las que debía dinero. Todo aquello era muy raro.
Junto a la mesa de la cocina, delante de un fregadero reluciente, se encontraba Frida Norrby sorbiendo el café a la manera tradicional: sobre el platito y con un terrón de azúcar entre los dientes. Al entrar, la cara de Frida se iluminó y le saludó solícitamente con un gesto.
—¿Permites que me quede contigo un tiempo? Puedo dormir en el sofá. Veo que tienes sitio más que suficiente —dijo sin ambages tendiendo la mano para coger otro bollo.
—Pero ¡qué demonios…! —exclamó Joakim, estupefacto e incapaz de articular palabra, ni siquiera de pensar—. ¡Qué demonios es esto! —repitió sacudiendo la cabeza con la misma energía con la que se sacude un termómetro de mercurio. Se negaba a creer lo que veían sus ojos y oían sus oídos, pero en vista de que ella continuaba sentada en su silla preguntó por fin—. ¿Qué está haciendo aquí?
—Como podrás comprender, necesito algún lugar donde quedarme ahora que se ha incendiado mi casa. No resulta particularmente cómodo dormir sobre la paja y tampoco es muy agradable tener que lavarse al aire libre con agua fría. Pero aquí dentro se está la mar de bien —dijo estirándose con deleite al tiempo que se arremangaba la rebeca y se balanceaba ligeramente en la silla mientras una amplia sonrisa se dibujaba en su cara.
—¡Qué demonios…! —A Joakim no se le ocurría otra cosa que decir y finalmente estalló en una carcajada. No podía dejar de reír. Se reía tanto que era incapaz de mantenerse en pie, así que, apoyando la mano sobre la mesa, se arrodilló en el suelo sin dejar de desternillarse—. ¡Esto es imposible! ¡No puede ser verdad!
—Hay café para ti en la cafetera, y bollitos si te apetecen, pero tendrás que comprar más harina porque he cogido la última que había en la bolsa. Te he puesto en remojo un par de pantalones y una camisa; tenían un aspecto lamentable. No he encontrado en toda la casa un buen detergente en polvo para fregar. También debes comprar jabón para la ropa, que sea eficaz.
—¡Qué cono! ¿Ha estado revolviendo mis armarios? —preguntó Joakim. La simple idea lo dejó anonadado. ¿Cómo narices se atrevía esa mujer enclenque a hacer algo que ni los individuos más peligrosos de Visby y alrededores osarían hacer?—. ¡Está como una regadera! —añadió golpeándose la sien con la palma de la mano—. ¡Totalmente majareta!
—Todavía no, pero es muy probable que pille un buen resfriado. Viviendo al aire libre y expuesta al frío, tarde o temprano caes. Podía haber pillado una neumonía y haber muerto —repuso Frida. Le dio un ávido mordisco al bollo y sorbió sonoramente las últimas gotas de café sobre el platito, como si fuera su última cena antes de la ejecución.
—¿Cómo ha encontrado mi casa? ¿Cómo ha sabido dónde vivía? —inquirió Joakim poniéndose en pie para ir a sentarse en la silla libre de la cocina.
Cogió un bollo. Olía fantásticamente y el primer bocado se deshizo en su boca. Mantequilla en abundancia, y de la buena.
—Vi tu nombre en un papel en el taxi. Busqué dónde vivías en una guía telefónica en casa de Signe, en Móllebos.
—Mi carnet… ¡Y se instala aquí como si fuera mi pareja! Es la propuesta más descarada que me han hecho nunca —dijo Joakim riendo con tanta fuerza que hasta las migajas del bollo salían disparadas de su boca. Sin duda, era la situación más estrambótica en la que se había visto nunca.
Frida parecía ofendida.
—Oye, todavía puedo ser muy útil. No tengo la intención de ser una carga para ti —dijo haciendo un mohín con la boca, con los ojos entornados.
Joakim tuvo que tomar aire antes de volver a echarse a reír.
—Si ni siquiera eres capaz de limpiar tu porquería es que necesitas ayuda —prosiguió, molesta—. Eres como un gatito al que han separado de su madre demasiado pronto. Ellos tampoco saben limpiarse. No me sorprende que me recuerden a ti.
—Supongo que se refiere a mi pelo en punta. Es totalmente intencionado. Se consigue con gomina. ¿Qué quiere de mí realmente? —repuso después de recuperarse un poco.
—Como podrás comprender, necesito tu ayuda. Soy vieja y en poco tiempo moriré, pero no quiero irme a la tumba sin satisfacer mi curiosidad —dijo Frida y fue a por una taza para Joakim. Luego sirvió a ambos un poco de café y se inclinó hacia delante—. Necesito que me ayudes a excavar, pero solo podremos salir por la noche, cuando nadie nos vea. —Se acercó un poco más a él y pudo sentir en su cara el dulce aliento de Joakim, saturado de aroma a café—. Hay alguien que quiere escondernos algo —agregó recalcando sus palabras con un movimiento de la cabeza, tras lo cual volvió a su platito de café sin apartar la mirada de Joakim.
—¡Está verdaderamente chiflada! —exclamó Joakim, cada vez más dubitativo. Mientras habían hablado en el taxi, la vieja le había parecido una mujer con la cabeza en su sitio, incluso sumamente lúcida, pero todo aquello le sonaba a disparate. ¿Quería que cavaran una tumba para ella, o de qué mierda se trataba? ¿Qué debía hacer? ¿Llamar a la policía para comunicarles que la había localizado? No, no quería que la pasma se mezclara en aquello. Además, ella no tenía adonde ir. Por otra parte, ¿qué pasaría si de repente la palmara en su casa? ¿Le echarían la culpa también de eso?
—No tengo dónde esconderme. Tienes que ayudarme. Desconozco de quién se trata, pero hay alguien que pretende acabar conmigo.
—¿Cómo sabe que no soy yo? —preguntó Joakim, de repente muy serio. ¿No era eso lo que todos los demás pensaban, que era culpable? Debería tenerle miedo y, en cambio, acudía a él para que la protegiera. Totalmente incomprensible.
—Si hubieras querido matarme lo habrías hecho al amparo de la oscuridad en Hunninge. Un golpe expeditivo con la pala y luego un empujoncito en la zanja. No sabía con certeza qué tipo de canalla eras, pero vi la rabia que acumulas dentro, una enorme cólera, y me pregunté a qué se debía. Sin embargo, no estabas enfadado conmigo aunque me cogieras fuerte del brazo. Incluso trataste de ayudarme a subir la escalera cuando quería hacerlo yo sola. Por eso eres la única persona en quien puedo confiar. Tienes que ayudarme. Están tratando de envenenarme y han prendido fuego a mi casa, pero conseguí salvar los mapas de Helge, que es lo que creo que estaban buscando.
—¿Quién quiere hacerle daño? —inquirió Joakim, incapaz todavía de decidir si la vieja estaba o no en su sano juicio.
—Como puedes imaginar, si lo supiera acudiría a la policía, pero tengo miedo de que no me crean y me internen en alguna residencia con robustas enfermeras que me impidan llevar a cabo lo que tengo que hacer; no quiero que me encierren en mi habitación para obligarme a jugar al bingo y escuchar música de acordeón. La ley no les da derecho a hacer eso, pero sé muy bien cómo funcionan las cosas. Si te opones, te medican, te convierten en una inválida. Si eres vieja, pierdes todos tus derechos. Tienes que ayudarme, porque ya no soy capaz de hacerlo por mí misma.