—¡Menudo genio! Está bien, está bien —respondió Mirja, sorprendida.
Tomaron el desvío a la derecha en dirección a Viklau y después enfilaron una alameda a la izquierda. El camino conducía hasta una bonita granja antigua. Allí, junto al enorme estanque rodeado de sauces llorones, los monjes habían tenido hacía mucho tiempo un molino donde molían su propia harina con la que luego hacían el pan para el convento.
—¿No es una granja demasiado grande para dos mujeres solas? —Maria contempló las reses que pastaban en la ladera que bajaba hasta el agua.
—Supongo que tienen las tierras arrendadas, pero no estoy segura. Ingrid sabe más de lo que parece. Seguro que en su tiempo libre podría ser agricultora. —Mirja abrió la puerta del coche antes de que este se hubiera detenido y se apeó casi en marcha. Cerró con un portazo que hizo temblar los cristales de las ventanillas, como solo cierra quien tiene una chatarra cuyas puertas solo se cierran pegando un portazo. ¿Por qué tiene un Volvo Amazon viejo y roñoso alguien que arriesga en proyectos millonarios? ¿Vivían con unos márgenes tan estrechos? Maria estaba a punto de preguntar, pero Mirja ya había abierto la verja de hierro con la letra N elegantemente forjada y se disponía a cruzar el patio. Una mujer con el pelo gris recogido en un clásico rodete en la nuca las esperaba en la escalera envuelta en un mantón grande de lana. Su rostro, deshecho en llanto, presentaba un extraño color plúmbeo. Maria no pudo evitar mirarla fijamente. Hasta el blanco de los ojos lo tenía de color gris.
—Por lo que dicen, siempre ha tenido este aspecto —dijo Mirja en voz baja.
—Estoy muy preocupada, terriblemente preocupada. Ha tenido que sucederle algo horrible. Ingrid jamás pasaría tanto tiempo fuera de casa sin avisarme. Como tengo muy poco apetito, ella suele prepararme la comida y, si tiene previsto salir por la tarde, la deja en la nevera. Cuando asistió a un curso en la península me dejó comida repartida en bandejas para cinco días. Nunca desaparecería sin decir nada.
La anciana empezó a llorar desconsoladamente; Maria la tomó con delicadeza del brazo cuando entraron en la cocina. La mujer se recostó contra su hombro. Todo su cuerpo se sacudía con el llanto.
Mirja, que parecía sentirse como en casa, preparó el café; se sentaron a la mesa de la cocina, que estaba llena de frascos de medicinas, botellas de cristal de color marrón, una tarea de punto empezada, folletos de propaganda y crucigramas. Colocó los medicamentos en la repisa de la ventana para hacer sitio a las tazas del café. Signe miraba fijamente a través de la ventana intentando controlar el llanto.
—Cuándo la vio por última vez? —Maria puso la mano sobre el brazo de la anciana para captar su atención.
La mirada de Signe parecía perdida entre los árboles, como si intentara recordar algo que solo existía confusamente en su memoria.
—Ingrid estuvo en casa de Frida Norrby ayer por la tarde después del trabajo. Frida ya no regía como antes. Se volvió muy rara. Sin duda, la muerte de su marido fue demasiado para ella. También puede ser que oyera peor, claro, porque muchas veces te contestaba buenos días o buenas tardes cuando le preguntabas qué tal estaba. Ella y su marido solo se tenían el uno al otro. Sin duda debía de sentirse muy sola en su casita después de la muerte de Helge.
—A mí también me pareció que estaba un poco ida —dijo Mirja—. La última vez que la vi en la tienda parecía como si no supiera hacia qué lado tenía que ir para volver a su casa. Además, había comprado un montón de pilas pero nada de comida.
—No estaba bien, y encima se dejó una placa encendida, o tal vez una vela, las cortinas ardieron y se quemó la casa entera. Eso dicen. Es terrible. Cuando Ingrid se entere seguro que se siente culpable por no haber puesto a Frida en observación. Esas cosas suceden cuando se abandona a las personas mayores a su suerte. Es terrible hacerse mayor y no tener más remedio que confiar en la buena voluntad de los familiares, sencillamente es una humillación que después de toda una vida pagando impuestos no pueda una disfrutar de cierta seguridad y comodidad en el otoño de sus días. —Signe se pasó la mano por los ojos y sollozó—. Es horrible hacerse viejo. Un escarnio contra la persona que una fue en su juventud.
—Ha sido una suerte que nadie más haya resultado herido en el incendio. Imagínese si Frida hubiera vivido en un apartamento. ¡Imagíneselo solo por un momento! —Mirja cogió entre sus manos los brazos de Signe y los sacudió un poco.
—Deseo de verdad que muriera dormida —dijo la anciana, pensativa—. Según dicen, uno muere asfixiado por el humo antes de que lo consuman las llamas, ¿no es cierto?
—Así es —dijo Mirja tratando de tranquilizarla.
Signe asintió enérgicamente, así quería ella que hubiera sido.
—Ingrid me contó que Frida no comía nada, pero no porque no tuviera apetito, sino porque creía que alguien estaba tratando de envenenarla. Qué vieja más chiflada. La típica manía persecutoria. Estaba a punto de volverse senil, no cabe duda. Si andaba mal del estómago era por todos los potingues y cosas raras que preparaba. Si uno se alimenta de toda clase de hierbas y de infusiones extrañas, acaba pagándolo. Frida sabía mucho de eso, pero creo que tras la muerte de Helge empezó a confundirlo todo. Siempre fue una bruja y me despreciaba porque yo soy una persona culta.
—¿Volvió Ingrid ayer a casa después de haber estado en la de Frida? —Maria aceptó otro café cuando Mirja se acercó con la cafetera.
—Sí, volvió a casa —respondió Mirja—. Yo pasé un momento por aquí.
Signe empezó a llorar otra vez. Pasó un buen rato antes de que estuviera en condiciones de responder a la pregunta.
—Sí, volvió a casa…
—¿Qué pasó entonces? ¿Comentó algo en particular? —preguntó Maria y sus sospechas se vieron confirmadas. Aquel pesar no era solo inquietud. Era algo más. ¿Culpabilidad?
Signe las miró; sus ojos negros parecían asustados.
—Discutimos… eso fue después de que Mirja se hubiera marchado… Nunca antes habíamos discutido… Parecía otra. —Signe se eclipsó en un nuevo ataque de llanto y Maria aguardó a que se calmase.
—¿Acerca de qué discutieron?
—Esta granja es mía, pero Ingrid dijo que creía que debería mudarme a una residencia para ancianos o procurarme un pequeño apartamento con servicio incluido. ¡Yo estoy lúcida y bien de la cabeza! En cambio Frida Norrby podía seguir viviendo en su casa pese a que estaba un poco loca y no hacía las cosas como debía… Me enfadé tanto que fui incapaz de contener los gritos. —Signe se frotó los ojos, todo el cuerpo le temblaba de indignación—. Vivo aquí. Siempre he vivido aquí, y mis padres y mis abuelos paternos antes que yo vivieron aquí; nadie se planteó nunca echar a alguien de la granja porque fuera viejo. Me mostré sumisa y le dije que podía mudarme a una de las alas de la casa si eso era lo que quería. Le supliqué…
—Es muy duro… ¿Y adonde pensaba irse Ingrid? —preguntó Mirja mientras, por indicación de Signe, buscaba algo para mojar en el café en las latas de galletas rojas, amarillas y verdes que estaban apiladas en la encimera.
—Ella quiere seguir viviendo aquí y que yo me vaya porque ya no se siente con fuerzas para ocuparse de mí. Y entonces se lo dije… le dije a la cara que aquí soy yo quien decide. Ni siquiera es mi hija, la acogimos cuando era niña. Nunca la adoptamos, y parece que a veces se le olvida. Yo soy la dueña de la casa, si quiero puedo hacer testamento y dejárselo todo a la asociación nacional de coleccionistas de sellos, o venderlo todo y trasladarme a vivir en un balneario del extranjero, pero no quiero. Quiero vivir aquí, con mis amigos. Entonces me dijo que si yo no me iba se iría ella. Y en ese caso no tendré a nadie que me ayude y no me quedará otra que irme. Se mostró tan dura e inhumana que no parecía ella. Mi pequeña y dulce Ingrid, siempre tan sensata y comprensiva. Nunca antes me había hablado de esa manera. —La anciana se ahogó otra vez en una mar de lágrimas—. ¿Dónde puede haberse ido? ¿De dónde sacó esas ideas tan horribles? Siempre habíamos estado muy bien juntas.
—¿Se marchó sin más? ¿Preparó algún equipaje? —preguntó Mirja.
—No, no se llevó ni el cepillo de dientes. Cogió la puerta y se largó. —Signe apuntó hacia el vestíbulo con un dedo torcido—. ¿Qué puedo hacer? ¿Qué va a ser de mí? Si entendiera qué se le ha pasado por la cabeza…
—Quizá la rebeldía propia de la adolescencia que llega con retraso —dijo Mirja con una mueca—. Igual se arrepiente enseguida y pide perdón. Puede ser algo hormonal. Te alteras, todo cobra proporciones absurdas y luego, cuando pasa, no sabes ni qué te ocurrió.
—Sí, si fuera así… —Signe se sonó ruidosamente con un pañuelo blanco con encaje—. En ese caso me parece que tendrá que pedir perdón. Sí, me debe una disculpa en toda regla. Después de todo lo que mi marido y yo hicimos por ella… Nos ocupamos de que pudiera estudiar sin que tuviera que pedir un crédito para sus estudios, le pagamos el carnet de conducir y cuando terminó el bachillerato le compramos un coche… ¿Es mucho pedir que muestre un poco de agradecimiento? Ha vivido aquí gratis todos estos años. Eso es mucho dinero.
Maria se inclinó para mirar a través de la ventana de la cocina. Esas exigencias de agradecimiento le parecían asfixiantes aun cuando fueran dirigidas hacia Ingrid.
—¿Se marchó en bicicleta o en coche?
—En bici. No coge nunca el coche. Le costó Dios y ayuda sacarse el permiso de conducir. Chocó, abolló el guardabarros delantero y mi marido se enfadó. Tenía un carácter muy fuerte, y quizá no debería haber acompañado a la chiquilla cuando estaba aprendiendo a conducir. Ingrid volvía llorando cada vez que salían, y él ciaba voces y gritaba que era una inútil y que estaba destrozando el coche. Además de la abolladura, hubo que cambiar el embrague porque estaba muy gastado, y eso también costó dinero. Sí, y luego ella ya no quiso volver a conducir. Tryggve iba en el asiento del acompañante cuando chocó contra el poste de la verja. No resultó herido, pero le explicó lo que podía haber pasado… Entonces ella, por despecho, no volvió a tocar el coche.
—Es decir, durante los últimos treinta años.
—Sí, en los últimos treinta años. Ayer se fue con la bicicleta. La tenía apoyada contra la pared de la casa y desapareció sin más hacia abajo, en dirección al estanque.
—Quizá deberíamos salir y ver si la bicicleta sigue ahí. ¿Está segura de que Ingrid no ha vuelto a casa? Esta casa es bastante grande. —Maria miró hacia la escalera que conducía al piso superior—. Supongo que es fácil esconderse en alguna de las habitaciones y que no te descubran.
Después de haber buscado por toda la casa, salieron al frondoso jardín. El calor del día aún se notaba, sobre todo entre los árboles y junto a las paredes de la casa. Buscaron en el anexo y el establo, pero allí no había ninguna bicicleta de chica y con una cesta.
—A pesar de todo, sé que ella me quería como si fuera su madre. Solía decírmelo. «Signe, no te habría querido más si fueras mi madre de verdad». Y entonces yo le decía que no podía desear una hija mejor. Pero creo que lo de Frida fue demasiado para ella. Vio lo que me podía pasar y temió que me volviera igual de intratable. Frida nunca fue muy sociable, y fue a peor. Ingrid tenía que haberla obligado a ingresar en el hospital. Cuando la chiquilla volvió a casa, yo necesitaba que me ayudara a vendarme las piernas. Por las noches me cuesta respirar y cuando tengo que levantarme no me gusta estar sola. Eso lo comprende cualquiera. Además, me he enterado de que tengo parkinson. Aún no se nota mucho, pero ya irá saliendo… Dentro de poco no podré conducir el coche ni arreglármelas sola para ir de compras. No, no puedo creer que Ingrid me haya abandonado para siempre. Tiene que estar en algún sitio. Tiene que haber alguna manera de hacerla entrar en razón.
Al fondo del jardín había una casa de piedra muy antigua. Pero no fue eso lo que le llamó la atención. Maria fue la primera que vio la bicicleta tirada en el suelo delante de la puerta cerrada.
—¿Es esta?
Signe no entendió a qué se refería Maria. Aún no había visto la bicicleta.
—Es una antigua casa donde los monjes hacían el pan. Hay fantasmas. Desde que una vez se cerró la puerta y no pude abrirla, no he vuelto a poner un pie ahí dentro. Me quedé encerrada en la oscuridad, rodeada de cochinillas y tijeretas, durante un día entero, hasta que llegó mi padre y me abrió. —Signe reflexionó un momento y luego continuó—: Cuando hay niebla se puede ver a un monje con el hábito blanco. No tiene cabeza. Es horrible. Creo que quiere algo. Es un alma en pena. Se desliza, casi flota entre los árboles. Cuando hay niebla yo nunca bajo al estanque. Entonces tomamos el café del desayuno ahí arriba, en la terraza. Nunca en el jardín. —La anciana entornó los ojos para ver mejor—. Vaya, pero si la bicicleta de Ingrid está ahí, tirada en el suelo. Mira que le tengo dicho que si la deja tirada así se oxidará, pero no me escucha. De pequeña era igual Tenía que ir detrás de ella recogiendo las cosas todo el tiempo. Todo el tiempo. Pero ¿por qué ha dejado la bicicleta aquí?
Maria se colocó de manera que las otras dos mujeres no pudieran ver el interior cuando abriera la puerta. Sospechaba lo peor. Los años de policía te preparan para las catástrofes. Es verdad que a veces uno se pone en lo peor sin necesidad, pero con frecuencia se agradece tener cierta experiencia. Si había pasado lo que ella temía, quería evitarle a la anciana una confrontación directa. Considerando la triste biografía de Ingrid, cabía suponer que se había quitado la vida. No siempre se tienen indicios de antemano. En el curso de acuarela el negro dominaba en las pinturas de Ingrid. Cuadros que no quería o no se atrevía a llevar a casa.
Es impresionante todo lo que puede uno pensar en unos pocos segundos. Le costó un rato acostumbrar la vista a la oscuridad. Una luz débil se filtraba a través de las ventanas estrechas y alargadas de la época en que el edificio se utilizaba como granero. En el suelo de tierra, al lado de una pared, había un cuerpo vestido con ropa clara. Al principio le pareció el hábito blanco de un monje. Maria corrió hasta él y se puso de rodillas para verle la cara. Los mechones de cabello entrecano le caían sobre el rostro. Cuando los retiró con cuidado, descubrió el color cerúleo de la cara. Estaba muerta. Los labios, blancos, rígidos, apretados sobre los dientes, dibujaban una sonrisa torcida. Maria notó algo frío y húmedo en sus manos y las levantó para verlas a la luz de la ventana. Estaban espantosamente rojas de sangre coagulada.