—Hacen buena pareja, ¿verdad? —resonó la voz de Tryggve; había acercado demasiado su rostro enrojecido y abotargado y Signe vio que tenía un grano infectado por encima del cuello de la camisa; un grano asqueroso, inflamado y amarillento en el centro, a punto de estallar. Le entraron ganas de vomitar y Tryggve la acompañó de buena gana detrás de unos arbustos. Las manos de él empezaron a abrirse camino por debajo de su odiosa y anticuada falda de rayas cosida en casa. Ella lo dejó hacer; el mareo casi le impedía respirar y el estómago se le revolvía agitado. Quería irse a casa; meterse en la cama, acurrucarse y llorar. Pero el mareo le impidió levantarse; veía la cara de Tryggve por todas partes; su boca húmeda la asfixiaba y le provocaba náuseas, pero se sentía incapaz de hacer nada. Él le hablaba con palabras tranquilizadoras, como se les habla a las vacas cuando van a tener un ternero. Esa misma voz adormecedora, y ella le dejó hacer lo que quiso. Ojalá hubiera podido parar el tiempo y que la mujer adulta hubiera estado en el lugar de la joven. Pero la vida nunca ofrece esa posibilidad.
Se oyó entonces la risa histérica de Ester, que los miraba con la boca abierta. El sonido hizo que la gente se arremolinara a su alrededor y el peso que había oprimido a Signe contra el suelo de pronto desapareció. Tryggve soltó un juramento. Unos brazos fuertes levantaron a Signe, que miraba aturdida a su alrededor. Miraba las caras perplejas y ávidas que la rodeaban como una masa negra. Ester seguía riendo como una loca, y Signe, en un acto reflejo, se bajó azorada la falda sobre las rodillas.
—Será mejor que nos vayamos a casa —dijo Frida a Ester—. Pronto oscurecerá y no llevo faro en la bici.
Se fueron con Helge hacia las bicicletas y dejaron a Signe sola con Tryggve y el montón de ojos curiosos. Pero la vergüenza no la alcanzó hasta el amanecer del día siguiente, cuando se despertó y comprendió el significado de lo que había pasado. Quizá habría sido mejor si la vida se hubiera acabado entonces. Si se hubiera atrevido a hacerse un corte más profundo en la muñeca. Para morir hay que tener valor, y a ella, aunque llevaba ya mis de un año poniéndose blusas de manga larga para que nadie viera los cortes, le faltaba valor.
Al día siguiente los rumores de lo que había pasado en el baile en Klintehamn llegaron al padre de Signe. Después de ensayar con el coro de la iglesia, volvió pálido y circunspecto a casa y se la llevó a la sala con el cinturón en la mano. El dolor estuvo a punto de hacerle perder la conciencia y en ese sentido fue un antídoto contra su tormento interior. Recibió los latigazos sin ofrecer resistencia. Se sentía sucia, utilizada y una deshonra para la familia, y lo único que podía hacer para atenuar su desgracia era casarse con Tryggve antes de que lo que habían hecho se le notara por fuera. No le quedaba otra salida, después de lo que había pasado.
Llegó la guerra y enviaron a Helge a un lugar secreto; Tryggve se quedó en la granja. A ella nunca llegó a notársele nada por fuera. Lo más espantoso quedó oculto. Fue como si el grano que Tryggve tenía en el cuello aquella maldita noche se le hubiera contagiado a ella y le hubiera llenado el cuerpo de impureza. Pensó durante mucho tiempo que eso era lo que había ocurrido. Hasta muchos años después, cuando estudiaba para ser enfermera, no oyó hablar de las enfermedades venéreas. De sus partes íntimas e innombrables salía un líquido amarillo y maloliente, y permaneció en cama con fiebre sin atreverse a contarle a nadie lo que le pasaba. Por la noche, a oscuras, lavaba las bragas. Su madre quería mandar a buscar al médico, pero a su padre le pareció innecesario hacerlo venir por un poco de fiebre. Signe salió adelante, pese a los dolores de tripa, los mareos y el dolor en las articulaciones. Frida iba a visitarla. Tenía un remedio, le dijo, y Signe estaba demasiado enferma para protestar. Todos los días bebía el reluciente líquido. Cuando la infamante enfermedad finalmente remitió, Signe había envejecido media vida y la piel se le volvió para siempre de color gris plomo. La culpa era de Frida. Aquella bruja le había dado una sobredosis de plata. Lo único que se podía decir en su defensa es que era lo suficientemente sensata para callar lo que sabía.
Para la inconfesable decepción de su padre, el hijo que se convertiría en heredero de la granja jamás llegó, ni siquiera una niña. La enfermedad se había llevado por delante esa posibilidad, y quince años después apareció en su camino la pequeña Ingrid. Una chiquilla asustada cuya madre había sido ingresada en un centro a causa de su afición por la bebida. Un lluvioso día de noviembre de 1968 la recogieron en Visby con el Ford nuevo. Una niña desamparada que necesitaba una buena familia. Tryggve se opuso a adoptarla. Con esos genes nunca se sabía cómo podía acabar la cosa, opinaba. Y así se quedó. Nunca del todo. Nunca enteramente aceptada, Ingrid tuvo que vivir de la misericordia y dando gracias. Para Signe, la niña constituyó una prueba de que era una mujer honrada y una persona buena y responsable. Ese era el objetivo, e Ingrid fue el medio. Después comprendió lo que había hecho y sintió cierta vergüenza. Ingrid había sido su posibilidad de redención. Si Ingrid era una inadaptada, Signe era una mujer buena que la había cogido como si fuera su propia hija. Nunca de verdad. Nunca con el cariño incondicional que recibe una hija. El aprecio hay que merecerlo; el cariño, ganárselo. Quizá por eso pasó lo que pasó… porque el amor entre madre e hija nunca fue sin reservas, pensó Signe, sentada en la terraza bajo las pálidas estrellas del amanecer.
Fue a la cocina para prepararse una taza de café bien cargado y luego bajó al buzón para recoger el periódico del día, antes de volver al frío de la terraza. Los recuerdos del pasado no cesaron de dar vueltas en su cabeza durante toda la noche y seguían allí cuando amaneció.
Frida y Helge se casaron. La boda, pequeña y pobre, tuvo lugar cuando terminó la guerra. Vecinos y amigos contribuyeron con sus cupones de racionamiento para comida y Tryggve les regaló un cerdo que mataron clandestinamente. Parecían muy felices, y para Signe fue insoportable ser testigo de aquella felicidad. Helge siguió trabajando durante algún tiempo en la granja; luego, estudiando por correspondencia, llegó a ser ingeniero. Continuaron viviendo en su pequeña casa y Frida empezó a cultivar rosas y plantas medicinales; más tarde, Signe estudió enfermería y surgieron las disputas entre la oscura superstición de Frida con sus decocciones de plantas y la medicina clínica blanca de la escuela de enfermería. Una lucha en la que cada una defendía lo suyo y criticaba y se alegraba de los errores y fallos de la otra. Su rivalidad aumentaba día tras día, pero Signe, por otra parte jamás dejó que Frida percibiera cuan profunda era aquella rivalidad. De cara a la galena eran amigas íntimas y todos los años participaban en el mismo círculo de costura. Allí Signe podía preguntar por Helge y hacerse una idea de cómo era su vida. Y aunque le dolía, aquello era mejor que perder el control y dejar de saber de él.
Frida, gracias a Dios, tampoco tuvo hijos, y esa añoranza la consumía. Cuando otras hablaban de sus hijos y más tarde de sus nietos, a Frida se le nublaban los ojos y se le enrojecía la nariz, en cambio Signe no deseaba realmente ser madre. El sufrimiento de Frida fue como una bendición para Signe. Cuando Frida se sentía vulnerable e indefensa porque no podía tener hijos, Signe la consolaba, la abrazaba, y pensaba que, de alguna manera, al abrazar un cuerpo que él también había abrazado estaba más cerca de Helge. De la misma manera que tocaba las herramientas que él había tenido entre sus manos, el mazo, el martillo, y luego se acariciaba la mejilla. Un pensamiento mágico… pero qué sabe uno de las fuerzas ocultas.
A veces sucede lo inesperado. Una noche llegó Helge a Móllebos para pedir consejo. Tryggve había ido a la península para comprar un caballo y no volvería hasta el día siguiente. Se sentaron enfrente de la chimenea francesa, en la planta de arriba, en el bonito sofá de estilo rococó, como se habrían sentado todas las tardes si todo hubiera salido tal como ella lo había deseado y esperado hacía mucho tiempo. El fuego chisporroteaba y la cerveza de Gocia que ella le sirvió para acompañar las finas lonchas de cordero curado sobre rebanadas de pan casero le soltó la lengua y él le contó lo que le afligía. La irritabilidad de Frida, el hijo que no llegaba. Le confió sus penas y Signe disfrutó de lo lindo con aquellas mieles. Alentó su disgusto, halagó su vanidad. Frida debería estar agradecida de que la aguantes. Cualquier otro hombre habría buscado consuelo en otro sitio. Le acarició el brazo y la espalda y él se dejó consolar hasta llegar al dormitorio. Allí lo abandonó la virilidad, pero ella por una vez pudo abrazar su cuerpo. Una sola noche había poseído su cuerpo y él se durmió en sus brazos. Por la mañana Helge estaba profundamente arrepentido de haber engañado a su querida Frida^ Signe le aseguró que no había pasado nada; nada de nada. Pero la fantasía es libre como un pájaro. El se apresuró a ponerse los pantalones e irse a casa antes de que Frida se despertara. Signe pensó que lo había perdido para siempre, pero él volvió una y otra vez en busca de consuelo… si bien solo con palabras. Ella se convirtió en su paño de lágrimas. Jamás en lo que añoraba y deseaba, solo en la persona a quien él confiaba el cuento de su vida. Alguien que lo escuchaba. Solían verse en la iglesia, como por casualidad. Eso daba un halo de respetabilidad y confidencia a sus encuentros. Para no despertar sospechas, el salía de casa con una pala. Sin dar demasiadas explicaciones, le decía a Frida que iba a investigar lo que descubrió durante la guerra cuando enterraron los depósitos de combustible en Guldakern. Quería saber con seguridad dónde había estado el Alltinget
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. Probablemente se hallaba al lado de la iglesia. En la fachada norte de la iglesia había una puerta, y eso era raro. ¿Tal vez se abría al lugar donde se reunía la asamblea? Dibujaba mapas y tomaba notas; a veces hacía los mapas con el sacristán.
A Frida no le interesaba el tema. Bastante tenía con su pena; se fueron distanciando el uno del otro cada vez más, y Signe no tardó en aprovechar el nuevo interés despertado en Helge.
Juntos encontraron los esqueletos de los niños sacrificados en el Alltinget cuando las cosechas eran malas. Pequeños cráneos, brazos y piernas. Después, cuando Helge murió, Frida recibió toda clase de atenciones y condolencias por parte de Signe, pese a que el duelo de Signe era mucho más grande y sus deseos habían quedado insatisfechos. Entonces el demonio se apoderó de ella y le contó a Frida dónde estaba enterrado el esqueleto de un niño. Se lo contó junto al lecho de muerte de Helge y Frida prometió guardar silencio. La promesa que Signe le exigió era sagrada. Le contó que allí, justo en aquel sitio, Helge había enterrado a un niño. Quizá lo había tenido con una mujer desconocida de Visby. Eso decían los rumores. Una mujer con la que se encontraba las noches que pasaba fuera de casa. Signe le dijo que Helge se lo había confesado el último día, cuando Frida tuvo que ir en bicicleta hasta el centro de salud y ella se quedó cuidándolo. Delirando a causa de la fiebre, se lo había confesado. Había mentido cruelmente. Y después… solo tenía que esperar a que Frida cavara y encontrase lo que minaría su alma para siempre.
A la espera del juicio final, era duro imaginar qué castigo podría acarrearle semejante acción, por eso pensaba que lo mejor para ella sería vivir un poco más. Aunque el monje le invitaba a reunirse con él.
Solo cuando llegó el coche de la policía Signe pudo dejar de pensar en el pasado. Quizá había preferido hurgar en el pasado porque lo que ocurrió después era mucho peor. Lo que le sucedió a Ingrid. Cuando contó a la policía la discusión que ambas mantuvieron, suavizó sus propias palabras, las hizo parecer más suplicantes, y cargó las respuestas de Ingrid de una insidia que nunca tuvieron. Cuando uno se repite algo unas cuantas veces, poco a poco acaba siendo verdad. Una manera de repartir la culpa para que sea más llevadera.
Esta vez Maria Wern llegó sola. La inspectora estuvo un buen rato examinando la verja de hierro. Faltaba un barrote en el lado izquierdo. Según le dijo Signe, llevaba mucho tiempo así. No habían reparado la verja, así que el barrote se había quedado tirado al lado del muro. Ya no estaba allí, eso también lo sabía Signe.
Al subir por el sendero de grava, la trenza rubia de Maria bailaba sobre su espalda. Parecía una chavala. Había en sus movimientos algo ligero, casi infantil, que no encajaba del todo con la idea que Signe tenía de una representante de la autoridad. Cuando se levantó para recibirla en la escalera, le invadió una sensación de desagrado. Signe sintió cierto alivio al comprobar que no venía con ningún compañero. Era mucho más sencillo sentarse en la cocina y hablar entre mujeres. Mucho más sencillo encontrar las palabras cuando se hace el silencio y te apremia a decir cosas que prefieres callar. Los hombres son más agresivos. Esa era la experiencia de Signe.
—Me gustaría ver la habitación de Ingrid —dijo Maria después de preguntarle si necesitaba ayuda con alguna cosa. Si contaba con alguien para que le comprara la comida. Si necesitaba que la llevaran hasta la funeraria.
Signe dijo que podía arreglárselas. Que Mirja Fredlund y su amable esposo se habían ofrecido a ayudarle.
—La habitación de Ingrid está en el piso de arriba, a la derecha de la escalera. En realidad no hay mucho que ver. Una cama y unas estanterías. El ordenador. ¿De qué puede servir examinarlo? Ya está muerta. —Signe se levantó con dificultad. El frío y la incómoda postura en la que había pasado la noche le habían entumecido los músculos. En ese momento se oyó el ruido de otro coche que se acercaba por la alameda y se detuvo junto a la verja.
—Es Erika Lund, mi compañera. Es experta en criminología, tiene que examinar el ordenador de Ingrid y el correo. Lo lamento si le parece una intromisión, pero debemos hacerlo. Necesitamos saber con quién se relacionaba Ingrid, y usted puede sernos de gran ayuda en eso.
—Ingrid no se relacionaba con nadie, al menos de esa manera. Vivía totalmente para su trabajo. Sus compañeros de trabajo eran sus amigos, pero solo en el trabajo. Nunca quedaban para hacer cosas juntos. Cuando yo trabajaba salíamos a buscar setas o nos íbamos de viaje a Hamburgo y comprábamos adornos de Navidad, cosas así. Hoy en día la gente no tiene tiempo para divertirse. Tampoco tenía ninguna amiga íntima. Ni siquiera un círculo de costura, solo el curso de acuarela. Signe suspiró profundamente. El relato rozó el límite de lo que era capaz de contar.