Frida había ido por la mañana al banco y después se había pasado la mayor parte del día acostada en la cama. Su estómago seguía mal. No podía acercarse al centro de salud en ese estado. No tenía fuerzas. Para que te atiendan en el centro de salud tienes que poder desplazarte hasta allí. A su edad, bastante hacía resolviendo un asunto al día. Con tranquilidad; las cosas de una en una. La joven abogada de la compañía funeraria le había dicho que debían ir a ver la caja de seguridad que Helge tenía en el banco para poder realizar inventario de la herencia. Helge nunca le había contado que tenía una caja de seguridad. Aquello la desconcertó. Encontró la llave de pura casualidad. La abogada se había ofrecido a hacer el registro, pero Frida no se fiaba de ella y le dijo que eso tendría que esperar. ¿Y si él hubiera acertado una quiniela y hubiera depositado el dinero en la caja de seguridad? ¿Cómo podría saber ella cuánto había? Aquella joven abogada, con su collar de oro y sus pendientes, quizá quisiera tener más joyas para colgarlas en el árbol de Navidad. ¿Qué le impediría llenarse los bolsillos con lo que hubiera en la caja y decirle a ella que había una miseria? No, eso no podía hacerse de esa manera, ni hablar, aunque solo fuera por decoro. Quien evita la ocasión evita el peligro. Así razonaba Frida. No se puede una fiar de nadie.
El viaje en autobús hasta Visby le había resultado muy duro. Pero ella tenía que ver lo que había en la caja de seguridad sin la intromisión de ningún extraño. Había encontrado la llave de Helge en el fondo de un bote para los lápices, al igual que la tarjeta para abrir la puerta. Pero no funcionaba. Con un nudo en la garganta leyó que hacía falta un código. Pero ¿qué código? Después de toda una vida juntos, ¿quién podría adivinarlo mejor que ella? Cuatro cifras. ¿1361, el año del saqueo de Visby? ¿1645, el año del Tratado de Brómsebro por el que la isla de Gocia pasó a ser sueca? Probó también con su año de nacimiento y con el de Helge, y con el año en que habría nacido su hijo si el embarazo hubiera llegado a buen término. Después llegaron las lágrimas, y una mujer amable, vestida con un traje azul oscuro, que tenía algún recado que hacer en el banco, le preguntó si podía ayudarla. La buena mujer pasó su tarjeta por el lector, tecleó su código y Frida pudo pasar. No le dijo al empleado del banco que estaba detrás del mostrador que Helge había muerto, no le habrían dejado acceder a la caja de seguridad, eso ya lo había previsto. El mero hecho de preguntarse qué secretos podría tener Helge allí guardados hacía que le diera vueltas la cabeza. No quería compartir aquello con un extraño de la funeraria ni con los empleados del banco. ¿Por qué no le había contado él que tenía una caja de seguridad? No poseían nada de valor, al menos que ella supiera. ¿Qué podía ser tan valioso como para guardarlo en un banco en la ciudad? La escritura de la casa y la escritura de la hipoteca estaban en casa, en el cajón del medio del escritorio que había en el dormitorio. ¿Qué podía tener más valioso que eso?
Frida entró en la cámara y miró a su alrededor. La caja de seguridad era la más alta de su hilera; le dolían tanto los brazos que a punto estuvo de que se le cortara la respiración cuando tuvo que ponerse de puntillas para hacer girar la llave. La caja era pesada. Pero consiguió bajarla y colocarla encima de un pequeño escritorio donde podía cerrar la cortina y examinar el contenido en privado. En la caja de plástico gris había un gran sobre marrón cerrado. Nada más. Volvió a colocar la caja en su sitio y cerró. «Para que lo abra mi esposa cuando yo muera», ponía en el sobre con la letra corta y picuda de Helge. Estaba a punto de abrir el sobre cuando oyó unos pasos. Aguzó el oído y dejó caer el sobre en la bolsa de plástico. Necesitaba estar tranquila para poder leer y entender lo que decía. Era imposible concentrarse cuando había otras personas cerca; además, se sentía como una delincuente que había entrado allí sin permiso. La presión sobre el hueso frontal se convirtió en un dolor de cabeza fulminante y las tripas empezaron a gruñir. Tenía que irse a casa.
En el último trecho del sendero de gravilla notó que le fallaban las rodillas; en el momento de abrir la puerta tuvo que apoyarse en el marco para no caerse. ¡La puerta no estaba cerrada con llave! ¿Seguro que la había cerrado antes de ir a la parada del autobús? Estaba convencida de que había girado la llave y luego se la había guardado en el bolso. Entró tambaleándose y se desplomó en la cama. Si hubiera entrado alguien en ese momento y la hubiera apaleado, ni siquiera habría sido capaz de gritar para pedir ayuda. Completamente agotada, vio cómo bailaban las sombras y se convertían en cuerpos sin cabeza que eran enterrados bajo el suelo. ¡Ayúdame! Helge, ven y ayúdame. El mareo la dejó paralizada. Helge, ayúdame. Solo era un pensamiento, pero no hacía falta andarse con rodeos cuando habían vivido juntos tanto tiempo. Sintió que él llegaba y la cogía entre sus brazos. Su olor la embriagó, sintió su respiración, y con esa seguridad se quedó dormida. Pero el malestar la invadió de nuevo enseguida. Tuvo que levantarse e ir al baño. Pensaba en el pequeño que Helge había enterrado y sintió ganas de pegarle y patearle por lo que había hecho. ¿Cómo había podido? Lo odiaba, lo odiaba, lo… Como solo se puede odiar a la persona que uno ama.
Más tarde, sentada a la mesa de la cocina, con el sobre marrón delante, empezó a sentirse un poco mejor del estómago. Pero al abrir el sobre con un cuchillo de cocina empezaron a temblarle las manos. Las puertas de la casa estaban cerradas y la luz apagada. La única iluminación de la cocina la aportaba la exigua llama de una vela colocada en el candelabro que Helge había torneado en madera de abedul. Había intentado animarse con una taza extra de café, y la taza ya estaba vacía. Justo en el momento en que se bebió el último sorbo pensó que alguien podía haber rociado con veneno la taza, como en La calda del Imperio romano, una serie de televisión que había visto hacía mucho tiempo. Pasó el dedo por el interior del borde de la taza. Parecía pegajoso. Podía ser del vapor del café caliente, claro, pero no era seguro. ¿Acaso no olía raro? Tampoco se había atrevido a comer los ruibarbos que había cocido. Podían estar envenenados. El perro de Bibbi Johnsson, su vecina más cercana, había sido envenenado y a punto estuvo de morir. Alguien los quería mal. ¿Por qué intentaría alguien envenenar a un perro? Para que no alertara con sus ladridos, por supuesto. Frida respiró profundamente. Había llegado el momento de leer la carta. Seguro que allí estaba la confesión, la explicación de lo que tanto lo había perturbado. Quizá hubiera también una súplica de perdón y de reconciliación. Le temblaban las manos. ¿Le diría el nombre de la mujer con la que había tenido aquel hijo? ¿Sería alguien a quien ella conocía? Si resultaba que tenía más hijos desperdigados por el pueblo, entonces tal vez ellos tuvieran derecho a heredar y ella no pudiera quedarse con la casa. Tal vez la obligaran a trasladarse a una residencia para ancianos. Residencias para pobres donde uno muere de hastío porque ya no se le permite participar en la vida real. ¿Podía ser tan cruel? Debería haber leyes que limitaran el derecho de libre disposición y la libertad jurídica de los que van sembrando la discordia en un estado de turbación mental, pensó ella arrugando el rostro, siempre tan terso. Abrió el sobre.
Dos rosas secas cayeron del sobre. Una roja y una blanca. Frida no pudo determinar en ese momento de qué clase eran. Conservaban ligeramente su olor. Aquello era un saludo. Hasta después de muerto le regalaba rosas. La tristeza la invadió de nuevo. Empezó a tararear una vieja melodía para consolarse. La letra llegó después. «La primera es blanca, y la segunda es roja, pero es con la tercera con la que más te quiero obsequiar. No florece ahora, solo cuando haya muerto quien la regaló, es una rosa extraña, mi amor».
Algo decepcionada y quizá también con cierto alivio extendió los papeles sobre la mesa. No eran cartas. Eran mapas llenos de garabatos, completamente emborronados por la parte de atrás con la letra casi ilegible de Helge, y un pliego grande con un texto en latín, con las letras en relieve, que parecía que lo hubieran frotado con un trozo de carbón. Ella se había preguntado qué había pasado con los esbozos de mapas con que Helge pasaba las tardes y, al no encontrarlos, pensó que los había quemado en la chimenea. Pero ahí estaban. No pudo contener las lágrimas de indignación. ¿Cómo podía ser tan tozudo? ¿Ni siquiera después de su muerte iba a contarle lo del niño? ¿Cómo pudo confiar en que Signe mantendría la boca cerrada? Se sentía humillada y traicionada, y el hecho de no saber a quién debía temer y por qué no hacía más que empeorar las cosas. Signe tampoco tenía hijos. En eso les unía una especie de hermandad, aunque por lo demás no se tenían especial simpatía. Si Signe hubiera callado lo que sabía… Le estaba haciendo mucho daño.
Le temblaba todo el cuerpo del disgusto; tuvo que ahuyentar el pensamiento prohibido: imaginar que fuera el hijo de Signe… No, entonces nunca me habría contado lo del niño enterrado. Jamás habría puesto en manos de Frida semejante triunfo. Eran más rivales que amigas. Se inclinó sobre la mesa de la cocina e intentó concentrarse en el contenido del sobre. Había cuatro mapas. El primer mapa representaba la granja de Hunninge en Klintehamn, de la que él, cuando tenía mucha fiebre, había delirado acerca de una cabeza cortada. El otro era de Móllebos, donde vivía Signe, y en el tercer mapa se podía ver la Granja Real de Roma, con las ruinas del claustro de la iglesia cisterciense y los edificios aledaños. En un mapa general de la parte central de Gocia había dibujado un triángulo entre la iglesia de Atlingbo, Kulstáde y la abadía junto a la Granja Real de Roma. «Un triángulo sagrado», había escrito él con su letra inconfundible, y había añadido un signo de interrogación detrás. La zona cristianizada dentro del triángulo y las tierras paganas fuera. En sus delirios Helge le había dicho que tenía que profundizar en la historia en busca de un hombre decapitado. ¿Qué podría encontrar? ¿La cabeza de Juan el Bautista en una bandeja? ¿Más esqueletos de recién nacidos? Hacía poco había leído en el periódico que en Sódertalje había una secta que secuestraba a niños y los mataba. Nadie había denunciado la desaparición de ningún niño, nadie había visto nada, sin embargo corría el rumor de la existencia de fosas comunes, y la policía se había visto obligada a salir a perseguir al fantasma. Si hubieran desaparecido niños, alguien los habría echado de menos. Una madre que pierde a su hijo remueve cielo y tierra. Que Frida recordara, no había desaparecido ningún niño en la zona de Roma.
Miró el reloj. Faltaban unos minutos para las once. ¿Adónde se había ido el día? El ruido de un coche que se acercaba llamó su atención. Frida se inclinó hacia delante y vio que el coche giraba en dirección a la iglesia y se detenía. Se veía luz en las ventanas de la casa del sacristán. Él no solía estar levantado tan tarde. Aquel año, como de costumbre, también había alquilado la otra casa a los veraneantes. Cuando se encontraron en la tienda le había contado que a sus inquilinos les habían entrado hormigas. Habían hecho un camino a lo largo de toda la casa y pasaban por encima de la cama de matrimonio. No había manera de librarse de ellas. Se diría que la sal y los insecticidas les sentaban de maravilla. Mirja Fredlund y su marido habían alquilado de nuevo la casa este año. Estaban allí para descansar. A Gunnar le costaba dormir. A Frida le había parecido graciosísimo que hubieran viajado hasta Gocia para descansar y tuvieran que dormir en medio de una autopista de hormigas. Volvió a reírse para sus adentros y con la risa cedió algo la angustia. Quizá el café también le había hecho efecto; se sentía mejor. Recuperadas las fuerzas se dedicó a estudiar los mapas de Helge y luego tomó una decisión. Costara lo que costase, tenía que enterarse de qué era eso tan secreto en lo que andaba metido.
Frida se sentó al lado del teléfono de la entrada y marcó el número para pedir un taxi. Si le preguntaban qué iba a hacer en Hunninge de madrugada, diría que su hermana se había puesto enferma. Metió la hoja de la pala en una bolsa de plástico y se apoyó en el mango como si fuera un bastón. Así no habría habladurías como la última vez que salió con la pala.
Cuando se encaminó hacia el taxi vio a la joven que alquilaba la casa de al lado. Estaba casi en la linde de los dos terrenos. ¿Qué hacía fuera en mitad de la noche? ¿La habría visto por la ventana cuando estaba mirando los mapas? ¿La habría contratado alguien o lo hacía por su cuenta? Frida rodeó la casa hasta llegar a los arbustos que había junto a la ventana de la cocina y se escondió allí. Había huellas en la hierba húmeda y una rama pequeña se había roto y había caído al suelo. ¿Había estado la chica espiándola por la ventana? Aquel pensamiento la inquietó.
El taxista era un hombre joven y guapo pero malhumorado. Despotricaba contra el Estado y la mierda de sociedad en la que tenía que vivir. «Con los jodidos impuestos que tenemos en Suecia no hay quien viva», decía, y al momento añadía que la ayuda social que había recibido era insuficiente, y que la subvención para pagar el alquiler que recibía su madre cuando él vivía con ella era una miseria, y que tener que trabajar y conducir un taxi y pagar impuestos para que les dieran ayudas a todos esos vagos estúpidos incapaces de encontrar trabajo era una puta mierda. Frida no entendía muy bien su lógica, aunque poco a poco, y tras una larga discusión, se pusieron más o menos de acuerdo en los profesionales de los que no querían depender jamás, por ejemplo los neurocirujanos, los taxistas y los dentistas. A partir de entonces, su amabilidad no tuvo límites. Se empeñó en ayudarla a salir del coche y esperar hasta ver que ella había subido sin problemas la escalera de la casa frente a la que se habían detenido. Para Frida aquello fue una pesadez, pues no tenía ninguna intención de visitar a los desconocidos que vivían en aquella casa. Había utilizado esa dirección para que el taxista supiera dónde tenía que llevarla y no hiciera preguntas sobre el verdadero motivo de su viaje. Cuando él quiso ayudarla a subir la escalera, se enojó y le espetó que podía valerse por sí sola y que era humillante que la tratara como si fuera una inútil. Aunque era mayor y podía romperse una pierna, prefería caerse y darse un golpe a sentirse humillada y privada de su autonomía. ¿Quién se creía que era para tratar de dirigir sus pasos? Frida temía no poder llevar a cabo su cometido antes de que las fuerzas le fallaran del todo. Y ahora ese joven no la olvidaría así como así. Tal vez contara a los otros taxistas que era una vieja bruja intratable, y probablemente recordaría también la dirección. Eso no era bueno, en absoluto.