Hablaré cuando esté muerto (2 page)

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Authors: Anna Jansson

Tags: #Intriga, Policíaca

Signe no sabía de quién era el niño. Se lo había asegurado. Le había dicho que quizá había nacido clandestinamente y que luego habían decidido deshacerse de él. Frida se agachó y abrió con cuidado el cajón de la leña que había debajo de la cocina. Depositó en él el cuerpecillo. Sin hacer apenas ruido. Después respiró profundamente y encendió la luz. Registró habitación tras habitación, los trasteros, debajo de la cama y el armario grande; allí no había nadie. Luego cerró con llave la puerta de fuera y la que conducía al sótano. ¿Por qué había actuado Helge con tanto secretísimo? ¿Quién se vería perjudicado si la verdad salía a la luz? Si estuviera vivo, le exigiría una respuesta. Pero ya era demasiado tarde para preguntárselo.

2

La casa de Frida Norrby, de color amarillo, estaba al este de la iglesia de Roma, envuelta en el perfume de los viejos rosales. En los parterres no se veía ningún hierbajo, el mástil de la bandera relucía recién pintado y blanco como la nieve, el sendero estaba rastrillado con esmero. Ingrid Bogren, la enfermera del centro de salud, cruzó por el césped con la bicicleta para no dejar marcas en la grava. Hacía una semana que la señora Norrby había pasado por el centro de salud aquejada de diarrea y una sensación general de cansancio. La anciana tenía ochenta y dos años, no era tan extraño que se sintiera débil y cansada. Le hicieron una serie de pruebas. No tenía fiebre, e Ingrid pensó que se trataba de alguna intoxicación alimentaria. Cuando la pensión roza el mínimo vital, hay que ahorrar. Los gastos en comida pueden reducirse a la mitad consumiendo alimentos caducados. Con la edad mengua el sentido del olfato; Frida no era la primera que se ponía enferma por comer cosas en mal estado. Seguro que se le pasaría en unos días, pero de todos modos Ingrid quería saber si se había recuperado. La anciana no contestaba al teléfono. Eso era preocupante. La enfermera Ingrid llevaba más de veinte años trabajando en Roma y no recordaba que Frida hubiera hecho una sola visita al médico durante todo ese tiempo. Era una vieja polvorilla capaz de dar la vuelta al pueblo en bicicleta. El verano anterior incluso había ido hasta Visby en bicicleta. Esa mujer estaba sana como una manzana y era asombrosamente ágil y, en opinión de quienes la conocían más, era terca como una mula. Frida Norrby confiaba en sus conocimientos acerca de las hierbas y las plantas medicinales y desconfiaba de la medicina. En el pueblo circulaban muchas historias sobre sus brebajes y bebedizos. Ungüentos rancios y bálsamos de papillas enmohecidas. Se reían de ella, pero Ingrid sospechaba que en los antiguos remedios había más sabiduría de lo que la mayoría era capaz de comprender. Antes de que se descubriera la penicilina, quizá a alguien se le ocurrió alguna vez aplicar harina enmohecida con el hongo correcto a una herida y esta se curó.

Seguramente Frida había llamado a la enfermera del centro de salud más que nada porque se sentía sola. Necesitaba alguien con quien hablar. Ella misma lo había reconocido abiertamente. Se había quedado muy sola tras la muerte de Helge. No obstante, esa mañana Ingrid, debido a sus muchos años de experiencia, empezó a preocuparse; fue solo una corazonada. Frida no se encontraba bien. La tez pálida. Los ojos sin brillo. Se movía más despacio y hablaba en voz baja y sin fuerza. Normalmente le brillaban los ojos de entusiasmo y sus repuestas solían ser rápidas y sarcásticas. Estaba bien informada, se mantenía al corriente de lo que pasaba en el mundo y le gustaba comentarlo y compararlo con lo que pasaba antaño.

«Ahora se hacen muchas tonterías con los niños —solía decir—. En los años cuarenta se consideraba que un niño estaba maduro para empezar la escuela cuando cumplía los siete años, entonces ya podía recorrer diez kilómetros de ida y otros diez de vuelta. Ahora los padres los echan a perder: los llevan a todas partes en coche. ¿Y qué ocurre? ¡Qué se vuelven enclenques! Eso no pasaba antes —afirmaba alzando la barbilla—. Eso no pasaba en mis tiempos. Los jóvenes de ahora están muy consentidos. No quieren las patatas con la piel, no quieren limpiar el pescado, y ¿de quién es la culpa de que se comporten como señoritas cursis en un balneario?»

Había una pala manchada de tierra apoyada en el marco de la puerta. En el mundo ordenado de Frida Norrby, aquel era un signo más de que algo andaba mal. Ingrid llamó a la puerta. No hubo respuesta. Bajó la manilla y la puerta se abrió. Olía a limpio, a suelo de madera fregado y a cortinas recién lavadas. En la terraza, los geranios rojos, blancos y rosa lucían magníficos entre gatos azules de cerámica. Ingrid entró en el saloncito de color amarillo claro y la llamó. Frida seguía sin dar señales de vida. Entró en la cocina. Encima de la placa había una olla grande con ruibarbos aún calientes. Lo supo al poner la mano sobre la tapa. Las personas mayores a veces viven con el horario cambiado. Mientras se sientan bien, no es algo preocupante, pero puede ser el síntoma de un incipiente estado de turbación. En el fregadero, junto a un montón de periódicos que Frida usaba para limpiar la pila, había un vaso de agua con un líquido brillante casi fosforescente, dos varillas de plata conectadas a tres pilas de nueve voltios y, al lado, una botella de agua destilada, según pudo constatar la enfermera Ingrid, ligeramente sorprendida. ¿Qué se traía entre manos la anciana? ¿Sería algún tipo de experimento químico? Ingrid no entendía para qué era todo aquello, y eso la intrigó. Probablemente no existía ninguna explicación lógica, como cuando uno se encuentra una dentadura postiza en una jaula o unas gafas en el cuenco de amasar. Era posible que la anciana estuviera algo trastornada. No sería extraño, les pasa a algunas personas mayores cuando pierden a su pareja de toda la vida. La realidad se torna demasiado dura, así que prefieren abandonarla e instalarse en un lugar más seguro en el que pueden decidir lo que sucede. Algunos se refugian en la infancia y buscan protección en aquel tiempo en el que había una madre amorosa y compañeros de juegos.

La puerta del dormitorio estaba entreabierta. La enfermera miró dentro de la habitación; estaba en penumbra, con el estor bajado. Frida estaba acostada bajo un edredón de retales con rosas estampadas en la estrecha cama imperial con filigranas y capiteles marrones. Ingrid entró con sigilo para comprobar cómo se encontraba. La anciana tenía los ojos cerrados, el rostro tirante y frío. Ni el más mínimo movimiento indicaba que pudiera estar con vida. La luz azulada que se filtraba por el estor confería a su piel un tono cadavérico, y los labios parecían totalmente blancos. ¿Estaba muerta? Ingrid acercó la oreja para comprobar si respiraba. Temiéndose lo peor, levantó con cuidado el edredón para observar si el pecho se alzaba.

—¡Todavía no me he muerto! ¿Qué quieres? —Frida se sentó bien tiesa en la cama y miró fijamente a la intrusa con sus ojos redondos y castaños. Sacó las piernas de la cama en un santiamén y corrió hacia el baño con la mano sobre el vientre.

—¿Qué tal estás, Frida? ¿La gastroenteritis aún no ha remitido? —Ingrid, perpleja, esperaba a la puerta del cuarto de baño sin saber muy bien qué hacer—. Quizá deberíamos pedirle al doctor que te haga un reconocimiento. ¿Podrías acercarte hasta el centro de salud mañana por la tarde?

—¿Y qué me mirará? —Se oyó la voz irritada de Frida desde el otro lado de la puerta.

—Yo creo que sería conveniente que te hiciera un reconocimiento general —respondió Ingrid, evasiva y en un tono de voz muy suave.

—¡Bah! —Frida, sentada en el retrete, meneaba la cabeza. ¿Qué podía saber de medicina aquel jovenzuelo? Apenas le habían salido los dientes, y además era de la península, de Varmland. Alguien de Varmland no podía infundir respeto, y un médico tenía que inspirar respeto. La propia melodía del dialecto de Varmland era tan graciosa que resultaba imposible no remedarla. En voz alta no, claro, para tus adentros. «¿Qué es lo que paaasa aquí? Frida parece un poooco pachucha. ¿No le haría bieeen descansar un poooco?» Qué diagnóstico tan preciso; parece un poco pachucha… Frida sabía que estaba enferma. El cansancio y la descomposición, la ropa de cama empapada de sudor al despertarse y sus pensamientos cada día más confusos. Estaba perdiendo la noción del tiempo. ¿Había pasado una hora o un día entero? ¿Era por la mañana o por la tarde? Seguro que el doctor de Varmland y Frida estarían enternecedoramente de acuerdo en que estaba enferma. En lo que no se pondrían de acuerdo sería en la cura. Por si las moscas, Frida ya había empezado a elaborar su propio antibiótico. Un vaso con iones de plata mañana y tarde. Así curaban la sífilis antiguamente. La plata coloidal ayudaba a combatir la mayoría de las infecciones; era sorprendente que la ciencia médica no hubiera reparado en su efectividad y en lo barata que resultaba su elaboración. ¿Acaso había necesitado ella alguna vez acudir al médico por una infección de orina? Signe de Móllebos y Agries de la Járnvágsgatan corrían cada dos por tres con su vejiga irritada a la consulta del doctor, en cambio Frida mantenía la suya a raya. La verdad es que nunca había tenido que molestar a ningún médico por una cosa así. Helge aseguraba que con los iones de plata las industrias farmacéuticas no tenían nada que ganar. La plata es un elemento básico. No se puede patentar, por eso no les interesa fabricarlo, pese a que es un método sencillo y barato que podría curar a muchas personas. Los médicos obedecen como corderillos para que no les castiguen con más papeleo. Eso decía Helge. Si la Dirección Nacional de Sanidad y Bienestar Social se enteraba de que un médico se apartaba de los procedimientos habituales, ya podía prepararse para rellenar un montón de formularios. Aunque, ¿acaso los agobiados médicos de ahora tienen tiempo para mostrar siquiera curiosidad? Quién sabe, tal vez cuando los virus y las bacterias hayan vencido a los antibióticos de los que disponemos, tengamos que echar mano de los antiguos conocimientos. Las verdades de Helge. Ella necesitaba aclararlo todo y tratar de comprender… tratar de asimilar que había vivido con un mentiroso. Un embustero encantador y carismático al que casi tenía por santo. La mentira más peligrosa es la que lleva algo de verdad, Pero ¿cómo saber qué es verdad?

—¿Frida? ¿Qué pasa ahí dentro? —Ingrid ahora parecía preocupada de verdad—. No te habrás desmayad…

—Voy a poner la cafetera. —Frida abrió los grifos del agua caliente y del agua fría y se lavó las manos. Luego abrió la puerta y se puso la falda—. Si quieres, hay un poco de pastel de ruibarbo y salsa de vainilla.

Se sentaron en el jardín, bajo el peral de peras de agua. El suelo exhalaba vapor tras la lluvia nocturna, y el olor a tierra y a narcisos se mezclaba en una fragancia soporífera. Ingrid se echó hacia atrás y dejó que el sol le calentara el rostro. Se quitó los estrechos zapatos debajo de la mesa y suspiró de satisfacción. En esos días soleados de principios de verano, su trabajo de enfermera del centro de salud con visitas a domicilio no estaba tan mal.

—He visto una pala ahí fuera. Perdona la curiosidad. —Ingrid dejó la cucharilla en el plato y miró a la anciana a los ojos—. ¿Qué andas cavando, Frida?

Frida se sobresaltó. La pregunta fue tan inesperada que Ingrid, al ver que tardaba en responder, le echó un cable.

—¿Qué ha merecido semejante molestia? ¿Queda aún algún rosal antiguo que Frida no tenga en su jardín?

Frida lanzó un suspiro de alivio y luego empezó a hablar de las plagas de insectos. Ingrid le contó que en su jardín había unas larvas pequeñas que atacaban los brotes nuevos y hacían que las rosas se marchitaran y se secaran Y luego, claro, estaban los pulgones y otros pequeños insectos voladores de color marrón. Ingrid no sabía cómo se llamaban, pero Frida compartió de buena gana sus conocimientos con ella. Luego hablaron de Helge y del pasado.

—¡Oh! ¿Sabes, Ingrid? Me compraba rosas todos los sábados. Yo le decía que era una tontería gastar dinero en esas cosas, pero en el fondo me gustaba. Fingía que me enfadaba. Ahora me arrepiento.

—Era muy bonito ver cuánto os queríais. Casi daba un poco de envidia —dijo Ingrid con un nudo en la garganta.

Cuando la enfermera se marchó pedaleando en su bicicleta, Frida cerró la puerta con llave. Estaba tan aturdida que le temblaban las manos. El corazón le latía como si se le fuera a salir del pecho. ¿Cómo había podido ser tan descuidada? Por la noche había dejado la pala apoyada contra el marco de la puerta porque no se sentía con fuerzas para guardarla en la caseta de las herramientas. Luego había llevado aquel cuerpecillo a una habitación. Había buscado sábanas y había preparado la cama. Menos mal que había cerrado la puerta de esa habitación y que la de su dormitorio estaba entreabierta. ¿Qué habría sucedido si la enfermera Ingrid hubiera visto al pequeño? Habría avisado a la policía, claro; un enredo tremendo para nada. ¿Qué podía hacer la policía? Lo hecho, hecho está. No sirve de nada darle vueltas.

Frida se secó una lágrima con el dobladillo de la falda. Qué sola y qué silenciosa estaba la casa sin Helge. Lo echaba de menos; en los peores momentos apenas podía respirar. Sentía como una presión en el pecho. «Pronto iré contigo, querido», solía decir. Y al instante tenía miedo del otro Helge, del que había descubierto después de su muerte. Era como la película de Hitchcock de los dos gemelos. Uno malo y otro bueno, y era imposible diferenciar al uno del otro si no conocías la señal. Quizá Helge era ambas cosas, pensó finalmente. De buen corazón y, sin embargo, capaz de cometer el crimen más terrible. Si Signe hubiera tenido la boca cerrada junto al lecho de muerte de Helge, Frida habría podido vivir de los buenos recuerdos de su marido. Aún quedaría algún calor. Tan pronto como sepa cómo son las cosas me reuniré contigo, Helge, y entonces deberás responderme con sinceridad. Deberás darme la posibilidad de comprender cómo pudiste hacer algo tan terrible. ¿De quién era el niño? ¡Contéstame!, pensó para sí misma. ¿Era tuyo? ¿Quién más tiene algo que temer? Están pasando cosas muy extrañas en casa, Helge. Alguien está tratando de envenenarme. El puré de patatas que dejé en la escalera para que se enfriara antes de meterlo en el frigorífico olía a almendra amarga Y he tirado mi infusión de flores de saúco, no olía como siempre. Alguien quiere hacerme daño, Helge, y tengo miedo. No de morir, pero sí de abandonar este mundo sin saber toda la verdad. Ya ni me atrevo a tomar leche de un paquete cerrado porque alguien puede haber metido veneno en él atravesando el cartón con una inyección, quizá la enfermera Ingrid. Estoy cansada, cansadísima. Abrázame y dame un poco de tu fuerza si eres inocente. Te quise tanto que me niego a creer que hicieras algo malo.

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