Hacia la Fundación (11 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

–Está Yugo Amaryl -dijo por fin.

Una tenue lucecita pareció encenderse en los ojos de Nee.

–¿Quién?

–Yugo Amaryl -se apresuró a repetir Raych-. Trabaja para mi padre adoptivo en la universidad.

–¿También es dahlita? ¿Es que en la universidad todos son dahlitas?

–No, sólo él y yo. Había sido calorero.

–¿Y qué está haciendo en la universidad?

–Mi padre le sacó de los pozos de calor hace ocho años.

–Bueno… Enviaré a alguien.

Raych tuvo que esperar. Aun suponiendo que escapara al laberinto de callejones y pasadizos de Billibotton, ¿dónde podía ir sin que fuera capturado en cuestión de segundos?

Transcurrieron veinte minutos antes de que Nee volviera con el cabo que había arrestado a Raych. Raych pensó que el cabo quizá tendría algo de cerebro, y sintió una débil esperanza.

–¿Quién es ese dahlita al que conoces? – preguntó el cabo

–Se llama Yugo Amaryl, cabo. Era calorero. Mi padre le conoció en Dahl hace ocho años y se lo llevo consigo a la Universidad de Streeling.

–¿Y por qué lo hizo?

–Pensó que Yugo podría hacer cosas más importantes que su trabajo de calorero, cabo.

–¿Como cuáles?

–Matemáticas. Él…

El cabo alzó una mano.

–¿En qué pozo de calor trabajaba?

Raych tuvo que pensar durante unos momentos antes de responder.

–Por aquel entonces yo era un crío, pero creo que trabajaba en el C-2.

–Bastante cerca. El C-3.

–¿Lo conoce, cabo?

–No personalmente, pero es una historia famosa en todos los pozos de calor, yo también he trabajado allí…, así que quizá fue así como te enteraste de ella. ¿Tienes alguna prueba de que realmente conoces a Yugo Amaryl?

–Oiga, deje que le explique lo que me gustaría hacer. Voy a escribir mi nombre y el de mi padre en un trozo de papel, y luego añadiré una palabra. Póngase en contacto de la forma que quiera con alguien importante del séquito del señor Joranum, el señor Joranum estará en Dahl mañana, ¿no?, y léale mi nombre, el nombre de mi padre y esa palabra. Si no sucede nada supongo que permaneceré aquí hasta que me pudra, pero francamente no creo que pase eso. De hecho, estoy seguro de que me sacarán de aquí tres segundos después, y de que usted obtendrá un ascenso por haber transmitido la información. Si se niega a hacer lo que le pido, cuando descubran que estoy aquí, y lo descubrirán, se encontrará en la situación más apurada que pueda imaginar. Después de todo, si sabe que Yugo Amaryl se marchó de Dahl con un matemático importante, intente decirse a sí mismo que ese matemático es mi padre. Se llama Hari Seldon.

El rostro del cabo indicó claramente que el nombre no le resultaba desconocido.

–¿Cuál es la palabra que quieres escribir en el trozo de papel? – preguntó.

–Psicohistoria.

El cabo frunció el ceño.

–¿Qué es eso?

–No importa. Usted limítese a transmitir la información y ya veremos qué ocurre.

El cabo le entregó una hojita de papel arrancada de un cuadernillo de anotaciones.

–De acuerdo. Escribe todo eso y ya veremos qué ocurre.

Raych se dio cuenta de que temblaba. Tenía muchas ganas de saber qué ocurriría. Todo dependería de cuál fuese la persona con la que hablara el cabo y del poder que pudiera contener la palabra.

17

Hari Seldon observó cómo se formaban las gotas de lluvia sobre las ventanillas del vehículo terrestre imperial, y sintió una insoportable punzada de nostalgia.

Era la segunda vez en ocho años de estancia en Trantor, que se le ordenaba visitar al Emperador en la única extensión de terreno desprotegida existente en el planeta, y el tiempo había sido malo en las dos ocasiones. La primera visita tuvo lugar poco después de su llegada a Trantor, y el mal tiempo no le molestó excesivamente, porque estaba acostumbrado. Después de todo en Helicon, su planeta natal, las tormentas no eran nada raras, especialmente en la zona donde había crecido.

Pero ya llevaba ocho años viviendo en un clima falso donde las tormentas eran reguladas mediante ordenadores, produciéndose a intervalos aleatorios, con lloviznas artificiales durante las horas dedicadas al sueño. Los vendavales furiosos eran sustituidos por brisas, no había ningún extremo de frío o calor, sólo pequeños cambios que obligaban a desabrochar algún botón de la camisa o a cambiar de chaqueta. Sin embargo, había llegado a oír quejas motivadas por aquellas mínimas desviaciones del promedio.

Hari contemplaba una lluvia de verdad cayendo cansinamente de un cielo frío. Hacía años que no veía algo semejante, y le encantaba porque era real y no una imitación. Le recordaba a Helicon, su juventud, los días en los que apenas tenía nada de qué preocuparse, y se preguntó si podría convencer al conductor para que fuese al palacio por la ruta más larga.

¡Imposible! El Emperador quería verle y el trayecto en vehículo terrestre resultaba bastante largo, incluso avanzando en línea recta sin ningún tráfico. El Emperador no podía esperar, naturalmente.

Seldon se encontró con un Cleon distinto al que había visto hacía ocho años. Había engordado unos cinco kilos, daba la impresión de estar de mal humor y la piel de sus mejillas y de las comisuras de sus ojos estaba tensa. Hari reconoció los resultados de un exceso de microajustes, y sintió compasión de Cleon, pues pese a todo su poder y arrogancia, el Emperador no podía hacer nada para detener el paso del tiempo.

Cleon recibió a Hari Seldon a solas, y en la misma habitación lujosamente amueblada donde se había producido su primer encuentro. Seldon esperó a que el Emperador se dirigiera a él, tal y como era costumbre; así lo hizo después de contemplarle por unos momentos.

–Me alegra verle, profesor -dijo el Emperador en un tono de voz afable y tranquilo-. Prescindamos de las formalidades, tal y como hicimos durante nuestra entrevista anterior.

–Sí, Alteza -dijo Seldon con voz algo tensa. Ser informal porque el Emperador te lo ordenaba, podía resultar arriesgado en un momento de efusividad.

Cleon hizo un gesto imperceptible y la habitación cobró vida en un torbellino de actividad automatizada. La mesa se preparó a sí misma y los platos empezaron a aparecer.

Seldon quedó tan confuso que se le escaparon los detalles del proceso.

–¿Cenará conmigo, Seldon? – preguntó el Emperador como si la idea fuera improvisada.

Cleon había usado el tono de voz correspondiente a una pregunta, pero se las había arreglado para darle la fuerza de una orden.

–Me sentiría muy honrado, Alteza -dijo Seldon, y lanzó una cautelosa mirada a lo que le rodeaba. Sabía muy bien que nadie hacía preguntas al Emperador, pero no veía ninguna forma de evitarlas-. ¿El Primer Ministro no cenará con nosotros? – murmuró, disimulando la pregunta todo lo posible.

–No -dijo Cleon-. Tiene otras cosas de las que ocuparse en estos momentos, y de todas formas deseo que hablemos en privado.

Comieron en silencio durante unos minutos. Cleon no apartaba los ojos de su rostro, y Seldon trataba de sonreír. No tenía fama de cruel y mucho menos de irresponsable, pero en teoría podía arrestar a Seldon acusándole de cualquier cosa, y si el Emperador deseaba ejercer su influencia, era muy posible que el caso jamás llegara a los tribunales. No llamar la atención era la mejor política cuando se trataba con él, y en aquellos momentos Seldon no podía emplearla.

Estaba seguro de que cuando los guardias armados le llevaron al palacio ocho años antes, todo podría haber sido peor, pero eso no hacía que Seldon se sintiera aliviado.

Cleon decidió romper el silencio.

–Seldon -dijo-, el Primer Ministro me es muy útil, pero a veces tengo la sensación de que la gente piensa que carezco de cerebro. ¿Cree que carezco de cerebro?

–Nunca he pensado eso, Alteza -dijo Seldon con voz serena.

–No lo creo. Bien, el caso es que tengo un cerebro y recuerdo que cuando llegó a Trantor estaba empezando a juguetear con algo llamado psicohistoria.

–Alteza, estoy seguro de que también recordaréis que entonces os expliqué que se trataba de una teoría matemática sin aplicaciones prácticas -replicó Seldon en voz baja.

–Eso es lo que me dijo. ¿Sigue afirmándolo?

–Sí, Alteza.

–¿Ha estado trabajando en esa teoría desde entonces?

–De vez en cuando me distraigo con ella, pero nunca he obtenido ningún resultado tangible. Por desgracia, el caos siempre interfiere y la predictibilidad no es…

El Emperador le interrumpió.

–Hay un problema concreto que quiero que intente resolver… Sírvase algo de postre, Seldon. Es muy bueno.

–¿Cuál es el problema, Alteza?

–Un hombre llamado Joranum. Demerzel me ha dicho…, oh, con muchísima cortesía, desde luego…, que no puedo arrestarle y que no puedo utilizar la fuerza armada para aplastar a sus seguidores. Dice que sólo serviría para empeorar la situación.

–Si el Primer Ministro lo dice, supongo que será verdad.

–Pero yo no quiero que Joranum… Bien, no estoy dispuesto a que me convierta en su marioneta. Demerzel no hace nada.

–Seguro que hace cuanto puede, Alteza.

–Una cosa es segura, y es que si está trabajando para resolver el problema no me ha informado de ello.

–Alteza, eso puede deberse a un deseo natural de manteneros por encima de la conciencia política cotidiana. El Primer Ministro quizá opina que si Joranum llegara a…, llegara a…

–Adueñarse del poder -dijo Cleon con una repugnancia infinita.

–Sí, Alteza… Mirad, dar la impresión de que sentís una animadversión personal hacia él no sería prudente. La estabilidad del Imperio exige que no tengáis ningún contacto con ese tipo de situaciones.

–Preferiría asegurar la estabilidad del Imperio sin Joranum. ¿Qué sugiere, Seldon?

–¿Yo, Alteza?

–Sí, Seldon, usted -dijo, Cleon con cierta impaciencia-. Permítame decirle que no creo su afirmación de que la psicohistoria no es más que un juego. Demerzel sigue favoreciéndole con su amistad. ¿Acaso cree que soy tan idiota como para no saberlo? Demerzel
espera
algo de usted. Espera que ponga la herramienta de la psicohistoria en sus manos, y como no soy idiota, yo también lo espero. Seldon, ¿está a
favor
de Joranum? ¡Quiero la verdad!

–No, Alteza. Le considero un terrible peligro para el Imperio.

–Muy bien. Le creo. Tengo entendido que interrumpió un acto celebrado en el recinto de su universidad que podría haberse convertido en un disturbio joranumita…, sin ayuda de nadie.

–Fue un arrebato, Alteza.

–Dígale eso a los idiotas, no a mí. Usó la psicohistoria para averiguar qué ocurriría.

–¡Alteza!

–No proteste. ¿Qué está haciendo respecto a Joranum? Si está del lado del Imperio tiene que hacer algo.

–Alteza -dijo cautelosamente Seldon, no muy seguro de hasta dónde sabía el Emperador-, he enviado a mi hijo al sector de Dahl para que hable con Joranum.

–¿Por qué?

–Mi hijo es dahlita…, y muy astuto. Quizá descubra algo que nos sea de utilidad.

–¿Quizá?

–Sólo quizá, Alteza.

–¿Me mantendrá informado?

–Por supuesto, Alteza.

–Ah, Seldon… No me diga que la psicohistoria no es más que un juego y que no existe, porque no es lo que quiero oír. Espero que haga algo respecto a Joranum. En cuanto a qué pueda ser…, no lo sé, pero debe hacer algo. Es mi deseo. Puede marcharse.

Seldon volvió a la Universidad de Streeling en un estado de ánimo mucho más sombrío que cuando había salido de ella. Cleon no parecía dispuesto a aceptar el fracaso.

Todo dependía de Raych.

18

Raych estaba sentado en la antesala de un edificio público de Dahl en el que nunca había entrado -en el que nunca
podría
haber entrado-, cuando era un jovencito harapiento; y siendo sincero consigo mismo, tenía que reconocerse un poco inquieto, como si se encontrara en un lugar prohibido.

Intentaba aparentar cierta tranquilidad, cierta confianza y simpatía.

Su padre había dicho que era una cualidad propia de él, pero Raych nunca llegó a ser del todo consciente. Si era un don natural, de haber exagerado para
parecer
lo que ya
era
, probablemente habría desaparecido.

Intentó relajarse observando a un funcionario que trabajaba con un ordenador. El funcionario no era dahlita. De hecho, era Gambol Deen Namarti, y había acompañado a Joranum durante la entrevista con su padre, a la que también había asistido Raych.

De vez en cuando, Namarti alzaba la vista hacia Raych y le lanzaba una mirada hostil. Raych se había apercibido de que su don de inspirar afecto y simpatía no parecía funcionar con Namarti.

Raych no intentó replicar a su hostilidad con Namarti con una sonrisa amistosa. Esa reacción habría parecido demasiado forzada, y se limitó a esperar. Había llegado hasta allí, y si Joranum se presentaba, tal y como esperaba, Raych tendría la ocasión de hablar con él.

Joranum entró de repente. Lucía su sonrisa pública impregnada de calor humano y confianza en sí mismo. Namarti alzó una mano y Joranum se detuvo. Los dos hombres hablaron en voz baja mientras Raych les observaba con mucha atención e intentaba fingir sin éxito que no estaba allí. Raych dedujo que Namarti se oponía a la entrevista, y eso le irritó un poco.

Joranum miró a Raych, sonrió y apartó a Namarti a un lado. Raych supo que Namarti quizá fuera el cerebro del equipo, pero obviamente era Joranum quien poseía el carisma.

Joranum fue hacia él y le ofreció una mano regordeta y algo húmeda.

–Bien, bien… El joven del profesor Seldon. ¿Qué tal estás?

–Estupendamente, señor, gracias.

–Tengo entendido que tuviste algunos problemas para llegar hasta aquí.

–No demasiados, señor.

–Confío en que habrás traído un mensaje de tu padre. Espero que haya decidido reconsiderar su postura y unirse a mí en la gran cruzada.

–No lo creo, señor.

Joranum frunció el ceño.

–¿Has venido aquí sin que él lo sepa? – preguntó.

–No, señor. Él me envió.

–Comprendo… ¿Tienes hambre, muchacho? –

–Por el momento no, señor.

–¿Te importa que coma? No dispongo de mucho tiempo para dedicar a los pequeños placeres de la vida -dijo Joranum esbozando una gran sonrisa.

–Desde luego que no, señor.

Fueron juntos hacia una mesa y se sentaron. Joranum desenvolvió un bocadillo y le dio un mordisco.

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