–Lo habéis expresado de forma clara y sucinta, Alteza.
–Entonces Joranum ya no representa peligro alguno.
–No podemos estar totalmente seguros, Alteza. Aún puede recuperarse… Todavía cuenta con su organización y algunos de sus seguidores continuarán siendo leales. La historia nos ofrece ejemplos de hombres y mujeres que han triunfado después de haber sufrido desastres tan grandes como éste…, y aun peores.
–En tal caso, Seldon, su ejecución parece oportuna.
Seldon meneó la cabeza.
–No os lo aconsejo, Alteza. No creo que deseéis crear un mártir o aparecer ante los ojos del público como un déspota.
Cleon frunció el ceño.
–Habla igual que Demerzel… Cada vez que deseo emprender una acción abierta y firme murmura la palabra «déspota». Algunos de los Emperadores que me precedieron en el trono, actuaron de manera enérgica y firme, siendo admirados como resultado de esas acciones, y considerados hombres fuertes y decididos.
–Indudablemente, Alteza, pero vivimos en una época inquieta y… la ejecución no es necesaria. Podéis alcanzar vuestro objetivo de tal forma que pareceréis un monarca ilustrado y benévolo.
–¿Pareceré?
–
Seréis
un monarca ilustrado y benévolo, Alteza… Disculpad la errónea elección de la palabra. Ejecutar a Joranum sería como vengarse, lo cual podría ser interpretado como un acto innoble; pero el Emperador es bondadoso e incluso paternal, con las creencias de su pueblo. Por eso no hace ninguna clase de distinciones: es el Emperador de todos sin distinción alguna.
–¿Qué intenta decirme, Seldon?
–Alteza, lo que quiero deciros es que Joranum ha ofendido gravemente a los mycogenitas, que él mismo nació en Mycogen y que, ese sacrilegio os horroriza. ¿Qué mejor curso de acción que entregar a Joranum a los mycogenitas para que se ocupen de él? Todo el mundo aplaudirá vuestra delicadeza y consideración.
–Ah… Y los mycogenitas le ejecutarán, ¿verdad?
–Posiblemente, Alteza. Sus leyes contra la blasfemia son terriblemente severas. En el mejor de los casos le condenarán a trabajos forzados de por vida.
Cleon sonrió.
–Estupendo. Consigo que se me elogie por mi tolerancia y mi humanitarismo, y ellos hacen el trabajo sucio.
–Lo harían, Alteza, si realmente les entregarais a Joranum; pero con eso seguiríamos creando un mártir.
–No entiendo a dónde quiere llegar, Seldon. ¿Qué quiere que haga?
–Poned la elección en manos de Joranum. Decidle que el bienestar de vuestros súbditos os preocupa hasta tales extremos que os obliga a entregarle a los mycogenitas para que le juzguen, pero que vuestra bondad natural os hace temer que puedan ser demasiado severos. Así pues, le ofrecéis la alternativa de ser exilado a Nishaya, ese mundo pequeño y distante del que
afirmaba
haber venido, para que viva en la oscuridad y la paz el resto de su existencia. Naturalmente, os aseguraréis de que esté bien vigilado…
–¿Y eso resolverá el problema para siempre?
–Desde luego. Si escogiera volver a Mycogen, Joranum optaría por el suicidio, y no me parece que sea la clase de hombre que se suicida. Estoy seguro de que escogerá el exilio en Nishaya, se trata del curso de acción más prudente y menos heroico. Una vez allí, y convertido en un refugiado, le resultará prácticamente imposible ponerse al frente de un movimiento insurgente con la intención de adueñarse del Imperio, y así sus seguidores terminarán por dispersarse. Podrían seguir a un mártir con devoción fanática, pero les será muy difícil seguir a un cobarde.
–¡Asombroso! Seldon, ¿cómo lo consigue?
La voz de Cleon estaba impregnada por una clara nota de admiración.
–Bueno -dijo Seldon-, me pareció razonable suponer que…
–Olvídelo -le interrumpió secamente Cleon-. Supongo que no me dirá la verdad y aunque lo hiciera no lo entendería, pero voy a decirle algo: Demerzel abandonará su puesto. No ha sabido estar a la altura de esta última crisis y ambos estamos de acuerdo en que ha llegado el momento de que se retire. Pero necesito un Primer Ministro, y a partir de este momento usted ocupará el cargo.
–¡
Alteza
! -exclamó Seldon con una mezcla de asombro y horror.
–Primer Ministro Hari Seldon -dijo Cleon con voz firme y tranquila-, el Emperador así lo desea.
–No te alarmes -dijo Demerzel-. Yo se lo sugerí. Llevo demasiado tiempo en el poder, y las sucesivas crisis han llegado a tal extremo que las leyes robóticas me impiden actuar. Eres el sucesor lógico.
–No soy el sucesor lógico -replicó apasionadamente Seldon-. ¿Qué puedo saber yo de cómo gobernar un Imperio? El Emperador es tan estúpido que cree que he resuelto esta crisis mediante la psicohistoria y, naturalmente, no ha sido así.
–No importa, Hari. Si cree que tienes la respuesta psicohistórica te seguirá sin vacilar, convirtiéndote en un buen Primer Ministro.
–Puede seguirme sin vacilar hasta la destrucción.
–Me parece que tu sentido común…
o tu intuición
te mantendrá en el buen camino con o sin la psicohistoria.
–Pero… ¿Qué haré sin ti…, Daneel?
–Gracias por llamarme con ese nombre. Ahora ya no soy Demerzel, sólo Daneel. En cuanto a lo que harás sin mí… Supón que intentas llevar a la práctica algunas de las ideas de Joranum sobre igualdad y justicia social. Quizá él no fuese sincero, y puede que las utilizara meramente para recaudar seguidores, pero en sí no son malas. Ah, y encuentra la forma de que Raych te ayude. Siguió fiel a ti resistiendo la atracción de las ideas de Joranum. Debe de sentirse bastante confuso…, y quizá piense que es un traidor. Demuéstrale que no lo es. Aparte de eso, tendrás menos dificultades para seguir trabajando en la psicohistoria porque el Emperador te apoyará en todo lo que emprendas.
–Y tú, Daneel… ¿Qué harás?
–Tengo otros asuntos de que ocuparme en la galaxia. La Ley Cero sigue estando presente y debo consagrar mis esfuerzos al bien de la Humanidad…, siempre que logre determinar en qué consiste. Y, Hari…
–¿Sí, Daneel?
–Aún tienes a Dors.
Seldon asintió.
–Sí, aún tengo a Dors. – Guardó silencio durante unos momentos y acabó estrechando la firme mano de Daneel entre sus dedos-. Adiós, Daneel.
–Adiós, Hari -replicó Daneel.
Después de pronunciar aquellas palabras, el robot giró sobre sí mismo y se alejó por el pasillo del Palacio Imperial, con la espalda tan recta como una columna y envuelto en el susurro de su gruesa túnica de Primer Ministro.
Seldon se quedó inmóvil después de que Daneel se marchara. Permaneció absorto en sus pensamientos durante unos minutos, y de repente empezó a caminar hacia los aposentos del Primer Ministro. Seldon aún tenía otra cosa que decir a Daneel…, la más importante de todas.
Antes de entrar, se detuvo unos instantes en la penumbra del pasillo, pero la habitación estaba vacía. La túnica se encontraba encima de una silla. Los aposentos del Primer Ministro repitieron un sinfín de ecos con las últimas palabras que Hari dirigió al robot.
–Adiós, amigo mío.
Eto Demerzel se había marchado; R. Daneel Olivaw se había esfumado.
CLEON I. Aunque ha sido objeto de frecuentes panegíricos por ser el último Emperador bajo el que el Primer Imperio Galáctico estuvo razonablemente unido y gozó de una razonable prosperidad, el cuarto de siglo que duró el reinado de Cleon I estuvo marcado por un continuo declive. No se le puede atribuir una responsabilidad directa, ya que el declive del Imperio se basó en factores políticos y económicos de tal magnitud, que en aquel entonces nadie pudo evitar. Fue afortunado en su elección de primeros ministros: Eto Demerzel fue sucedido por Hari Seldon, y el Emperador nunca perdió la fe inicial en que Seldon conseguiría desarrollar la psicohistoria. El extraño clímax de la última conspiración joranumita tuvo como protagonistas a Cleon y Seldon…
Enciclopedia Galáctica
Mandell Gruber era un hombre feliz y, ciertamente, a Hari Seldon se lo parecía. Seldon interrumpió su paseo matinal para observarle. Gruber -de cincuenta años de edad- tenía un aspecto curtido gracias al trabajo en los jardines del Palacio Imperial, pero poseía un rostro jovial, pulcramente afeitado y coronado por un cráneo rosado que su escasa cabellera color arena sólo cubría en parte; estaba silbando para sí mismo mientras inspeccionaba las hojas de los arbustos en busca de alguna señal de insectos.
No era el Jefe de Jardineros, naturalmente. El Jefe de Jardineros del Palacio Imperial era un alto funcionario que poseía un suntuoso despacho en uno de los edificios del inmenso complejo imperial, y tenía a sus órdenes un auténtico ejército de hombres y mujeres. Habitualmente no inspeccionaba los jardines más de un par de veces al año.
Gruber no era más que otro miembro de su ejército. Seldon sabía que tenía la categoría de jardinero de primera clase, y que se la había ganado merecidamente después de treinta años de fieles servicios.
–Otro día maravilloso, Gruber -dijo Seldon desde el sendero de gravilla en el que se había detenido.
Gruber alzó la mirada y sus ojos chispearon.
–Sí, Primer Ministro, desde luego, y lo siento por los que están encerrados entre cuatro paredes.
–Como yo voy a estarlo dentro de unos momentos, ¿eh?
–Bueno, Primer Ministro, hay muy pocas cosas por las que se le pueda compadecer, pero si desaparece en uno de esos edificios en un día como éste, los afortunados podemos sentir un poquito de pena por usted.
–Muchas gracias, Gruber, pero ya sabe que tenemos a cuarenta mil millones de trantorianos debajo de la cúpula. ¿Se siente apenado por todos y cada uno de ellos?
–Desde luego que sí. Doy gracias de no haber nacido en Trantor porque eso me permitió convertirme en jardinero. En este mundo somos muy pocos los que trabajamos al aire libre, pero aquí estoy yo…, uno de esos pocos afortunados.
–El clima no siempre es tan ideal como hoy.
–Cierto, y he aguantado los aguaceros y los vendavales, pero a pesar de eso si vas vestido adecuadamente… Mire. – Gruber alargó los brazos en un gesto tan amplio como su sonrisa, como si quisiera abarcar la enorme extensión de los jardines del palacio-. Tengo mis propios amigos. Los árboles, las praderas y todas las formas de vida animal están aquí para hacerme compañía, y hay muchas plantas a las que animar para que crezcan adoptando formas geométricas, incluso en invierno. ¿Se ha fijado alguna vez en la geometría de los jardines, Primer Ministro?
–La estoy viendo ahora mismo, ¿no?
–No, me refería sólo a los planos desplegados para apreciarla de veras…, le aseguro que es maravillosa. Fue planeada por Tapper Savand hace más de cien años, y ha cambiado muy poco desde entonces. Tapper era un gran horticultor, el más grande de todos…, y nació en mi planeta.
–Anacreon, ¿verdad?
–Así es. Un mundo muy lejano, cercano al límite de la galaxia, donde todavía existen tierras vírgenes y donde la vida puede ser magnífica… Vine aquí cuando no era más que un mocoso y el actual Jefe de Jardineros se distinguía sirviendo al difunto Emperador. Naturalmente, ahora hablan de rediseñar los jardines. – Gruber dejó escapar un suspiro y meneó la cabeza-. Eso sería un error. Tal y como están ahora son perfectos…, tienen la proporción adecuada y el equilibrio ideal, resultando agradables tanto al ojo como al espíritu. La verdad es que los jardines han sido rediseñados varias veces a lo largo de la historia. Los Emperadores se cansan de lo viejo y lo sustituyen por lo nuevo, como si lo nuevo fuera siempre mejor… Nuestro actual Emperador, que tenga larga vida, ha planeado la remodelación con el Jefe de Jardineros. Por lo menos eso afirman los rumores que corren entre los jardineros…
Gruber pronunció esas últimas palabras deprisa y en voz baja, como si le avergonzara difundir los cotilleos del palacio.
–Puede que aún tarde bastante en ocurrir.
–Espero que no, Primer Ministro. Si tiene ocasión de robar algún tiempo a ese trabajo tan pesado que debe de estar haciendo, le ruego que estudie el diseño de los jardines. Es de una rara belleza y, si dependiera de mí, no cambiaría de sitio una sola hoja…, ni una flor ni un conejo; no tocaría nada de entre todos estos centenares de kilómetros cuadrados.
Seldon sonrió.
–Veo que ama usted su trabajo, Gruber. No me sorprendería que algún día llegara a ser Jefe de Jardineros.
–Espero que el destino me libre de ello. El Jefe de Jardineros no respira aire fresco, no ve paisajes naturales y olvida todo cuanto ha aprendido de la Naturaleza. Vive ahí… -Gruber señaló despectivamente con un dedo-, y creo que sólo es capaz de distinguir un arbusto de un arroyo si algún subordinado le saca del edificio y coloca su mano encima de uno o la hunde en el otro.
Por un instante pareció como si Gruber se dispusiera a expulsar su desprecio con un escupitajo, pero no encontró ningún sitio sobre el que escupir.
Seldon dejó escapar una risita.
–Gruber, hablar con usted siempre relaja. Cuando me noto abrumado por los deberes del día, resulta muy agradable dedicar unos momentos a escuchar su filosofía.
–Ah, Primer Ministro, no soy un filósofo. Apenas he estudiado.
–No hace falta estudiar para ser filósofo. Basta con poseer una mente activa y tener experiencia de la vida. Cuidado, Gruber…, puede que decida ascenderle.
–Primer Ministro, si me mantiene en mi puesto actual contará con toda mi gratitud.
Seldon se alejó con una sonrisa en los labios, que se desvaneció en cuanto volvió a pensar en sus problemas actuales.
Diez años como Primer Ministro…, y si Gruber supiera lo harto que estaba de su cargo, no tendría compasión suficiente para apiadarse de él. Seldon se preguntó si Gruber sería capaz de entender que sus progresos en las técnicas psicohistóricas indicaban que se enfrentaba a un dilema irresoluble.
El paseo meditabundo que Seldon dio por los jardines fue un compendio de paz. Encontrarse en el centro de los dominios privados del Emperador hacía que le resultase muy difícil recordar que se hallaba en un mundo totalmente cubierto por una cúpula, a excepción de aquella zona. Recorriendo los jardines imaginaba que se hallaba en Helicon, su planeta natal, o en Anacreon, el mundo del que procedía Gruber.
Naturalmente la sensación de paz era una ilusión. Los jardines estaban celosamente vigilados. Mil años antes los jardines del Palacio Imperial -menos ostentoso y diferenciado del mundo que empezaba a construir las primeras cúpulas protectoras de algunas regiones-, estaban abiertos a todos los ciudadanos, y el mismísimo Emperador recorría sus senderos sin protección alguna saludando a sus súbditos con una inclinación de cabeza.