El Emperador estaba comiendo unas nueces muy parecidas a los frutos que en Helicon eran conocidos como semillas de calabaza, pero estas nueces eran más grandes y tenían un sabor un poco menos delicado. Cleon las partía con los dientes, separaba la delgada cáscara del fruto y se lo metía en la boca.
A Seldon no le gustaban mucho, pero naturalmente, cuando el Emperador le ofreció unas cuantas las aceptó y comió dos o tres.
El Emperador ya tenía un montoncito de cáscaras en la mano, y miró distraídamente a su alrededor buscando algún recipiente en el que echarlas. No vio ninguno, pero se dio cuenta de que había un jardinero no muy lejos de allí.
El jardinero estaba en posición de firmes, como exigía la presencia imperial, y tenía la cabeza respetuosamente inclinada.
–¡Jardinero! – dijo Cleon.
El jardinero fue rápidamente hacia ellos.
–¡Alteza!
–Tira estas cáscaras -dijo Cleon, y las depositó en la mano del jardinero.
–Sí, Alteza.
–Yo también tengo unas cuantas, Gruber -dijo Seldon.
–Sí, Primer Ministro -murmuró Gruber, y alargó la mano hacia él. El jardinero se marchó a toda prisa y el Emperador le observó alejarse con cierta curiosidad.
–¿Le conoces, Seldon?
–Sí, Alteza. Es un viejo amigo mío.
–¿Qué el
jardinero
es un viejo amigo tuyo? ¿Quién es? ¿Un matemático que pasa por una mala época?
–No, Alteza. Quizá recordéis la historia. Ocurrió cuando… -Seldon carraspeó mientras intentaba dar con la forma más diplomática de recordarle el incidente al Emperador-. Cuando el sargento amenazó mi vida poco después de que Vuestra Graciosa Majestad me nombrara Primer Ministro.
–El intento de asesinato. – Cleon alzó los ojos hacia el cielo como pidiéndole que le diera paciencia-. No sé por qué todo el mundo le tiene tanto miedo a esa palabra.
–Quizá porque la posibilidad de que le ocurra algo a nuestro Emperador nos preocupa mucho más de lo que preocupa al mismo Emperador -dijo Seldon sin perder la calma, sintiendo cierto desprecio hacia sí mismo al darse cuenta de la naturalidad con que salían los halagos de su boca.
Cleon sonrió irónicamente.
–Sí, lo imaginaba… ¿Y qué tiene que ver todo eso con Gruber? ¿Es así como se llama?
–Sí, Alteza, se llama Mandell Gruber. Si hacéis un pequeño esfuerzo memorístico seguro que recordaréis que un jardinero vino corriendo con un rastrillo en ristre para defenderme del sargento, que iba armado con un desintegrador.
–Ah, sí… ¿Y este hombre era aquel jardinero?
–Sí, Alteza, era él. Desde entonces le considero un amigo, y hablo con él prácticamente siempre que visito los jardines. Creo que siempre está un poco pendiente de mí, y que me considera algo así como su propiedad… Y, naturalmente, le estoy muy agradecido.
–Me parece muy lógico que lo estés. Ya que hablamos del tema, ¿qué tal se encuentra tu formidable esposa, la doctora Venabili? No la veo muy a menudo.
–Es historiadora, Alteza. Vive en el pasado.
–¿No te da un poco de miedo? Creo que yo se lo tendría. Me han contado cómo trató a aquel sargento. Cuando lo pienso casi siento pena por él…
–Mi bienestar la preocupa hasta el extremo de reaccionar ante las amenazas con auténtico salvajismo, Alteza, pero en los últimos tiempos no ha tenido ocasión de hacerlo. Todo ha estado muy tranquilo.
El Emperador seguía mirando al jardinero, quien ya estaba bastante lejos y a punto de marcharse entre unos arbustos.
–¿Hemos recompensado a ese hombre?
–Sí, Alteza, me encargué personalmente de hacerlo. Tiene esposa y dos hijas, y me he ocupado de que cada una disponga de cierta cantidad apartada de créditos para la educación de los hijos que puedan tener.
–Magnífico, pero creo que necesita un ascenso. ¿Es buen jardinero?
–Excelente, Alteza.
–Malcomber, el Jefe de Jardineros…, no estoy muy seguro de recordar bien su nombre, pero creo que se llama Malcomber… Está envejeciendo, y puede que las responsabilidades del puesto empiecen a resultarle excesivas. Ya tiene más de setenta años. ¿Crees que Gruber podría sustituirle?
–Estoy seguro de que podría hacerlo, Alteza, pero su trabajo actual le gusta mucho. Le permite estar al aire libre haga el tiempo que haga.
–No parece que un trabajo así sea muy envidiable… Seguro que se acostumbrará a las labores administrativas, y
necesito
a alguien para llevar a cabo algunos cambios en los jardines. Hmmmm… Pensaré en ello. Tu amigo Gruber puede ser el hombre que necesito. Por cierto, Seldon, ¿a qué te referías con lo de que todo ha estado muy tranquilo últimamente?
–Alteza, sólo a que no ha habido ninguna señal de inquietud o discordia en la corte Imperial. La tendencia inevitable a las intrigas parece estar lo más cerca posible del mínimo.
–Seldon, si fueras Emperador y tuvieras que enfrentarte a todos esos funcionarios y sus respectivas quejas no dirías eso. ¿Cómo puedes decir que todo está tranquilo cuando cada semana recibo informes de que se ha producido algún nuevo problema o avería en Trantor?
–Son cosas inevitables.
–No recuerdo que ocurrieran con tanta frecuencia en años anteriores.
–Quizá se deba a que no ocurrían con tanta frecuencia, Alteza. La infraestructura envejece, y llevar a cabo las reparaciones necesarias de forma lo suficientemente concienzuda exigiría tiempo, trabajo, y enormes gastos. Por otro lado, un aumento en los impuestos sería bastante mal visto en este momento.
–Siempre lo es. Tengo entendido que esas averías y problemas están causando considerables molestias a la población. Esto tiene que acabar, Seldon, y debes ocuparte de que acabe. ¿Qué dice la psicohistoria?
–Dice lo mismo que el sentido común, que todo envejece.
–Bueno, esta conversación amenaza con estropearme el día… Lo dejo en tus manos, Seldon.
–Sí, Alteza -dijo Seldon en voz baja.
El Emperador se alejó y Seldon pensó que aquella conversación también había estropeado su día. El derrumbamiento del centro era la alternativa que no quería ver convertida en realidad. ¿Pero cómo podía impedir que ocurriera y desplazar la crisis a la periferia?
La psicohistoria no tenía ninguna respuesta.
Raych Seldon se sentía extraordinariamente satisfecho: era la primera cena familiar en varios meses con las dos personas a las que consideraba sus padres. Sabía que no lo eran en el sentido biológico de la palabra, pero no importaba. Siempre que les veía la sonrisa de Raych estaba impregnada de ternura y amor.
El ambiente no era tan acogedor como en los viejos tiempos de Streeling, cuando su hogar era pequeño e íntimo, y lo consideraba como una joya en el marco general de la universidad. Por desgracia, nada podía ocultar la lujosa grandeza de la
suite
palaciega del Primer Ministro.
A veces Raych se contemplaba en el espejo y pensaba en cómo había llegado hasta allí. No era alto -sólo medía 163 centímetros de estatura-, y era claramente más bajo que su padre o su madre. Su cuerpo, aunque achaparrado, era musculoso y no estaba gordo. Tenía los cabellos negros, y el típico bigote dahlita que mantenía lo más oscuro y frondoso posible.
En el espejo aún podía ver al muchacho harapiento que había sido antes de que el cúmulo de circunstancias más improbable que se pudiera imaginar diera como resultado su encuentro con Hari y Dors. Por aquel entonces Seldon era mucho más joven, y su apariencia actual evidenciaba que Raych tenía casi la misma edad que Seldon cuando se conocieron. Lo asombroso era que Dors apenas había cambiado. Seguía siendo tan esbelta y ágil como el día en que Raych se encontró con ellos y les condujo hasta la madre Rittah en Billibotton; Raych, nacido para la pobreza y la miseria, era funcionario, un pequeño engranaje más del Ministerio de Población.
–¿Qué tal van las cosas en el Ministerio, Raych? – preguntó Seldon-. ¿Algún progreso?
–Algunos, papá. Las leyes han sido promulgadas. Los tribunales han emitido sus veredictos, y se han pronunciado discursos; pero aun así resulta muy difícil cambiar a la gente. Puedes predicar la hermandad cuanto quieras, pero nadie se siente hermano de su prójimo. Lo que más me sulfura es que los dahlitas son tan tozudos como los demás. Reclaman que se les trate como iguales, pero en cuanto se les da una oportunidad, demuestran no tener el más mínimo deseo de tratar como iguales a los demás.
–Alterar las mentes y los corazones de las personas es prácticamente imposible, Raych -dijo Dors-. Creo que basta con intentar eliminar las peores injusticias.
–La gran dificultad estriba en que durante la mayor parte de la historia nadie se ha ocupado de este problema -dijo Seldon-. Se ha permitido que los seres humanos se entregaran al delicioso juego del yo-soy-mejor-que-tú y limpiar el estropicio no va a resultar nada fácil. Si permitimos que los acontecimientos sigan por su curso actual, empeorando progresivamente durante mil años, no podremos quejarnos si después se necesitan otros cien para conseguir que la situación mejore un poco.
–Papá, a veces creo que me diste este trabajo para castigarme -dijo Raych.
Seldon arqueó las cejas.
–¿Qué motivo podría tener para castigarte?
–Quizá querías castigarme porque me sentí atraído por el programa de igualdad entre sectores y mayor representación popular que defendía Joranum.
–No te culpo de ello. Son sugerencias muy atractivas, pero ya sabes que Joranum y los suyos sólo las usaban como forma de acumular poder. Después…
–Pero hiciste que le tendiera una trampa a pesar de que me sentía atraído por sus opiniones.
–Pedirte que lo hicieras no me resultó fácil -dijo Seldon.
–Y ahora pretendes que intente convertir en realidad el programa de Joranum sólo para demostrarme lo difícil que resulta esa tarea.
–¿Qué opinas, Dors? – preguntó Seldon volviéndose hacia Dors-. El chico me atribuye una especie de astucia indigna que nunca ha formado parte de mi personalidad.
–No estarás atribuyendo semejantes rasgos psicológicos a tu padre, ¿verdad? – dijo Dors, y el fantasma de una sonrisa aleteó en sus labios.
–No, la verdad es que no. En el curso ordinario de la vida no hay nadie que juegue más limpio que tú, papá, pero si
tienes
que hacerlo… Bueno, en ese caso sabes cómo hacer trampas con la baraja. ¿Acaso no es lo que esperas conseguir mediante la psicohistoria?
–De momento he conseguido muy pocas cosas con la psicohistoria -dijo Seldon con voz entristecida.
–Es una lástima. Sigo pensando que el problema de la intolerancia humana debe de tener una solución psicohistórica.
–Quizá exista, pero si es así todavía no la he encontrado.
Cuando acabaron de cenar Seldon se volvió hacia su hijo.
–Bien, Raych, ahora tú y yo vamos a tener una pequeña charla.
–¿De veras? – exclamó Dors-. Supongo que eso quiere decir que no estoy invitada, ¿eh?
–Asuntos ministeriales, Dors.
–Tonterías ministeriales, Hari. Vas a pedirle al pobre chico que haga algo que yo no querría que hiciese.
–Te aseguro que no voy a pedirle nada que él no quiera hacer -replicó Seldon con firmeza.
–No te preocupes, mamá -dijo Raych-. Deja que papá y yo tengamos nuestra charla. Prometo que luego te lo contaré todo.
Dors puso los ojos en blanco.
–Alegaréis que eran «secretos de Estado», lo sé.
–De hecho, es justamente de lo que quiero charlar con Raych, y son secretos de primera magnitud -dijo Seldon-. Hablo en serio, Dors.
Dors se puso en pie y apretó los labios.
–No arrojes al chico a los lobos, Hari -dijo antes de salir de la habitación.
–Me temo que es exactamente lo que tendré que hacer, Raych -dijo Seldon en voz baja en cuanto Dors se hubo marchado-. Tendré que arrojarte a los lobos…
Estaban sentados uno frente al otro en el despacho privado de Seldon, su «lugar para pensar», como lo llamaba él. Allí había pasado un número incontable de horas luchando con las complejidades del gobierno imperial y trantoriano.
–¿Estás informado de las recientes averías en los servicios planetarios, Raych? – preguntó.
–Sí -dijo Raych-, pero recuerda que vivimos en un planeta bastante viejo, papá. Deberíamos evacuar a todo el mundo de aquí, extraer todos los sistemas del subsuelo, modificarlos con los últimos dispositivos regulados mediante ordenadores y hacer volver a la población…, o por lo menos a la mitad. Trantor estaría mucho mejor con sólo veinte mil millones de personas.
–¿Qué veinte mil millones escogerías? – preguntó Seldon sonriendo.
–Ojalá lo supiera -respondió Raych con expresión sombría-. El problema está en que no podemos poner el planeta patas arriba para cambiarlo todo y tenemos que conformarnos con ir haciendo remiendos.
–Sí, Raych, eso me temo, pero están ocurriendo algunas cosas bastante extrañas. Quiero que me eches una mano. Tengo ciertas ideas al respecto…
Sacó una esferita de su bolsillo.
–¿Qué es eso? – preguntó Raych.
–Es un mapa de Trantor meticulosamente programado. Raych, ¿querrías hacerme el favor de quitar todos estos trastos?
Seldon colocó la esfera en el centro de la mesa y puso su mano sobre un teclado incrustado en el brazo de su sillón. Pulsó un botón y las luces de la habitación se apagaron mientras la superficie de la mesa quedaba iluminada por una suave claridad de aproximadamente un centímetro de grosor. La esfera se acható, expandiéndose hasta los cantos del escritorio.
La luz se fue llenando de puntos oscuros que acabaron formando una forma definida.
–Es un mapa de Trantor -dijo Raych sorprendido unos treinta segundos después.
–Por supuesto. Es lo que te había dicho, ¿no? Pero no podrás comprarlo en ningún centro comercial de sector. Es uno de esos juguetitos con los que se distraen las fuerzas armadas. Podría presentar a Trantor como una esfera, pero una proyección plana mostrará de forma bastante más clara lo que quiero enseñarte.
–¿Qué quieres enseñarme, papá?
–Bueno, durante los últimos dos años ha habido muchas averías. El planeta es viejo, ciertamente, y tenemos que esperar que se produzcan averías, pero últimamente la frecuencia se ha incrementado y casi todas parecen responder a errores humanos.
–¿No te parece razonable?
–Sí, naturalmente… hasta cierto punto. Eso es cierto incluso en el caso de los terremotos.