Hacia la Fundación (15 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

Eso ya era imposible. La seguridad se había impuesto, y ningún ciudadano de Trantor podía entrar en el recinto. Pero eso no eliminaba el peligro, pues cuando surgía, procedía de funcionarios imperiales descontentos y soldados corruptos que habían sido sobornados. Los jardines eran el lugar donde el Emperador y los miembros de su corte corrían más peligro. ¿Qué habría ocurrido diez años antes, por ejemplo, si Dors Venabili no hubiese estado con Seldon?

Ocurrió durante su primer año como Primer Ministro y (después de suceder) Seldon supuso que era natural que su inesperado nombramiento como Primer Ministro hubiese creado celos y resentimientos. Otros hombres mejor cualificados que él -tanto en años de servicio como, sobre todo, a sus propios ojos-, podían enfurecerse cada vez que pensaban en cómo había llegado a ocupar el cargo. No sabían nada de la psicohistoria o de su importancia para el Emperador, y la forma más sencilla de corregir aquel error era corromper a uno de los hombres que habían jurado proteger al Primer Ministro.

Dors debía de haberlo sospechado, o quizá fuera que la desaparición de Demerzel reforzó sus instrucciones de proteger a Seldon. Lo cierto es que durante sus primeros años en el cargo, Dors pasaba mucho más tiempo con él que ausente.

Al anochecer de un cálido día de verano, Dors captó el destello del sol, próximo al ocaso -un sol nunca visto bajo la cúpula de Trantor-, reflejándose en el metal de un desintegrador.

–¡Al suelo, Hari! – grito de repente, y sus pies aplastaron los tallos de hierba mientras corría hacia el sargento-. Deme ese desintegrador, sargento -ordenó con voz tensa.

El aspirante a asesino quedó momentáneamente inmovilizado ante la inesperada visión de la mujer que corría hacia él, pero reaccionó rápidamente y alzó el desintegrador que había desenfundado.

Pero Dors ya estaba encima de él. Su mano se cerró sobre su muñeca derecha, presionándola poderosamente y obligándole a levantar el brazo.

–Suéltelo -dijo apretando los dientes.

El rostro del sargento se contorsionó mientras intentaba liberar el brazo.

–No lo intente, sargento -dijo Dors-. Mi rodilla está a cinco centímetros de su ingle y bastará con que parpadee para que sus genitales se conviertan en historia, así que no se mueva. Muy bien. Y ahora, abra la mano. Si no suelta el desintegrador ahora mismo le romperé el brazo.

Un jardinero corrió hacia ellos blandiendo un rastrillo. Dors le alejó con una seña. El sargento dejó caer el desintegrador. Seldon ya estaba a su lado.

–Yo me encargaré de esto, Dors.

–No lo harás. Escóndete entre esos árboles y llévate el desintegrador. Puede que haya más personas metidas en esto…, y quizá estén preparados para actuar.

Dors no había aflojado la presión con que sujetaba la muñeca del sargento.

–Y ahora, sargento, quiero el nombre de la persona que le convenció para que atentara contra la vida del Primer Ministro…, y el de los otros conspiradores.

El sargento guardó silencio.

–No sea estúpido -dijo Dors-. ¡Hable! – Le retorció el brazo y el sargento cayó de rodillas. Dors le puso la suela de un zapato sobre el cuello-. Si cree que le conviene no hablar, puedo aplastarle la laringe y no volverá a hacerlo nunca. Ah, y antes me aseguraré de hacerle mucho daño… No le dejaré ni un hueso entero. Será mejor que hable.

El sargento habló.

–¿Cómo pudiste hacerlo, Dors? – le preguntó Seldon después-. Nunca creí que fueras capaz de semejante…
violencia
.

–No le hice mucho daño, Hari -respondió Dors con frialdad-. La amenaza fue suficiente y, en cualquier caso, tu seguridad era más importante que cualquier otra consideración.

–Tendrías que haber permitido que me encargara de él.

–¿Por qué? ¿Para no herir tu orgullo masculino? Para empezar, no habrías sido lo bastante rápido y, en segundo lugar, eres un hombre y lo que hubieras podido hacer era justo lo que se esperaba de ti. Yo soy una mujer, y la opinión general es que las mujeres no son tan agresivas como los hombres y que casi ninguna posee la fuerza necesaria para hacer lo que hice. El asunto se divulgará rápidamente y al final todo el mundo me tendrá pánico. Nadie se atreverá a intentar algo contra ti por miedo a mis represalias.

–Sí, por miedo a tus represalias y por miedo a la ejecución. Ya sabes que el sargento y sus cómplices van a ser ejecutados, ¿no?

Apenas acabó de pronunciar esas palabras una terrible angustia se extendió por el habitualmente tranquilo rostro de Dors, como si no soportara la idea de que el sargento, acusado de alta traición, fuera ejecutado, a pesar de que habría acabado con la vida de su querido Hari sin titubear.

–No es necesario ejecutar a los conspiradores -exclamó-. Basta con exiliarles.

–No, no bastaría -dijo Seldon-. Es demasiado tarde. Cleon no quiere oír hablar de nada que no sea la ejecución. Puedo repetirte lo que dijo…, si lo deseas.

–¿Quieres decir que ya ha tomado la decisión?

–La tomó de inmediato. Le dije que bastaba con el exilio o la cárcel, pero él dijo que no. «Cada vez que intento resolver un problema mediante una acción clara y decidida -dijo-, primero Demerzel y ahora tú, habláis de “despotismo” y “tiranía”, pero éste es
mi
palacio, y éstos son
mis
jardines y
mis
guardias. Mi seguridad depende de la lealtad de mi gente y de que este lugar esté lo más protegido posible. ¿Acaso crees que cualquier desviación de la lealtad absoluta puede ser respondida con algo que no sea la muerte instantánea? De lo contrario, ¿cómo podrías estar a salvo? ¿Cómo podría estar a salvo yo?» Le dije que sería necesario un juicio. «Por supuesto -replicó él-, habrá un juicio militar lo más rápido y breve posible, y no esperes ni un solo voto a favor de nada que no sea la ejecución. Me ocuparé personalmente de dejar bien claro cuál es mi voluntad…»

Dors parecía muy afectada.

–Te estás tomando todo esto con mucha calma. ¿Estás de acuerdo con el Emperador?

Seldon vaciló, pero acabó asintiendo de mala gana.

–Sí.

–Porque el atentado se produjo contra tu vida. ¿Has renunciado a tus principios a cambio de la venganza?

–Vamos, Dors… No soy una persona vengativa, pero yo o incluso el Emperador no fuimos los únicos en correr peligro. Si hay algo claro en la historia reciente del Imperio es que los Emperadores se suceden. Lo que hay que proteger es la psicohistoria. Sin duda la psicohistoria acabará siendo desarrollada algún día, incluso suponiendo que me ocurra algo, pero el declive del Imperio es muy rápido y no podemos esperar…, yo soy la única persona que ha ido lo bastante lejos para desarrollar las técnicas necesarias a tiempo.

–Entonces deberías enseñar lo que sabes a otros -dijo Dors poniéndose muy seria.

–Lo estoy haciendo. Yugo Amaryl es un sucesor razonable y válido, y he reunido a un grupo de técnicos que algún día podrán ser muy útiles, pero no serán tan…

Seldon no terminó la frase.

–¿No serán tan buenos como tú…, tan sabios, tan capaces? ¿De veras lo crees?

–Pues da la casualidad de que eso es lo que pienso, sí -dijo Seldon-. Y da la casualidad de que soy humano. La psicohistoria es mía, y si me es posible conseguirlo quiero que se me atribuya el mérito de su desarrollo.

–Humano… -suspiró Dors, y meneó la cabeza casi con tristeza.

Las ejecuciones se llevaron a cabo. No se había visto una purga semejante desde hacía más de un siglo. Dos ministros, cinco funcionarios de rangos inferiores y cuatro soldados -incluyendo al infortunado sargento- fueron ejecutados. Los guardias que no superaron con éxito la investigación más rigurosa imaginable, perdieron sus puestos y fueron exilados a los mundos exteriores.

Desde entonces no se produjo rastro alguno de traición, y el celo con que se protegía al Primer Ministro llegó a ser tan conocido -además de la mujer aterradora que le vigilaba, a la que muchos llamaban la
Mujer Tigre
-, que ya no era necesario que Dors le acompañara a todas partes. Su invisible presencia era escudo suficiente, y el Emperador Cleon disfrutó de casi diez años de seguridad y paz absolutas.

Entretanto, la psicohistoria estaba llegando al punto en el que podría ser usada para obtener algo parecido a predicciones, y cuando Seldon dejó de ser Primer Ministro, trasladándose al laboratorio para convertirse en psicohistoriador, era incómodamente consciente de las muchas probabilidades de que aquella era de paz estuviese aproximándose a su fin.

3

A pesar de ello, al entrar en el laboratorio no pudo evitar sentirse satisfecho.

¡Cómo habían cambiado las cosas!

Todo había empezado veinte años atrás con sus primeros tanteos en un ordenador heliconiano de escasa potencia. En ese instante tuvo el primer atisbo de lo que acabaría convirtiéndose en paracaótico.

Después llegaron los años en la Universidad de Streeling, en los que él y Yugo Amaryl trabajaron juntos intentando renormalizar las ecuaciones, librarse de las infinidades que tan molestas resultaban, y dar con un camino que les permitiera evitar los efectos caóticos. No habían avanzado mucho.

Finalmente, después de diez años en el cargo de Primer Ministro, tenía a su disposición una planta entera con los últimos modelos de ordenadores y un numeroso grupo de personas que trabajaban en una amplia variedad de problemas.

Ninguna de ellas -salvo Yugo y el mismo Seldon, naturalmente-, conocía nada más que el problema inmediato en el que trabajaban. Cada una se ocupaba de un pequeño promontorio de la gigantesca cordillera que era la psicohistoria, que sólo Seldon y Amaryl podían percibir como tal… En realidad, incluso ellos tenían una imagen borrosa de la psicohistoria, de aquella cordillera en la que sus cimas quedaban ocultas entre nubes y sus laderas veladas por la neblina.

Dors Venabili estaba en lo cierto, por supuesto. Tendría que iniciar a sus colaboradores en la totalidad del misterio. La técnica se estaba desarrollando y no tardaría en sobrepasar la capacidad de dos únicos hombres, además Seldon envejecía. Podía esperar unas décadas más de vida, pero estaba seguro de que los años de sus mayores logros ya habían quedado atrás.

Incluso Amaryl tendría treinta y nueve años dentro de un mes, y aunque seguía siendo joven, quizá podía afirmarse que como matemático había dejado de serlo. Su capacidad para producir nuevos enfoques de pensamiento tangencial también podía estar disminuyendo.

Amaryl le vio entrar y dirigirse hacia él. Seldon le contempló con cariño. Amaryl era tan dahlita como Raych, su hijo adoptivo, y a pesar de su físico musculoso y su escasa estatura, no lo aparentaba en lo más mínimo. Le faltaban el bigote, el acento y, al parecer, también le faltaba la consciencia de dahlita. Incluso se había mostrado impenetrable al atractivo de Jo-Jo Joranum, que tanto había afectado a los habitantes de Dahl.

Era como si Amaryl no reconociera la existencia del patriotismo sectorial, planetario y ni siquiera imperial. Pertenecía completa y exclusivamente a la psicohistoria.

Seldon se sintió como un inepto. Era plenamente consciente de que había pasado las dos primeras décadas de su existencia en Helicon, y cuando pensaba en sí mismo se consideraba heliconiano. Se preguntó si eso no acabaría por traicionarle tiñendo de prejuicios sus ideas sobre la psicohistoria. La situación ideal para utilizar la psicohistoria correctamente implicaba estar por encima de mundos y sectores, tratando únicamente con la Humanidad en su aspecto más abstracto y despersonalizado…, y eso era lo que Amaryl hacía.

«Yo no puedo hacerlo», admitió Seldon interiormente en medio de un suspiro.

–Supongo que progresamos, Hari -dijo Amaryl.

–¿Lo supones, Yugo? ¿Tan sólo lo supones?

–No quiero salir al espacio exterior sin llevar un traje puesto.

Amaryl pronunció aquellas palabras con la habitual seriedad de su rostro (Seldon conocía su escaso sentido del humor), mientras se dirigían al despacho de Seldon. Era pequeño, pero estaba perfectamente protegido.

Amaryl se sentó y cruzó las piernas.

–Tu último plan para esquivar el problema del caos puede que en parte funcione…, a cambio de perder precisión, naturalmente -dijo.

–Naturalmente. Ganamos algo en conjunto, y perdemos precisión en los detalles. El universo funciona así, pero tenemos que arreglárnoslas para engañarlo de alguna forma.

–Le hemos engañado un poco, pero es como mirar a través de un cristal opaco.

–Algo hemos avanzado desde esos años en que mirábamos a través de una plancha de plomo.

Amaryl murmuró algo ininteligible.

–Captamos atisbos de luz y oscuridad -dijo después.

–¡Explícate!

–No puedo hacerlo, pero cuento con el Primer Radiante, con el que me he matado trabajando, como un…, un…

–Prueba con «lamec». Es un animal, una bestia de carga que tenemos en Helicon. En Trantor no hay lamecs.

–Bueno, si el lamec se deja la piel en su trabajo, te aseguro que es lo que he estado haciendo con el Primer Radiante.

Pulsó la tecla de seguridad de su escritorio desactivando una cerradura, y un cajón se deslizó hacia fuera silenciosamente. Amaryl sacó de él un cubo oscuro y opaco que Seldon observó con gran interés. Seldon había ideado los circuitos del Primer Radiante, pero Amaryl lo había construido. Yugo Amaryl siempre había sido muy hábil con las manos, y el Primer Radiante era obra suya.

La habitación quedó sumida en la penumbra y las ecuaciones y las relaciones aparecieron en el aire. Los números se desplegaron por debajo de ellas y flotaron a un par de centímetros de la superficie del escritorio como si fuesen marionetas suspendidas de hilos invisibles.

–Maravilloso -dijo Seldon-. Si vivimos lo suficiente, algún día conseguiremos que el Primer Radiante produzca un río de símbolos matemáticos que contendrá el mapa de la historia pasada y futura. Lo usaremos para localizar las corrientes y los riachuelos, y encontrar formas de alterarlos para que sigan el curso que prefiramos en cada momento.

–Sí -replicó Amaryl tajantemente-, si conseguimos vivir con el conocimiento de que las acciones que llevemos a cabo pueden producir los peores resultados imaginables a pesar de obrar con la mejor de las intenciones.

–Créeme, Yugo, nunca me acuesto sin atormentarme pensando en ello, pero aún estamos lejos. Lo único que tenemos es esto…, y como tú has dicho, de momento equivale a ver manchas de luz y oscuridad a través de un cristal opaco.

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