Hacia la Fundación (20 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

A menudo se refería con nostalgia a los tiempos en que los Emperadores podían moverse libremente entre sus súbditos pero, naturalmente, la sucesión de golpes de Estado y asesinatos -consumados o no-, se había convertido en un lamentable hecho de la vida cotidiana, y el Emperador se había visto obligado a renunciar al mundo.

Es muy dudoso que Cleon -quien nunca se había relacionado con la gente, salvo en condiciones muy restringidas y formales-, se hubiera sentido realmente a gusto en un encuentro improvisado con desconocidos, pero siempre imaginaba que disfrutaría mucho de él. Eso hizo que acogiera con nerviosa alegría la rara ocasión de hablar con un subordinado en los jardines, la posibilidad de sonreír y prescindir de la parafernalia del gobierno imperial durante unos minutos. Hacía que se sintiera muy democrático.

Por ejemplo, el jardinero del que le había hablado Seldon… Recompensarle por su lealtad y bravura, aunque fuese con tanto retraso, no sólo era lo correcto, sino que incluso podía considerarse un placer…, especialmente si lo hacía él mismo en vez de algún funcionario.

Cleon hizo los arreglos necesarios para hablar con el jardinero en la inmensa rosaleda, en plena floración. Cleon pensó que era el lugar perfecto pero, naturalmente, primero había que llevar al jardinero hasta su presencia. ¿El Emperador esperando? No, eso era impensable. Ser democrático era una cosa, la molestia de tener que esperar era otra muy distinta.

El jardinero le esperaba entre los rosales. Tenía los ojos muy abiertos, y le temblaban los labios. Cleon pensó que cabía la posibilidad de que nadie le hubiese explicado la razón exacta de aquel encuentro. Bueno, le tranquilizaría de la forma más afable y paternal posible…, pero un instante después se dio cuenta de que no se acordaba de su nombre.

Cleon se volvió hacia uno de los funcionarios que le acompañaban.

–¿Cómo se llama el jardinero?

–Mandell Gruber, Alteza. Lleva treinta años siendo jardinero.

El Emperador asintió.

–Ah, Gruber -dijo-. Me alegra mucho conocer a un jardinero tan hábil y diligente.

–Alteza… -farfulló Gruber mientras le castañeteaban los dientes-. No soy hombre de muchos talentos, pero siempre intento esforzarme al máximo en el servicio de Vuestra Majestad.

–Naturalmente, naturalmente -dijo el Emperador.

Cleon se preguntó si el jardinero pensaría que estaba siendo sarcástico. Los hombres de clases inferiores no poseían los sentimientos y emociones delicadas que acompañaban a los buenos modales, y eso dificultaba cualquier intento de comportarse democráticamente con ellos.

–Mi Primer Ministro me ha hablado de la lealtad con que acudiste en su ayuda en cierta ocasión, y de tu habilidad en el cuidado de los jardines -dijo Cleon-. El Primer Ministro también me ha contado que sois muy buenos amigos.

–Alteza, el Primer Ministro siempre es muy amable conmigo, pero sé cuál es mi sitio. Nunca le hablo a menos que él me dirija la palabra primero.

–Perfecto, Gruber. Eso demuestra que has sido bien educado, pero el Primer Ministro, al igual que yo mismo, es un hombre de impulsos democráticos y confía en su capacidad para juzgar a las personas.

Gruber le hizo una gran reverencia.

–Bien, Gruber -dijo el Emperador-, como ya sabes el Jefe de Jardineros Malcomber es bastante anciano y desea retirarse. Las responsabilidades del puesto se están volviendo demasiado pesadas para él.

–Alteza, el Jefe de Jardineros es muy respetado por todos nosotros. Espero que pueda seguir en su cargo durante muchos años para que todos podamos acudir a él y beneficiarnos de su sabiduría y buen juicio.

–Muy bien dicho, Gruber -replicó el Emperador con expresión distraída-, pero todo eso no es más que palabrería. El paso de los años no perdona, y Malcomber ya no posee la fortaleza física y agudeza mental necesarias para ocupar un puesto semejante. Él mismo ha solicitado abandonarlo antes de final de año y he accedido a sus deseos. Sólo falta encontrar un sustituto.

–Oh, Alteza, en este inmenso recinto hay cincuenta hombres y mujeres que podrían ocupar el cargo de Jefe de Jardineros.

–Sí, lo supongo -dijo el Emperador-, pero te he escogido a ti.

El Emperador obsequió al jardinero con una sonrisa benevolente. Éste era el momento que había esperado.

Cleon estaba seguro de que Gruber caería de rodillas en un éxtasis de gratitud.

Pero no lo hizo, y el Emperador frunció el ceño.

–Alteza, es un honor excesivo para mí -dijo Gruber.

–Tonterías -dijo Cleon, algo ofendido al ver que se cuestionaba su decisión-. Es hora de que se reconozcan tus virtudes. Ya no tendrás que soportar las inclemencias del tiempo durante todas las estaciones del año. Ocuparás el magnífico despacho del Jefe de Jardineros que haré redecorar para ti, y podrás traer a tu familia a sus aposentos… Tienes familia, ¿verdad, Gruber?

–Sí, Alteza, una esposa y dos hijas. Y un yerno.

–Estupendo. Estarás muy cómodo y disfrutarás de tu nueva existencia, Gruber. Trabajarás debajo de un techo a salvo de la intemperie, como corresponde a un auténtico trantoriano, Gruber.

–Alteza, os ruego que toméis en consideración el hecho de que nací y me crié en Anacreon y…

–Ya lo he tomado en consideración, Gruber. Para el Emperador todos los planetas son iguales. Es mi voluntad. El nuevo trabajo es justo lo que mereces.

El Emperador asintió con la cabeza y se alejó. Cleon había quedado muy satisfecho con la última exhibición de benevolencia. Naturalmente, le habría gustado que el jardinero mostrara un poco más de gratitud y entusiasmo, pero por lo menos había resuelto el problema.

Ocuparse de aquel problema resultaba más sencillo que resolver el del deterioro de la infraestructura. En un momento de cólera Cleon había propuesto ejecutar de inmediato al responsable de cada avería, siempre que fuese identificable.

–Unas cuantas ejecuciones y nos sorprenderemos de la atención y el cuidado que todos pondrán en el trabajo.

–Alteza -había dicho Seldon-, me temo que semejante conducta despótica no produciría el resultado que deseáis. Probablemente obligaría a los trabajadores a declararse en huelga, y si pretendierais su vuelta al trabajo mediante el uso de la fuerza, se produciría una insurrección; por otro lado, sería inútil sustituirles por soldados, porque no sabrían manejar la maquinaria, así que las averías se volverían mucho más frecuentes.

No era de extrañar que Cleon hubiera aprovechado la ocasión de nombrar un nuevo Jefe de Jardineros.

En cuanto a Gruber, contempló alejarse al Emperador sintiendo un escalofrío del más puro horror imaginable. Le arrebatarían la libertad de los espacios abiertos condenándole a una prisión de cuatro paredes, pero… ¿Quién podía ir en contra de los deseos del Emperador?

10

Raych se volvió con expresión sombría hacia el espejo que había en la habitación del hotel (no era ninguna maravilla, pero se suponía que Raych no tenía muchos créditos), y se contempló. Lo que veía no le gustaba nada. Su bigote había desaparecido; sus patillas habían perdido bastante longitud y le habían recortado la cabellera tanto atrás como a los lados.

Parecía…, parecía como si le hubiesen desplumado.

No, peor aun. Todos aquellos cambios faciales habían sustituido su cara por la de un bebé.

Estaba horroroso.

Hasta el momento no había hecho ningún progreso. Seldon le había entregado el informe sobre la muerte de Kaspal Kaspalov, redactado por las fuerzas de seguridad, y Raych lo había estudiado. No decía gran cosa, sólo que Kaspalov había sido asesinado y que los agentes de seguridad locales no habían descubierto nada importante en relación con el asesinato y, de todas formas, parecía evidente que para los agentes de seguridad de Wye el asesinato tenía muy poca o ninguna importancia.

Eso no resultaba sorprendente. Durante el último siglo el índice de criminalidad había subido considerablemente en muchos mundos, especialmente en el complejísimo mundo de Trantor, de manera que los agentes de seguridad no parecían hacer nada para resolver el problema. De hecho, la eficiencia y el número de las fuerzas de seguridad había disminuido considerablemente en todo el Imperio y (aunque eso resultaba difícil de demostrar) se habían vuelto bastante más corruptas que en el pasado. Los sueldos se negaban a subir tan deprisa como el coste de la vida, lo cual parecía convertir a la corrupción en un mal inevitable. Para que los funcionarios siguieran siendo honrados había que pagarles bien, de lo contrario ellos mismos se encargarían de complementar sus inadecuados sueldos con otra clase de ingresos.

Seldon llevaba años predicando inútilmente esa doctrina.

No había forma de aumentar los sueldos sin aumentar los impuestos, y la población no estaba dispuesta a aceptar un nuevo aumento. Al parecer prefería perder diez veces esa cifra de créditos pagando sobornos.

Seldon le dijo que todo aquello formaba parte del deterioro general de la sociedad imperial producido en los dos últimos siglos.

«Bien -se preguntó Raych-, ¿qué voy a hacer?» Estaba en el hotel donde había vivido Kaspalov los días inmediatamente anteriores al asesinato. En algún lugar del hotel podría haber alguien relacionado con el asesinato…, o que conociera a alguien que tuviera algo que ver con él.

Raych pensó que debía hacerse notar. Debía mostrar interés por la muerte de Kaspalov, y en cuanto llevara algún tiempo haciéndolo, alguien se interesaría por él y se pondría en contacto. Era peligroso, pero si conseguía dar la impresión de que era lo suficientemente inofensivo quizá no le atacarían de inmediato.

Bueno…

Raych miró la hora. El bar estaría lleno de personas que disfrutaban de un aperitivo antes de la cena. Raych pensó que haría lo mismo en espera de acontecimientos…, suponiendo que tuviese que ocurrir algo.

11

En algunos aspectos Wye podía ser francamente puritano. (En realidad era algo compartido por todos los sectores, dependiendo únicamente del distinto nivel de rigidez). En Wye las bebidas eran no alcohólicas, pero las sustancias sintéticas habían sido diseñadas para producir otro tipo de estimulaciones. Raych no estaba acostumbrado a su sabor y descubrió que no le gustaban, así que bebería lentamente mientras observaba el entorno.

Una joven sentada a varias mesas de distancia se fijó en él, y Raych se dio cuenta de que le resultaba difícil apartar la mirada de ella. La joven era bastante atractiva, y al parecer el puritanismo no afectaba todas las costumbres de Wye.

Tras unos momentos, la joven le sonrió y se puso en pie. Fue hacia la mesa de Raych mientras él la observaba con expresión pensativa, lamentando no poder permitirse una aventura amorosa.

La joven se quedó inmóvil delante de su mesa, le miró y se deslizó ágilmente en la silla contigua.

–Hola -dijo-. No tienes cara de ser cliente habitual.

Raych sonrió.

–No lo soy. ¿Conoces a todos los habituales?

–Más o menos -dijo ella sin incomodarse-. Me llamo Manella. ¿Y tú?

Raych cada vez lamentaba más estar allí en misión secreta.

Manella era más alta que él sin sus zapatos especiales -algo que Raych siempre había considerado muy atractivo-, tenía la tez blanca como la leche y una larga melena ondulada con reflejos rojizos. Su atuendo no era demasiado chillón y, de haberse esforzado, podría haber pasado por una mujer respetable de clase relativamente acomodada.

–Mi nombre no importa -dijo Raych-. No tengo muchos créditos.

–Oh. Qué lástima. – Manella torció el gesto-. ¿Y no puedes conseguir unos cuantos?

–Me encantaría. Necesito un trabajo. ¿Sabes de alguno?

–¿Qué clase de trabajo?

Raych se encogió de hombros.

–No tengo experiencia en nada que sea complicado, pero no soy orgulloso.

Manella le contempló con expresión pensativa.

–Voy a decirte algo, Sr. Sin Nombre. A veces no cobro ni un crédito.

Raych se quedó perplejo. Había tenido bastante éxito con las mujeres, pero siempre con su bigote…, ah, su bigote. ¿Qué podía haber visto aquella chica en su rostro de bebé?

–Bueno, yo también voy a decirte algo -replicó-. Un amigo mío estuvo viviendo aquí hace un par de semanas y no consigo encontrarle. Has dicho que conoces a todos los habituales, así que quizá le conozcas. Se llama Kaspalov. – Alzó un poco el tono de voz-. Kaspal Kaspalov.

Manella le lanzó una mirada totalmente inexpresiva y meneó la cabeza.

–No conozco a nadie con ese nombre.

–Lástima. Era joranumita, como yo. – Una nueva mirada inexpresiva-. ¿Sabes qué es un joranumita?

Manella meneó la cabeza.

–No. He oído esa palabra, pero no sé qué significa. ¿Es alguna clase de profesión?

Raych intentó disimular su desilusión.

–Resultaría demasiado largo de explicar -dijo.

Esa frase pareció una despedida, y tras unos momentos de incertidumbre, Manella se puso en pie y se alejó. No sonrió, y Raych estaba un tanto sorprendido de que se hubiera quedado tanto tiempo en su mesa. (Bueno, Seldon siempre había insistido en que Raych poseía la capacidad de inspirar afecto…, pero Raych estaba seguro de que una chica que se ganaba la vida como Manella sería prácticamente inmune a su don. Para aquellas mujeres lo único importante eran los créditos).

Siguió con la mirada a Manella sin darse cuenta, hasta que se detuvo en otra mesa ocupada por un hombre solo. Era de mediana edad, tenía el cabello de color amarillo y peinado hacia atrás. Se había afeitado meticulosamente pero su mentón era demasiado prominente y Raych pensó que no le habría quedado mal una barba.

Al parecer Manella no tuvo más suerte, y se alejó después de intercambiar unas cuantas palabras con él. Sin embargo, Raych estaba seguro de que Manella no debía de encontrarse con demasiados fracasos. Indudablemente era muy deseable.

Sin quererlo, se encontró pensando en qué habría ocurrido si hubiese podido…, y un instante después se dio cuenta de que ya no estaba solo en la mesa. Esta vez su compañía era masculina y, de hecho, era el hombre con el que acababa de hablar Manella. Raych había estado tan absorto en sus pensamientos que el hombre pudo acercarse a él sin ser visto y cogerle por sorpresa, lo que le asombró. No podía permitir aquel tipo de distracciones.

El hombre le contempló con cierto brillo de curiosidad en los ojos.

–Hace unos momentos estabas hablando con una amiga mía.

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