Seldon no podía verla con claridad. Tenía algún problema en los ojos.
–No te preocupes por mí, Dors. Eres tú… tú la que…
–No. Tú, Hari. Dile a Manella… Manella… Dile que la perdono. Se portó mejor que yo. Explícaselo a Wanda. Tú y Raych… Cuidad el uno del otro.
–No, no, no -dijo Seldon meciéndose hacia atrás y hacia delante-. No puedes hacerlo… Aguanta, Dors. Resiste, por favor. Por favor, amor mío…
Dors movió débilmente la cabeza de un lado a otro y su sonrisa fue todavía más débil e imperceptible que el gesto.
–Adiós, Hari, amor mío. Recuerda siempre… todo lo que hiciste por mí.
–No hice nada por ti.
–Me amaste y tu amor me hizo… humana.
Sus ojos seguían abiertos, pero Dors había dejado de funcionar.
Yugo Amaryl entró corriendo en el despacho de Seldon.
–Hari, los disturbios han empezado más pronto de lo que esperábamos y son todavía más serios de…
Vio a Seldon y a Dors y se quedó inmóvil.
–¿Qué ha ocurrido? – murmuró.
Seldon alzó la mirada hacia él en una agonía de dolor.
–¡Disturbios! ¿Qué me importan ahora los disturbios? ¿Qué puede importarme
cualquier cosa
ahora?
SELDON, WANDA. Durante los últimos años de su vida Hari Seldon mantuvo una relación muy estrecha (algunos afirman que llegó a depender totalmente de ella) con su nieta, Wanda. Wanda Seldon quedó huérfana durante su adolescencia y se consagró al Proyecto Psicohistoria de su abuelo, ocupando el puesto de Yugo Amaryl… El contenido exacto del trabajo de Wanda Seldon sigue siendo en gran parte un misterio, pues fue llevado a cabo en un aislamiento prácticamente total. Los únicos individuos que tuvieron acceso a las investigaciones de Wanda Seldon fueron el mismo Hari Seldon y un joven llamado Stettin Palver (cuatrocientos años después Preem, un descendiente suyo, contribuiría al renacimiento de Trantor cuando el planeta emergió de las cenizas del Gran Saqueo [300 E.F.]…
Aunque la total contribución hecha por Wanda Seldon a la Fundación sigue siendo desconocida, no cabe duda de que fue de la mayor magnitud…
ENCICLOPEDIA GALÁCTICA
Hari Seldon entró en la Biblioteca Galáctica (cojeando un poco, cosa que le ocurría cada vez con más frecuencia) y se dirigió hacia las filas de pequeños vehículos que iban y venían por los interminables pasillos del complejo de edificios.
Se detuvo al ver a los tres hombre sentados en una de las estancias galactográficas. El galactógrafo mostraba una representación tridimensional de la galaxia y, naturalmente, de los mundos que orbitaban lentamente alrededor de un núcleo y de los que se movían en ángulo recto respecto a él.
Desde su posición, Seldon podía ver que la provincia de Anacreon estaba indicada por una mancha roja. Anacreon era una provincia fronteriza que se encontraba en el confín de la galaxia y abarcaba gran volumen de espacio, pero contenía muy pocas estrellas. Anacreon no era notable ni por su riqueza ni por su cultura, pero sí por lo lejos que estaba de Trantor: había diez mil parsecs entre Trantor y Anacreon.
Seldon se dejó llevar por un impulso repentino. Se instaló delante de una consola de ordenador cerca de los tres hombres y tecleó una búsqueda aleatoria que estaba seguro exigiría un período de tiempo bastante largo. El instinto le decía que un interés tan intenso en Anacreon tenía que ser de naturaleza política, ya que su posición en la galaxia lo convertían en una de las posesiones más inestables del actual régimen imperial. Sus ojos permanecieron clavados en la pantalla, pero los oídos de Seldon estaban alerta para captar la conversación que se desarrollaba cerca de él. Oír discusiones políticas en la Biblioteca Galáctica no era nada corriente y, de hecho, se suponía que no debía haberlas.
Seldon no sabía nada de los tres hombres, lo cual no era demasiado sorprendente. La Biblioteca Galáctica tenía sus habituales, Seldon conocía de vista a la gran mayoría de ellos -e incluso había hablado con algunos-, pero estaba abierta a todos los ciudadanos. No se exigía ninguna cualificación especial: cualquier persona podía entrar y utilizar sus instalaciones. (Durante un período limitado de tiempo, naturalmente. Sólo unos cuantos privilegiados -como Seldon-, podían «instalarse» en la Biblioteca. Seldon tenía permiso para utilizar un despacho particular que podía cerrar con llave, y disponía de pleno acceso a los recursos de la Biblioteca).
Uno de los hombres (Seldon había empezado a pensar en él como
Nariz Ganchuda
, por razones obvias) estaba hablando en voz baja pero apremiante.
–Dejemos que se pierda -estaba diciendo-. Olvidémoslo. Tratar de retenerlo nos está costando una fortuna, y aunque lo consigamos sólo lo retendremos mientras sigan allí. No pueden quedarse eternamente, y apenas se marchen la situación volverá a ser la de antes.
Seldon sabía de qué estaban hablando. Tres días antes, TrantorVisión había dado la noticia de que el gobierno imperial había decidido hacer una demostración de fuerza para doblegar al más rebelde gobernador de Anacreon. El oportuno análisis psicohistórico de Seldon revelaba que la demostración de fuerza no serviría de nada, pero cuando el gobierno se ponía nervioso casi nunca atendía a razones. Los labios de Seldon se tensaron en una hosca sonrisa en cuanto oyó que
Nariz Ganchuda
decía lo mismo que había dicho él…, y el joven no contaba con la ventaja del conocimiento psicohistórico.
–Si nos olvidamos de Anacreon, ¿qué perdemos? – siguió diciendo
Nariz Ganchuda
-. Seguirá estando donde ha estado siempre, en el mismísimo confín de la galaxia. No puede hacer las maletas y largarse a Andrómeda, ¿verdad? Tendrá que seguir comerciando con nosotros y la vida continuará como siempre. ¿Qué importa que saluden al Emperador o no? Nadie notará la diferencia.
–Pero todo esto no se produce en un vacío ideal -dijo el segundo hombre, al que Seldon había apodado
Calvo
por razones todavía más obvias-. Si perdemos Anacreon también perderemos las otras provincias fronterizas. El Imperio se desintegrará.
–¿Y qué? – murmuró apasionadamente
Nariz Ganchuda
-. De todas formas el Imperio ya no puede funcionar de manera efectiva. Es demasiado grande. Que la frontera se largue y que cuide de sí misma…, si puede. Los mundos interiores estarán mucho mejor. La frontera no tiene por qué ser una propiedad política: económicamente hablando seguirá siendo nuestra.
–Ojalá tuvieras razón -dijo el tercer hombre (
Mejillas Rojas
)-, pero las cosas no ocurrirán así. Si las provincias fronterizas se independizan, lo primero que harán será tratar de incrementar su poder a expensas de sus vecinos. Habrá guerra y conflictos, y cada gobernador pensará que por fin ha llegado el momento de hacer realidad su sueño de ser Emperador. Será como en los viejos tiempos anteriores al reino de Trantor…, una edad oscura que durará miles de años.
–Vamos, no creo que las cosas vayan a ir
tan
mal -dijo
Calvo
-. Puede que el Imperio se disgregue, pero recuperará la integridad perdida en cuanto la gente descubra que la disgregación sólo significa guerras y empobrecimiento general. Volverán la mirada hacia la época dorada del Imperio y todo irá bien. No somos bárbaros, ¿sabéis? Encontraremos una forma de salir adelante.
–Desde luego -dijo
Nariz Ganchuda
-. Tenemos que recordar que a lo largo de su historia el Imperio se ha enfrentado a una crisis detrás de otra y que siempre ha logrado superarlas.
Pero
Mejillas Rojas
meneó la cabeza.
–Esto es algo más que una crisis -dijo-, es mucho peor. El Imperio se ha estado deteriorando durante generaciones. Diez años de Junta Militar destrozaron la economía, y desde que se produjo su caída y la subida al trono del nuevo Emperador, el Imperio se ha debilitado de tal forma que los gobernadores de la periferia no han tenido que fomentarlo. El Imperio se derrumbará sin necesidad de que muevan ni un dedo.
–Y la lealtad al Emperador… -empezó a decir
Nariz Ganchuda
.
–¿Qué lealtad? – replicó
Mejillas Rojas
-. Cuando Cleon fue asesinado vivimos unos años sin tener Emperador y a nadie pareció importarle, y este nuevo Emperador no es más que una figura decorativa. No puede hacer nada, nadie puede hacer nada… Esto no es una crisis, esto es el fin.
Los otros dos miraron a
Mejillas Rojas
y fruncieron el ceño.
–¡Estás realmente convencido! – exclamó
Calvo
-. ¿Crees que el gobierno imperial se quedará cruzado de brazos sin hacer nada y dejará que ocurra?
–¡Sí! No creen que vaya a ocurrir, igual que vosotros. No harán nada hasta que sea demasiado tarde.
–¿Y qué se supone que deberían hacer si creyeran que esto es el fin? – preguntó
Calvo
.
Mejillas Rojas
clavó la mirada en el galactógrafo como si pudiera encontrar una respuesta en la representación tridimensional que ofrecía.
–No lo sé. Mirad, cuando yo muera, la situación aún no será demasiado mala. Después irá empeorando, pero no pienso obsesionarme pensando en ello. Que se preocupen otros… Yo me habré ido, y los buenos tiempos también…, puede que para siempre. Por cierto, no soy el único que piensa así. ¿Habéis oído hablar de alguien llamado Hari Seldon?
–Claro -se apresuró a decir
Nariz Ganchuda
-. Fue Primer Ministro durante el reinado de Cleon, ¿no?
–Si -dijo
Mejillas Rojas
-. Es científico, y hace meses asistí a una conferencia suya. Me alegró saber que no soy el
único
que cree que el Imperio se está desmoronando. Seldon dijo…
–¿Dijo que todo se está yendo al cuerno y que se aproxima una edad oscura que no tendrá fin? – le interrumpió
Calvo
.
–Bueno…, no -replicó
Mejillas Rojas
-. Es un tipo muy cauteloso, ¿sabéis? Dijo que podría ocurrir, pero se equivoca. Ocurrirá.
Seldon ya había oído bastante. Fue cojeando hacia la mesa que ocupaban los tres hombres y puso una mano sobre el hombro de
Mejillas Rojas
.
–Señor -dijo-, ¿puedo hablar un momento con usted?
Mejillas Rojas
dio un respingo y alzó la mirada.
–Eh, usted es el profesor Seldon, ¿no? – dijo.
–Siempre lo he sido -dijo Seldon, y le entregó una tarjeta de referencia con su fotografía-. Me gustaría que fuera a mi despacho de la Biblioteca pasado mañana a las cuatro de la tarde. ¿Le será posible ir?
–Tengo que trabajar.
–Si no hay otra forma de arreglarlo diga que está enfermo. Es muy importante.
–Bueno, señor, no estoy seguro de si…
–Hágalo -dijo Seldon-. Si eso le crea alguna clase de problema yo me encargaré de resolverlo. Mientras tanto, caballeros, ¿les importa que estudie la simulación de la galaxia durante un momento? Hace mucho tiempo que no veo una.
Los tres asintieron en silencio, aparentemente muy impresionados ante la proximidad de alguien que había sido Primer Ministro. Los tres hombres fueron retrocediendo uno a uno para permitir que Seldon tuviera acceso a los controles del galactógrafo.
Seldon alargó un dedo hacia los controles y el color rojo que indicaba los contornos de la provincia de Anacreon se esfumó. La galaxia recobró su apariencia original y volvió a convertirse en un torbellino de niebla cuya luminosidad aumentaba poco a poco hasta crear la esfera resplandeciente del centro, detrás del que se extendía el agujero negro de la galaxia.
Las estrellas no podían distinguirse a menos que se aumentara el tamaño de la simulación, pero en ese caso la pantalla sólo mostraría una parte de la galaxia y Seldon quería verla entera: quería echar un vistazo al Imperio que se estaba desvaneciendo.
Pulsó un botón y aparecieron una serie de puntos amarillos en la imagen galáctica. Los puntos amarillos representaban los veinticinco millones de planetas habitables.
Podían distinguirse como puntos individuales perdidos entre la neblina que indicaba los confines de la galaxia, pero su número iba en aumento a medida que la mirada se dirigía hacia el centro. Alrededor del resplandor central había una franja ininterrumpida de color amarillo (que revelaría los puntitos de los que estaba compuesta si se ampliaba la imagen), pero el resplandor central seguía siendo blanco y estaba libre de puntos, naturalmente. Las turbulentas energías del núcleo no permitían la existencia de ningún planeta habitable.
A pesar de la gran densidad del color amarillo, Seldon sabía que ni una estrella de cada diez mil poseía un planeta habitable, y aquello seguía siendo un hecho innegable a pesar de las habilidades terraformadoras de remodelación planetaria adquiridas por la Humanidad. Por muchas remodelaciones que pudieran hacerse en la galaxia, la mayoría de los planetas jamás llegarían a ser transitables para un ser humano sin la protección de un traje espacial.
Seldon pulsó otro botón. Los puntos amarillos desaparecieron, pero una región diminuta se iluminó con un resplandor azul: Trantor y los mundos que dependían directamente de él. Aquella región se encontraba lo más cerca posible del núcleo central sin entrar en contacto con sus energías letales, y era considerada como «el centro de la galaxia» a pesar de que en realidad no lo fuese. La imagen, como siempre, era impresionante, porque revelaba con toda claridad la pequeñez de Trantor, un lugar diminuto perdido en la colosal extensión de la galaxia y que, a pesar de ello, albergaba la mayor concentración de riqueza, cultura y autoridad gubernamental que la Humanidad había conocido en toda su historia.
Todo estaba condenado a la destrucción. Fue como si los tres hombres pudieran leer su mente, o quizás interpretaron la expresión de su rostro.
–¿Es cierto que el Imperio será destruido? – preguntó
Calvo
en voz baja.
–Es posible -replicó Seldon en un tono de voz todavía más bajo-. Es posible… Todo es posible.
Seldon se puso en pie, les sonrió y se fue. Mientras lo hacía, su mente gritaba: «
¡Ocurrirá! ¡Ocurrirá!
»
Seldon se instaló en uno de los pequeños vehículos alineados junto a la estancia galactográfica y suspiró. Hubo un tiempo -tan sólo unos años atrás-, en el que disfrutaba caminando con paso seguro y rápido por los interminables pasillos de la Biblioteca diciéndose que, a pesar de tener más de sesenta años, aún era capaz de hacerlo. Pero ahora tenía setenta años y sus piernas se cansaban demasiado deprisa. No le quedaba más remedio que utilizar un vehículo. Hombres más jóvenes que él los utilizaban continuamente porque ahorraban tiempo y les evitaban tener que caminar, pero Seldon lo hacía porque no tenía más remedio, y ahí estaba la gran diferencia.