Hacia la Fundación (44 page)

Read Hacia la Fundación Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

Pero Seldon no tuvo ningún problema para conseguir la entrevista. Zenow le conocía bien, a pesar de que nunca había visto a Hari Seldon en persona.

–Es un honor, Primer Ministro -le saludó.

Seldon sonrió.

–Confío en que sabrá que hace dieciséis años que abandoné el cargo.

–El honor del tratamiento sigue siendo suyo, señor, y aparte de eso usted jugó un papel decisivo en los acontecimientos que acabaron librándonos del brutal gobierno de la Junta. La Junta violó en bastantes ocasiones la sagrada regla de neutralidad de la Biblioteca Galáctica.

(«Ah -pensó Seldon-, eso explica la rapidez con que ha accedido a concederme la entrevista…»)

–Meros rumores -dijo en voz alta.

–Bien, y ahora dígame qué puedo hacer por usted -dijo Zenow, quien no pudo resistir la tentación de echar un rápido vistazo a la cronobanda que llevaba en la muñeca.

–Jefe de Bibliotecarios, he venido a pedirle algo que no le será fácil concederme -dijo Seldon-. Lo que quiero es más espacio en la Biblioteca. Deseo obtener permiso para embarcarme en un largo y complicado programa de la máxima importancia imaginable.

Los rasgos de Las Zenow se tensaron en una expresión de inquietud.

–Me está pidiendo mucho. ¿Puede explicarme cuál es la importancia de todo esto?

–Sí. El Imperio se halla en proceso de desintegración.

Hubo un silencio bastante prolongado.

–He oído hablar de sus investigaciones psicohistóricas -dijo Zenow por fin-. Me han dicho que su nueva ciencia encierra la promesa de predecir el futuro. ¿Me está hablando de las predicciones psicohistóricas?

–No. Aún no he llegado al punto en el que la psicohistoria me permita hablar del futuro con certeza, pero no se necesita la psicohistoria para darse cuenta de que el Imperio se está desintegrando. Puede ver las evidencias con sus propios ojos.

Zenow suspiró.

–Mi trabajo ocupa todo mi tiempo, profesor Seldon. En lo que respecta a los asuntos sociales y políticos soy tan ignorante como un niño.

–Si lo desea puede consultar la información contenida en la Biblioteca. Ni siquiera tiene que salir de aquí: este despacho está repleto de todos los datos concebibles llegados de todo el Imperio Galáctico.

–Me temo que soy el último en enterarse de ellos -dijo Zenow, y sonrió con tristeza-. Ya conoce el viejo proverbio: el hijo del zapatero no tiene zapatos… Pero tengo la impresión de que el Imperio se está recuperando. Volvemos a tener un Emperador.

–Sólo de nombre, Jefe de Bibliotecarios. En la inmensa mayoría de provincias de la periferia el nombre del Emperador es mencionado de vez en cuando por puro ritual, pero no juega ningún papel en lo que ocurre allí. Los mundos exteriores controlan sus propios programas y, lo que es más importante, controlan a las fuerzas armadas locales, y dichas fuerzas no están sometidas a la autoridad del Emperador. Si éste intentara ejercer su autoridad en cualquier lugar de la galaxia ajeno a la zona de los mundos exteriores, fracasaría. Dudo mucho que transcurran más de veinte años antes de que algunos mundos exteriores se declaren independientes.

Zenow volvió a suspirar.

–Si está en lo cierto, nos encontramos en la peor época de cuantas ha visto el Imperio en su larga historia. Pero… ¿Qué relación tiene esto con su petición de más espacio y más personal en la Biblioteca?

–Si el Imperio se desintegra es muy posible que la Biblioteca Galáctica no logre escapar a la carnicería general.

–Oh, pero tiene que hacerlo -se apresuró a decir Zenow-. Ya hemos pasado por malas épocas anteriormente y siempre ha estado muy claro que la Biblioteca Galáctica de Trantor es el depósito de todo el conocimiento humano y, como tal, debe permanecer intacta; y así seguirá siendo en el futuro.

–Quizá no. Usted mismo ha dicho que la Junta violó su neutralidad.

–No de forma seria.

–La próxima vez quizá lo sea mucho más, y no podemos permitir que el depósito de todo el conocimiento humano sufra ningún daño.

–¿Y de qué forma contribuiría a evitarla ese incremento de su presencia?

–No contribuirá a evitarlo, pero el proyecto en el que quiero embarcarme sí lo hará. Quiero crear una gran enciclopedia que contenga todo el conocimiento que la Humanidad necesitará para reconstruirse en caso de que ocurra lo peor…, una Enciclopedia Galáctica, si quiere llamarla así. No necesitaremos todos los datos que hay en la Biblioteca, ya que una gran parte de ellos son triviales. Es muy posible que las bibliotecas provinciales dispersadas por la galaxia acaben siendo destruidas y, en cualquier caso, salvo los datos de naturaleza más local, el resto es obtenido mediante una conexión con los ordenadores de la Biblioteca Galáctica. Así pues, lo que pretendo es crear algo totalmente independiente y que contenga la información esencial que necesita la Humanidad de forma lo más concisa posible.

–¿Y si también es destruido?

–Albergo la esperanza de que no lo será. Tengo la intención de encontrar un mundo lejano situado en los confines de la galaxia al que me sea posible transferir mis enciclopedistas para que puedan trabajar en paz, pero hasta que dicho mundo haya sido encontrado quiero que el núcleo del grupo trabaje aquí y utilice las instalaciones de la Biblioteca a fin de decidir qué datos serán necesarios para el proyecto.

Zenow torció el gesto.

–Le entiendo, profesor Seldon, pero no estoy seguro de que pueda hacerse.

–¿Por qué no, Jefe de Bibliotecarios?

–Porque ser Jefe de Bibliotecarios no me convierte en un monarca absoluto. Tengo que responder ante un Consejo bastante numeroso que funciona como una especie de cuerpo legislativo, y le ruego que me crea cuando le aseguro que no puedo limitarme a ordenarle que dé luz verde a su Proyecto Enciclopedia.

–Me asombra.

–No se asombre. No soy un Jefe de Bibliotecarios demasiado popular. El Consejo lleva años luchando por imponer el acceso limitado a la Biblioteca, y yo me he resistido a sus esfuerzos. De hecho, el que le concediera el pequeño despacho del que disfruta en la actualidad irritó considerablemente al Consejo…

–¿Acceso limitado?

–Exactamente. Su idea es que si alguien necesita información debe ponerse en comunicación con un bibliotecario, quien se encargaría de conseguir la información deseada por la persona. El Consejo no desea que la gente entre en la Biblioteca libremente y que maneje los ordenadores. Los miembros del Consejo afirman que los gastos que supone mantener en buen estado los ordenadores y el resto de equipos de la Biblioteca están empezando a ser prohibitivos.

–Pero eso es imposible. La tradición de que la Biblioteca Galáctica está abierta a todo el mundo tiene milenios de antigüedad…

–Cierto, pero durante los últimos años la Biblioteca ha sufrido varios recortes presupuestarios y, sencillamente, ya no contamos con tanto dinero como en el pasado. Mantener en buenas condiciones nuestro equipo se esta volviendo más difícil a cada día que pasa.

Seldon se frotó el mentón.

–Pero si les recortan el presupuesto supongo que tendrán que bajar los salarios y despedir personal… o, por lo menos, no contratar nuevo personal.

–Exacto.

–En ese caso, ¿cómo piensa enfrentarse al problema que supondrá aumentar los deberes de una fuerza laboral disminuida cuando se le pida que obtenga toda la información deseada por el público?

–La idea es que no proporcionaremos toda la información que se nos solicite, sino sólo aquellos datos que nosotros consideremos importantes.

–Entonces no sólo piensan abandonar el concepto de biblioteca popular sino también el de la biblioteca completa, ¿verdad?

–Me temo que así es.

–No puedo creer que un bibliotecario esté a favor de algo semejante.

–No conoce a Gennaro Mummery, profesor Seldon. – La expresión de Seldon indicó claramente que no le conocía, y Zenow se apresuró a seguir hablando-. Se está preguntando quién es, ¿verdad? Bien, es el líder de esa fracción del Consejo que desea cerrar la Biblioteca al público, y cada vez hay más miembros del Consejo que se ponen de su lado. Si permitiese que usted y sus colegas entraran en la Biblioteca como fuerza independiente cierto número de miembros del Consejo que quizá no estén a favor de Mummery, pero que se oponen con todas sus fuerzas a que cualquier parte de la Biblioteca esté controlada por cualquier persona que no pertenezca al gremio de bibliotecarios, quizá decidirían votar a favor de sus propuestas…, y en ese caso me vería obligado a presentar mi dimisión.

–Veamos, veamos -dijo Seldon con repentina energía-. Toda esa idea de cerrar la Biblioteca al público, de volverla menos accesible, de negarse a proporcionar todos los datos que se soliciten y todo el problema de los recortes presupuestarios…, todo eso es un signo más del proceso de desintegración que está afectando al Imperio. ¿No está de acuerdo conmigo?

–Si lo expresa de esa manera quizá tenga razón.

–Deje que me presente delante del Consejo. Deje que les explique que el futuro quizá no sea tan terrible como parece y lo que deseo hacer. Quizá pueda persuadirles tal y como tengo la esperanza de haberle persuadido a usted.

Zenow se lo pensó durante unos momentos.

–Estoy dispuesto a permitir que lo intente, pero debe saber de antemano que su plan quizá no funcione.

–Tengo que correr ese riesgo. Le ruego que haga lo que tenga que hacerse y que me comunique cuándo y dónde he de presentarme ante el Consejo.

Seldon salió del despacho de Zenow sintiéndose bastante inquieto y preocupado. Todo lo que le había dicho al Jefe de Bibliotecarios era cierto…, y trivial. La auténtica razón por la que necesitaba utilizar la Biblioteca no había salido a la luz en ningún momento de su conversación.

Y, en parte, eso se debía a que ni el mismo Seldon entendía muy bien el motivo.

9

Hari Seldon estaba sentado junto a la cabecera de Yugo Amaryl. Yugo agonizaba. Se encontraba más allá de la ayuda que pudieran prestarle los médicos aun suponiendo que hubiera consentido en utilizarla, y la había rechazado.

Sólo tenía cincuenta y cinco años. Seldon tenía sesenta y seis, y a pesar de eso y dejando aparte la ocasional punzada de dolor ciático -o lo que fuese-, que le hacía cojear un poco, disfrutaba de una salud excelente.

Amaryl abrió los ojos.

–¿Sigues ahí, Hari?

Seldon asintió.

–No te abandonaré.

–¿Hasta que muera?

–Sí -murmuró Seldon-. Yugo, ¿por qué has hecho esto? – le preguntó de repente con voz entristecida-. Si hubieras llevado una existencia más sana y racional habrías podido disfrutar de veinte o treinta años más de vida.

Los labios de Amaryl esbozaron una débil sonrisa.

–¿Una existencia más sana y racional? ¿Te refieres a haberme tomado unas vacaciones de vez en cuando, a haber visitado los planetas turísticos, a haberme divertido con nimiedades?

–Sí. Sí.

–En ese caso habría anhelado volver a mi trabajo o me habría acabado acostumbrando a desperdiciar el tiempo, y esos veinte o treinta años de vida adicional no me habrían servido de nada. Tú, por ejemplo…

–¿Qué quieres decir?

–Fuiste Primer Ministro de Cleon durante diez años. ¿Cuánto tiempo dedicaste a la ciencia mientras eras Primer Ministro?

–Dedicaba una cuarta parte de mi tiempo a la psicohistoria -dijo Seldon en voz baja.

–Exageras. De no haber sido por mí el desarrollo de la psicohistoria habría quedado totalmente paralizado.

Seldon asintió.

–Tienes razón, Yugo, y te lo agradezco.

–Y antes y después de eso, cuando invertías por lo menos la mitad de tu tiempo en las tareas administrativas… ¿Quién se encarga…, quién se encargaba del trabajo realmente importante? ¿Eh?

–Tú, Yugo.

–Por supuesto.

Amaryl volvió a cerrar los ojos.

–Pero siempre dijiste que si me sobrevivías te encargarías de esas tareas administrativas -dijo Seldon.

–¡No! Quería estar al frente del proyecto para seguir impulsándolo en la dirección por la que debía avanzar, pero habría delegado todas las tareas administrativas en otras personas.

La respiración de Amaryl se había vuelto agónica, pero se removió y abrió los ojos, y clavó la mirada en el rostro de Hari.

–¿Qué será de la psicohistoria cuando me haya ido? – preguntó-. ¿Has pensado en eso?

–Sí, he pensado en eso, y quiero hablar contigo de ello. Quizá te alegre… Yugo, creo que la psicohistoria está a punto de sufrir una auténtica revolución.

El fruncimiento de ceño de Amaryl fue casi imperceptible.

–¿A qué clase de revolución te refieres? No me gusta mucho cómo suena eso…

–Escúchame. Fue idea tuya, ¿sabes? Hace años me dijiste que deberíamos crear dos fundaciones independientes y aisladas la una de la otra, y que debíamos concebirlas de tal forma que sirvieran como núcleos para un eventual Segundo Imperio Galáctico. ¿Lo recuerdas? Tú tuviste esa idea.

–Las ecuaciones psicohistóricas…

–Lo sé. Las ecuaciones lo sugirieron, y estoy trabajando en ello, Yugo. He conseguido que me permitan disponer de un despacho en la Biblioteca Galáctica, y…

–La Biblioteca Galáctica… -Amaryl frunció un poco más el ceño-. No me gustan. No son más que una pandilla de idiotas engreídos.

–Vamos, Yugo, Las Zenow, el Jefe de Bibliotecarios, no es mala persona.

–¿Conoces a un bibliotecario llamado Mummery…, Gennaro Mummery?

–No, pero he oído hablar de él.

–Es un hombre de lo más miserable y odioso… Recuerdo que en una ocasión discutimos porque él afirmaba que yo había archivado mal no sé qué dato. No era verdad, Hari, y acabé enfadándome mucho. De repente fue como si volviera a estar en Dahl… No sé si lo sabes, Hari, pero una de las características más curiosas de la cultura dahlita es que posee una auténtica letrina de invectivas e insultos.

Utilicé unos cuantos con él y le dije que estaba interfiriendo en el desarrollo de la psicohistoria y que la historia le recordaría como un villano. Y no me limité a usar la palabra «villano». – Amaryl dejó escapar una risita muy débil-. Le dejé sin habla.

Seldon comprendió de repente cuál había sido el origen -por lo menos parcial- de la actual animosidad que sentía Mummery hacia quienes no eran bibliotecarios y, muy probablemente, hacia la psicohistoria, pero no dijo nada.

–Bueno, Yugo, lo importante es que tú querías que hubiese dos Fundaciones para que si una fracasaba la otra siguiera adelante, pero hemos ido más allá de eso.

Other books

Collected Stories by Franz Kafka
Homeplace by JoAnn Ross
Paint on the Smiles by Grace Thompson
Killing Custer by Margaret Coel
Toad Heaven by Morris Gleitzman
Demons by Bill Nagelkerke
Breaking Braydon by MK Harkins
The Spirit War by Rachel Aaron
La vieja guardia by John Scalzi