Hacia la Fundación (46 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

»¡Créditos! El Imperio padece un déficit crónico de proporciones espantosas. No puedo pagar nada… ¿Cree que dispongo de fondos suficientes para el mantenimiento del Recinto Imperial? A duras penas… Tengo que hacer ahorros. Me veo obligado a permitir que el palacio se vaya deteriorando. He de permitir que el número de cortesanos imperiales disminuya paulatinamente.

»Profesor Seldon, si quiere créditos he de decirle que no tengo nada que darle. ¿Dónde voy a encontrar fondos para la Biblioteca Galáctica? Tendrían que agradecerme que consiga darles algo cada año.

El Emperador extendió las manos con las palmas hacia arriba como indicándole lo vacías que estaban las arcas imperiales.

Hari Seldon estaba atónito.

–Pero… -murmuró-. Alteza, aunque no dispongáis de esos fondos seguís teniendo el prestigio imperial. ¿No podéis ordenar a la Biblioteca Galáctica que permita conservar mi despacho y que acceda a que mis colegas me ayuden en ese trabajo de importancia vital?

Agis XIV volvió a sentarse como si el hablar de otro tema que no fueran los créditos le hubiese calmado al instante.

–Seldon, tiene que comprender que la Biblioteca Galáctica posee una larga tradición de independencia y que en cuanto concierne a su autogobierno no está sometida a la potestad del Emperador. La Biblioteca establece sus propias reglas internas y ha venido haciéndolo desde que Agis VI, el Emperador de quien tomé mi nombre -y Agis XIV sonrió-, intentó controlar las nuevas funciones de la Biblioteca. No lo consiguió, y si el gran Agis VI fracasó, ¿cree que yo triunfaría?

–Alteza, no os estoy pidiendo que utilicéis la fuerza. Me limito a pediros que expreséis un deseo de la forma más cortés posible. Estoy seguro de que si no afecta a ninguna función vital de la Biblioteca Galáctica el gremio de bibliotecarios estará dispuesto a demostrar su respeto al Emperador cumpliendo sus deseos.

–Profesor Seldon, qué poco conoce a los bibliotecarios y a la Biblioteca Galáctica… Basta con que exprese un deseo, por cortés y tímida que sea esa expresión de mi voluntad, para que pueda tener la seguridad de que harán justo lo contrario. Son muy sensibles a la más mínima señal de control imperial.

–Entonces, ¿qué puedo hacer? – preguntó Seldon.

–Bueno, le diré lo que puede hacer… Acabo de tener una idea. Soy un ciudadano del Imperio y si lo deseo puedo visitar la Biblioteca. Se encuentra dentro del recinto del palacio, por lo que visitarla no supondría ninguna violación del protocolo. Usted vendrá conmigo y haremos ostentación de lo bien que nos llevamos. No les pediré nada, pero si nos ven caminando cogidos del brazo quizá algunos de los miembros de su precioso Consejo se sientan mejor dispuestos hacia usted de lo que se sentirían en otras circunstancias…, es todo lo que puedo hacer.

Seldon, profundamente desilusionado, se preguntó si bastaría con aquello.

12

–No sabía que tuviera una relación de amistad tan íntima con el Emperador, profesor Seldon -dijo Las Zenow, y en su voz había una nueva nota de respeto.

–¿Por qué no iba a tenerla? Para ser Emperador es un hombre de espíritu terriblemente democrático, y estaba interesado en mis experiencias como Primer Ministro durante el reinado de Cleon.

–Todos quedamos muy impresionados. Hacía muchos años que no veíamos a un Emperador caminando por nuestros pasillos. Normalmente cuando el Emperador necesita los servicios de la Biblioteca…

–Ya me imagino qué ocurre. Lo pide y se le lleva inmediatamente como acto de cortesía hacia el Emperador, ¿no?

–Hace mucho tiempo se sugirió que el Emperador debería contar con un equipo propio en su palacio -dijo Zenow, quien parecía tener bastantes ganas de hablar-. Ese equipo computerizado habría estado unido al sistema de la Biblioteca mediante una conexión directa, y el Emperador no habría tenido que esperar ni un instante. Eso ocurrió en los viejos tiempos, cuando había abundancia de créditos, claro, pero… Bueno, el resultado de la votación fue negativo.

–¿De veras?

–Oh, sí. Casi todo el Consejo opinó que eso haría que el Emperador tuviese una relación excesivamente íntima con la Biblioteca y que pondría en peligro nuestra independencia del gobierno.

–Y ese Consejo que no quiere doblar la rodilla para honrar a un Emperador, ¿accederá a tolerar mi presencia en la Biblioteca?

–Por el momento…, sí. Existe la sensación, y he hecho cuanto he podido para reforzarla y extenderla, de que si no tratamos cortésmente a un amigo personal del Emperador la posibilidad de un aumento presupuestario se esfumará del todo, así que…

–Así que los créditos hablan…, e incluso la tenue esperanza de conseguirlos puede hacer oír su voz, ¿no?

–Me temo que sí.

–¿Podré traer a mis colegas?

Zenow puso cara de sentirse bastante incómodo.

–Me temo que no. El Emperador fue visto paseando con usted…, no con sus colegas. Lo siento, profesor.

Seldon se encogió de hombros y se dejó dominar por una profunda melancolía. De todas formas no disponía de ningún colega al que llevar a la Biblioteca Galáctica. Por algún tiempo había albergado la esperanza de encontrar a otras personas con poderes similares a los de Wanda, y había fracasado. Él también necesitaría fondos para poner en marcha las investigaciones…, y tampoco contaba con ellos.

13

Trantor, la ciudad-mundo capital del Imperio Galáctico, había cambiado considerablemente desde el día en el que Hari bajó del hipernavío que le había sacado de Helicon, su planeta natal, hacía treinta y ocho años. Hari se preguntó si no sería la neblina propia de la memoria de un anciano la que hacía que el Trantor de aquel entonces brillara con un resplandor tan intenso en el ojo de su mente; o quizás hubiera sido la exuberancia de la juventud. Después de todo, un joven llegado de un mundo exterior tan provinciano como Helicon no podía por menos que sentirse impresionado ante las torres resplandecientes, las cúpulas centelleantes y las abigarradas masas vestidas con ropajes multicolores que parecían ir y venir incesantemente por todo Trantor tanto de día como de noche.

«Y ahora -pensó Hari con tristeza-, las calles y avenidas están casi desiertas incluso a plena luz del día… Pandillas de matones controlaban varias partes de la ciudad y competían unas con otras para aumentar sus respectivos territorios. El número de agentes de seguridad había disminuido, y los que quedaban sólo tenían tiempo para atender y procesar las quejas en la oficina central. Naturalmente cada vez que se recibía una llamada de emergencia se enviaba a un grupo de agentes, pero éstos llegaban a la escena del crimen después de que se hubiera cometido, y ni siquiera intentaban fingir que protegían a los ciudadanos de Trantor. Quien salía a la calle era consciente del riesgo que corría…, y el riesgo era muy grande. Pero Hari Seldon seguía corriendo ese riesgo en forma de un paseo diario, como si desafiara a las fuerzas que estaban destruyendo su amado Imperio invitándolas a que le destruyeran también.

Hari Seldon caminaba con su paso cojeante…, y pensaba. Todo lo que intentaba parecía condenado al fracaso. Había sido incapaz de aislar la pauta genética que distinguía a Wanda de la inmensa mayoría de seres humanos, y sin eso era incapaz de encontrar a otras personas que fuesen como ella.

La capacidad telepática de Wanda había aumentando considerablemente durante los seis años transcurridos desde que había dado con el error en el Primer Radiante de Yugo Amaryl. Wanda era especial en más de un aspecto.

Seldon tenía la impresión de que cuando se percató de que su extraño poder mental la distinguía de los demás, Wanda había tomado la decisión de entenderlo, de dominar su energía y controlarla. La adolescencia la había hecho madurar arrebatándole las risitas infantiles que tanto gustaban a Hari y, al mismo tiempo, su decisión de ayudarle en su trabajo con los poderes de su «don» había hecho que Wanda le resultara todavía más querida que antes.

Hari Seldon le había contado sus planes de crear una Segunda Fundación y Wanda se había comprometido a alcanzar ese objetivo con él. Pero aquel día el estado anímico de Seldon no podía ser más sombrío. Estaba llegando a la conclusión de que la habilidad mental de Wanda no le serviría de nada. Créditos: todo se reducía a eso. Necesitaba créditos para seguir con su trabajo, créditos para encontrar a otras personas similares a Wanda, créditos para pagar a quienes trabajaban en el Proyecto Psicohistoria de Streeling, créditos para poner en marcha el importantísimo Proyecto Enciclopedia en la Biblioteca Galáctica…

¿Y ahora qué?

Siguió caminando con rumbo a la Biblioteca Galáctica. Habría llegado mucho más deprisa y más cómodamente tomando un gravitaxi, pero quería caminar…, con cojera o sin ella. Necesitaba tiempo para pensar.

Oyó un grito -«¡Ahí está!»-, pero no le prestó ninguna atención.

El grito se repitió.

–¡Ahí está! ¡Psicohistoria!

La palabra le obligó a alzar la mirada. Psicohistoria… Estaba a punto de ser rodeado por un grupo de jóvenes. Seldon reaccionó de forma automática pegando la espalda a la pared y alzando su bastón.

–¿Qué queréis?

Los jóvenes se rieron.

–Créditos, viejo. ¿Llevas algún crédito encima?

–Quizá, pero ¿por qué queréis que os los dé? Habéis gritado «¡Psicohistoria!» ¿Sabéis quién soy?

–Claro. Eres «
Cuervo
» Seldon -dijo el joven que parecía ser el líder y que daba la impresión de sentirse complacido y cómodo con la situación.

–Eres un chiflado -dijo otro joven.

–¿Qué vais a hacer si no os entrego ningún crédito?

–Te daremos una paliza y te los quitaremos -dijo el líder.

–¿Y si os los entrego?

–¡Te daremos la paliza de todas formas!

Hari Seldon alzó un poco más su bastón.

–No os acerquéis.

Ya había logrado contarles. Había ocho jóvenes. Seldon descubrió que le costaba un poco respirar. En una ocasión él, Dors y Raych habían sido atacados por diez hombres y no habían tenido ninguna dificultad para vencerles.

Por aquel entonces él tenía treinta y dos años y Dors… era Dors. Ahora todo era distinto. Seldon agitó su bastón.

–Eh, el viejo va a atacarnos -dijo el líder de la pandilla-. ¿Qué vamos a hacer?

Seldon miró rápidamente a su alrededor. No había ningún agente de seguridad visible…, otra indicación del deterioro de la sociedad. De vez en cuando pasaba alguien, pero gritar pidiendo ayuda no serviría de nada. Los transeúntes apretaban el paso y daban un rodeo. Nadie estaba dispuesto a correr el riesgo de acabar metido en un lío.

–El primero que se acerque conseguirá que le rompa la cabeza -dijo Seldon.

–Ah, ¿sí?

Y el líder se lanzó sobre él y agarró el bastón. Hubo un forcejeo tan rápido como violento y el bastón fue arrebatado de los dedos de Seldon. El líder de la pandilla lo arrojó a un lado.

–¿Y ahora qué, viejo?

Seldon se encogió sobre sí mismo. Lo único que podía hacer era esperar los golpes. Los jóvenes le rodearon. Todos parecían tener muchas ganas de darle un par de puñetazos.

Seldon alzó los brazos intentando apartarles. Aún podía usar algunos trucos de la lucha de torsión, y si se hubiera enfrentado a uno o dos adversarios quizá habría conseguido retorcer su cuerpo para esquivar los golpes y replicar a ellos. Pero contra ocho…, no, contra ocho no podría hacer nada.

Pero a pesar de todo lo intentó. Se movió rápidamente a un lado para esquivar los puñetazos y su pierna derecha, la más afectada por la ciática, se dobló bajo su peso. Seldon cayó al suelo y comprendió que estaba totalmente indefenso.

De repente oyó una voz estentórea.

–¿Qué está pasando aquí? – gritó la voz-. ¡Atrás, matones! ¡Retroceded o acabo con vosotros!

–Vaya, otro viejo -dijo el líder de la pandilla.

–No soy tan viejo -dijo el recién llegado, y golpeó el rostro del líder con el canto de una mano.

–¡Raych, eres tú! – exclamó Seldon muy sorprendido.

La mano de Raych volvió a su posición original.

–No te metas en esto, papá -dijo Raych-. Limítate a levantarte y vete de aquí.

–Pagarás lo que has hecho -dijo el líder de la pandilla frotándose la mejilla-. Acabaremos contigo.

–No, no lo haréis -dijo Raych.

Y sacó de su bolsillo un cuchillo de manufactura dahlita que tenía una hoja muy larga y reluciente. Un segundo cuchillo siguió al primero, y un instante después Raych tenía un cuchillo en cada mano.

–¿Todavía llevas cuchillos, Raych? – preguntó Seldon con un hilo de voz.

–Siempre -dijo Raych-. Nada hará que deje de llevarlos encima.

–Yo te convenceré -dijo el líder, y sacó un desintegrador de su bolsillo.

Uno de los cuchillos de Raych voló por los aires más deprisa de lo que el ojo podía seguirlo y se hundió en la garganta del líder. El joven emitió un jadeo ahogado seguido de un gorgoteo y cayó al suelo. Siete pares de ojos se clavaron en él.

–Quiero recuperar mi cuchillo -dijo Raych yendo hacia él.

Extrajo el cuchillo de la garganta del pandillero y lo limpió en la pechera de su camisa. Al hacerlo puso un pie sobre la mano del joven, se inclinó y cogió su desintegrador.

Raych dejó caer el desintegrador dentro de uno de sus espaciosos bolsillos.

–Bien, hatajo de inútiles, no me gusta usar el desintegrador porque a veces fallo -dijo-, pero con un cuchillo no fallo jamás. ¡Jamás! Ese hombre está muerto. Aún quedáis siete en pie. ¿Tenéis intención de quedaros o pensáis iros?

–¡A por él! – gritó uno de ellos, mientras los otros jóvenes iniciaban un ataque en grupo.

Raych dio un paso atrás. Un cuchillo se movió a velocidad cegadora seguido del otro, y dos de los atracadores se detuvieron con un cuchillo en cada abdomen.

–Devolvedme mis cuchillos -dijo Raych.

Los extrajo tirando de ellos de tal forma que la herida se hizo todavía más grande, y los limpió.

–Esos dos siguen vivos, pero no por mucho tiempo. Eso deja a cinco de vosotros en pie. ¿Vais a atacarme o pensáis marcharos?

Los pandilleros giraron sobre sí mismos.

–¡Recoged a vuestro muerto y a vuestros agonizantes! – gritó Raych-. No los quiero para nada.

Los tres cuerpos fueron colocados a toda prisa sobre otras tantas espaldas y los cinco pandilleros huyeron a toda velocidad.

Raych se inclinó para recoger el bastón de Seldon.

–¿Puedes caminar, papá?

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