Hacia la Fundación (49 page)

Read Hacia la Fundación Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

–No, no. Yo no tuve nada que ver con eso. Lo único que pude hacer fue advertirte de que estaba allí y tú hiciste el resto.

–El segundo huyó.

–Porque casi dejaste sin sentido al primero. Yo no tuve nada que ver. – Wanda se sentía tan frustrada que volvió a prorrumpir en sollozos-. Y luego el magistrado… Me concentré mucho en el magistrado. Pensé que bastaría con empujarle para que te dejara marchar de inmediato.

–Puede decirse que prácticamente me soltó enseguida.

–No. Te lo hizo pasar bastante mal y sólo vio la luz cuando se enteró de quién eras. Yo tampoco tuve nada que ver. He fracasado en cada ocasión. Podría haberte metido en un lío tan terrible…

–No, Wanda, me niego a aceptar eso. Si tus empujones mentales no funcionaron como esperabas fue sólo porque te encontrabas en situación de emergencia. No fue culpa tuya, pero… Escucha, Wanda, tengo una idea.

Wanda captó la excitación que había en su voz y alzó la mirada.

–¿Qué clase de idea, abuelo?

–Bueno, Wanda, supongo que sabes que necesito conseguir créditos. La psicohistoria no puede seguir adelante sin ellos y no puedo soportar la idea de que quizá todo acabe en nada después de tantos años de esfuerzo.

–Yo tampoco puedo soportarlo. Pero, ¿cómo podemos conseguir los créditos?

–Bueno, volveré a solicitar una audiencia con el Emperador. Ya le he visto una vez y es un buen hombre, me cae bien aunque no puede decirse que nade en la abundancia. Pero si te llevo conmigo y le empujas con delicadeza quizá encuentre una fuente de créditos que me permita seguir trabajando por algún tiempo hasta que se me ocurra otra idea.

–Abuelo, ¿realmente crees que funcionará?

–Sin ti no, pero contigo… Quizá funcione. Vamos, ¿no te parece que vale la pena intentarlo?

Wanda sonrió.

–Sabes que siempre haré lo que me pidas, abuelo. Además, es nuestra única esperanza.

21

Ver al Emperador no resultó difícil. Agis acogió a Hari Seldon con afabilidad y un brillo de optimismo en los ojos.

–Hola, viejo amigo -le saludó-. ¿Ha venido a traerme mala suerte?

–Espero que no -dijo Seldon.

Agis soltó los cierres de la aparatosa capa que llevaba, y la arrojó hacia un rincón de la habitación mientras lanzaba un gruñido de cansancio.

–Y tú quédate ahí -dijo.

Después miró a Seldon y meneó la cabeza.

–Odio esa cosa. Pesa más que el pecado y da un calor insoportable. Cuando la llevo puesta significa que tengo que soportar un sinfín de palabras carentes de significado y he de estar de pie como una estatua. Cleon nació para ello y tenía el aspecto adecuado para ese tipo de cosas. Pero yo no, y tampoco tengo el aspecto que se espera de un Emperador, tan sólo la desgracia de ser tercer primo suyo por el lado materno y de que eso me cualifique como Emperador. Me encantaría venderla por una suma muy pequeña. Hari, ¿le gustaría ser Emperador?

–No, no, ni soñarlo -replicó Seldon, y se rió-. No os hagáis ilusiones.

–Pero dígame… ¿Quién es esta joven tan extraordinariamente hermosa que se ha traído con usted?

Wanda se ruborizó.

–No debe permitir que la haga sentirse incómoda, querida mía -dijo el Emperador con voz jovial-. Una de las pocas prerrogativas que posee un Emperador es el derecho a decir lo que le dé la gana. Nadie puede protestar o llevarle la contraria, y lo único que pueden decir es «Alteza»… pero no quiero oír ningún «Alteza» saliendo de sus labios. Odio esa palabra. Llámeme Agis aunque no sea mi verdadero nombre. Es mi nombre imperial, y he de acostumbrarme a él. Bien… Cuénteme qué ha estado haciendo Hari. ¿Qué le ha ocurrido desde que nos vimos por última vez?

–He sido atacado en dos ocasiones -dijo lacónicamente Seldon.

El Emperador no parecía estar muy seguro de si Seldon bromeaba o hablaba en serio.

–¿En dos ocasiones? – preguntó-. ¿De veras?

Seldon le contó la historia de sus agresiones mientras el rostro del Emperador se ensombrecía a medida que lo hacía.

–Supongo que no había ningún agente de seguridad cerca cuando esos ocho hombres le amenazaron…

–Ni uno.

El Emperador se puso en pie y les hizo una seña para que siguieran sentados. Después empezó a ir y venir por la habitación como si pretendiera disipar parte de la ira que sentía mediante el ejercicio físico, y acabó volviéndose hacia Seldon.

–Durante miles de años, siempre que ocurría algo así la gente decía: ¿Por qué no recurrimos al Emperador o «¿Por qué el Emperador no hace algo?» -dijo-. Y, en última instancia, el Emperador podía hacer algo y hacía algo aunque no siempre obrara de la forma más inteligente, pero yo… Hari, no puedo hacer nada. Absolutamente nada…

»Oh, claro, existe lo que se llama Comisión de Seguridad Pública, pero quienes la forman parecen más preocupados por mi seguridad que por la del público. Usted no es muy popular entre ellos, y me asombra que haya podido concederle esta audiencia… No puedo hacer nada acerca de nada. ¿Sabe qué le ha ocurrido a la posición del Emperador desde la caída de la Junta y la restauración del…, ¡ja…!, del Poder Imperial?

–Creo que sí.

–Apuesto a que no del todo. Ahora tenemos una democracia. ¿Sabe qué es la democracia?

–Desde luego que sí.

Agis frunció el ceño.

–Seguro que cree que es beneficiosa -dijo.

–Creo que
puede
serlo.

–Bueno, pues ahí lo tiene… No lo es. Ha puesto el Imperio patas arriba.

»Supongamos que quiero que haya más agentes de Seguridad en las calles de Trantor. En los viejos tiempos cogería la hoja de papel que preparaba el Secretarlo Imperial y la firmaría con una floritura…, y habría más agentes de seguridad en las calles de Trantor.

»Ahora no puedo hacer nada de eso. He de exponer el asunto a la legislatura, y eso equivale a exponerlo ante más de setecientos hombres y mujeres que se echan a reír de forma incontrolable en cuanto se les presenta una sugerencia. En primer lugar, ¿de dónde saldrán los fondos? Por ejemplo, diez mil agentes de seguridad más en las calles supone tener que pagar diez mil salarios más. Después, suponiendo que se tomara esa decisión, ¿quién selecciona a los nuevos agentes de seguridad? ¿Quién los controla?

»Los miembros de la legislatura se gritan mutuamente, discuten, crean tempestades y al final… no se hace nada. Hari, ni siquiera pude resolver un problema tan pequeño como el de las luces averiadas de la cúpula. ¿Cuánto costará eso? ¿Quién se encargará de las reparaciones? Oh, las luces serán reparadas, pero es muy posible que se necesiten unos cuantos meses para ello.
Eso
es la democracia.

–Que yo recuerde el Emperador Cleon siempre se estaba quejando de que no podía hacer lo que deseaba -dijo Seldon.

–El Emperador Cleon tuvo dos primeros ministros de primera categoría, Demerzel y usted mismo -replicó con impaciencia Agis-, y ambos hicieron cuanto estaba en sus manos para impedir que Cleon cometiera alguna estupidez. Yo cuento con setecientos cincuenta primeros ministros y ni uno solo tiene un gramo de cerebro, pero… Bueno, Hari, supongo que no habrá venido para quejarse de esos ataques.

–No, no he venido por eso. He venido por algo mucho peor. Alteza… Agis, necesito créditos.

El Emperador le miró fijamente.

–¿Después de todo lo que le he dicho, Hari? No tengo créditos que darle. Oh, sí, hay créditos para atender al mantenimiento del recinto, naturalmente, pero si quiero disponer de ellos he de enfrentarme a mis setecientos cincuenta legisladores. Si cree que puedo ir a verles y decirles «Quiero unos cuantos créditos para mi amigo Hari Seldon», si cree que conseguiré una cuarta parte de lo que les pida antes de que transcurra un período de tiempo inferior a los dos años, está loco porque no será así.

Agis se encogió de hombros.

»No me malinterprete, Hari -siguió diciendo en un tono de voz más bajo y suave-. Si pudiera me encantaría ayudarle…, sobre todo por su nieta. Cada vez que la miro tengo la sensación de que debería darle todos los créditos que quisiera…, pero no puede ser.

–Agis -dijo Seldon-, si no consigo fondos la psicohistoria desaparecerá… después de casi cuarenta años de esfuerzos.

–Esos cuarenta años de esfuerzos apenas han dado resultados. ¿Por qué preocuparse?

–Agis, ahora puedo hacer mucho más que en el pasado -dijo Seldon-. Me atacaron precisamente porque soy psicohistoriador. La gente me considera un profeta de la destrucción.

El Emperador asintió.

–Trae mala suerte, «
Cuervo
» Seldon. Se lo dije hace tiempo.

Seldon se puso en pie con expresión abatida.

–Bien, entonces estoy acabado…

Wanda le imitó y se quedó inmóvil junto a Seldon. Su coronilla apenas llegaba al hombro de su abuelo. La joven clavó los ojos en el Emperador.

–Espere, espere -dijo el Emperador cuando Hari se daba la vuelta para marcharse-. Hace tiempo me aprendí de memoria unos versos…

«Desgraciada la tierra

presa de la codicia

que acumula la riqueza

y a los hombres destruye».

–¿Qué significa eso? – pregunto Seldon con expresión, abatida.

–Que el Imperio se deteriora a cada momento que pasa y que está empezando a desmoronarse, pero eso no impide que algunos individuos se enriquezcan. ¿Por qué no acude a un rico empresario? No tienen que enfrentarse a ningún legislador y, si lo desean, les basta con poner su firma en una transferencia de créditos.

Seldon le miró.

–Lo intentaré.

22

–Señor Bindris -dijo Seldon extendiendo su mano para estrechar la de su interlocutor-, me alegro mucho de verle y le agradezco que haya accedido a recibirme.

–¿Por qué no iba a hacerlo? – replicó Terep Bindris con jovialidad-. Le conozco bien…, o, mejor dicho, he oído hablar mucho de usted.

–Eso siempre resulta agradable. Bien, entonces supongo que habrá oído hablar de la psicohistoria, ¿no?

–Oh, sí. ¿Qué persona inteligente no ha oído hablar de la psicohistoria? Naturalmente, no he entendido nada de lo que he oído, pero… ¿Quién es la joven dama que le acompaña?

–Es Wanda, mi nieta.

–Una joven muy hermosa. – Bindris obsequió a Wanda con una gran sonrisa-. No sé por qué, pero tengo la sensación de que podría llegar a ser barro en sus manos.

–Creo que exagera, señor -dijo Wanda.

–No, no, de veras… Bien, y ahora tengan la bondad de sentarse y dígame qué puedo hacer por usted.

Movió un brazo en un amplio arco indicándoles que podían sentarse en dos elegantes sillones colocados delante de su escritorio. Los sillones -al igual que el escritorio, las imponentes puertas talladas que se habían abierto sigilosamente en cuanto recibieron la señal de su llegada y el reluciente suelo de obsidiana-, eran de la mejor calidad; y a pesar de que su entorno era impresionante -e imponente-, Bindris no compartía esas cualidades. Quien viera por primera vez a aquel hombre de apariencia cordial no habría encontrado nada en él que le indujese a pensar que estaba ante uno de los financieros más poderosos del Imperio.

–Señor, estamos aquí porque el Emperador nos lo sugirió.

–¿El Emperador?

–Sí. No podía ayudarnos, pero pensó que un hombre como usted quizá pudiese hacerlo. Se trata de un problema de créditos, naturalmente.

El rostro de Bindris se ensombreció un poco.

–¿Créditos? – dijo-. No le entiendo.

–Bien -dijo Seldon-, durante casi cuarenta años la psicohistoria ha contado con la ayuda del gobierno, pero los tiempos cambian y el Imperio también.

–Sí, lo sé.

–El Emperador no dispone de los créditos que necesitamos, y aunque los tuviera no podría conseguir que la legislatura aprobara la concesión de esos fondos; por lo que me ha recomendado que hable con algún hombre de negocios porque, en primer lugar, ellos aún tienen créditos y, en segundo lugar, pueden limitarse a firmar una transferencia.

Hubo un silencio bastante prolongado.

–Me temo que el Emperador no sabe nada de negocios -dijo Bindris por fin-. ¿Cuántos créditos quiere?

–Señor Bindris, estamos hablando de una tarea ingente. Voy a necesitar varios millones.

–¡Varios
millones
!

–Sí, señor.

Bindris frunció el ceño.

–¿Estamos hablando de un préstamo? ¿Cuándo espera poder devolverlo?

–Bueno, señor Bindris, si quiere que sea sincero no espero poder devolverlo. Busco que alguien me dé esos créditos sin pedir nada a cambio.

–Aun suponiendo que quisiera darle esos créditos, y permita que le diga que no sé por qué extraña razón siento un fuerte deseo de hacerlo, no podría. El Emperador quizá tenga su legislatura, pero yo tengo mi Consejo de Dirección. No puedo hacer semejante donación sin el permiso del Consejo de Dirección, y nunca me lo darían.

–¿Por qué no? Su empresa es enormemente rica. Unos cuantos millones de créditos no significarían nada para usted.

–Eso suena muy bien -dijo Bindris-, pero me temo que la firma está sufriendo cierto declive. No es lo bastante serio como para crearnos problemas graves, pero sí lo suficiente como para que estemos un poco preocupados. Si el Imperio se encuentra en decadencia las partes que lo componen también lo están. Nuestra situación actual no nos permite regalar unos cuantos millones de créditos… Lo lamento sinceramente.

Seldon no dijo nada y Bindris pareció sentirse bastante incómodo.

–Mire, profesor Seldon -dijo meneando la cabeza-, le aseguro que me gustaría ayudarle, sobre todo por consideración a la joven dama que ha venido con usted, pero… No puede ser. Claro que no somos la única gran empresa de Trantor. Pruebe con otros, profesor. Quizá tenga más suerte.

–Bien, lo intentaremos -dijo Seldon poniéndose en pie con cierto esfuerzo.

23

Los ojos de Wanda estaban llenos de lágrimas, pero la emoción que las había provocado no era la pena sino la furia.

–Abuelo, no lo entiendo -dijo-. Sencillamente no lo entiendo… Hemos ido a cuatro empresas distintas, y en cada una nos trataron de forma más grosera y desagradable que en la anterior. En la cuarta prácticamente nos echaron a patadas, y después todo el mundo se ha negado a recibirnos.

–No es ningún misterio, Wanda -dijo Seldon con dulzura-. Cuando fuimos a ver a Bindris desconocía el motivo de nuestra visita y estuvo amable y educado hasta que le pedí unos cuantos millones de créditos, después de lo cual se mostró bastante menos amable. Supongo que la noticia se difundió hasta que todos los grandes empresarios se enteraron de lo que queríamos. A cada nueva visita nos trataban de forma más gélida hasta que por fin ya ni siquiera quieren recibirnos. ¿Por qué iban a hacerlo? No van a darnos los créditos que necesitamos, así que no hay razón para perder el tiempo con nosotros.

Other books

Mystic Rider by Patricia Rice
In the Paint by Jeff Rud
The Briar Mage by Mee, Richard
Windswept (The Airborne Saga) by Constance Sharper
The Catch: A Novel by Taylor Stevens
Relentless by Ed Gorman
Your Song by Gina Elle