La ira de Wanda se centró en sí misma.
–¿Y qué hice yo? Quedarme sentada sin abrir la boca… No hice nada.
–Yo no diría eso -replicó Seldon-. Conseguiste afectar bastante a Bindris. Me pareció que realmente deseaba darme esos créditos y, en gran parte, debido a ti. Le empujaste, y conseguiste algo.
–No lo suficiente. Además lo único que parecía interesarle era que fuese bonita.
–No eres bonita -murmuró Seldon-. Eres hermosa. Muy, muy hermosa…
–Bien, abuelo, ¿qué vamos a hacer ahora? – preguntó Wanda-. La psicohistoria se desvanecerá después de todos estos años.
–Supongo que es algo que no puede evitarse -dijo Seldon-. He estado prediciendo el desmoronamiento del Imperio durante casi cuarenta años, y ahora que ha llegado, la psicohistoria se ve arrastrada en su caída.
–Pero la psicohistoria salvará al Imperio, al menos en parte.
–Sé que lo hará, pero no puedo obligarla.
–¿Vas a quedarte cruzado de brazos?
Seldon meneó la cabeza.
–Intentaré impedir que ocurra, pero debo admitir que no tengo idea de cómo conseguirlo.
–Voy a practicar -dijo Wanda-. Tiene que haber alguna forma de reforzar el poder de mi empujón mental para obligar a las personas a que hagan lo que quiero.
–Ojalá lo consiguieras.
–¿Qué vamos a hacer, abuelo?
–Bueno, no podemos hacer gran cosa. Hace dos días fui a ver al Jefe de Bibliotecarios y tropecé con tres hombres que estaban hablando de la psicohistoria en la Biblioteca. No sé por qué, pero uno de ellos me causó gran impresión. Le pedí que viniera a verme y accedió. Le recibiré esta tarde en mi despacho.
–¿Quieres que trabaje para ti?
–Me gustaría…, si tuviera créditos con los que pagarle. Pero hablar con él no me hará ningún daño. Después de todo, ¿qué puedo perder?
El joven llegó a las 4 T.E.T. (Tiempo Estándar Trantoriano) en punto, y Seldon sonrió. Siempre había apreciado a las personas puntuales. Seldon puso las manos sobre el escritorio y se dispuso a levantarse, pero el joven le detuvo con un gesto.
–Por favor, profesor…, – dijo-. Sé que le duele una pierna. No hace falta que se levante.
–Gracias, joven -dijo Seldon-, pero eso no significa que usted no pueda sentarse. Tenga la bondad de hacerlo.
El joven se quitó la chaqueta y se sentó.
–Debe perdonarme -dijo Seldon-. Cuando nos encontramos y concerté esta cita se me olvidó preguntarle cuál era su nombre. ¿Cómo se llama?
–Stettin Palver -dijo el joven.
–Ah. Palver. ¡Palver! Me resulta familiar…
–Debería resultárselo, profesor. Mi abuelo solía presumir de haberle conocido.
–Su abuelo… Naturalmente, Joramis Palver. Recuerdo que tenía dos años menos que yo. Intenté convencerle de que colaborara conmigo en mis investigaciones psicohistóricas, pero se negó. Dijo que jamás conseguiría aprender las matemáticas suficientes. ¡Lástima! Por cierto, ¿qué tal está Joramis?
–Me temo que Joramis ha tenido el destino de todos los ancianos -dijo Palver solemnemente-. Está muerto.
Seldon torció el gesto. Dos años más joven que él…, y estaba muerto. Habían sido muy amigos, pero la relación se había debilitado hasta el extremo de que Seldon no se había enterado de su muerte.
Seldon guardó silencio durante unos momentos.
–Lo lamento -murmuró por fin.
El joven se encogió de hombros.
–Tuvo una buena vida.
–Y usted, joven, ¿dónde ha estudiado?
–En la Universidad de Langano.
Seldon frunció el ceño.
–¿Langano? Corríjame si me equivoco, pero eso no está en Trantor, ¿verdad?
–No. Quise conocer otro mundo. Las universidades de Trantor, como usted sabe por experiencia, están atestadas. Quería encontrar un sitio donde pudiera estudiar en paz.
–¿Y qué estudió?
–Nada importante… Historia. No es el tipo de carrera universitaria que te permita obtener un buen empleo.
(Seldon volvió a torcer el gesto, y ahora de forma más visible que la anterior. Dors Venabili había sido historiadora).
–Pero ha vuelto a Trantor -dijo Seldon-. ¿Por qué?
–Créditos. Empleos.
–¿Como historiador?
Palver se rió.
–Ni soñarlo. Manejo un artefacto que sirve para empujar y levantar paquetes. No es un empleo que encaje demasiado bien con la preparación que he recibido, pero…
Seldon contempló a Palver y sintió una leve punzada de envidia. Los contornos de los brazos y el pecho de Palver quedaban realzados por la delgada tela de su camisa. El joven poseía una excelente musculatura. Seldon nunca había sido tan musculoso.
–Supongo que cuando estaba en la universidad formó parte del equipo de boxeo, ¿no? – preguntó Seldon.
–¿Quién, yo? Jamás. Soy luchador de torsión.
–¡Un luchador de torsión! – exclamó Seldon animándose de repente-. ¿Es de Helicon?
–No hace falta haber nacido en Helicon para ser un buen luchador de torsión -dijo Palver en un tono algo despectivo.
«No, pero los mejores luchadores de torsión proceden de allí», pensó Seldon sin decirlo.
–Bueno -dijo-, su abuelo no quiso trabajar conmigo. ¿Y usted? ¿Quiere hacerlo?
–¿Psicohistoria?
–Cuando le vi por primera vez le oí conversar con esos dos hombres, y me pareció que hablaba de la psicohistoria de forma muy inteligente. ¿Quiere colaborar conmigo?
–Ya le he dicho que tengo un empleo, profesor.
–Empujar y levantar trastos. Vamos, vamos…
–Está bien pagado.
–Los créditos no lo son todo.
–No, pero son bastante importantes. Usted no podrá pagarme un sueldo muy elevado. Estoy seguro de que anda corto de créditos.
–¿Por qué dice eso?
–Supongo que es una conjetura, pero… ¿Me equivoco?
Seldon apretó los labios.
–No, no se equivoca y no puedo pagarle un sueldo muy elevado -dijo-. Supongo que esto pone punto final a nuestra pequeña charla.
–Espere, espere, espere. – Palver alzó las manos-. No tan deprisa, por favor… Sigamos hablando de la psicohistoria. Si trabajo para usted me enseñará psicohistoria, ¿no?
–Por supuesto.
–En ese caso los créditos no lo son todo. Haré un trato con usted. Usted me enseña todo lo que pueda sobre la psicohistoria y me paga lo que buenamente pueda, y ya me las arreglaré de alguna manera. ¿Qué le parece?
–Maravilloso -dijo Seldon con alegría-. Me parece estupendo. Y una cosa más.
–¿Oh?
–Sí. He sido atacado dos veces en pocas semanas. La primera vez mi hijo acudió en mi ayuda, pero se ha ido a Santanni. La segunda vez utilicé mi bastón de paseo…, tiene la empuñadura rellena de plomo, ¿sabe? Funcionó, pero tuve que comparecer ante un magistrado acusado de agresión premeditada y…
–¿Y por qué ha sufrido esos ataques? – le interrumpió Palver.
–No soy popular. Llevo predicando la caída del Imperio desde hace tanto tiempo que ahora que está próxima me echan la culpa.
–Comprendo. Bien… ¿Qué relación tiene todo eso con lo que ha dicho hace unos momentos?
–Quiero que sea mi guardaespaldas. Es joven, fuerte y, lo más importante, conoce la lucha de torsión. Es el hombre ideal.
–Supongo que sabré arreglármelas -dijo Palver, y sonrió.
–Fíjate en eso, Stettin -dijo Seldon mientras paseaban por uno de los sectores residenciales de Trantor próximos a Streeling. El anciano señaló los múltiples desperdicios lanzados desde los vehículos terrestres que circulaban o arrojados por peatones descuidados que cubrían la acera-. En los viejos tiempos -siguió diciendo Seldon-, nunca veías este tipo de basuras. Los agentes de seguridad tenían los ojos bien abiertos, y los equipos de mantenimiento municipales se ocupaban de la limpieza de las zonas públicas tanto de día como de noche; pero lo más importante es que a nadie se le habría
ocurrido
tirar la basura de esta forma. Trantor era nuestro hogar y estábamos orgullosos de él. Ahora… -Seldon meneó la cabeza en un gesto triste y resignado y suspiró-. Ahora es…
No llegó a completar la frase.
–¡Eh, joven! – le gritó a un chico de aspecto andrajoso que se había cruzado con ellos unos momentos antes. El joven masticaba una golosina que acababa de meterse en la boca, y había arrojado despreocupadamente el envoltorio al suelo sin mirar dónde caía.
–Recoja eso y échelo donde es debido -dijo severamente Seldon mientras el joven le contemplaba con expresión taciturna.
–Recógelo tú -gruñó el joven.
Después giro sobre sus talones y se alejó.
–Otro signo del desmoronamiento social que predice su psicohistoria, profesor Seldon -dijo Palver.
–Sí, Stettin. El Imperio se derrumba a nuestro alrededor y sus fragmentos van cayendo uno por uno… De hecho ya se ha roto, y no hay forma de invertir el proceso. La apatía, el deterioro y la codicia han jugado su papel en la destrucción de lo que antaño fue un magnífico Imperio. ¿Y qué ocupará su lugar? Bueno…
La expresión del rostro de Palver hizo que Seldon se callara. El joven parecía estar escuchando con mucha atención…, pero no escuchaba la voz de Seldon. Tenía la cabeza inclinada a un lado y sus rasgos habían adoptado una expresión distante y absorta. Era como si Palver intentara captar un sonido inaudible para todos salvo para él.
Palver pareció volver a la realidad de repente. Lanzó una rápida mirada a su alrededor y cogió a Seldon de un brazo.
–Hari, deprisa, tenemos que salir de aquí. Se acercan…
La calma del atardecer se interrumpió por el seco chasquido de unos pasos que se aproximaban rápidamente.
Seldon y Palver giraron sobre sí mismos, pero ya era demasiado tarde: el grupo de asaltantes se abalanzaba sobre ellos. Por suerte esta vez Hari Seldon estaba preparado.
Alzó su bastón al instante y lo movió en un gran arco alrededor de él y de Palver. Los tres atacantes -dos chicos y una chica, tres jóvenes rufianes de las calles-, se echaron a reír.
–Así que no piensas ponernos las cosas fáciles, ¿eh, viejo? – resopló el chico que parecía ser el líder del trío-. Bueno, yo y mis amigos te dejaremos sin sentido en un par de segundos. Vamos a…
El líder cayó al suelo víctima de una patada de torsión impecablemente dirigida a su abdomen. El chico y la chica que seguían en pie se agazaparon rápidamente preparándose para el ataque, pero Palver fue más rápido y también les derribó sin darles tiempo para comprender qué les había ocurrido.
El incidente había terminado casi tan deprisa como había empezado. Seldon se había hecho a un lado, y se apoyaba pesadamente en su bastón mientras temblaba al pensar en lo cerca que habían estado de salir malparados.
Palver, jadeando ligeramente a causa del esfuerzo, miró rápidamente a su alrededor. Sus tres agresores yacían inconscientes sobre la acera desierta bajo la cúpula que se iba oscureciendo.
–¡Venga, salgamos de aquí lo más deprisa posible! – volvió a apremiarle Palver, pero esta vez no era de los atacantes de quien huirían.
–Stettin, no podemos marcharnos -dijo Seldon, y movió una mano señalando a los inconscientes aspirantes a atracadores-. No son más que unos críos… Puede que estén muriendo. ¿Cómo podemos darles la espalda y marcharnos? Sería inhumano…, sí, sería inhumano, y la humanidad es justo lo que he intentado proteger durante todos estos años.
Seldon golpeó el suelo con la punta de su bastón como queriendo dar más énfasis a sus palabras, y una plena convicción brilló en sus ojos.
–Tonterías -replicó Palver-. Lo que es inhumano es que atracadores como éstos puedan atacar a ciudadanos inocentes como usted. ¿Cree que habrían tenido algún miramiento? Le habrían clavado un cuchillo en las tripas para robarle hasta el último crédito sin dudarlo un instante…, ¡y luego le habrían dado unas cuantas patadas antes de salir huyendo! No tardarán en recobrar el conocimiento y se largarán para lamerse las heridas, o alguien les encontrará y llamará a la central de seguridad.
»Pero tiene que pensar en sí mismo, Hari. Después de lo ocurrido la última vez, si vuelven a relacionarle con otro incidente violento puede tener muchos problemas. Por favor, Hari… ¡Hemos de irnos lo más deprisa posible!
Palver le cogió del brazo y Seldon se dejó llevar después de lanzar una última mirada hacia atrás.
Los ecos de las pisadas de Seldon y Palver se debilitaron rápidamente hasta perderse en la lejanía, y una silueta emergió de detrás de los árboles que le habían servido como escondite.
–Bien, profesor, no creo que sea la persona más indicada para explicarme lo que está bien y lo que está mal -murmuró el joven de ojos taciturnos mientras dejaba escapar una risita.
Después giró sobre sus talones para avisar a los agentes de seguridad.
–¡Orden! ¡Quiero orden en la sala! – gritó la juez Tejan Popjens Lih.
La comparecencia pública del profesor «
Cuervo
» Seldon y su joven colaborador Stettin Palver había creado un gran revuelo entre la población de Trantor. Aquí estaba el hombre que había predicho la caída del Imperio, la decadencia de la civilización, que había pedido regresar a la época dorada de la cortesía y el orden…, y según un testigo ocular era el mismo hombre que había ordenado que tres jóvenes trantorianos recibieran una paliza brutal sin ninguna provocación aparente. Ah, sí, la comparecencia prometía ser realmente espectacular, y no cabía duda de que tendría como resultado un juicio todavía más espectacular.
La juez pulsó un botón disimulado en un panel de su estrado y el estrepitoso retumbar de un gong resonó en la atestada sala del tribunal.
–Quiero orden en la sala -repitió la juez contemplando a la multitud algo más callada-. Si es necesario ordenaré que despejen la sala. Es una advertencia, y no voy a repetirla.
Su túnica escarlata convertía a la juez en una presencia imponente. Lih había nacido en Lystena[12], un mundo exterior, y su tez tenía un imperceptible matiz azulado que se oscurecía cuando se irritaba y se volvía prácticamente púrpura cuando estaba realmente enfadada. Se rumoreaba que a pesar de todos los años que llevaba ejerciendo la magistratura, de su reputación como mente judicial de primera categoría y de estar considerada como una de las intérpretes más efectivas de la ley imperial, Lih era un poco vanidosa y se enorgullecía de su impresionante aspecto y de la forma en que el rojo fuerte de su atuendo resaltaba el delicado tono turquesa de su piel.