Tecleó el destino, pulsó un botón y el vehículo ascendió hasta quedar a unos cinco centímetros del suelo. Después empezó a avanzar sin ninguna clase de sacudidas y sin hacer ningún ruido, moviéndose un poco más deprisa que un ser humano que apretara el paso. Seldon se reclinó en el asiento y se dedicó a contemplar las paredes del pasillo, los otros vehículos y a la gente que iba a pie.
Se cruzó con unos cuantos bibliotecarios. Habían pasado muchos años, pero aún sonreía cada vez que veía a alguno. Eran el gremio más antiguo del Imperio y el que poseía las tradiciones más admiradas, se aferraban a costumbres que habían sido propias de siglos anteriores…, quizás incluso milenios.
Llevaban prendas blancas de una tela parecida a la seda, lo bastante holgadas para recordar una túnica con el cuello ceñido cuyos pliegues ondulantes caían hasta el suelo.
En lo referente a los hombres, Trantor, como todos los mundos, oscilaba entre el vello facial y el afeitado. Los habitantes de Trantor -o por lo menos, los de la mayoría de sus sectores-, se afeitaban meticulosamente y hasta donde Seldon recordaba, siempre habían tenido ese aspecto, exceptuando anomalías como los bigotes de los dahlitas, exuberantes adornos faciales como el que lucía Raych, quien había nacido en Dahl.
Pero los bibliotecarios se aferraban a las barbas de un pasado muy lejano. Todos los bibliotecarios tenían una barba no muy larga y pulcramente recortada que iba de oreja a oreja pero dejaba desnudo el labio superior. Eso bastaba para identificarles y hacía que Seldon se sintiera un poco incómodo, era demasiado consciente de su ausencia de vello facial cuando estaba rodeado por un grupo de ellos.
En realidad, lo que más les identificaba era la gorra que llevaban. (Seldon pensaba que quizás incluso cuando dormían). Era una gorra cuadrada compuesta de cuatro secciones unidas mediante un botón en la parte de arriba. La gama de colores era casi infinita, y al parecer cada color tenía su significado. Así, conociendo la historia y las tradiciones del gremio se podía averiguar el tiempo de servicio, los méritos y la especialidad de cada bibliotecario con sólo echar un vistazo a su gorra. Las gorras ayudaban a crear un orden jerárquico tan complejo y sutil como el de un gallinero. Un bibliotecario sólo tenía que fijarse en la gorra de otro para saber si debía mostrarse respetuoso (y hasta qué punto), o si podía tratarle de forma condescendiente (y hasta qué punto).
La Biblioteca Galáctica era el edificio más grande de Trantor y posiblemente de toda la galaxia -era incluso más grande que el Palacio Imperial-, y hubo un tiempo en el que brillaba y resplandecía como si alardeara de su tamaño y magnificencia; pero, al igual que el Imperio, su esplendor había ido palideciendo y marchitándose lentamente.
Parecía una vieja solterona luciendo las joyas de su juventud sobre un cuerpo invadido por las arrugas y las manchas de la vejez.
El vehículo se detuvo delante del arco que daba acceso al despacho del Jefe de Bibliotecarios. Seldon bajó de él.
Las Zenow saludó a Seldon con una sonrisa.
–Bienvenido, amigo mío -dijo con su voz estridente de siempre.
Seldon había pensado en más de una ocasión que quizás hubiese sido tenor durante su juventud, pero nunca se había atrevido a preguntárselo. El Jefe de Bibliotecarios parecía encarnar el espíritu de la dignidad, y la pregunta quizás hubiese resultado ofensiva.
–Hola -dijo Seldon.
Zenow tenía una barba gris muy próxima a la blancura de las canas, y llevaba una gorra del blanco más impoluto imaginable. Seldon podía comprenderlo sin necesidad de ninguna explicación. Era un claro caso de ostentación a la inversa. La ausencia total de color representaba haber alcanzado la posición más alta concebible.
Zenow se frotó las manos en lo que parecía expresar una intensa alegría interior.
–Te he hecho venir porque tengo buenas noticias para ti, Hari. ¡Lo hemos encontrado!
–Supongo que te refieres a…
–A un mundo adecuado. Querías uno que estuviese muy lejos, y creo que hemos encontrado el mundo ideal.
–Su sonrisa se hizo un poco más grande-. Ya sabes que puedes confiar en la Biblioteca, Hari. Somos capaces de encontrar cualquier cosa…
–No lo dudaba, Las. Háblame de este mundo.
–Bueno, antes permite que te muestre su posición.
Una sección de pared se deslizó a un lado, la intensidad de las luces disminuyó y la galaxia apareció bajo la forma de una representación tridimensional que giraba lentamente.
El rojo volvió a delinear la provincia de Anacreon, de forma que Seldon casi habría podido jurar que el episodio con los tres hombres había sido un ensayo.
Un instante después vio aparecer un punto de un azul intenso en el extremo más alejado de la provincia.
–Ahí está -dijo Zenow-. Es un mundo ideal. Buen tamaño, abundancia de agua, excelente atmósfera con oxígeno y, naturalmente, vegetación. Ah, y grandes cantidades de vida marina… Está allí esperando a que llegue alguien. No hace falta llevar a cabo ninguna remodelación planetaria o terraformación…, o, por lo menos, ninguna que no pueda llevarse a cabo mientras está ocupado.
–¿Es un mundo por ocupar, Las? – preguntó Seldon.
–Totalmente. No hay nadie.
–Pero si es tan adecuado… ¿Por qué? Supongo que si dispones de todos los detalles sobre ese mundo es porque habrá sido explorado. ¿Por qué no fue colonizado?
–Fue explorado, pero sólo mediante sondas automatizadas. No hubo colonización…, presumiblemente porque está tan alejado. El planeta gira alrededor de una estrella que se encuentra más lejos del agujero negro central que de cualquier planeta habitado…, bastante más lejos. Supongo que queda demasiado lejos para cualquier aspirante a colonizador, pero no lo suficiente para ti. «Cuanto más alejado, mejor», dijiste.
–Sí -murmuró Seldon y asintió con la cabeza-, y sigo diciendo lo mismo. ¿Tiene nombre o sólo una combinación de letras y números?
–Lo creas o no, tiene nombre. Los que enviaron las sondas lo llamaron Terminus, una palabra arcaica que significa «el final del trayecto»…, y eso es justamente lo que parece ser.
–¿Forma parte del territorio de la provincia de Anacreon? – preguntó Seldon.
–En realidad no -dijo Zenow-. Si examinas con atención la línea y el sombreado rojo verás que el punto azul que representa a Terminus se encuentra fuera de esa zona…, unos cincuenta años luz fuera, para ser exactos. Terminus no pertenece a nadie y, de hecho, ni siquiera forma parte del Imperio.
–Entonces tienes razón, Las. La verdad es que parece el mundo ideal que he estado buscando.
–Por supuesto -dijo Zenow con expresión pensativa-, en cuanto ocupes Terminus supongo que el gobernador de Anacreon afirmará que el planeta está bajo su jurisdicción.
–Es posible -dijo Seldon-, pero tendremos que enfrentarnos a ese problema cuando surja.
Zenow volvió a frotarse las manos.
–Qué idea tan gloriosa… Crear un proyecto de grandes dimensiones en un mundo absolutamente nuevo, lejano y totalmente aislado de tal manera que se pueda acumular una inmensa enciclopedia de todo el conocimiento humano que vaya aumentando año tras año y década tras década…, un compendio de todo lo que hay en la Biblioteca. Si fuese un poco más joven me encantaría unirme a la expedición.
–Tienes casi veinte años menos que yo -dijo Seldon con tristeza.
«Casi todo el mundo es más joven que yo», pensó con una tristeza aún mayor de la que había en su voz.
–Ah, sí, me enteré de que acabas de cumplir setenta años -dijo Zenow-. Espero que hayas disfrutado de tu cumpleaños y que lo celebrarás como es debido.
Seldon se removió en su asiento.
–No celebro mis cumpleaños.
–Oh, pero antes lo hacías… Recuerdo que la celebración de tu sexagésimo cumpleaños[10] fue muy espectacular.
Seldon sintió la punzada de dolor tan profundamente como si la pérdida del ser que más había querido en el mundo hubiera ocurrido el día anterior.
–Por favor, no hablemos de ello -dijo.
–Lo lamento -dijo Zenow con expresión compungida-. Hablemos de otra cosa… Bien, si Terminus es el mundo que andas buscando supongo que trabajarás todavía con más ahínco en los preparativos preliminares del Proyecto Enciclopedia. Como ya sabes, para la Biblioteca será un placer ayudarte en todos los aspectos.
–Contaba con ello, Las, y nunca podré agradecéroslo lo suficiente. Sí, seguiremos trabajando…
Seldon se puso en pie. El dolor provocado por la referencia a la celebración de su sesenta aniversario había sido tan intenso que aún no era capaz de sonreír.
–Bien, tengo que volver a mi trabajo -dijo.
Y al marcharse, como le ocurría siempre, el engaño en el que se había embarcado hizo que sintiera un leve remordimiento de conciencia. Las Zenow no tenía la más mínima idea de cuáles eran las auténticas intenciones de Seldon.
Hari Seldon contempló la cómoda suite de la Biblioteca Galáctica que le había servido como despacho personal durante los últimos años. Al igual que el resto de la Biblioteca, estaba impregnada por la indefinible atmósfera de cansancio y decadencia típica de algo que ha permanecido demasiado tiempo en el mismo sitio y, sin embargo, Seldon sabía que quizá siguiera en el mismo sitio durante siglos, y que prudentes trabajos de reconstrucción podían permitir que perdurase durante milenios. ¿Cómo había llegado allí? Sintió la presencia del pasado en su mente y deslizó sus pensamientos a lo largo de la línea de su desarrollo vital.
Estaba seguro de que todo aquello formaba parte de la vejez. El pasado estaba tan repleto y el futuro le reservaba tan pocas cosas que su mente prefería absorberse en la mucho menos arriesgada contemplación de lo que había ocurrido antes.
Pero no se podía obviar aquel cambio. La psicohistoria se había desarrollado durante más de treinta años en lo que podía considerarse una línea recta, un progreso terriblemente lento que avanzaba en la misma dirección…, pero de pronto, seis años atrás, la línea se había desviado en ángulo recto de forma totalmente inesperada.
Seldon sabía con toda exactitud cómo había ocurrido, cómo se produjo la concatenación de acontecimientos que lo había provocado.
Wanda tenía doce años y se sentía sola. Manella, su madre, había tenido otro bebé, una niñita llamada Bellis, y durante un tiempo sólo pensó en la recién llegada.
Raych, su padre, había terminado su libro sobre Dahl, el sector en el que había nacido. El libro tuvo cierto éxito, y Raych se convirtió en una celebridad menor. Se le invitó a dar conferencias sobre el tema, y Raych aceptó la oferta inmediatamente pues le apasionaba y, como le dijo a Seldon sonriendo: «Cuando hablo de Dahl no tengo que disimular mi acento dahlita. De hecho, el público espera oírlo».
Como resultado de todo aquello Raych estuvo lejos durante un período de tiempo bastante largo, y cuando volvía a casa solo quería ver al bebé.
En cuanto a Dors… Dors ya no estaba, y para Hari Seldon la herida nunca se cerraría y jamás dejaría de doler; había reaccionado de forma muy poco afortunada. El sueño de Wanda había puesto en marcha la sucesión de acontecimientos que terminaron con la pérdida de Dors.
Wanda no había tenido nada que ver con lo ocurrido, y Seldon lo sabía muy bien; pero a pesar de ello descubrió que la estaba rehuyendo, y tampoco supo ayudarla cuando se produjo la crisis desencadenada por el nacimiento del bebé.
Wanda, desconsolada, acudió a la única persona que siempre había parecido alegrarse de verla, la única persona con la que siempre había podido contar. Esa persona era Yugo Amaryl, cuyo papel en el desarrollo de la psicohistoria sólo era superado por el de Hari Seldon, y cuya devoción a esa ciencia era todavía más intensa y apasionada que la del mismísimo Seldon. Hari había tenido a Dors y Raych, pero la psicohistoria era toda la existencia de Yugo, quien no tenía esposa ni hijos. Cada vez que Wanda le visitaba algo se agitaba en el interior de Yugo. La reconocía como lo que era, una niña, y aunque sólo fuese por unos momentos, Yugo experimentaba una vaga sensación de pérdida que parecía aliviarse si demostraba afecto a la niña. Naturalmente, tendía a tratarla como si fuese un adulto en miniatura, pero a Wanda eso parecía gustarle.
Seis años atrás Wanda había entrado en el despacho de Yugo. Yugo alzó la cabeza y la contempló con sus ojos reconstruidos que le hacían parecer un búho y, como de costumbre, necesitó unos momentos para reconocerla.
–Vaya, pero si es mi querida amiga Wanda -dijo por fin-. Pero, ¿por qué estás tan triste? Una joven tan atractiva como tú nunca tendría que sentirse triste.
–Nadie me quiere -dijo Wanda sin controlar el temblor de su labio inferior.
–Oh, vamos, eso no es cierto.
–Sólo quieren al nuevo bebé. Ya no les importo.
–Yo te quiero, Wanda.
–Bueno, tío Yugo, pues entonces eres el único.
Wanda ya no podía instalarse en su regazo tal y como hacía cuando era más pequeña, pero apoyó la cabeza en su hombro y lloró.
Amaryl no tenía idea de qué podía hacer y sólo se le ocurrió abrazarla.
–No llores -dijo-. No llores.
Por pura simpatía y porque en su vida había tan pocas cosas que merecieran el llanto, descubrió que las lágrimas también se deslizaban por sus mejillas.
–Wanda -dijo con repentina energía-, ¿te gustaría ver algo bonito?
–¿El qué? – sollozó Wanda.
Para Amaryl en la vida y el universo sólo había una cosa bonita.
–¿Has visto alguna vez el Primer Radiante? – preguntó.
–No. ¿Qué es?
–Es lo que tu abuelo y yo utilizamos para hacer nuestro trabajo. ¿Ves? Está aquí mismo.
Señaló el cubo negro que tenía encima del escritorio y Wanda lo contempló sin mucho entusiasmo.
–Eso no es bonito -dijo.
–Aún no -dijo Amaryl-, pero mira lo que ocurre cuando lo activo.
Activó el aparato. La habitación se oscureció y quedó repleta de puntos luminosos y destellos de colores distintos.
–¿Ves? Ahora podemos aumentarlo todo de forma que los puntos se convierten en símbolos matemáticos.
Y eso hicieron. Los datos parecieron salir disparados hacia ellos y el aire se llenó de símbolos de todas clases, letras, números, flechas y formas que Wanda jamás había visto antes.
–¿Verdad que es bonito? – preguntó Amaryl.
–Sí, lo es -dijo Wanda contemplando con mucha atención las ecuaciones que (ella no lo sabía) representaban posibles futuros-. Pero esa parte no me gusta. Creo que no queda bien.