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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Ciencia Ficción

¡Hágase la oscuridad! (9 page)

Aquellos cuencos eran recipientes de agua bendita que se hallaban normalmente a ambos lados de la puerta de la Catedral. Más de un niño había visto cómo la piel de sus dedos era arrancada por haber osado tocarlos ligeramente, antes de que su madre, horrorizada, tuviese tiempo de impedirlo. ¡No era de extrañar, por tanto, que los sacerdotes que llevaban el gran cuenco hubieran puesto al máximo su campo de inviolabilidad!

La música, tras elevarse en un crescendo exaltante hasta llegar al clímax, cesó bruscamente. El murmullo de la multitud descendió de volumen y siguió un instante de silencio. Después, uno de los jóvenes sacerdotes avanzó con gran solemnidad hacia la casa embrujada, portando su vara de la ira por encima de su cabeza como una espada llameante. Todos los rostros giraron en aquella dirección y los fieles contemplaron su avance expectantes.

—¡Este lugar está maldito! —gritó de repente el joven con voz estentórea— ¡Ofende al olfato del Gran Dios! ¡Tiembla, Satanás! ¡Atemorizaos, diablos! ¡Ved cómo inscribo aquí la marca de la Jerarquía!

Luego se detuvo ante una puerta extrañamente desvencijada y de la vara extendida surgió un relámpago violeta del mismo color de su halo que resultaba casi invisible a la luz del sol y lentamente trazó una circunferencia sobre la puerta.

Lo que sucedió a continuación no parecía formar parte del programa previsto. El joven sacerdote se inclinó hacia adelante para mirar a través del irregular orificio de entrada, sin acabar el círculo de fuego que había empezado a hacer. Debía tratarse de algo de excepcional interés, ya que el joven pasó la cabeza a través del agujero. Inmediatamente la puerta se cerró en torno a su cuello y quedó atrapado en el orificio. Luego empezó a debatirse tirando hacia atrás, mientras su vara que seguía emitiendo luz violeta, chamuscaba las malas hierbas.

Se oyeron carraspeos y gritos aislados entre la multitud y algún acceso de risa histérica. Los otros tres sacerdotes jóvenes se precipitaron para socorrer a su compañero. Uno de ellos tomó la vara, que dejó inmediatamente de vomitar fuego. Después tiraron de él con gran violencia y sacudieron con fuerza el batiente de la puerta que cedió un poco, como si fuera elástica.

De pronto la puerta se abrió de par en par por sí sola y los sacerdotes cayeron sobre las hierbas humeantes. El joven sacerdote que había quedado atrapado se enderezó de un salto y corrió hacia la casa antes de que los demás pudieran impedírselo. Luego la puerta se cerró de un golpe tras él.

Toda la casa empero a temblar.

Las paredes abatidas se enderezaron, se abombaron y fueron recorridas por ondas y rizos agitados. Las ventanas se cerraron. Una pared se encogió visiblemente y otra se dilató. Después se sucedieron distorsiones.

Una ventana superior empezó a ensancharse y expulsó violentamente al joven sacerdote, como si la casa, después de haberle saboreado, le escupiera. El joven, antes de llegar al suelo, conectó su campo de inviolabilidad que amortiguó la caída, de modo que rebotó con suavidad sobre las hierbas.

Esta vez, la risa de la multitud no parecía solamente histérica.

La casa quedó en calma.

A continuación hubo un despertar de actividad entre los sacerdotes que se ocupaban de los instrumentos. Tras consultar rápidamente entre ellos, dos o tres se precipitaron hacia el Primo Deth. Los que vigilaban el gran cuenco posado en el montículo también dirigieron hacia él una mirada de interrogación.

De todos los exorcistas, ninguno se sentía tan inútil y confuso como el hermano Chulian. ¿Por qué tenían que sucederle estas cosas a él? Deth le había designado malintencionadamente para ocupar aquel puesto que podía considerarse importante y él sabía menos de lo que estaba ocurriendo que todos los demás juntos. ¡Si no hubiera tenido la mala idea de insultar a aquel diácono cruel el día anterior!

Los cuatro jóvenes sacerdotes se apartaron, por fin, de la casa embrujada y se detuvieron junto a él, pero estaban demasiado excitados para preocuparse por su dignidad y empezaron a discutir. Tres de ellos hacían preguntas al que había entrado en la casa.

—¡Cualquiera habría mirado en el interior! —afirmó con vehemencia—. Pies desnudos que corrían. Eso es lo que vi. ¡Os lo repito! Solamente dos piececitos descalzos, sin nada encima de ellos. Y bailaban. ¡Tenía que ver qué era lo que ocurría! Luego, cuando la puerta me atrapó, un montón de tipos pequeños e iracundos llegaron de alguna parte y empezaron a hacer los más insultantes comentarios acerca de mi cabeza. ¡Como si se tratara de un objeto disecado y colgado en la pared! ¡También vosotros os habríais sentido molestos! Quería castigarles. Por eso entré corriendo en la casa.

—Pero ¿por qué saltaste por la ventana?

—La casa. ¡Ya os lo he dicho! De pronto no vi a aquellos tipos por ninguna parte, pero toda la casa empezó a temblar y a dar sacudidas. El suelo se levantó bajo mis pies y me empujó contra las paredes que me hicieron rebotar de una a otra. Después, el suelo me levantó y antes de que me diera cuenta estaba en el piso de arriba. Entonces sentí un último empujón y una ventana se abrió justo antes de que yo chocara con ella. ¡No pude hacer nada!

Chulian no quería escuchar. Era demasiado confuso y desconcertante. ¿Por qué la Jerarquía hacía cosas como éstas? ¡Cómo se habían reído los fieles! Cierto que los diáconos habían acabado rápidamente con su hilaridad, pero se habían reído.

El Primo Deth se adelantó seguido por los sacerdotes.

—Y ahora que sus señorías han edificado a la muchedumbre con esta pequeña demostración —dijo—, ¿podemos seguir, por fin, las instrucciones que nos ha dado el arcipreste Goniface?

—¡Que te ha dado a ti, querrás decir! —replicó agriamente uno de los jóvenes sacerdotes— Nosotros tenemos órdenes del Centro de Control del Santuario y del Consejo Supremo. Nos han dicho que procediéramos como de costumbre.

El Primo Deth dirigió al joven una mirada glacial:

—Pero ya veis, monseñor, que no se trata de una casa embrujada habitual. Ésta no ha sido erigida para que podáis demolerla. Me temo, reverendos, que se trate de una guerra y quizá hagan falta los miserables y despreciables diáconos acostumbrados al trabajo sucio, para intervenir en una guerra. ¡Preparad el vaporizador cero—entrópico, hermano Sawl!

Un tubo largo, delgado y ligero fue adaptado al recipiente que originalmente había seguido a Deth en la procesión. El hermano Chulian sintió que el frío atravesaba incluso su campo de inviolabilidad y retrocedió un paso, tiritando.

—Lanzad un chorro a media potencia sobre la casa —ordenó el Primo Deth—. Justo lo suficiente para endurecer los muros exteriores. Después, máxima presión directamente en la zona de entrada. Vamos a abrir nuestra propia puerta. ¿Preparados? Muy bien. Hermano Jafid, tienes la palabra.

La voz del hermano Jafid, ampliada con gran potencia, era desagradablemente suave.

—Que las Aguas de la Paz Suprema dobleguen este lugar. Que apacigüen su agitación. Que eliminen de él todo movimiento y todo mal.

El tubo de entropía—cero se abrió con un sonido ligeramente estridente y tan agudo que apenas era audible; recordaba el ruido del hielo al romperse. De él surgieron copos de nieve y un chorro de aire helado que se ensanchaba al avanzar. La casa embrujada quedó sumergida bajo los remolinos de una tormenta de nieve en miniatura. Una explosión de aire ártico rebotó en sus paredes. La multitud, pese a lo comprimida que estaba, pareció retroceder amontonándose más aún.

El haz vaporizado se redujo y se concentró en torno a la puerta, cubriéndola con una sólida costra de hielo. Después, el estridente sonido cesó.

Un sacerdote se acercó a la capa de hielo reluciente y opalescente y le dio un golpe con su vara de la ira. Los materiales congelados se rompieron en pedazos y dejaron ver un amplio agujero irregular. El sacerdote pasó la vara alrededor del borde, produciendo astillas que centelleaban como carámbanos al caer al suelo.

—Ahora podemos empezar —dijo Deth en tono cortante—. El proyector y las varas primero. Seguid agrupados. Desconfiad de las posibles trampas. Vigilad las puertas. Seguid mis instrucciones. Y si alguien encuentra a la muchacha bruja avisadme inmediatamente.

Pero antes de que el grupo avanzase, Deth se dio cuenta de que el hermano Chulian seguía en pie a un lado.

—¡Oh, reverendo, casi me había olvidado! Esto es lo que tanto deseabais ver. Debéis ocupar el lugar de honor. ¡Encabezad vos el grupo, hermano Chulian!

—Pero…

—Os estamos esperando, hermano. Toda Megatheopolis os espera.

Chulian avanzó a regañadientes por entre los matojos helados. El frío le subía por los tobillos a través de un pequeño agujero en su campo de inviolabilidad y hacía temblar sus rodillas.

Sin entusiasmo Chulian contempló la casa, cuyas paredes heladas empezaban ya a humear por el efecto del calor del sol. Incluso en aquel estado desastroso, la casa embrujada seguía teniendo una cierta belleza de proporciones, pero su elasticidad potencial era muy desagradable para alguien habituado a la imponente rigidez arquitectónica de la Jerarquía.

Había leído en algún sitio que en la Edad de Oro habían existido casas ajustables con paredes elásticas, formadas por densos campos de fuerza, parecidas, en estructura y flexibilidad, a la silueta móvil del Gran Dios de la Catedral.

Pero esta idea no agradaba precisamente al hermano Chulian. Compartía muchos de los temores que los fieles sentían por la Edad de Oro y por su arrogante población. Debían haber sido tan desconcertantes e independientes como sus casas. Rebeldes y obstinados como el hermano Jarles, descarados y sarcásticos como aquella joven bruja.

Chulian estaba persuadido de que la vida en la Edad de Oro era muy penosa, ya que la individualidad de cada uno estaba amenazada continuamente por la de los otros y además no existía una Jerarquía que te organizara la propia vida y garantizase tu propia seguridad.

Ahora estaba ya muy cerca de la abertura flanqueada por el hielo. ¿Y si los antiguos moradores hubieran vuelto a la vida al mismo tiempo que la casa? Era un pensamiento absurdo y sin embargo…

Tras de sí oyó la interpelación de Deth:

—Si veis algún signo de vida en el interior, lanzaremos un ligero chorro de entropía para congelarla, monseñor. Es mejor en ese caso que os apartéis rápidamente si no queréis que el campo de inviolabilidad quede bloqueado, reverendo.

Chulian entró rápidamente en la casa embrujada y se metió por la primera puerta que vio. Aquel maldito diácono era muy capaz de cumplir su amenaza y la idea de quedar bloqueado e indefenso dentro del campo solidificado, aunque fuera por un breve tiempo, le resultaba angustiosa.

La débil luminosidad del halo le permitió distinguir una habitación redonda de tamaño mediano, con muebles cuyos colores habían ido ensombreciéndose por el paso de los siglos, pero cuyas líneas seguían proporcionando una sensación de comodidad. Chulian empezó a toser. El polvo removido por la reciente agitación lo inundaba todo y empezaba a formar de nuevo una gruesa capa. El suelo cedía ligeramente bajo sus pies.

Pese a su repulsión, el hermano Chulian se sentía extrañamente fascinado por aquella habitación. Ciertos elementos le parecían de lo más atractivo. En particular un diván, muy parecido a la cama que él ocupaba en su lujosa celda del Santuario.

Un sonido inquietante, una especie de crujir de dientes que le pareció oír justo detrás de él, le hizo dar media vuelta rápidamente. No había nadie.

Pero la puerta había desaparecido. Había quedado aislado de los demás.

Su primer pensamiento fue: «¿Y si las paredes empiezan a acercarse más y más entre sí?».

El diván que había atraído su atención empezó a moverse hacia él, avanzando por el suelo polvoriento como un caracol gigantesco.

Con un carraspeo y una risita provocada por el pánico, Chulian se apartó. El diván cambió de dirección para seguirle. Ahora avanzaba más de prisa.

No había puertas, así que intentó interponer otros muebles de mayor tamaño entre él y el diván. Pero éste los apartó sin esfuerzo. Chulian dio otro salto hacia un lado y el diván giró rápidamente en la misma dirección, como una babosa perversa dotada de gran inteligencia. Después tropezó, cayó violentamente al suelo y logró levantarse dando un salto a ciegas hacia adelante.

Chulian quedó atrapado en una esquina. El diván se acercaba muy lentamente ahora, como si disfrutara con su terror; después se elevó de repente y agitándose con movimientos obscenos, tendió hacia él dos cortos brazos —una grotesca evocación de los placeres carnales que resultaban tan agradables a Chulian— y a continuación, le abrazó.

La presión contra el pecho de Chulian activó los controles del campo de inviolabilidad y lo inutilizó. Automáticamente se apagó también el halo que el campo transmitía por encima de su cabeza.

Sólo quedaron la oscuridad y el obsceno y sofocante abrazo de la cosa. Chulian luchó con desesperación e intentó soltarse, echando la cabeza hacia atrás y empujando con todas sus fuerzas.

Si esa cosa llegaba a tocar su cara, enloquecería. Lo sabía. Y la cosa le tocó la cara. Al principio con una suavidad que le hizo recordar los dedos ligeros de Sharlson Naurya.

—Adiós, hermanito Chulian.

Y después le abrazó cada vez con mayor presión, cada vez más fuerte, hasta casi estrangularle. Ahora se arrastraba por encima de su boca. El hermano Chulian hubiera querido enloquecer.

Una idea imbécil y absurda persistía en su cerebro. Si lograba escapar, ya no podría volver a dormir tranquilamente en su cama del Santuario.

La presión cedió bruscamente. Una puerta en la pared que había ante él se hizo visible y dejó pasar una débil luz. Chulian se quedó mirándola estúpidamente; titubeaba y se sentía agotado. De repente y a pesar del terror que ponía brumas en su cerebro, se dio cuenta de que era posible escapar y caminó tambaleándose hacia la puerta.

Al llegar al umbral, Chulian fue desbordado por una marea escarlata de sacerdotes que huían. El Primo Deth estaba entre ellos. Desde el suelo el hermano Chulian pudo distinguir unos rasgos del rostro cetrino y deformado de Deth; sus pupilas estaban muy dilatadas.

—¡La cosa! —gritaba el Primo Deth—. ¡La cosa está en el muro!

Penosamente, Chulian les siguió a cuatro patas y logró atravesar el umbral helado e irregular de la puerta.

En sus oídos resonó la risa incontrolable y estrafalaria de la multitud.

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