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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Ciencia Ficción

¡Hágase la oscuridad! (8 page)

—Al Gran Dios, fantasma obeso e impotente que se ha otorgado a sí mismo el mando del universo, ¡nuestra burla y nuestro odio!

—¡Al Gran Dios, nuestro odio!

—A la Jerarquía y a sus instrumentos, esos pretenciosos parásitos escarlata, ¡nuestros maleficios y nuestros anatemas!

—¡A la Jerarquía, nuestros maleficios!

De pronto, la voz del Hombre Negro se hizo lenta y ominosa; era como un susurro escalofriante de remotas sugerencias:

—¡Avanza, Noche y amortaja la Tierra entera! ¡Llega, Miedo y estremece al mundo entero!

—¡Hágase la oscuridad!

Y a continuación el Hombre Negro se reclinó de nuevo en el trono. Su sardónica voz adoptó ahora un tono más negligente.

—Antes de tratar los asuntos habituales, debemos ocuparnos en primer lugar del tema de los nuevos miembros. ¿Perséfona?

Justo a su lado, en medio de la oscuridad, Jarles oyó la respuesta de Sharlson Naurya.

Estaba triplemente confundido: por su presencia inesperada y tan cercana, porque ahora se daba cuenta de por qué la voz de la criatura llamada Minina le había parecido familiar y también por lo que la muchacha estaba diciendo.

—Propongo como nuevo miembro a un joven llamado Armon Jarles que ha sido sacerdote del Primer Círculo. Lo ha merecido al blasfemar públicamente contra el Gran Dios y al desafiar su Cólera. Con toda seguridad se convertirá en un brujo poderoso y astuto.

—Traedlo aquí —ordenó el Hombre Negro—, pero toma antes aquello que debemos tomarle.

Un par de manos cogieron a Jarles por los brazos y sintió que un instrumento puntiagudo se clavaba profundamente en su espalda. El joven gritó y al intentar luchar cayó hacia adelante.

—No tengas miedo —le dijo el Hombre Negro en tono de burla—. Ya tenemos lo que queremos, la semilla de lo que debe crecer. Traedle ante el altar, para que pueda inclinarse ante el Libro y para que yo pueda bautizarle con su nuevo nombre, su nombre de brujo: ¡Dis!

De pronto Jarles recobro el uso de la palabra.

—¿Por qué debo unirme a vosotros? —dijo.

Se hizo un silencio expectante. Después, Sharlson Naurya le susurró algo al oído, mientras le presionaba los brazos con fuerza:

—¡Cállate!

Pero aquella advertencia tan solo le exasperó.

—¿Por qué estáis tan seguro de que deseo formar parte de vuestra Brujería? —volvió a preguntar Jarles.

—¿En qué otro lugar puedes encontrar refugio?, ¡estúpido! —le susurró de nuevo Sharlson Naurya.

Se oyó un murmullo de voces, humanas y subhumanas.

El Hombre Negro se había levantado.

—Con suavidad, Perséfona —dijo—. Recuerda que nadie puede llegar a ser bruja o hechicero si no es por su propia voluntad y sin estar sometido a influencia alguna. Parece ser que tu candidato tiene algunas objeciones que formular. Deja que lo haga.

—Primero, decidme qué esperáis de mí —replicó Jarles.

La voz del Hombre Negro era ligeramente sarcástica.

—Creí que lo habrías adivinado. Queremos que abjures del Gran Dios y que te entregues, en cuerpo y alma, al servicio de Satanás. Firmar con tu nombre en este Libro tocándolo con la frente, para que quede registrado el dibujo individual y único en todo el mundo de las emisiones de tu cerebro que nadie podría falsificar. Después, deberás someterte a algunas otras formalidades.

—¡Eso no me basta! —contestó secamente Jarles—. Parece que fuese a entrar en Jerarquía, con todo ese camelo sobrenatural. ¿Cuáles son los objetivos de esa organización de la que me pedís que me convierta en esclavo?

—No hagas preguntas, Armon Jarles —respondió el Hombre Negro—. No se trata de ser esclavo, sino un hombre libre que ha contraído ciertas obligaciones. En cuanto a nuestro objetivo, ya has escuchado el ritual. ¡Derrocar al Gran Dios y a su Jerarquía!

La respuesta de Jarles, provocó nuevos murmullos.

—¿Para que podáis establecer nuevas supersticiones absurdas y convertirlas en el decálogo de una nueva Jerarquía que tiranice de nuevo al mundo? Los científicos de la Edad de Oro también tenían buenas intenciones, pero las olvidaron en cuanto saborearon el poder. Por otra parte, ¿cómo sabéis que no sois víctimas de un engaño de la Jerarquía? Es cierto que me habéis rescatado, pero los métodos de la Jerarquía son tortuosos. Me permitieron dirigirme a los fieles cuando podían haberme hecho callar fácilmente. Quizá también son ellos los que han permitido que me rescatarais, con algún propósito desconocido.

—No sé cómo podría satisfacerte, Armon Jarles —replicó el Hombre Negro con divertida perplejidad—. En cuanto al objetivo final de la Brujería, cuando la Jerarquía haya sido derrocada, es un tema de alta política del que no estoy autorizado a hablar.

»Pero, Armon Jarles, si hay algo que yo pueda hacer para convencerte de nuestras intenciones que esté dentro de los límites de lo razonable, dímelo.

—¡Y tanto! —replicó Jarles agriamente, sin prestar atención a la imperativa presión de los dedos de Naurya—. Si sois sinceros al intentar oponeros a la Jerarquía para ayudar a los fieles, dejad de lado todo este camelo y esta mistificación. No agravéis las supersticiones de los fieles. ¿No comprendéis que es precisamente la ignorancia la causa de todos sus males? ¡Decidles la verdad! ¡Alzadlos contra la Jerarquía!

—¿Y sufrir las consecuencias de ello? —se mofó el Hombre Negro—. ¿Ya has olvidado lo que ha estado a punto de ocurrirte, allí, en la Gran Plaza y cómo reaccionaron los fieles a tus palabras?

—Solicito un favor especial —intervino Sharlson Naurya con precipitación—. Este hombre es un tozudo idealista. Sospecha y malicia de todo por naturaleza. ¡Obligadle a que se convierta en hechicero a la fuerza! Acabará por estar de acuerdo con nosotros cuando haya podido reflexionar sobre todo ello.

—No, Perséfona. Temo que no podemos hacer ninguna excepción, ni siquiera en el caso de un tozudo idealista.

—¡Entonces, hasta que vea la luz!

—Tampoco debemos hacerlo, ya que para ello tendríamos que utilizar la violencia y eso supondría una coacción. Aunque debo reconocer que en algún momento he sentido deseos de hacerlo —rió el Hombre Negro.

Inmediatamente su voz volvió a adquirir un tono de seriedad, o al menos la seriedad que era posible en aquella voz tan burbujeante y alegre.

—Me temo que se trata de ahora o nunca, Armon Jarles. ¿Quieres unirte a nosotros? ¿Sí o no?

Jarles dudó. Miró el círculo de formas negras y fosforescentes que estaban ahora mucho más cerca de él. Probablemente le matarían si rehusaba. Sabía demasiado.

Y además, estaba Naurya que él había creído perdida para siempre. Si aceptaba, seguiría a su lado. La muchacha parecía desearlo ¿No eran Dis y Perséfona el rey y la reina del Infierno?

Y también estaban todas aquellas personas: el Hombre Negro y las demás. Los sentimientos que le inspiraban eran contradictorios. Podía no gustarle lo que decían pero no lograba odiarles. Le habían salvado la vida.

De repente se dio cuenta de que estaba tremendamente cansado y se sintió incapaz de desafiar voluntariamente a la muerte dos veces en el mismo día.

Los dedos de Naurva seguían transmitiéndole un mensaje insistente y angustiado: «¡Di que sí!».

Cuando Jarles abrió la boca fue para decir: «Sí».

Pero —igual que había ocurrido en la gran plaza— el furor idealista y la cólera contra todas aquellas mentiras y mistificaciones de lo sobrenatural se apoderó de él como un demonio.

—¡No! ¡No reniego de lo que he dicho! ¡No me haré cómplice de vuestra hipocresía! ¡No quiero formar parte de esa Negra Jerarquía!

—Muy bien, Armon Jarles. ¡Has decidido! —resonó la respuesta del Hombre Negro.

Las manos le soltaron. El Hombre Negro pareció saltar hacia él. Jarles se debatía desesperadamente. El decorado negro y fosforescente empezó a dar vueltas ante él hasta convertirse en un caos informe.

De pronto, otras manos le cogieron —lisas, enguantadas en caucho, muy fuertes. Notó en ellas la presión de alguna clase de campo de fuerza, pero distinto del campo de inviolabilidad de las túnicas escarlata. Jarles intentó en vano desembarazarse de ellas.

Un ser pequeño y peludo, pero con garras, se estrechó contra su pierna desnuda. Jarles agitó el pie violentamente y oyó que el Hombre Negro ordenaba:

—¡Atrás, Dickon! ¡Atrás!

La pierna de Jarles quedó libre.

—¡Eso son mentiras y engaños, Naurya! —tuvo tiempo de gritar Jarles— ¡Mentiras y engaños!

El joven oyó la risa amarga de la muchacha procedente de la oscuridad acompañando un grito insultante:

—¡Idiota! ¡Idealista!

Después, una fuerza a la que no pudo resistirse le arrastró fuera de la habitación, a través de un largo y estrecho corredor que, como un laberinto, daba vueltas y más vueltas. Jarles titubeaba e iba dando traspiés, mientras se golpeaba con los hombros contra paredes que no veía. Subió unas escaleras y a continuación sintió que le ponían una venda en los ojos. Después, otro pasadizo y más escaleras. Los pensamientos de Jarles se agitaban en torbellinos, al igual que le ocurría a su cuerpo.

Finalmente, el aire helado de la noche le llenó la nariz e hizo temblar su cuerpo cubierto de sudor. Bajo sus pies notaba el pavimento de guijarros.

En sus oídos resonó la voz del Hombre Negro.

—Sé que los idealistas nunca cambian de idea, hermano Jarles, pero si tú eres la excepción a la regla, vuelve al lugar en que vamos a dejarte y espera. Quizá nos pongamos en contacto contigo. Quizá te otorguemos una segunda oportunidad.

Unos pasos más allá, se detuvieron.

—Y ahora, hermano Jarles —dijo el Hombre Negro— ve a poner en práctica aquello que predicas.

Un brusco empujón hizo girar a Jarles que dio un traspié y cayó sobre el pavimento. El joven se puso en pie de una sacudida y se arrancó la venda de los ojos.

El Hombre Negro había desaparecido.

Jarles se encontraba a la entrada de una de aquellas callejuelas que llegaban hasta la Gran Plaza.

En el cielo empezaba a despuntar la naciente aurora que magnificaba la vacía inmensidad de la plaza, depositando leves toques opalescentes en las grandes cúpulas y capitales del Santuario, al tiempo que hacía empalidecer la ligeramente aureola azulada del Gran Dios.

Procedente de las onduladas colinas y después de adquirir mayor fuerza en su arremolinarse por la Gran Plaza, llegaba un fuerte viento que penetró su carne desnuda hasta los huesos.

5

El sonar argentino de invisibles címbalos y un potente coro de voces impresionantes y seráficas también invisible, precedían a los exorcistas en su camino hacia la casa embrujada. Los fieles que ocupaban la calle se apartaban para dejarles pasar, pero las calles que desembocaban en la pequeña plaza estaban repletas de fieles, empujados, a su vez, por otros fieles que querían ver la procesión lo más cerca posible. Como nadie deseaba ser empujado hacia el terreno abandonado y maldito en torno a la casa embrujada, todos resistían frenéticamente los empellones en esa dirección, muchos fieles tuvieron que ser rechazados por las inviolables manos de los sacerdotes enguantadas de rojo, y algún que otro niño cayó al suelo, antes de que los exorcistas llegaran a la plaza.

Allí les acogió un murmullo excitado. Megatheopolis se había despertado conmocionada por los temibles acontecimientos que se decía habían ocurrido en el mundo sobrenatural y por la cercana presencia del terrible Satanás que se había alzado de nuevo desde el Infierno para desafiar la omnipotencia de su Dueño y Señor.

A primera hora de la mañana se había sabido que la Jerarquía iba a purificar la casa embrujada, lo que parecía una medida perfectamente justificada y lógica, ya que la casa embrujada era una reliquia de la Edad de Oro y, por consiguiente, una guarida de Satanás y sus amigos a quienes gustaban especialmente aquellos pecadores de antaño tan altivos y rebeldes. Sin ninguna duda aquella época había sido dura y difícil de sobrellevar, pero también había sido muy excitante y fértil en lo que hacía referencia a manifestaciones sobrenaturales. Eso no se podía negar.

La música y la pompa de la procesión de los exorcistas habían sido concebidas hábilmente para exacerbar todavía más los ánimos durante la espera de la multitud.

En primer lugar iban cuatro sacerdotes jóvenes apuestos y esbeltos como ángeles que portaban, cada uno de ellos, una vara de la ira, como si fuera una porra.

Después seguían dos diáconos que llevaban incensarios de los que se desprendía un perfumado aroma.

A continuación marchaba un sacerdote solo que parecía dirigir la ceremonia. El hombre era más bien bajo y regordete, pero su porte era henchido y mantenía la cabeza muy alta. El Quinto Sector se sentía orgulloso de ver a su consejero, el hermano Chulian, ocupando una posición de tal importancia.

Tras él, una veintena de sacerdotes, algunos de los cuales mostraba en su pecho la insignia del relámpago—y—la—bobina—eléctrica del Cuarto Círculo, llevaban instrumentos impresionantes —globos que centelleaban incluso en medio de la brillante luz del sol, tubos, latas y cajas metálicas de extrañas formas— todos ellos abundantemente decorados con incrustaciones de piedras preciosas y grabados con emblemas religiosos.

Al final de este grupo, cuatro sacerdotes con expresión severa hacían avanzar una especie de gran concha metálica de caracol que flotaba a la altura de sus hombros, conduciéndola hasta un pequeño montículo en medio del terreno abandonado, donde la depositaron. Después, ante los asombrados ojos de la multitud, uno de los sacerdotes dibujó unos signos místicos en el aire y la concha descendió lentamente, aplastando bajo su peso las malas hierbas y los matojos que había debajo, hasta quedar posada en el suelo con la abertura orientada hacia la casa embrujada.

Pero la retaguardia de la procesión había desviado la atención de esta exhibición. El murmullo excitado de las voces se trocó en susurros, cuando los de las primeras filas anunciaron a los demás la presencia del hombrecillo negro. El Primo Deth gozaba de bastante buena reputación.

Algunos niños, al adivinar el objeto que venía tras de él, rompieron a llorar. El objeto en cuestión parecía un enorme cuenco muy profundo y herméticamente cerrado del que escapaba una niebla blanca que goteaba ligeramente sobre el suelo, dejando un reguero de pequeñas bolas blancas que se fundían inmediatamente en la nada, pero que no debían pisarse con los pies desnudos, ya que se adherían a la piel y producían quemaduras horribles. Los fieles de las primeras filas sintieron el paso de una oleada glacial.

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