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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Ciencia Ficción

¡Hágase la oscuridad! (3 page)

»¿Cómo sé todo esto? —continuó vociferando Jarles—.
Deberíais
poder responder a esta pregunta. Bien. ¡Los sacerdotes me lo contaron! ¡Sí, los sacerdotes! ¿Sabéis qué ocurre cuando un joven supera las pruebas y es admitido en la Jerarquía como novicio? —Esta vez había acertado. Había sido necesaria esta sugerente pregunta para estimular su curiosidad—. Le ocurren un montón de cosas de las que no sabéis nada, pero yo voy a contaros una. Se le explica, en pequeñas dosis, pero con mucha claridad, que no hay ningún Gran Dios; que no existen los poderes sobrenaturales; que los sacerdotes son científicos que gobiernan el mundo para su propio provecho; que su obligación es ayudarles y que su gran suerte consiste en compartir con ellos los beneficios.

»¿No lo veis? El plan de los científicos de la Edad de Oro ha tenido éxito. Su religión ha invadido el mundo. Y tan pronto como tuvieron dominados a todos, fueron capaces de moldear un universo exactamente conforme a sus deseos. Los científicos han creado, para su propio provecho, un paraíso monástico reglamentado. Para encontrar un modelo para el mundo de los «fieles», se inspiraron en la Edad Media y rescataron una hermosa práctica llamada servidumbre. ¡Bueno! Le limpiaron un poco la cara, para hacerla más sana y ordenada y le añadieron algunos toques de esclavitud, pero de lo esencial no cambiaron nada. Se trataba precisamente de conservar al mundo en un estado de miedo, ignorancia y servilismo agradecido.

»Evitaron la barbarie. ¡Resucitándola!

»Pero en la Edad Media había un inconveniente del que ya tenéis conocimiento. Mis maestros todavía no han considerado conveniente hablarme de eso, pero puedo suponer el por qué y el cómo de todo ello. ¡La brujería! ¡No tengáis miedo, idiotas! Es solo otro de sus trucos; os lo aseguro. Algunas de las antiguas religiones estaban relacionadas con la brujería, alimentaban y mantenían las supersticiones y los terrores más vulgares. Los científicos decidieron que la nueva religión tuviera también su parte de brujería. Por eso dejan circular a viejas con cabezas de chorlito como la Madre Jujy que pretende leer el porvenir, saber de encantamientos y cómo preparar pócimas de amor. Justo lo que hacía falta para reforzar la superstición y proporcionar cierto desahogo a los fieles. Qué maravilloso espantajo para ser vencido por exorcismos científicos. Por otra parte, con ello tienen un pretexto para acusar a aquellos que no son de su agrado, como esta muchacha a la que han acusado hoy.

Jarles miró a su alrededor buscando a Sharlson Naurya, pero tanto ella como el hermano Chulian habían desaparecido. Estaba oscureciendo. El blanco mar de rostros empezaba a difuminarse. Con sorpresa constató que el sol ya se había puesto. Una fresca brisa llegada desde las colinas le producía escalofríos porque estaba desnudo.

La Jerarquía seguía sin golpear. En la plaza, los sacerdotes como sombras de color de vino tinto, observaban sin intervenir, agrupados de dos en dos.

A Jarles le pareció detectar algo más que la curiosidad ignorante y el estupor desconcertado en dos o tres de las pálidas caras que se alzaban ante él. Y, al igual que un hombre perdido en las nevadas soledades polares alimenta la pequeña llamada que es lo único que se alza entre él y la muerte por congelación (la protege con sus manos, respira con infinita precaución y la nutre con pequeños troncos de leña), él alimentaba también aquella comprensión que le había parecido observar y que podía ser simplemente un efecto de las sombras del crepúsculo.

—Algunos de vosotros habéis oído por qué se ha acusado de brujería a Sharlson Naurya. Le habían ordenado servir en el Santuario y ella se negó. Se negó con valentía y dignidad. Entonces un sacerdote del Gran Dios extendió sus dedos, esos dedos sin callos pero más fuertes que los de un herrero y presionó en su hombro hasta provocar las marcas de la brujería antes de desgarrar su vestido.

»Todos debéis imaginar por qué Sharlson Naurya se ha negado. Todos sabéis quien vive allí —Jarles extendió el dedo índice en dirección a una callejuela oscura cercana al Santuario y los ojos de la multitud siguieron su dedo—. Les llaman las Hermanas Caídas. Son las muchachas elegidas por la Jerarquía para entrar en la santa hermandad y que, por haber pecado contra el Gran Dios, no pueden residir en el Santuario ni volver a sus casas porque podrían contagiar a los inocentes. Por ello el Gran Dios, les concede un lugar en el que pueden vivir al margen de todos. —La voz era irónica ahora—. Sabéis lo que quiero decir. Algunos de vosotros habéis estado allí, cuando los sacerdotes aún lo toleraban.

Un murmullo casi imperceptible se elevó entre la multitud.

—Fieles de Megatheopolis, ¿quién elige a las más encantadoras de vuestras hijas para hacerlas entrar en la hermandad?

»¿Quién os envía a los campos, a las carreteras y a las minas, donde perdéis vuestra juventud y arruináis vuestros cuerpos?

»¿Quién os proporciona falsas emociones para que podáis soportar vuestras desdichas?

El murmullo de la multitud se convirtió en un rumor colérico. Era un resentimiento ciego, con la excepción quizá de dos o tres casos, pero amenazador. En torno a la plaza empezaron a surgir resplandores violáceos, y las sombras de color vino empezaron a aumentar de volumen. Jarles se dio cuenta de ello inmediatamente.

—¡Miradlos cómo buscan la inviolabilidad! Se hinchan para ser invulnerables! Os tienen miedo, fieles de Megatheopolis. Un miedo atroz.

»Con sus mecanismos sagrados, los sacerdotes podrían labrar la tierra entera. Cruzarla con sólidas carreteras, perforarla con minas; y todo ello sin que un solo hombre tuviera que alzar el pico ni la pala.

»También os cuentan regularmente otra leyenda. Os dicen que, cuando finalmente la Jerarquía haya purificado a toda la Humanidad, el Gran Dios anunciará una nueva Edad de Oro, la Nueva Edad de Oro perfecta y en estado puro.

»Y yo os pregunto, en especial a los más jóvenes de entre vosotros: ¿No es cierto que esa Nueva Edad de Oro se va haciendo cada día más inalcanzable? ¿No es cierto que los sacerdotes la van relegando más y más hacia el futuro? Hasta ahora se trata tan sólo de un sueño sin forma, de un mito para hacer dormir a vuestros hijos cuando lloran de agotamiento después de su primer día de trabajo.

»Quizá es cierto que los científicos de la Edad de oro deseaban recuperar la humanidad cuando la barbarie hubiese acabado. Creo que ellos eran sinceros.

»Pero ahora los sacerdotes sólo piensan en una cosa: en cómo mantener su poder mientras dure la especie humana, ¡hasta que el Sol se apague y la Tierra se congele!

De pronto, Jarles se dio cuenta de que el rumor se había ido apagando y de que los fieles ya no le miraban a él, sino que levantaban los ojos hacia arriba. Entonces una luz azulada e irreal iluminó sus rostros hasta que ofrecieron el aspecto de una multitud de hombres ahogados. Y esta vez fue él quien siguió sus miradas.

El Gran Dios se había inclinado hacia adelante y ocultaba las primeras estrellas de la noche. Su cara gigantesca estaba vuelta hacia la multitud y su halo azul centelleaba en toda su gloria y esplendor.

—¡Admirad el mayor de sus trucos! —gritó Jarles—. ¡El Dios Encarnado! ¡El Autómata Todopoderoso!

Pero ya no le escuchaban y ahora que había dejado de hablar, sus dientes castañeteaban a causa del frío. Jarles levantó los brazos para combatir los escalofríos. Estaba sólo en su banco que ahora parecía mucho más bajo.

«Finalmente ha ocurrido», pensaban los fieles. «Se trata de una prueba y deberíamos habernos dado cuenta. Es injusto…, aunque los sacerdotes nunca son injustos. No deberíamos haberle escuchado. No deberíamos habernos dejado conmover. Ahora seremos aniquilados por nuestro pecado, el más terrible de todos ellos: haber dudado de la Jerarquía.»

La mano del Gran Dios descendió, como una campana que se balancea y se detiene antes de su caída. El dedo índice extendido, grueso como un árbol, apuntaba a la henchida túnica que Jarles había tirado y que todavía flotaba a cincuenta centímetros del suelo.

Una luz crepitante serpenteó desde la aureola hasta su enorme hombro y siguió avanzando por el brazo, surgiendo como un rayo del dedo extendido. La túnica vacía brilló, chisporroteó y se hinchó un poco más para finalmente explotar con un ruido hueco.

Este ruido y la dispersión de los fragmentos incandescentes a que quedó reducida desencadenaron el pánico. La muchedumbre se rompió en grupos y los fieles echaron a correr hacia las calles estrechas y oscuras; cualquiera era buena mientras sirviera para huir de la plaza.

El crujiente haz luminoso se acercaba hacia el banco en que todavía se encontraba Jarles. A su paso fundía el pavimento dejando una huella incandescente en el suelo, signo inequívoco de la ira divina del Gran Dios.

Jarles esperó.

Se estaba desencadenando un torbellino oscuro, como el batido de dos alas tenebrosas y gigantescas. Y entonces, en torno al sacerdote renegado, se formó una esfera irregular moteada de negro en cuyo interior todavía se percibía vagamente su cuerpo desnudo.

La esfera de aspecto irregular tenía la forma de dos monstruosas manos unidas en forma de copa.

El rayo que emanaba del dedo del Gran Dios aceleró su desplazamiento, alcanzó la esfera y aumentó su crepitar irradiando chispas azuladas.

La esfera absorbió el rayo y se oscureció más aún.

El haz luminoso se hizo más grueso y se convirtió en un pilar de luz azul que iluminó toda la plaza como si fuera de día, formando oleadas de aire cálido.

Y, sin embargo, seguía tan sólo crepitando sin lograr penetrar la superficie irregular y estriada de la esfera negra en forma de manos.

Todavía era posible percibir la imagen del sacerdote renegado en su interior, como un insecto milagrosamente vivo en medio de las llamas.

Entonces surgió una voz enorme, exultante y amenazadora a la vez que pareció barrer de un soplo todo el aire caliente de la plaza. Los fieles quedaron paralizados por el terror, imposibilitados para dar la vuelta y contemplar el negro y demoníaco espectáculo.

—¡El Señor del Mal desafía al Gran Dios!

»¡El Señor del Mal se apodera de este hombre!

Las manos unidas se elevaron y desaparecieron.

Después, estalló una risa satánica que pareció hacer temblar sobre sus bases al mismísimo Santuario.

2

—El hermano Jarles ha arengado a la multitud en la Gran Plaza, prestigioso arcipreste.

—¡Perfecto! Envíame el informe al Consejo Supremo tan pronto como esté preparado.

El hermano Goniface, sacerdote del Séptimo Círculo, arcipreste, portavoz de los Realistas en el Consejo Supremo, sonrió, pero su sonrisa era imperceptible en la máscara pálida y leonina de su rostro. Había cebado una bomba que iba a sacar al Consejo Supremo de su apatía y complacencia. La bomba afectaría a todos; a los Moderados y a sus absurdos compromisos y a sus compañeros Realistas y su conservadurismo pusilánime.

Su experimento a pequeña escala, aunque peligroso, se había iniciado y ya no podría ser detenido: el hermano Frejeris y el resto de los Moderados podían desgañitarse tanto como quisieran a partir de ahora.

A partir de ahora los acontecimientos seguirían su curso. El hermano Jarles moriría, consumido por la cólera del Gran Dios: un instructivo ejemplo para los fieles y para cualquier otro joven sacerdote insatisfecho. Y Goniface podría explicar largo y tendido al Consejo Supremo que se habían obtenido informaciones de vital importancia como consecuencia de la crisis artificial que había provocado.

¡Un hombre sólo vive realmente en instantes como éste! Ejercer el poder era bueno, pero era mejor usarlo peligrosamente; y usarlo para luchar contra un enemigo que era casi tan fuerte como uno mismo, era lo mejor de todo.

El arcipreste se ajustó la túnica escarlata bordada en oro, dio orden de abrir las grandes puertas y entró en la Sala del Consejo.

Al otro extremo de la amplia sala nacarada, sobre un suntuoso estrado, había una larga mesa. Excepto uno, todos los asientos se hallaban ocupados por arciprestes vestidos con majestuosas túnicas.

A Goniface le complacía atravesar lentamente la gran Sala del Consejo, cuando todos los demás se hallaban situados en sus asientos. Le gustaba saber que le estaban mirando, que seguían cada paso de su caminar, esperando que tropezara aunque fuese ligeramente, al menos una vez. Le gustaba imaginar que todos saltarían encima suyo como gatos hambrientos, con tan sólo sospechar el secreto de su pasado; la más sombría y siniestra de las farsas.

¡Le gustaba saberlo, para olvidarlo inmediatamente!

Esta larga progresión en la Sala del Consejo, bajo aquellos ojos críticos, proporcionaba a Goniface una sensación que ningún otro arcipreste parecía conocer. Era una sensación que él no habría permitido que una docena de Jarles le robara. Era una oportunidad para saborear, en el grado más extremo y más rico, el poderío y la gloria de la Jerarquía, el gobierno más estable que el mundo hubiera nunca conocido. El único gobierno que valía la pena que un hombre fuerte se esforzara en mantener y dominar. Edificado sobre miles de mentiras —«como todos los gobiernos», pensó Goniface— y adaptado a la perfección para resolver los intrincados problemas de la sociedad humana; formado de manera tal que, gracias a su rígida estratificación social, cuanto más luchara un miembro de la elite religiosa para adquirir poder en su seno, más se identificaba con los fines y la prosperidad de esa misma élite.

En momentos como este, el hermano Goniface se convertía en visionario. Veía más allá de las altas paredes gris perla de la Sala del Consejo, contemplaba el trabajo eficiente y animado del Santuario, percibía el murmullo ininterrumpido de la actividad intelectual y dirigente; sus placeres sutiles. Más lejos, pasados los límites del Santuario, más allá del damero de campos cuidadosamente cultivados, a lo largo de la curva de la tierra, contemplaba los muros relucientes de otros santuarios. Unos rurales, simples y modestas ermitas; otros urbanos, con la catedral y el autómata todopoderoso escrutando la gran plaza. Y aún más lejos, al otro lado de los océanos azules, otros continentes con exuberantes islas tropicales. Y en todas partes veía y evocaba con suprema alegría la obra de la túnica escarlata. Desde las lamaserías sólidamente unidas al titánico Himalaya, hasta las confortables estaciones profundamente enterradas en el corazón de la Antártida. Santuarios situados en todas partes, ciñendo el mundo entero, como los ganglios de un organismo marino flotando en el mar del espacio.

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