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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Ciencia Ficción

¡Hágase la oscuridad! (7 page)

¡En cuanto llegaran al Santuario las cosas serían distintas!

Avanzaban por entre los portales en penumbra y las bocas sombrías de otras calles. En la esquina siguiente, debían girar a la izquierda para evitar pasar ante la casa embrujada, se dijo Chulian.

Pero cuando llegaron a la esquina, la calle de la izquierda estaba interceptada por un sólido muro de oscuridad.

No se trataba de aquella oscuridad iluminada sólo por las estrellas en la que habían avanzado hasta entonces, sino de una oscuridad total y completa que parecía convertirlo todo en gris.

Sólo gris.

Chulian miró de reojo la cara del hermano Arolj. Estaba pálido bajo su halo encendido y sorprendió en él una mirada de pánico; así que sin soltar a la muchacha en ningún momento, se internaron precipitadamente en las tinieblas, antes de que el miedo se lo impidiera.

De pronto, los halos de los sacerdotes se extinguieron y no quedó el menor rastro de luz.

Los hombres retrocedieron como si hubieran topado con una pared de tinta. Jadeaban. Durante un segundo angustioso, Chulian temió que hubiesen quedado atrapados eternamente en aquella oscuridad.

Luego giraron hacia la derecha. Las tinieblas también habían invadido el inicio de la calle.

Sin embargo, Sharlson Naurya continuaba avanzando dócilmente entre los dos sacerdotes. Podría haber escapado sólo con permanecer en la oscuridad; ambos la habrían soltado. Pero quizá también la muchacha tenía miedo de la oscuridad, aunque Chulian no lo creía.

Chulian miró furtivamente hacia atrás con el rabillo del ojo; sus temores se confirmaban. La oscuridad les estaba siguiendo a lo largo de la calle que habían tomado.

El único camino que les quedaba pasaba por delante de la casa embrujada. Alguien quería que pasasen por delante de esa casa; pero no tenían elección si no querían que las tinieblas les sobrepasaran y les engulleran.

Aquella idea terrible también debía de habérsele ocurrido al hermano Arolj. Así que ambos sacerdotes tuvieron que avanzar casi al trote, arrastrando a la prisionera en medio de ellos.

A sus espaldas, el muro de oscuridad avanzaba inexorablemente y les lamía los talones al menor titubeo. Cuando llegaron a la pequeña plaza abandonada, donde se hallaba la casa embrujada, iban ya corriendo.

Mucho más alta que las otras casas se alzaba como un hito de desolación. Chulian apenas pudo ver las paredes deterioradas y extrañamente combadas y las ventanas circulares destrozadas que parecían dos ojos hinchados y amenazantes. Procedente de todas las direcciones, la oscuridad se cerró en torno a ellos como un enorme saco, impidiéndoles el paso, apagó las estrellas y les obligó a avanzar por el pavimento desigual hacia la boca del saco: la puerta de entrada a la casa de forma oval y totalmente desvencijada.

Entonces Chulian tuvo un desesperado arranque de coraje provocado por el terror y apuntó a Naurya con el dedo.

—¡En nombre del Gran Dios, si no haces que desaparezca todo esto, te elimino! —gritó con voz temblorosa.

Inmediatamente la oscuridad se les echó encima y les envolvió. Ni siquiera podían verse las caras a pocos centímetros de distancia.

—¡No, No! ¡No lo haré! —gritó Chulian dejando caer la mano.

La oscuridad se retiró un poco.

Y entonces Sharlson Naurya decidió, por fin, dirigirle una sonrisa abierta y extendiendo la mano, antes de que él se diera cuenta de lo que iba hacer, le dio un golpe en el pecho.

El campo de inviolabilidad languideció, el halo tembló al apagarse y la túnica escarlata quedo colgando fláccidamente sobre su cuerpo.

La muchacha dio un golpecito a Chulian en la mejilla, como si cacheteara a un niño. El sacerdote notó que su carne al contacto se retraía.

—Adiós, hermanito Chulian —dijo entonces Naurya, desapareciendo por la desvencijada puerta de la casa embrujada.

Luego, la oscuridad retrocedió y desapareció.

En aquel momento, vieron llegar al Primo Deth que venía corriendo.

—¡La prisionera! ¿Dónde está? —preguntó Deth a Chulian bruscamente.

—¿No habéis visto esa terrible oscuridad? —respondió agitado el hermano Chulian.

El Primo Deth se apartó de él unos pasos.

—No sabía que los sacerdotes tuvieran miedo a la oscuridad.

Por un momento, Chulian fue consciente de que había sido insultado por un simple diácono.

—Ha entrado ahí dentro —respondió con sorna—. Si realmente quieres encontrarla, ¿por qué no vas tú a buscarla?

El Primo Deth se volvió en dirección a la calle.

—¡Despertad a los fieles! —gritó a alguien— ¡Rodead la casa!

Después se giró hacia Chulian.

—Seguramente, mañana me ordenarán entrar en la casa para exorcizarla —dijo—. Ya que estáis tan deseoso de verme entrar en ella, monseñor, pediré que seáis mi director religioso para que me guiéis.

4

Las manos soltaron los codos de Jarles después de una ligera presión que parecían decir: «¡Quédate aquí!». él notó el contacto del borde de una caja o de un banco en las pantorrillas, pero no se sentó.

Poco a poco, el entorno que le rodeaba empezó a precisarse. Era como un paisaje nocturno, hábilmente ejecutado por un gran artista: breves pinceladas fosforescentes sobre una superficie negra teñida de violeta.

Se encontraba en una sala amplia de techo muy bajo. Lo dedujo por corrientes de aire y por el eco de sus propios pasos.

En lo que parecía ser el extremo más alejado de la habitación, encima de un estrado poco elevado, había una especie de trono o sillón ligeramente luminoso y ante él, una mesa baja y sobre la mesa, un libro antiguo y enorme que estaba abierto. Criaturas de pequeño tamaño debían estar jugando en torno al trono ya que Jarles distinguía leves movimientos, como un hormigueo a ras de suelo, y oía arañazos y roces —y, de vez en cuando, un
plop
sordo, como si arrancaran sanguijuelas de una superficie plana.

De pronto, una de las criaturas saltó al trono y se sentó sobre él en cuclillas, como quien hace una travesura; era una minúscula silueta de mono de extrema delgadez.

Lo que ocurrió a continuación, provocó un escalofrío en Jarles que sintió cómo se le erizaban los cabellos. La criatura había hablado. O cuando menos se habían oído una serie de murmullos procedentes del trono; voces demasiado bajas y agudas, demasiado parecidas al parloteo de las cotorras para ser humanas. Y pese a todo eran humanas. Jarles apenas pudo entender algunos retazos de la conversación que siguió:

—¿…ha sido esta noche, Mysie?

—…en el interior de su túnica… un sacerdote del Cuarto Círculo… asustado… bromas…

—¿Jill?

—…ha marchado muy lejos, de alguna manera…

—¿Meg?

—…encima de su pecho, mientras dormía…

—¿Y Minina? Pero ya lo sé…

—Sí, Dickon.

Parecía que el que estaba sentado en el trono hacía las preguntas y que los otros respondían; como una parodia de seres humanos dando informes a un jefe o presidente. La última de las voces que pudo oír era tan familiar que Jarles sintió un estremecimiento.

—¿Quién sois? —preguntó entonces en voz alta, aparentando mayor seguridad de la que realmente sentía— ¿Qué queréis de mí? ¿Por qué todo este misterio?

El eco de sus palabras resonó en la amplia sala. No hubo respuesta, tan sólo un movimiento rápido y en un instante, el estrado quedó vacío.

Jarles se sentó ahora. Si habían decidido jugar a ese tipo de juegos con él, tampoco podía hacer nada. Solamente no dejarse impresionar o cuando menos no evidenciarlo.

Pero ¿cuál era el objetivo de aquel juego? Tratando de descubrir quiénes eran sus salvadores y raptores, intentó recordar todo lo que le había ocurrido desde que había desafiado y esperado la muerte en la gran plaza.

Sus primeros recuerdos se hallaban bloqueados por las impresiones que había experimentado. Algo sólido, semitransparente y moteado de negro que se cerraba en torno a él. Una luz azul cegadora y un ruido de todos los diablos, formado por crujidos, aullidos y risas. Un vertiginoso salto en el aire y, después, la caída en un agujero negro que se había abierto de repente.

Luego, una breve espera en medio de una oscuridad total. Después las manos; manos que le eludían cuando intentaba cogerlas; manos que le habían conducido durante un trecho indeterminado y le habían introducido en una pequeña celda, tal y como había logrado deducir tras una prudente exploración. De nuevo un largo período de espera y otra vez las manos le habían conducido hasta allí.

Durante largo tiempo, miró en dirección al estrado y al trono, hasta que le pareció que podía distinguir otras siluetas, más inconsistentes incluso que las de aquellas criaturas que brincaban; aquellas siluetas eran tan débiles que se esfumaban cuando las miraba directamente. Había también otras siluetas de mayor tamaño que parecían personas sentadas a medio camino entre él y la oscura pared teñida de violeta que tenía enfrente, pero ninguna de ellas se interponía directamente entre él y el trono.

Su mirada se fijó en una mancha móvil y fosforescente que apareció de repente en una de las caras, justo donde deberían de estar situados los dientes. Después distinguió unos breves trazos amarillentos en el aire, como huellas dejadas por el paso de unos dedos bañados en una sustancia fosforescente.

Jarles contempló su propia mano. Las uñas relucían con una tonalidad amarilla. La habitación debía estar bañada por luz ultravioleta. Quizá los otros llevaban algún tipo de gafas especiales transformadoras.

—El Hombre Negro se ha retrasado, hermanas.

Jarles tuvo un sobresalto. No tan sólo porque la voz —una voz de mujer— era la primera voz realmente humana que oía, tampoco porque aquellas palabras fueran misteriosas y oscuramente sugestivas, sino porque su tono se parecía endiabladamente al de esas voces agudas e inhumanas que había oído murmurar poco antes. Parecía como si aquellas voces hubieran tratado de imitar a ésta que se oía ahora.

—Dickon ha llegado. El Hombre Negro no puede estar lejos.

De nuevo una voz de mujer y la sensación de una similitud inquietante.

—¿Qué tarea has llevado a cabo esta noche, hermana?— preguntó la primera mujer.

—He enviado a Mysie para que incordiara a un sacerdote del Cuarto Círculo —respondió la segunda mujer—. ¡Que Satanás le atormente eternamente! Si tengo que creerme lo que Mysie dice, se deslizó en el interior de su túnica y le asustó hasta provocarle convulsiones. Pero cuando su espíritu se aleja del mío es muy mentirosa. Sea lo que sea lo que haya ocurrido, estaba hambrienta cuando volvió. Me habría vaciado por completo si la hubiera dejado. ¡Esa pequeña glotona!

Jarles de pronto comprendió el significado de aquella conversación ininteligible.

Era la Brujería de la Civilización de la Aurora.

Debía tratarse de una reunión de brujas para exponer sus hazañas; de un aquelarre. El Hombre Negro debía ser el jefe de aquel grupo, de aquel conciliábulo de hechiceras, y las pequeñas criaturas a su servicio les chupaban la sangre a través de las marcas de brujería. ¿Cómo las llamaban? ¡Familiares!

Pero él mismo había dicho a los fieles, con total buena fe, que no existía la brujería. Sólo quedaban los vestigios inofensivos y degradados que la Jerarquía había preservado en función de sus propios objetivos.

Aquella brujería parecía bastante degradada, en cierto sentido, con aquellos maniquíes como bestias, fantasmas de una evolución retrógrada, pero, ¿inofensiva? No tenía él tal impresión.

Jarles de nuevo se volvió hacia el estrado, intentando indagar algo más y obtener alguna respuesta.

El trono ya no estaba vacío. Una forma humana, totalmente negra, se había sentado en él.

De repente, la forma tomó la palabra con un maléfico regocijo. Su voz sedosa, metálica como el acero y burbujeante.

—Siento haber llegado tarde, hermanas. Pero esta noche he estado tan ocupado como un sacerdote. En primer lugar he tenido que guiar a las Manos de Satanás para que raptaran a un sacerdote renegado ante la mismísima nariz del Gran Dios que casi estornudó a causa de la sorpresa, hermanas. Después Minina vino corriendo a decirme que la Jerarquía se había apoderado de la hermana Perséfona y la llevaban al Santuario. Dickon y yo hemos tenido que acudir allí flotando por encima de los tejados y hemos dejado caer el Velo Negro para aturdir a los captores y persuadirles de que la escoltaran hasta un lugar seguro.

La voz fascinaba y horrorizaba a Jarles al mismo tiempo. Sentía que aquel hombre le podía gustar, pero que también podía odiarle.

—De vez en cuando, me divierte mucho usar la ciencia de los sacerdotes contra ellos mismos. Y nuestro Señor, seguramente, estará satisfecho de haberse librado de un trabajo extra. ¿Sabéis lo que es el Velo Negro, hermanas? Se trata de uno de los pequeños trucos que hemos puesto a punto a partir del solidógrafo de la Jerarquía. Dos focos luminosos pueden producir la oscuridad, hermanas, si tienen la misma frecuencia. El fenómeno se llama interferencia. El proyector del Velo Negro emite múltiples frecuencias que se ajustan automáticamente para neutralizar toda la luz en la región focal. Ésa es la oscuridad real que conocéis, hermanas, ¡la que nace de dos luces enfrentadas!

»Pero estoy monopolizando la conversación, seguramente todas vosotras debéis tener también anécdotas divertidas que contar. Antes de nada, ¡rindamos homenaje a nuestros señores!

El Hombre Negro se levantó y extendió los brazos hacia arriba y adelante en un gesto invocante. Parecía la sombra de un gigantesco murciélago recortada sobre un fondo de nebulosa fosforescencia.

—Al Negro Satanás, Señor del Mal, ¡juramos eterna fidelidad!

—¡A Satanás, nuestra fidelidad! —respondió el coro de brujas que permanecía en sombras. Eran más de una docena.

Junto a esas voces, como un coro de monaguillos, se elevó el agudo parloteo en falsete de los familiares.

—A Asmodeo, Rey de los Demonios, ¡os juramos obediencia para toda la vida!

—¡A Asmodeo, nuestra obediencia!

De nuevo la respuesta salmodiada con inflexiones estridentes.

—Al aquelarre y a la Brujería, a nuestras hermanas las brujas y nuestros hermanos los hechiceros, a la vez en la Tierra y secretamente en el Cielo, a los humildes y los fieles que sufren bajo el yugo de la Jerarquía, ¡prometemos nuestra lealtad y amor!

—¡Al aquelarre, nuestro amor!

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