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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Ciencia Ficción

¡Hágase la oscuridad! (6 page)

»Y ahora, Arciprestes de Megatheopolis, os ofrezco una grabación fidedigna de esta crisis para que la contempléis y estudiéis, de forma que podamos prevenir las crisis más importantes que nos esperan.

»Después de haberla visto, podéis acordar mi excomunión, si es que todavía lo deseáis.

Mientras Goniface hablaba, los ayudantes del Primo Deth habían efectuado cambios en la superficie aparentemente lisa de la Mesa del Consejo. En el centro apareció una depresión circular de casi dos metros de diámetro. A un lado había una serie de pequeñas depresiones y unas ranuras. Los rollos y las latas habían desaparecido y se hallaban insertos en los orificios adecuados.

Deth había pulsado un control y, mientras Goniface terminaba de hablar, la Sala del Consejo se había oscurecido ligeramente, desde el gris perla original hasta la más absoluta penumbra, después de pasar por una variada gama de grises.

De repente, en el centro de la mesa, apareció una escena en miniatura. Se trataba tan sólo de una proyección como revelaba una ocasional bruma o esa especie de indefinición que se produce cuando demasiados personajes se hallan agrupados. La imagen se producía por la conjunción de varias cintas que proseguían su avance silenciosamente.

Minúsculas siluetas vestidas con ropas toscas, sacerdotes en miniatura con túnicas escarlata, pequeños caballos, vehículos, mercancías… Todo estaba allí. Era una reproducción perfecta de la Gran Plaza en la que tampoco faltaban los monumentos que la rodeaban.

Pero ahora eran los Arciprestes del Consejo Supremo quienes se inclinaban sobre la escena y no el Gran Dios.

Desde unas pequeñas depresiones cercanas se elevaban columnas de luz —amarilla, verde, azul, violeta— que fluctuaban ligera pero incesantemente, tanto en altura como en intensidad de color, indicando las principales reacciones neuroemocionales de la multitud.

Se oyó entonces el murmullo y el parloteo de voces diminutas, el crujir de los cascos y de las ruedas de madera de los carros.

La escena de la Gran Plaza se repetía.

El Primo Deth introdujo su brazo que parecía gigantesco y que momentáneamente aumentó dentro del solidógrafo en marcha para después disminuir aquella ilusión de gigantismo y sus dedos apuntaron despectivamente hacia dos pequeñas figuras vestidas de escarlata.

—Jarles y Chulian —explicó—. Dentro de un momento oiremos sus voces al volumen normal.

Goniface se reclinó en su asiento con satisfacción. Estudiaba las expresiones de las caras atentas de los arciprestes que parecían máscaras fantásticamente iluminadas, suspendidas en la profunda oscuridad más allá de la mesa. De vez en cuando echaba una mirada al solidógrafo.

Cuando llegó el momento de la primera acusación de brujería —la columna violeta que indicaba la repulsión, el temor y otras sensaciones similares, creció desmesuradamente y empalideció—, tuvo la oportunidad de ver la cara de la mujer y casi tendió el brazo para cogerla, pero se contuvo a tiempo y se inclinó, siguiendo un aire ocioso, como si de repente hubiera decidido mirar desde más cerca.

No era posible.

Y sin embargo lo era. Aquel rostro menudo, frío y decidido, más perfecto que un camafeo; sus finos cabellos oscuros como los de una muñeca. No eran los mismos, por supuesto, que aquellos que habían quedado impresos en su memoria, pero si se tenía en cuenta el paso de los años y lo que la madurez hubiera aportado…

Geryl. Knowles Geryl.

Pero Chulian la había llamado con otro nombre… Sharlson Naurya.

Una puerta, cerrada durante largo tiempo en la mente de Goniface, crujió y chirrió sobre sus goznes bajo la informe presión ejercida desde el otro lado.

El arcipreste se dio la vuelta para contemplar la amarillenta caricatura en que se había convertido la cara de Deth en medio de la penumbra y encontró dos pequeños ojos negros que le miraban intensamente. Después Deth retrocedió y se sumió en la oscuridad.

Goniface se levantó lentamente y pasó tras la hilera de sillones, como si se hubiera cansado de estar sentado. Luego, se alejó de la mesa y cuando notó la presencia de Deth detrás de él, cogió con su mano aquella delgada muñeca toda huesos y murmuró a la oreja de Deth:

—Esa mujer que Chulian debe arrestar, Sharlson Naurya. Encuéntrala. Arráncasela a Chulian de las manos si ya la ha detenido, pero encuéntrala. Será mi prisionera secreta.

E inmediatamente, como una idea surgida tardíamente añadió:

—No le hagas daño. Por lo menos hasta que yo la haya visto y haya podido hablar con ella.

El Primo Deth sonrió torvamente en la penumbra.

3

Por un momento, el hermano Chulian tuvo la impresión de que una sombra se acercaba hacia él corriendo por el empedrado pavimento. Luego dio un salto hacia atrás, la luz de su halo osciló en la calle poco iluminada y su campo de inviolabilidad chocó con el de su compañero.

—Resbalé —dijo sin gran convencimiento—. Uno de esos sucios fieles debe haber dejado caer alguna porquería.

El otro sacerdote no replicó. Chulian esperaba fervientemente que no le importara tomar la dirección de la derecha en la bocacalle siguiente. Era un camino algo más largo, pero de ese modo no tendrían que pasar por delante de la casa embrujada.

Para gran satisfacción suya, el otro giró a la derecha sin que tuviera que decírselo.

Por supuesto que la casa no está realmente embrujada, recordó Chulian inmediatamente. Eso era completamente absurdo. Pero se trataba de una feísima reliquia de la Edad de Oro y los fieles, en confesión, contaban historias sobre ella de lo más grotescas y desagradables.

¿Por qué las calles de los fieles debían ser tan estrechas, tan retorcidas? ¿Por qué el toque de queda era tan estricto? Chulian se lo preguntaba como si fuera culpa de los propios fieles. Era como una ciudad de muertos. Nadie, ni una luz, ni un sonido. Evidentemente, todas las reglas habían sido impuestas por la Jerarquía, recordó de mala gana, pero al menos habrían podido prever casos como aquel. Una ley, por ejemplo, que exigiera a los fieles estar atentos al paso de los sacerdotes durante la noche y apresurarse a iluminar su camino con antorchas. La escasa luz de su halo no era casi suficiente para evitar chocar contra las paredes.

Los dos halos violeta de forma circular brincaban como fuegos fatuos en aquellas trincheras tortuosas y en penumbra que eran las calles de Megatheopolis.

Tras ellos se alzaba el Santuario en todo su esplendor. Para Chulian se trataba de un hogar acogedor del que le habían expulsado injustamente, precipitándole en el frío. ¿Por qué le habían elegido a él para esa clase de trabajo? Era tan solo un clérigo inocente que no molestaba a nadie. Todo lo que le pedía a la vida era paz y tranquilidad, una buena provisión de sus víveres preferidos, una oportunidad para reposar en la cama —en ese momento casi podía sentir el tacto del suave acolchado— y contemplar cómo sus libros favoritos se leían por sí solos en el solidógrafo y, de vez en cuando, una pequeña sesión recreativa con alguna Hermana Caída.

Nadie podía ser tan cruel como para reprochárselo.

Se dijo a sí mismo que todas aquellas desdichas provenían de la mala suerte de haber formado pareja con Jarles. ¡Qué individuo más resentido! Si no hubiera formado pareja con Jarles, no habría tenido nada que ver con aquel
complot
insensato que no comprendía y que parecía que había sido urdido tan solo para crear molestias y perturbaciones en el mundo. En ese mundo en el que las cosas marcharían sobre ruedas si todos fueran como el hermano Chulian.

Y además, todo habría ido bien si no hubiera sido tan estúpido como para mencionar aquellas marcas extras a Goniface. Pero si no lo hubiera hecho, ellos, con toda seguridad, se habrían enterado igualmente y le habrían castigado.

¡Marcas de Brujería! Chulian sintió un escalofrío. Casi las había visto arder en la blanca piel de aquella muchacha horrible. ¿Por qué algunas mujeres de entre los fieles tenían que ser tan descaradas y tan resentidas? ¿No podían ser dóciles y sumisas?

¡Marcas de Brujería! Hubiera querido borrarlas de su memoria. Como parte de sus estudios religiosos había leído un libro sobre la Edad Media de la Civilización de la Aurora. En él se decía que una marca de brujería indicaba el punto a través del cual una bruja alimentaba a su familiar. Se decía también que el familiar era un pequeño ayudante que les proporcionaba Satán—Satanás.

Evidentemente, todo aquello no eran más que tonterías. Entonces y ahora.

Pero ¿por qué Goniface había llamado bruja a esa muchacha cuando había oído hablar de las marcas extras de brujería? ¿Y por qué había enviado a Chulian para que la arrestara?

Chulian no deseaba realmente conocer la respuesta a esta pregunta. Tampoco deseaba llegar a ser un sacerdote del Tercer Círculo. ¡Solamente quería que le dejaran tranquilo! ¡Si tan sólo pudiera lograr que le comprendieran!

Su compañero reclamó su atención al señalar un rectángulo más oscuro en la pared de adobe. Habían llegado.

Chulian golpeó enérgicamente la gruesa puerta de madera. Cuando los dedos estaban protegidos por los Guantes de la Inviolabilidad, uno no podía hacerse daño.

—¡Abrid en nombre del Gran Dios y de su Jerarquía! —ordenó con su voz aguda, amplificada por el silencio.

La respuesta llegó, apagada, tranquila y levemente irónica.

—La puerta no está cerrada. Abridla vosotros mismos.

Chulian se irritó. ¡Qué insolencia! Pero él había venido para arrestar a la muchacha y no para enseñarle urbanidad, así que levantó el pestillo y empujó.

La habitación estaba tenuemente iluminada por el parpadeo de un fuego danzante. Ligeras volutas de humo escapaban de la chimenea elevándose perezosamente en el aire y algunas de ellas lograban escapar por el minúsculo orificio de ventilación que había en el techo. El compañero de Chulian empezó a toser.

Ante la chimenea, una lanzadera se movía agitadamente entre los hilos de un gran telar que fabricaba un tejido negro.

El vaivén ininterrumpido fascinaba a Chulian y le hacía sentirse incómodo. Dudó un momento y después miró a su compañero. Uno al lado del otro y muy juntos, avanzaron hasta ver al otro lado del telar a Sharlson Naurya.

La muchacha llevaba un vestido tejido a mano de color gris y muy ajustado. Sus ojos absortos parecían no contemplar su propio trabajo, sino mirar a través de él. Sus hábiles dedos no dudaban en ningún momento. ¿Era un vestido lo que tejía? Se preguntó Chulian, ¿o se trataba de algo distinto…, de algo de mayor tamaño?

De repente y con un cierto sentimiento de culpabilidad se dio cuenta de que le recordaba a alguien. El parecido era vago, por supuesto, pero en su cara había la misma resolución, el mismo aire de determinación secreta pero indomable que acababa de contemplar, atemorizado, en el rostro del arcipreste Goniface.

Al cabo de unos momentos la muchacha giró la cabeza para mirarles, pero la expresión de su rostro no cambió; se podría decir que les veía como parte de aquel tejido misterioso que fabricaba. Sin apresuramiento, escondió la lanzadera entre la urdimbre de hilos y se levantó, mirándoles a la cara y con las manos apoyadas en la cintura.

—¡Sharlson Naurya, quedas arrestada en nombre del Gran Dios y su Jerarquía!

La joven bajó la cabeza. Ahora sus ojos sonrientes albergaban una expresión de maléfica sorna. De pronto extendió las manos.

—¡Corre Minina! —gritó con un tono de perversidad inusitado—. ¡Avisa al Hombre Negro!

Del interior de su vestido gris surgieron unas relucientes garras que desgarraron la tela a la altura de su cintura. Algo escapó por aquel agujero y brindó hacia adelante.

Era un ser extraño, peludo, del tamaño de un gato, pero más parecido a un mono y extremadamente delgado.

Aquel ser escaló rápidamente la pared con la agilidad de una araña y alcanzó el techo, sin esfuerzo aparente.

Chulian sintió que sus músculos se helaban. Su compañero emitió un gemido ronco y extendió un brazo y de su dedo siniestro surgió un filamento de luz violeta que trazó una huella zigzagueante en el enyesado de la pared y del techo.

Aquel ser quedó inmóvil por un momento en el orificio de ventilación, miró hacia atrás y después desapareció. El rayo violeta chirrió inútilmente a través del agujero en dirección al cielo negro, donde brillaba una estrella.

Chulian seguía de pie mirando hacia arriba; le temblaba la mandíbula. Había podido ver fugazmente aquella minúscula cara, pero no cuando se movió —ya que la velocidad a la que lo hacía desdibujaba las facciones—, sino cuando se detuvo un momento para mirar atrás.

Le faltaban algunos rasgos de aquel rostro; algunos no los había podido ver con claridad y otros se proyectaban mezclándose con el resto. El conjunto estaba difuminado por el vello.

Y sin embargo, allí donde los rasgos se dejaban ver a través del vello, pudo ver una piel blanca que, pese a todas las distorsiones, era una figura deforme, diabólica, sin mentón y sin nariz que constituía una convincente caricatura de los rasgos de Sharlson Naurya. El vello era exactamente del mismo color que el cabello oscuro de la muchacha.

Finalmente Chulian se decidió a volverse hacia ella. La muchacha no se había movido y seguía sonriendo, de pie, ante ellos.

—¿Qué era eso?, —gritó.

La pregunta no era una simple petición de información; era una súplica aterrorizada.

—¿No lo sabéis? —respondió la chica con gravedad.

Entonces la joven extendió la mano para alcanzar un chal que colgaba de un extremo del telar.

—Estoy preparada —dijo—. ¿No vais a llevarme al Santuario?

Y, mientras se abrigaba con el chal, se dirigió hacia la puerta.

En el exterior, la noche parecía todavía más oscura y mortalmente silenciosa. Si los fieles habían oído ruido, habían preferido no acudir a ver lo que ocurría. Evidentemente la ley prohibía salir a aquella hora, pero Chulian hubiese deseado por esta vez que algún fiel se atreviera a infringir la ley. ¡Si al menos pudiera encontrar una patrulla de diáconos!

Los dos halos violetas de los sacerdotes centelleaban en las calles estrechas y mal pavimentadas que conducían al Santuario iluminado.

¡Si al menos la muchacha no caminase tan lentamente! Claro que podían obligarla a ir más deprisa —la sostenían por los codos con las henchidas manos— pero algo le decía a Chulian que era mejor no hacerle daño, sobre todo teniendo en cuenta que se mostraba tan dócil. Después de todo, aquella cosa estaba en algún lugar, sobre algún tejado, quizá les seguía. En cualquier momento, si levantaba la cabeza, podía encontrarse con aquel pequeño antropoide encima de la cubierta de una de las casas, con su silueta recortándose en medio de las estrellas.

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