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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Ciencia Ficción

¡Hágase la oscuridad! (5 page)

»Y si fuera así, la estrategia más elemental nos impediría deciros nada por temor a poner en guardia al enemigo.

»Por lo menos os diré una cosa: la Jerarquía estaba enterada de los incidentes que han ocurrido en vuestra región mucho antes de que vosotros lo supierais y ha tomado ya las medidas necesarias.

»Esto es todo lo que necesitáis saber. ¡Y deberíais haberlo sabido incluso sin tener que preguntarlo!

Goniface constató con fría satisfacción que los últimos restos de pánico habían desaparecido. Los sacerdotes rurales se habían erguido, y volvían a parecer seres humanos. Todavía estaban atemorizados, pero solo a causa de sus superiores. Como debía ser.

—Sacerdotes de los santuarios rurales, habéis fracasado gravemente en la tarea que la Jerarquía os había confiado. Nuestros informes nos indican que, desde el inicio de los incidentes (de la prueba) en vuestra región, no habéis hecho más que lamentaros y acudir a la Jerarquía en busca de ayuda. Se ha sugerido que seáis azotados y lo aceptaría si no fuera porque creo que todavía conserváis la suficiente energía como para no fracasar de nuevo.

» La Jerarquía cubre todo el globo terrestre como si fuese una malla. ¿Queréis pasar a la posteridad como aquellos que han intentado aflojar, aunque sea imperceptiblemente, un solo dedo? Y digo «intentar» intencionadamente, ya que os estamos vigilando más de cerca de lo que pensáis y estamos preparados para actuar si el más débil de vosotros estuviese a punto de fracasar.

»¡Vuestra obligación es no fracasar!

»Volved a vuestros santuarios.

»Haced aquello que teníais que haber hecho hace ya mucho tiempo.

»Utilizad vuestra valentía e iniciativa.

»El miedo es un arma; debéis utilizarla sin dejar nunca que los demás puedan usarla contra vosotros.

»Se os ha entronado para que la uséis.

»¡Hacedlo!

»Y por lo que respecta a Satanás, también invención nuestra, nuestro Señor del Mal, el sombrío contrapoder de nuestro Gran Dios —Goniface lanzó una ojeada rápida e irónica sobre Sercival, para ver cómo reaccionaba el viejo Fanático—, utilizadlo también. Echadle de vuestros pueblos si os parece conveniente, pero nunca, nunca más, os rebajéis, (¡como un vulgar fiel!) a creer en él.

Fue entonces, justo en el momento en que Goniface podía ver que los sacerdotes rurales se inflamaban con su discurso y ardían en deseos de redimirse, cuando estalló la risa. Las paredes de la Sala del Consejo eran gruesas y estaban insonorizadas y sin embargo la risa resonó malévolamente, triunfante, amenazante, misteriosa.

Aquella risa parecía burlarse de la Jerarquía y de cualquiera que osara decretar lo que existe y lo que no.

Los sacerdotes rurales palidecieron y se apiñaron entre ellos. Los rostros arrogantes de los arciprestes lograron, con mayor o menor éxito, enmascarar la sorpresa y la aprensión, al tiempo que se preguntaban qué podía ser aquel ruido y qué podía presagiar. Frejeris levantó bruscamente los ojos hacía Goniface. El viejo Sercival, agitado por un extraño estremecimiento y por una satisfacción más extraña todavía, empezó a temblar.

Pero fue principalmente en los oídos de Goniface donde la risa resonó de forma más violenta y terrible. Ideas contradictorias atravesaron su mente como un reguero de pólvora.

Imperturbable, pese a todo, intentó atraer las miradas de los sacerdotes rurales, para luchar contra el influjo de aquella risa exasperante y tuvo éxito, a pesar de que los ojos que le miraban estaban desmesuradamente abiertos a causa de la duda.

La risa se repitió como un eco escalofriante.

—Vuestra audiencia ha terminado —declaró Goniface con voz seca—. ¡Retiraos!

Los sacerdotes rurales se retiraron precipitadamente en medio del crujir de sus túnicas, pero parecía como si hubieran empezado ya a murmurar.

El viejo Sercival se levantó con aires de antiguo profeta y apuntó a Goniface con mano temblorosa.

—¡Esa era la risa de Satanás! ¡Es la sentencia del Gran Dios para castigarte a ti y a toda la Jerarquía por tantos siglos de hipocresía y soberbia! ¡El Gran Dios de nuevo da rienda suelta a su perro negro, Satanás!

Y dicho esto se derrumbó en su asiento, temblando.

El Consejo se agitó desconcertado. Alguno rió despectivamente.

Goniface sintió que renacía en él aquella sensación extraña y perturbadora que ya había sentido hacía muchos años, cuando el secreto de su pasado había estado a punto de descubrirse.

Un sacerdote bajito y grueso se abrió camino entre los últimos sacerdotes rurales que abandonaban la sala y corrió hacia Goniface, pero éste le detuvo:

—Entrega tu informe al Consejo Supremo, hermano Chulian.

La boca de niño del sacerdote bajito y grueso se abrió como la de un pez:

—¡Algo que parecía una gran mano ha envuelto al hermano Jarles y se lo ha llevado! ¡Satanás ha hablado!

—¡Tu informe! —ordenó secamente Goniface—. Ya conoceremos el resto de los detalles por otras voces más cualificadas.

El sacerdote, entonces, retrocedió como si le hubieran lanzado un jarro de agua. Por primera vez pareció darse cuenta de que estaba en presencia del Consejo. Su voz aguda descendió de tono y sus palabras fueron más mesuradas:

—Tal y como se me había indicado, provoqué la ira del hermano Jarles, sacerdote del Primer Círculo. Lo hice ordenando a la fiel Sharlson Naurya, a la que el hermano Jarles todavía contempla con afecto, que sirviera en el Santuario. Ella, que es bien conocida por su carácter recalcitrante y tiene un miedo anormal a los santuarios, rehusó. Entonces la acusé de brujería y provoqué las marcas en su hombro. Luego el hermano Jarles me golpeó. Ambos éramos inviolables en aquel momento. Yo caí al suelo y entonces…

—Tu informe ha terminado, hermano Chulian —finalizó Goniface sin dejarle acabar.

En el silencio que siguió a estas palabras se alzó la voz del hermano Frejeris, más melodiosa que nunca:

—Si todo lo que tenemos que escuchar son estas extravagancias absurdas y peligrosas, dirigidas contra la estabilidad de la Jerarquía, no será necesario que yo pida la excomunión del hermano Goniface, todos los arciprestes la pedirán por mí.

—Escuchad hasta el final —replicó Goniface— y después comprenderéis.

Pero al decir aquello constató que sus palabras no eran bien acogidas. Incluso entre las caras de sus compañeros Realistas podía distinguir la sospecha y la desconfianza. El hermano Jomald le miró como diciendo: «Declinamos toda responsabilidad en este asunto. Debes resolverlo por ti mismo. Si puedes…«

El sacerdote bajito y grueso parecía querer decir algo más. Su boca fofa se crispaba nerviosamente y Goniface movió la cabeza en señal afirmativa.

—¿Puedo añadir algo a mi informe, Augustas Eminencias?

—Sí, si se refiere a algo de lo que ha ocurrido y en lo que hayas intervenido directamente.

—Así es, Reverendo Arcipreste. Y es algo que me intriga. Cuando rompí la blusa de Sharlson Naurya para mostrar las marcas de brujería, había tres marcas en su hombro y estoy seguro de que yo sólo presioné con el índice y el pulgar.

Goniface habría besado a aquel sacerdote bajito y fofo, pero su voz era lejana y pensativa cuando replicó:

—Y pensar, hermano Chulian, que podrías haber ascendido al Tercer Círculo tan sólo con añadir la virtud de la deducción al don de la observación. —Goniface sacudió la cabeza con pesar—. Bien, te daré la oportunidad de redimirte. Después de todo, esa síntesis es poco frecuente. Hazte acompañar por otro sacerdote, ahora que ya no tienes a Jarles como compañero y ¡arresta a esa bruja!

El sacerdote bajito y grueso abrió desmesuradamente los ojos:

—¿Qué bruja, Augusta Eminencia?

—Sharlson Naurya. Y deberás darte prisa si quieres capturarla.

Un brillo de compresión asomó a los infantiles ojos azules del hermano Chulian que seguía pasmado, sin moverse. Después se dio la vuelta y corrió hacia la puerta.

Pero esta vez tuvo que apartarse para dejar paso a otros que entraban. Un hombre delgado y desgarbado, vestido con la túnica negra de los diáconos, entró con aire seguro en la Sala del Consejo. Iba seguido por varios sacerdotes que portaban rollos y latas de extrañas formas y se paró delante de la Mesa del Consejo, en medio de su cohorte de sacerdotes. Aquel hombre era el paradigma de la fealdad; su frente era abombada y sus orejas sobresalían como platos, sin embargo mantenía una máscara impávida, una cuidadosa imitación de aquella que mostraba las frías y agraciadas facciones de Goniface. Aquel hombre parecía agradecer la animosidad con que había sido acogida su llegada, como si, a pesar de saber que, por su extracción social y su nacimiento, nunca podría llegar a ser sacerdote, supiese que, pese a ello, era aún más temido por la mayoría de los arciprestes.

—¿Y qué es lo que debe anunciarnos, vuestro sirviente, el Primo Deth? —preguntó uno de los sacerdotes Moderados.

El hombre cetrino se inclinó profundamente:

—Oh, Augustas, Imponentes, Irreprochables y Exaltadas Eminencias —empezó con adulación servil no exenta de hiel—, no es necesario que haga un informe verbal. Estos testigos imparciales lo harán en mi lugar —indicó los rollos y las latas—. He aquí un solidógrafo móvil de todo lo que ha ocurrido en la Gran Plaza. Es una transcripción de cada una de las palabras que ha pronunciado el hermano Jarles y, sincronizado con todo ello, un registro visigráfico de las principales ondas neuro—emocionales emitidas por la multitud durante su arenga. Hay además, un análisis gráfico, realizado en el Centro de Control de la Catedral, sobre la naturaleza física aparente de la esfera que rodeó al hermano Jarles y se lo llevó y una transcripción de las palabras y la risa que se escuchó al final, con los suplementos habituales.

El hombre se inclinó de nuevo, tanto, que sus mangas negras barrieron el suelo.

—No nos interesan esas bonitas imágenes —gritó la misma voz de los Moderados que había hablado anteriormente. La cara del que hablaba estaba enrojecida por la cólera—. ¡Queremos vuestra versión de lo que ha ocurrido finalmente, Diácono!

Goniface se dio cuenta de que Frejeris intentaba, sin éxito, lograr que el hombre callara y no desperdiciara su situación de ventaja con inútiles ataques de ira. El Primo Deth, impávido, miró con aire interrogante a Goniface quien le indicó que continuara.

—Todo ha ocurrido como se había previsto. Así lo muestran las grabaciones —empezó el Primo Deth con el fantasma de una cínica sonrisa merodeando en torno a sus labios delgados—. Al final, una esfera moteada que sugería la forma de unas manos, creó un vacío en torno al sacerdote quien durante un largo segundo resistió con éxito toda la potencia de la Ira del Gran Dios. Lo hemos podido estudiar. Después se elevó bruscamente y escapó; por un pelo. Teníamos ángeles apostados en las cercanías para perseguirle tal y como habíais ordenado —Deth se inclinó respetuosamente ante Goniface—. Sabemos cuál es el sector en el que ha desaparecido y ya hemos empezado la búsqueda.

Inmediatamente Goniface se levantó e hizo un signo a Deth para que se acercara a la mesa a preparar la proyección.

«Ha llegado el momento», pensó Goniface. Las palabras de Deth habían exasperado a todos los arciprestes, pero principalmente a los Moderados, mientras que los Realistas habían quedado impresionados a pesar suyo. Goniface se dirigió al Consejo:

—Arciprestes de la Tierra, está dicho: «Allí donde va Megatheopolis, le sigue todo el planeta». Pero para que este aforismo tenga un valor práctico debemos saber hacia dónde va Megatheopolis ¡incluso antes de que lo haga!

»Ningún gobierno que se considere realista puede dejar de responder a esta cuestión.

»¿Quién de vosotros, arciprestes, a excepción del hermano Sercival, creía que un enemigo podía atacar abiertamente en el interior de la misma Megatheopolis?

»Tampoco yo lo creía, pero deseaba comprobarlo. Esa es una de las razones del experimento de la Gran Plaza.

»Hermanos, tenemos la respuesta: Satanás existe.

»Ya no podemos negar que nuestra criatura, la Brujería, esconde un enemigo. Un enemigo osado y peligroso.

»Ya no podemos negar que, en el seno de esa falsa Brujería que toleramos, se esconde otra Brujería que intenta utilizar el arma del miedo, no tan sólo contra los fieles, sino también contra los sacerdotes. Hay razones para creer que algunos miembros de esa Brujería Secreta pueden ser identificados gracias a ciertas marcas en sus cuerpos. Alguno de ellos ha resultado ser muy astutos y tener gran capacidad de iniciativa.

»Tampoco podemos tratar la Cuestión de Los Sacerdotes Aterrorizados como si se tratara de un caso de histeria colectiva sin importancia. Para animarles los he hablado de una prueba que les hemos impuesto, pero todos nosotros sabemos que tres de nuestros científicos del Quinto Círculo han reconocido haber quedado desconcertados por esas mismas manifestaciones en los santuarios rurales.

Goniface hizo una pausa. Los Moderados parecían más indignados que nunca. El oír hablar claramente de peligro siempre les exasperaba. Los Realistas, en cambio, escuchaban atentamente. El rostro del hermano Jomald había adquirido la expresión de una admiración malévola.

—Invirtamos ahora la pregunta: ¿Cuál es la situación en Megatheopolis?

»Hermanos, sólo hay una manera de saberlo. Sólo hay una forma para descubrir el verdadero sentir de los fieles. No basta con controlarles estrechamente durante sus ocupaciones habituales. Tampoco bastan los
test
psicológicos. Tan sólo existe una forma segura: fomentar una pequeña crisis y estudiarla atentamente.

Los moderados más indignados empezaban a levantarse. Frejeris logró evitar que intervinieran, a regañadientes, como si él se diera cuenta de que no podía vencer a Goniface con un ataque frontal y directo.

—¡No se combate un incendio echando aceite en él! —dijo.

—¡Sí, precisamente con aceite! —replicó Goniface—. El aceite penetra mejor que el agua. Existe un tipo de fuego escondido que arde lentamente y que sólo se puede atajar con aceite porque no tiene bastante oxígeno para encenderlo. Es un fuego de esta clase, hermanos, el que se incuba en los corazones de los fieles. Y la fuerza que actúa contra nosotros bajo la cobertura de la Brujería es también un fuego de ese tipo, oculto y peligroso.

»Para poder descubrir la opinión secreta de los fieles, para darles el ejemplo instructivo de un sacerdote aniquilado por haber blasfemado, —o en lugar de ello, tal y como ha ocurrido realmente, para forzar a que el enemigo saliera al descubierto— he fomentado una crisis.

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