Harry Potter y el cáliz de fuego (58 page)

Aquel día había logrado capturar dos potrillos de unicornio, que, a diferencia de los unicornios adultos, eran de color dorado. Parvati y Lavender se quedaron extasiadas al verlos, e incluso Pansy Parkinson tuvo que hacer un gran esfuerzo para disimular lo mucho que le gustaban.

—Son más fáciles de ver que los adultos —explicaba Hagrid a la clase—. Cuando tienen unos dos años de edad se vuelven de color plateado, y a los cuatro les sale el cuerno. No se vuelven completamente blancos hasta que son plenamente adultos, más o menos a los siete años. De recién nacidos son más confiados... admiten incluso a los chicos. Vamos, acercaos un poco. Si queréis podéis acariciarlos... Dadles unos terrones de azúcar de ésos.

—¿Estás bien, Harry? —murmuró Hagrid, haciéndose a un lado, mientras la mayoría se arracimaba en torno a los potros.

—Sí.

—Pero un poco nervioso, ¿verdad?

—Un poco.

—Harry —dijo Hagrid apoyándole en el hombro su enorme mano, lo que hizo que las rodillas de Harry se doblaran bajo el peso—, me preocuparía por ti si no te hubiera visto enfrentarte a ese colacuerno. Pero ahora sé que eres capaz de cualquier cosa, así que no estoy nada preocupado. Lo harás muy bien. Ya has descifrado el enigma, ¿no?

Harry afirmó con la cabeza, pero al hacerlo lo acometió un loco impulso de confesar que no tenía ni idea de cómo aguantar una hora bajo el agua. Alzó la vista para mirar a Hagrid. Tal vez fuera de vez en cuando al lago para atender a las criaturas que vivían en él. Porque cuidaba de todos los animales de los terrenos del colegio...

—Vas a ganar —masculló Hagrid, volviendo a darle palmadas en el hombro, de forma que Harry sintió que se hundía cinco centímetros en el suelo embarrado—. Lo sé. Lo presiento. ¡Vas a ganar, Harry!

No tuvo valor para borrar de la cara de Hagrid la feliz sonrisa de confianza. Fingiendo que se interesaba por los pequeños unicornios, hizo un esfuerzo para sonreír a su vez y se adelantó para acariciarles el cuello, como hacían todos.

La noche precedente a la segunda prueba, Harry se sintió como atrapado en una pesadilla. Se daba perfecta cuenta de que, aunque por algún milagro lograra hallar el encantamiento adecuado, le sería muy difícil aprendérselo durante la noche. ¿Cómo había podido dejar que pasara aquello? ¿Por qué no habría empezado antes a plantearse el enigma del huevo? ¿Por qué se había permitido distraerse en las clases? ¿Y si algún profesor hubiera mencionado en alguna ocasión cómo respirar en el agua?

Él, Ron y Hermione estaban en la biblioteca a la puesta del sol, pasando febrilmente página tras página de encantamientos, ocultos unos de otros por enormes pilas de libros amontonados en la mesa. El corazón le daba un vuelco a Harry cada vez que encontraba en una página la palabra «agua», pero casi siempre era algo así como: «Prepare un litro de agua, doscientos gramos de hojas de mandrágora cortadas en juliana y una salamandra...»

—Creo que es imposible —declaró la voz de Ron desde el otro lado de la mesa—. No hay nada. Nada. Lo que más se aproxima a lo que necesitamos es este encantamiento desecador para drenar charcos y estanques, pero no es ni mucho menos lo bastante potente para desecar el lago.

—Tiene que haber alguna manera —murmuró Hermione, acercándose una vela. Tenía los ojos tan fatigados que escudriñaba la diminuta letra de
Encantamientos y embrujos antiguos caldos en el olvido
con la nariz a tres dedos de distancia de la página—. Nunca habrían puesto una prueba que no se pudiera realizar.

—Ahora lo han hecho —replicó Ron—. Harry, lo que tienes que hacer mañana es bajar al lago, meter la cabeza dentro, gritarles a las sirenas que te devuelvan lo que sea que te hayan mangado y ver si te hacen caso. Es tu opción más segura.

—¡Hay una manera de hacerlo! —insistió Hermione enfadada—. ¡Tiene que haberla!

Parecía tomarse como una afrenta personal la falta de información útil que había sobre el tema en la biblioteca. Nunca le había fallado.

—Ya sé lo que tendría que haber hecho —dijo Harry, dejando descansar la cabeza en el libro
Trucos ingeniosos para casos peliagudos
—. Tendría que haber aprendido a hacerme animago como Sirius.

—¡Claro, así podrías convertirte en carpa cuando quisieras! —corroboró Ron.

—O en una rana —añadió Harry con un bostezo. Estaba exhausto.

—Lleva unos cuantos años convertirse en animago, y después hay que registrarse y todo eso —dijo Hermione vagamente, echándole un vistazo al índice de
Problemas mágicos extraordinarios y sus soluciones
—. La profesora McGonagall nos lo dijo, ¿recordáis? Hay que registrarse en el Departamento Contra el Uso Indebido de la Magia, y decir en qué animal se convierte uno y con qué marcas, de qué color... para que no se pueda hacer mal uso de ello.

—Estaba hablando en broma, Hermione —le aclaró Harry cansinamente—. Ya sé que no me puedo convertir en rana mañana por la mañana.

—¡Ah, esto no sirve de nada! —se quejó Hermione cerrando de un golpe los
Problemas mágicos extraordinarios
—. Pero ¡quién demonios va a querer hacerse tirabuzones en los pelos de la nariz!

—A mí no me importaría —dijo la voz de Fred Weasley—. Daría que hablar, ¿no?

Harry, Ron y Hermione levantaron la vista. Fred y George acababan de salir de detrás de unas estanterías.

—¿Qué hacéis aquí? —les preguntó Ron.

—Buscaros —repuso George—. McGonagall quiere que vayas, Ron. Y tú también, Hermione.

—¿Por qué? —dijo Hermione, sorprendida.

—Ni idea... pero estaba muy seria —contestó Fred.

—Tenemos que llevaros a su despacho —explicó George.

Ron y Hermione miraron a Harry, que sintió un vuelco en el estómago. ¿Iría a echarles una reprimenda? A lo mejor se había dado cuenta de lo mucho que lo ayudaban, cuando se suponía que tenía que arreglárselas él solo.

—Nos veremos en la sala común —le dijo Hermione a Harry al levantarse con Ron. Los dos parecían nerviosos—. Llévate todos los libros que puedas, ¿vale?

—Bien —asintió Harry, incómodo.

Hacia las ocho, la señora Pince había apagado todas las luces y le metía prisa para que saliera de la biblioteca. Tambaleándose por el peso de todos los libros que pudo coger, volvió a la sala común de Gryffindor, se llevó una mesa a un rincón y siguió buscando. No encontró nada en
Magia disparatada para brujos disparatados
, ni tampoco en Guía
de la brujería medieval
, ni una mención a proezas submarinas en la
Antología de los encantamientos del siglo XVIII
, ni en
Los espantosos moradores de las profundidades
, ni en
Poderes que no sabías que tenías y lo que puedes hacer con ellos ahora que te has enterado
.

Crookshanks
se subió al regazo de Harry y se ovilló, ronroneando. La sala común se fue vaciando poco a poco. No paraban de desearle suerte para la mañana siguiente con voces tan alegres y confiadas como la de Hagrid: todos parecían convencidos de que estaba a punto de llevar a cabo otra sorprendente actuación como la de la primera prueba. Harry no les podía contestar; sólo movía la cabeza de arriba abajo, como si tuviera una pelota de goma en mitad de la garganta. Cuando faltaban diez minutos para las doce de la noche, se quedó en la sala a solas con
Crookshanks
. Había mirado ya en todos los libros que tenía, y Ron y Hermione seguían sin volver.

«Me rindo —se dijo a sí mismo—. No puedo. No tendré más remedio que bajar al lago mañana y decírselo a los jueces...»

Se imaginó explicando que no podía hacer la prueba: vio ante sí la cara de sorpresa de Bagman, sus ojos como platos; y la sonrisa de satisfacción de Karkarov, con sus dientes amarillos; casi oyó realmente decir a Fleur Delacour: «Lo sabía... Es demasiado joven, no es más que un niño»; vio a Malfoy, al frente de la multitud, exhibiendo la insignia donde decía
POTTER APESTA
; vio la cara de tristeza y decepción de Hagrid...

Olvidando que tenía a
Crookshanks
en el regazo, se levantó de repente. El gato bufó molesto al caer al suelo, le dirigió a Harry una mirada de enfado y se marchó ofendido con su cola de cepillo levantada, pero en esos momentos Harry subía ya a toda prisa por la escalera de caracol que llevaba al dormitorio. Cogería la capa invisible y volvería a la biblioteca. Si no había más remedio, pasaría la noche en ella.


¡Lumos!
—susurró Harry quince minutos después, al abrir la puerta de la biblioteca.

Con la luz de la punta de la varita encendida, pasó por entre las estanterías, cogiendo más libros: libros sobre maleficios y encantamientos, sobre sirenas, tritones y monstruos marinos, sobre brujas y magos famosos, sobre inventos mágicos, sobre cualquier cosa que pudiera incluir una referencia de pasada a la supervivencia bajo el agua. Se los llevó a una mesa y se puso a trabajar, hojeando los libros al delgado haz de luz de la varita. De vez en cuando consultaba el reloj.

La una de la madrugada... las dos de la madrugada... la única forma de aguantar era repetirse una y otra vez: «En el próximo libro, lo encontraré en el próximo libro...»

La sirena del cuadro del baño de los prefectos se estaba riendo. Harry salía a flote como un corcho y se volvía a hundir en el agua espumosa que rodeaba la roca, mientras ella sujetaba la Saeta de Fuego por encima de la cabeza de él.

—¡Ven a cogerla! —le decía entre risas—. ¡Vamos, salta!

—¡No puedo! —respondía jadeando Harry, que intentaba alcanzar la Saeta de Fuego mientras hacía lo imposible por no hundirse—. ¡Dámela!

Pero ella se limitó a punzarlo en un costado con el palo de la escoba, riéndose.

—Me haces daño... quita... ¡ay!

—¡Harry Potter debe despertar, señor!

—¡Deja de golpearme!

—¡Dobby debe golpear a Harry Potter para que despierte, señor!

Abrió los ojos. Seguía en la biblioteca. La capa invisible se le había caído al dormirse, y la mejilla que tenía apoyada en el libro
Donde hay una varita, hay una manera
se le había pegado a la página. Se incorporó y se colocó bien las gafas, parpadeando ante la brillante luz del día.

—¡Harry Potter tiene que darse prisa! —chilló Dobby—. La segunda prueba comienza dentro de diez minutos, y Harry Potter...

—¿Diez minutos? —repitió Harry con voz ronca—. ¿Diez... diez minutos?

Miró su reloj. Dobby tenía razón: eran las nueve y veinte. Un enorme peso muerto le cayó del pecho al estómago.

—¡Aprisa, Harry Potter! —lo apremió Dobby, tirándole de la manga—. ¡Se supone que tiene que bajar al lago con los otros campeones, señor!

—Es demasiado tarde, Dobby —dijo Harry desesperanzado—. No puedo afrontar la prueba, porque no sé como...

—¡Harry Potter afrontará la prueba! —exclamó el elfo con su aguda vocecita—. Dobby sabía que Harry no había encontrado el libro adecuado, así que Dobby lo ha hecho por él.

—¿Qué? Pero tú no sabes en qué consiste la segunda prueba.

—¡Claro que Dobby lo sabe, señor! Harry Potter tiene que entrar en el lago, buscar su prenda...

—¿Buscar mi qué?

—... y liberarla de las sirenas y los tritones.

—¿Qué quiere decir «prenda»?

—Su prenda, señor, su prenda. ¡La prenda que le dio este jersey a Dobby!

Dobby tiraba del encogido jersey de color rojo oscuro que llevaba encima de los pantalones cortos.

—¿Qué? —dijo Harry con un hilo de voz—. ¿Tienen... tienen a Ron?

—¡Lo que Harry Potter más puede valorar, señor! —chilló Dobby—. Y pasada una hora...

—«... ¡negras perspectivas!» —recitó Harry, mirando horrorizado al elfo—; «demasiado tarde, ya no habrá salida...» ¿Qué tengo que hacer, Dobby?

—¡Tiene que comerse esto, señor! —dijo el elfo, y, metiéndose la mano en el bolsillo de los pantalones, sacó una bola de algo que parecían viscosas colas de rata de color gris verdoso—. Justo antes de entrar en el lago, señor:
¡
branquialgas!

—¿Para qué? —preguntó Harry, mirando las
branquialgas
.

—¡Gracias a ellas, Harry Potter podrá respirar bajo el agua, señor!

—Dobby —le dijo Harry frenético—, escucha... ¿estás seguro de eso?

No era fácil olvidar que la última vez que Dobby había intentado ayudarlo había acabado sin huesos en el brazo derecho.

—¡Dobby está completamente seguro, señor! —contestó el elfo muy serio—. Dobby oye cosas, señor. Es un elfo doméstico, y recorre el castillo encendiendo chimeneas y fregando suelos. Dobby oyó a la profesora McGonagall y al profesor Moody en la sala de profesores, hablando sobre la próxima prueba... ¡Dobby no puede permitir que Harry Potter pierda su prenda!

Las dudas de Harry quedaron despejadas. Poniéndose en pie de un salto, se quitó la capa invisible, la guardó en la mochila, cogió las
branquialgas
y se las metió en el bolsillo, y luego salió a toda velocidad de la biblioteca, con Dobby pisándole los talones.

—¡Dobby tiene que volver a las cocinas, señor! —chilló Dobby al entrar en el corredor—. Si no, se darán cuenta de que no está. ¡Buena suerte, Harry Potter, señor, buena suerte!

—¡Hasta luego, Dobby! —gritó Harry, que echó a correr lo más aprisa que podía por el corredor, y luego bajó los peldaños de la escalera de tres en tres.

En el vestíbulo se encontró con algunos rezagados que dejaban el Gran Comedor después de desayunar y, traspasando las puertas de roble, se dirigían al lago para contemplar la segunda prueba. Se quedaron mirando a Harry, que pasó a su lado como una flecha, arrollando a Colin y Dennis Creevey al sortear de un salto la breve escalinata de piedra, para luego salir al frío y claro exterior.

Al bajar a la carrera por la explanada, vio que las mismas tribunas que habían rodeado en noviembre el cercado de los dragones estaban ahora dispuestas a lo largo de una de las orillas del lago. Las gradas, llenas a rebosar, se reflejaban en el agua. El eco de la algarabía de la emocionada multitud se propagaba de forma extraña por la superficie del agua y llegaba hasta la orilla por la que Harry corría a toda velocidad hacia el tribunal, que estaba sentado en el borde del lago a una mesa cubierta con tela dorada. Cedric, Fleur y Krum se hallaban junto a la mesa, y lo observaban acercarse.

—Estoy... aquí... —dijo sin aliento Harry, que patinó en el barro al tratar de detenerse en seco y salpicó sin querer la túnica de Fleur.

—¿Dónde estabas? —inquirió una voz severa y autoritaria—. ¡La prueba está a punto de dar comienzo!

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