Heliconia - Primavera (16 page)

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Authors: Bryan W. Addis

No sólo había muerto el abuelo Yuli. También Dresyl. Dresyl, primo hermano de Yuli, tío abuelo de Laintal Ay, padre de Nahkri y de Klils. El sacerdote había sido llamado, y Dresyl se había hundido rígidamente en el polvo, el polvo de la historia.

El muchacho recordaba con afecto a Dresyl, pero temía a sus belicosos tíos, los hijos de Dresyl, Nahkri y el menor, Klils. Por lo que había entendido pensaba que, a pesar de lo que dijera su madre, serían el jactancioso Nahkri y su hermano quienes gobernarían. Por lo menos eran jóvenes. Él se convertiría en un buen cazador, y entonces ellos lo respetarían en lugar de ignorarlo, como ahora. Aoz Roon ayudaría.

Aquel día los cazadores no abandonaron la aldea. Todos asistieron al funeral de su antiguo señor. El padre santo había dicho dónde tenía que estar la tumba, junto a una piedra labrada y un manantial de arenas calientes que ablandaba el suelo en que cavarían la fosa.

Aoz Roon escoltó a las dos mujeres, la esposa y la hija de Pequeño Yuli. Les seguían Laintal Ay y Oyre, hablando en voz baja, y luego los esclavos y Myk, el phagor. Laintal Ay movía el perro ladrador para hacer reír a Oyre.

El frío y el agua creaban un curioso escenario para la ceremonia. Manantiales, fumarolas, géisers brotaban del suelo al norte de la aldea, entre rocas desnudas. Levantada por el viento, el agua de varios géisers se extendía hacia el oeste como una cortina, congelándose antes de tocar el suelo en complicadas formas fantásticas que se entrelazaban como cuerdas. Aguas más calientes ablandaban esa estructura, de modo que de vez en cuando algunos trozos se quebraban y caían con ruido al suelo rocoso, donde se fundían lentamente.

Se había excavado una fosa para el antiguo héroe y conquistador de Embruddock. Dos hombres con cubos de cuero estaban sacándole el agua. Envuelto en una tela basta, sin adornos, Pequeño Yuli descendió a la fosa. No lo acompañaba ningún objeto. La gente de Campannlat, o mejor, quienes se preocupaban por saberlo, no ignoraban cómo era estar abajo, en el mundo de los coruscos: nadie podía llevar nada que le sirviera.

Toda la población de Oldorando, unos ciento setenta hombres, mujeres y niños, se apretujaba alrededor de la tumba.

Entre la muchedumbre había también perros y gansos, que miraban todo al modo nervioso de los animales, en tanto que los seres humanos asistían pasivamente, desplazando el peso del cuerpo de uno a otro pie. Hacía frío. Batalix estaba alto, pero entre nubes; Freyr, una hora después del amanecer, se encontraba aún en el este.

La gente era de tez oscura y fuerte complexión, con los torsos y miembros como toneles que caracterizaban a todos los habitantes del planeta en ese período. El peso de los adultos era aproximadamente de doce staynes, según la media local, sin mucha diferencia entre hombres y mujeres. Más tarde, ocurrirían drásticos cambios. Había dos grupos similares en número, envueltos en el vapor que ellos mismos emitían: uno era el de los cazadores y sus mujeres, y el otro el de los miembros de las corporaciones y sus mujeres. Los cazadores vestían pieles de reno, con el áspero pelaje tan apelmazado que ni siquiera las fuertes neviscas lograban separar los pelos. Los miembros de las corporaciones llevaban ropas más ligeras, generalmente rojizas pieles de ciervo, apropiadas para una vida más recogida. Uno o dos cazadores llevaban ostentosas pieles de phagor; pero en general se pensaba que eran demasiado grasientas y pesadas.

De ambos grupos subía un vaho de vapor que la brisa disipaba. La humedad brillaba en los abrigos. Todos permanecían inmóviles, mirando. Algunas de las mujeres, recordando fragmentos de la vieja religión, arrojaron una enorme hoja de brassimipo cada una, lo único verde que abundaba. Las hojas revolotearon al azar, girando y entrechocándose. Algunas cayeron al hoyo mojado.

Bondorlonganon continuó, imperturbable. Apretando los ojos como si estuviese dispuesto a partirlos como nueces, recitó la plegaria prescrita a los paganos allí reunidos. Con palas, echaron barro al pozo.

Todo esto se hizo con brevedad, por respeto al clima y a su efecto sobre los vivientes. Cuando el hoyo estuvo lleno, Loil Bry lanzó un grito terrible. Corrió y se arrojó sobre la tumba. Aoz Roon se precipitó a levantarla, mientras Nahkri y su hermano miraban con los brazos cruzados, casi divertidos.

Loil Bry se liberó de Aoz Roon. Se inclinó, tomó dos puñados de barro y se frotó el pelo y la cara, gritando. Laintal Ay y Oyre rieron. Era divertido ver a los adultos haciendo tonterías.

El hombre santo continuó el servicio como si nada hubiera ocurrido, pero arrugó la cara, disgustado. Ese lugar miserable, Embruddock, era famoso por su falta de religión. Pues bien: los coruscos sufrirían, hundiéndose en la tierra hasta la roca original.

Alta y anciana, la viuda de Pequeño Yuli escapó entre las quebradizas estructuras de hielo, a través de la niebla, hacia el helado Voral. Los gansos huían espantados mientras ella corría sollozando por la costa, una vieja loca de veintiocho duros inviernos. Unos niños rieron hasta que las madres, avergonzadas, los hicieron callar.

La desatinada señora hacía cabriolas sobre el hielo, con movimientos rígidos y tambaleantes, como un títere. La oscura figura gris se destacaba sobre los grises, blancos y azules del desierto ante el que se representaban todos los dramas. Como Loil Bry, las otras gentes estaban balanceándose al borde de un gradiente de entropía. La risa de los niños, el dolor, la locura, el disgusto, eran las expresiones humanas de la guerra contra el frío perpetuo. Ninguno de ellos lo sabía; pero la guerra estaba decidiéndose a favor de los humanos. Pequeño Yuli, como su gran antepasado Yuli el Sacerdote, el fundador de la tribu, había venido del hielo y de la oscuridad eterna. El joven Laintal Ay era un precursor de la luz por venir.

La conducta escandalosa de Loil Bry dio sabor al festejo celebrado después del funeral. Todos acudieron. Pequeño Yuli era afortunado, o así se decía, porque su padre le daría la bienvenida al mundo de los coruscos. Los que habían sido súbditos de Pequeño Yuli no sólo celebraban que hubiera partido sino otro viaje más terrenal: el regreso a Borlien del hombre santo. El sacerdote tenía que hartarse, para ese fin, de rathel y vino de cebada, que alejarían el frío durante el viaje de retorno.

Los esclavos —también borlieneses, lo que no inquietaba al padre Bondorlonganon— fueron enviados a cargar el trineo y poner los arneses a los perros. Laintal Ay y Oyre acompañaron al trineo hasta la puerta sur junto con la alegre multitud.

La cara del sacerdote se estrujó en una especie de sonrisa cuando vio al muchacho. Bruscamente se inclinó y lo besó en los labios. —¡Poder y conocimiento para ti, hijo!

Demasiado impresionado, Laintal Ay no respondió, y alzó el perro de juguete a modo de saludo.

Esa noche, en las torres, sobre la última botella, se volvieron a narrar historias de Pequeño Yuli, y de cómo él y su tribu habían llegado a Embruddock. Y de lo mal que los habían recibido.

Mientras los perros arrastraban por la llanura al padre Bondorlonganon, en conserva, hacia Borlien, las nubes se entreabrieron. Allá arriba las estrellas pródigas enjoyaban el cielo nocturno.

Entre las constelaciones y las estrellas Jijas había una luz que serpenteaba. No era un cometa, sino el Avernus, la Estación Observadora Terrestre.

Desde el suelo, la estación se veía apenas como un punto luminoso, contemplado casualmente por algunos viajeros o tramperos. De cerca era un conjunto irregular de distintas unidades, con ciertas Junciones especializadas.

El Avernus llevaba a bordo cinco mil hombres, mujeres, niños y androides; todos los adultos estaban especializados en algún aspecto del planeta que tenían debajo. Heliconia. Un planeta semejante a la Tierra, y de particular interés para los habitantes de la Tierra.

II - EL PASADO QUE ERA COMO UN SUEÑO

Laintal Ay, dominado por el calor y la fatiga, se durmió mucho antes de que el festejo terminara. Las historias se sucedían por encima de él, así como soplaban los vientos sobre el planeta, con una helada furia posesiva.

Las historias hablaban de las actividades de los hombres, y por encima de todo, de su heroísmo; de cómo los enemigos habían sido derrotados, y en particular esta noche, después del entierro, de cómo el primer Yuli había descendido de las tinieblas en busca de un nuevo modo de vida.

Yuli se apoderaba de la imaginación de los hombres porque había sido sacerdote, y sin embargo, había abandonado la fe en favor de la gente. Había combatido y derrotado dioses que ahora no tenían nombre.

Una cualidad elemental del carácter de Yuli, algo que se encontraba entre la crueldad y la honestidad, despertaba una respuesta en la tribu. La leyenda crecía. Y por eso incluso su bisnieto, otro «Pequeño» Yuli, podía preguntarse en momentos de crisis «¿Qué habría hecho Yuli?». El primer lugar que llamó Oldorando, al que había ido desde las montañas con Iskador, no prosperó. Estaba precariamente situado a orillas de un lago helado, el lago Dorzin, y apenas conseguía sobrevivir, doblegado ante las furias elementales del invierno, ignorando que esas furias estaban a punto de agotarse. De todo esto no hubo la menor señal durante la vida de Yuli y quizá por ese mismo motivo la generación que residía en las torres de piedra de Embruddock se complacía en recordarlo una y otra vez: era el antepasado que había vivido en el profundo invierno. Representaba la supervivencia de todos. Esta leyenda prologaba la posibilidad de un cambio en el clima.

Como las colmenas de ciudades de la vasta cadena montañosa de Quzint, aquella primera Oldorando de madera estaba próxima al ecuador, en el centro del extenso continente tropical de Campannlat. Nadie, en tiempos de Yuli, tenía idea de ese continente: el mundo se limitaba al asentamiento y al territorio de caza. Sólo Yuli había visto las tundras y estepas que se extendían al norte de la cordillera de Quzint; sólo él conocía las estribaciones inferiores de ese enorme accidente natural que formaba el extremo occidental del continente y recibía el nombre de las Barreras. Allí, entre las heladas, los volcanes situados por encima de los cuatro mil metros sobre el nivel de mar añadían su propio tipo de intransigencia a la temperatura, desplegando un manto de lava sobre las antiguas rocas de Heliconia.

El primer Yuli no había conocido los espantosos territorios de Nktryhk.

Al este de Campannlat asomaba la Cordillera Oriental. Oculta a los ojos de Yuli y todos los demás hombres por nubes y tormentas, la tierra se abrazaba a sí misma en una serie de enormes cadenas de montañas que culminaba en un escudo volcánico por el que se abrían paso los glaciares, que descendían de unos riscos de catorce mil metros de altura. Allí los elementos, el fuego, la tierra, el aire, coexistían en estado casi puro, contenidos por una furia helada demasiado grande para permitir que se fundieran en aleaciones menos opuestas. Sin embargo, incluso allí, en una época algo posterior -la de la muerte de Pequeño Yuli- y hasta en las laderas de hielo que ascendían casi a la estratosfera, se podía observar la presencia de phagors, que se aferraban a la vida y disfrutaban de las tempestades. Los phagors conocían el aullante desierto blanco del Escudo Oriental. Lo llamaban Nktryhk; creían que era el trono de un mago blanco que expulsaría del mundo a los Hijos de Freyr, esas odiadas cosas humanas.

Extendiéndose de norte a sur a lo largo de casi seis mil kilómetros, Nktryhk separaba la zona interior del continente de los glaciares mares del este. Aquellos mares rompían contra los farallones verticales de Nktryhk, que se alzaban a mil ochocientos metros de altura sobre el agua. Las olas se convertían en hielo al proyectarse hacia arriba, cubriendo los riscos de carámbanos o volviendo a caer entre las olas como granizo. De esto nada sabían las dispersas tribus humanas.

Las generaciones vivían de la caza. La caza era el tema de la mayoría de las historias. Aunque los cazadores salían en grupos y se ayudaban mutuamente, en última instancia la caza siempre dependía del valor de un solo hombre enfrentando a la bestia salvaje que se volvía contra él. Vivía o moría. Si vivía, los demás, los niños y las mujeres que quedaban atrás, también podían vivir. Si moría, la tribu podía morir.

De modo que la gente de Yuli, el pequeño grupo de la orilla del lago helado, vivía como tenía que hacerlo, tan comprometida con su propia existencia como los animales. A quienes oían la narración les encantaban los cuentos sobre el asentamiento del lago. Las artes que se habían empleado allí al principio se recordaban aún con tanta minucia que los mismos métodos se empleaban ahora en el Voral. Se colocaban cabezas de ciervo en agujeros abiertos en el hielo, junto a la costa, para atraer a las muy apreciadas anguilas, exactamente como había hecho Yuli antes.

La gente de Yuli luchaba también contra gigantescos pinzasacos, mataba ciervos y jabalíes, y se defendía contra las incursiones de phagors. En ciertos períodos se cultivaban rápidas cosechas de centeno y cebada. Se bebía la sangre de los enemigos.

Los hombres y mujeres producían pocos niños. En Oldorando, éstos maduraban hacia los siete años y envejecían a los veinte. Incluso cuando reían y eran felices, el hielo estaba cerca.

El primer Yuli, el lago helado, los phagors, el frío intenso, el pasado que era como un sueño: todos conocían estos vividos elementos de la leyenda. Porque el pequeño rebaño de seres que vivía cobijado en Embruddock tenía límites que ellos ignoraban. En la pubertad, los vestían con pieles de animales; los animales estaban alrededor, en todas partes. Pero los sueños, y ese pasado parecido a un sueño, eran como una nueva dimensión, en la que todos podían vivir.

Estrechamente apretujada en la torre de Nahkri y Klils, después del funeral de Pequeño Yuli, la tribu se complacía una vez más en compartir el pasado que era como un sueño. Para hacer el pasado más vivido -o quizás el presente más borroso- todos bebían rathel, servido por los esclavos de Nahkri. El rathel era, después de la roja sangre, el líquido más precioso de Embruddock.

El funeral de Pequeño Yuli les había dado la oportunidad de romper la invariable rutina, dejando suelta la imaginación. Por eso volvían a contar la gran historia del pasado, de las dos tribus que se habían unido como se unen el hombre y la mujer. El relato pasaba de boca en boca, como la jarra de rathel; un narrador sucedía a otro casi sin pausa.

Los niños de la tribu estaban allí; los ojos les brillaban a la luz del rescoldo mientras probaban sorbos de rathel de las jarras de madera de los padres. La narración que escuchaban se conocía como la Gran Historia. En todas las fiestas, en los entierros, en las iniciaciones, o en el festival del Doble Ocaso, era seguro que alguien exclamaría, cuando la oblicua oscuridad se acercara: -¡Oigamos la Gran Historia!

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