Read Heliconia - Primavera Online
Authors: Bryan W. Addis
Aterrorizados, se aferraron unos a otros, mientras la luz se hacía más clara y el ruido más cercano. Pero las monstruosas criaturas sólo se preocupaban por el congénere que tenían delante.
Detrás de una ola de aire fétido apareció la cabeza del monstruo, con cuatro ojos brillantes. Apoyando el cabo de la lanza recientemente adquirida contra el costado del nicho, Yuli sostuvo el asta con ambas manos.
La lanza cortó el costado del gusano mientras cargaba hacia adelante. De la larga abertura le rezumó una sustancia densa como mermelada. Empezó a correr más lentamente antes de que la cola peluda llegara donde estaban los cuatro humanos.
Nunca llegaron a saber si los dos gusanos intentaban luchar o aparearse. El segundo no alcanzó la meta. El movimiento se detuvo. Olas de dolor crudamente telegrafiado hicieron que el cuerpo se agitara y la cola azotara el suelo. Luego quedó inmóvil.
Lentamente la luminiscencia murió. Todo estaba en silencio, excepto el viento que susurraba entre las rocas.
No se atrevían a moverse. Apenas cambiaban de posición. El primer gusano esperaba todavía en la oscuridad: un leve brillo verde apenas discernible, más allá del cuerpo del monstruo muerto. Más tarde estuvieron de acuerdo en que ése fue el peor momento de la ordalía. Todos creían que el primer gusano sabía dónde estaban, que el gusano muerto era la pareja del sobreviviente, que sólo esperaba a que echaran a correr para lanzarse contra ellos y vengarse.
Por fin el gusano se movió. Oyeron cómo frotaba las cerdas contra las rocas. Se adelantó con cuidado, como si temiera una trampa, elevó la cabeza por encima del cuerpo del otro, y se puso a comer.
Los cuatro humanos no podían quedarse donde estaban. Los ruidos eran demasiado terroríficos. Saltaron por encima del líquido espeso que el dragón había derramado, y huyeron precipitadamente en la oscuridad.
Continuaron por dentro de la montaña. Ahora se detenían con frecuencia a escuchar los ruidos de la oscuridad, y cuando tenían necesidad de hablar lo hacían en voz baja y trémula.
De vez en cuando encontraban agua para beber. Pero los alimentos se terminaron pronto. Iskador derribó algunos murciélagos, que nadie quiso comer. Iban de un lado a otro por el laberinto de piedra, cada vez más débiles. El tiempo pasaba y habían olvidado la seguridad de Pannoval. Lo único que quedaba era una infinita oscuridad que tenía que ser atravesada.
Empezaron a encontrar huesos de animales. En una ocasión, encendieron el pedernal y descubrieron dos esqueletos humanos en el suelo. Uno rodeaba al otro con el brazo. El tiempo había robado al ademán toda la gentileza que pudiera haber tenido; ahora sólo había huesos que se rozaban unos con otros y una horrible mueca que respondía a la boca abierta del cráneo.
Luego, en un lugar donde soplaba un aire fresco, oyeron movimientos y vieron dos animales de piel velluda y rojiza, que mataron. Cerca había un cachorro, que maullaba y alzaba el hocico romo hacia ellos. Lo mataron, lo descuartizaron y devoraron la carne caliente, y luego, en una especie de furioso paroxismo de hambre recién despertada, devoraron también a los animales mayores.
En las paredes se movían unos organismos luminiscentes. Había signos de que había estado habitada por hombres: los restos de una cabaña y algo que podía ser una barca cubierta de hongos. En una chimenea, en el techo de la caverna se había alojado una pequeña bandada de preets. El arco infalible de Iskador derribó seis aves, que cocinaron en una olla sobre el fuego, con sal y hongos para mejorar el sabor. Esa noche, mientras dormían amontonados, fueron visitados por sueños desagradablemente vividos que atribuyeron a los hongos. Pero cuando a la mañana siguiente reiniciaron la marcha encontraron, en sólo dos horas, una caverna baja y amplia en la que se filtraba una luz verdosa.
En un rincón ardía un fuego. En un corral burdo había tres cabras de ojos brillantes y en una pila de cueros estaban sentadas tres mujeres, una anciana de pelo blanco y dos jóvenes. Las últimas corrieron chillando cuando aparecieron Yuli, Usilk, Iskador y Marcado.
Marcado corrió y saltó al corral. Utilizando un antiguo recipiente que había allí cerca, una especie de olla, ordeñó las cabras a pesar de los incomprensibles gritos de la anciana. Los animales no dieron mucha leche. Pero Marcado y los otros compartieron la que había y partieron antes de que regresaran los hombres de la tribu.
Después entraron en un corredor que doblaba bruscamente y terminaba en una cerca. Más allá estaba la boca de la caverna y más allá el campo abierto, valles y montanas y la brillante luz del reino gobernado por Wutra, dios de los cielos.
Estaban muy juntos, apretados, sintiendo los lazos de la unidad y la amistad, y contemplaban la hermosa perspectiva.
Cuando se miraron entre sí con caras esperanzadas y alegres, no pudieron dejar de reír y gritar. Se abrazaron. Cuando los ojos se les acostumbraron a la luz, pudieron mirar, protegiéndose con las manos, el disco naranja claro de Batalix entre unas nubes tenues.
La época del año tenía que ser aproximadamente el equinoccio de primavera, y la hora, el mediodía, por dos razones: Batalix estaba en el cenit y Freyr, más abajo, bogaba hacia el este. Freyr era varias veces más brillante y derramaba luz sobre las sierras cubiertas de nieve. Batalix, más débil, era siempre el más rápido de los centinelas, y pronto se pondría mientras Freyr continuaba en el cielo.
¡Qué hermoso era el espectáculo de los centinelas! La trama de las estaciones tejida por esa danza en los cielos regresaba claramente a la mente de Yuli, abriéndole el corazón y los sentidos. Se apoyó en la lanza, cuidadosamente labrada, con que había matado al gusano, y dejó que su cuerpo absorbiera la luz del día.
Pero Usilk detuvo a Marcado, y ambos permanecieron en la boca de la caverna, mirando con aprensión.
—¿No sería mejor que nos quedáramos en la caverna? ¿Cómo podremos vivir allí, bajo ese cielo?
Sin apartar los ojos del paisaje, Yuli supo que Iskador estaba a mitad de camino entre los hombres y él. Y sin darse vuelta, respondió: -¿Recuerdas lo que cuentan en Vakk sobre las larvas de las nueces tejeras? Las larvas creen que la nuez podrida es todo el mundo, y cuando la cáscara se parte mueren de sorpresa. ¿Quieres ser corno esas larvas, Usilk?
Usilk no respondió. Pero Iskador sí. Se acercó a Yuli y le deslizó la mano por el brazo. Él sonrió, y se le alegró el corazón, pero no dejó de mirar hacia adelante. Podía ver que las montañas que habían atravesado guardaban las tierras del sur. Había algunos pocos árboles, no más altos que un hombre. Pero crecían rectos, lo que indicaba que los helados vientos de las Barreras no tenían poder aquí. El no había olvidado las habilidades que en otro tiempo había aprendido de Alehaw. Habría caza en las colinas, y podrían vivir bajo el cielo, como los dioses tenían previsto.
Sintió que él mismo se alzaba y crecía hasta que tuvo que abrir los brazos.
—Viviremos allí —dijo Yuli—. Los cuatro nos mantendremos unidos, pase lo que pase. —De un pliegue nevado de la ladera, que se confundía a lo lejos con el cielo, subía humo. Señaló. —Allí vive gente. Los obligaremos a que nos acepten. Éste será nuestro lugar. Los gobernaremos, y les enseñaremos nuestras costumbres. De ahora en adelante, nos guiaremos por nuestras propias leyes, y no las de otros.
Cuadrando los hombros, empezó a bajar por la ladera, entre unos árboles, seguido primero por Iskador, que caminaba orgullosamente, y luego por los demás.
Algunas de las intenciones de Yuli se cumplieron y otras no.
Después de varias vicisitudes fueron aceptados en una pequeña colonia, asentada en un pliegue de la montaña. Eran gente que vivía en un nivel muy primitivo; gracias a su osadía y a su conocimiento superior, Yuli y sus amigos lograron subyugar a la comunidad, gobernarla, y hacer que la gente cumpliera las leyes que ellos imponían.
Sin embargo, nunca llegaron a sentirse cómodos, porque las caras de los colonos parecían diferentes y el olonets que hablaban tenía un acento raro. Y descubrieron que esa colonia, a causa de las ventajas de su emplazamiento, temía permanentemente las incursiones de una colonia mayor situada no muy lejos, sobre las costas de un lago helado. Esas incursiones se repitieron en varias ocasiones en los años siguientes, con grandes sufrimientos y pérdida de vidas.
Sin embargo, Usilk y Yuli ganaron en astucia y así se mantuvieron, siempre como extraños, y construyeron unas formidables defensas contra los invasores de Dorzin, como se llamaba la colonia mayor. E Iskador enseñó a todas las jóvenes a construir arcos y a disparar con ellos, hasta que mostraron gran destreza. La próxima vez en que los invasores atacaron desde el sur, muchos murieron con flechas clavadas en el pecho, y ya no hubo más ataques desde allí.
Sin embargo, las temperaturas eran inclementes, y avalanchas de nieve caían de las montañas. Las tormentas no tenían fin. Sólo en las bocas de las cavernas podían cultivar algunos granos agusanados o mantener unos pocos animales que les daban leche y carne, y que nunca crecían en número. Permanentemente sentían hambre o sufrían enfermedades que sólo se podían atribuir a los dioses malignos (Yuli no permitía que Akha fuera mencionado).
Sin embargo, Yuli tomó corno mujer a la hermosa Iskador, y la amó, y durante todos los días de su vida miró con agrado la cara ancha y fuerte. Tuvieron un hijo, un varón llamado Si, en memoria del viejo sacerdote de Pannoval, que sobrevivió a todos los sufrimientos y peligros de la infancia, y creció fuerte. También Usilk y Marcado se casaron; Usilk con una mujer pequeña y oscura llamada Isik, cuyo nombre se parecía curiosamente al de él. Isik, a pesar de su pequeña estatura, podía correr como un gamo y era amable e inteligente. Marcado eligió a una chica llamada Justa: cantaba maravillosamente y le dio una vida de perros, y una hija que murió un año más tarde. Sin embargo, Yuli y Usilk nunca estuvieron de acuerdo. Aunque se unían frente a los riesgos comunes! a veces Usilk se mostraba hostil a Yuli o a sus planes, o lo engañaba cuando podía. Como había dicho el viejo sacerdote, hay hombres que nunca perdonan. Sin embargo, llegó una embajada de Dorzin, la colonia mayor, que había tenido graves pérdidas a causa de una peste. Habiendo oído hablar de la reputación de Yuli, le pidieron que gobernara Dorzin en reemplazo del líder muerto. Yuli aceptó, para alejarse de los problemas con Usilk, y él, Iskador y el niño vivieron junto al lago helado, donde abundaba la caza, y administraron firmemente las leyes.
Sin embargo, en Dorzin casi no había artes que aliviaran la monotonía de la dura existencia. Aunque la gente bailaba los días de fiesta, no tenían otros instrumentos musicales que raspadores y campanillas. Y no había religión, excepto el temor constante a los malos espíritus y la estoica aceptación del frío, la enfermedad y la muerte. De modo que Yuli se convirtió por fin en un verdadero sacerdote y trató de inspirar en la gente su propia vitalidad espiritual. La mayoría de los hombres rechazaba lo que él decía, porque, aunque lo habían aceptado, venía de tierras extrañas, y ellos eran demasiado perezosos para aprender cosas nuevas. Pero Yuli les enseñó a amar todos los aspectos del cielo.
Sin embargo, la vida era vigorosa dentro de él y de Iskador y de Si, y nunca dejaron morir la esperanza de que estaban al comienzo de tiempos mejores. Yuli conservaba la visión que se le había concedido en las montañas: era posible un modo de vida más jubiloso que el inmediato, más seguro, menos sometido a las acechanzas de los elementos.
Sin embargo, Yuli y la hermosa Iskador envejecieron, y sintieron más frío a medida que pasaban los años.
Sin embargo, amaban el lugar junto al lago, donde vivían, y en memoria de otra vida y de otras expectativas, le dieron el nombre de Oldorando.
Hasta aquí puede llegar la historia de Yuli, hijo de Alehaw y de Onesa.
La historia de sus descendientes, y de lo que les ocurrió, es mucho más larga. Sin que ellos lo supieran, Freyr se acercaba al mundo helado; porque había una verdad oculta en las misteriosas escrituras que Yuli rechazaba, y el cielo glacial se convertiría con el tiempo en un cielo de fuego. Tan sólo cincuenta años heliconianos después del nacimiento de su hijo, una primavera de verdad visitaría el mundo inclemente que habían conocido Yuli y la hermosa Iskador.
Un mundo nuevo estaba ya a punto de nacer.
Y dijo Shay Tal:
Pensáis que vivimos en el centro del universo. Yo digo que vivimos en el centro de una granja. Nuestra posición es tan confusa que no podéis comprender hasta qué punto es confusa.
Esto os digo a todos. En el pasado, en el largo pasado, ocurrió cierto desastre. Fue tan completo que nadie puede saber ahora en qué consistió ni cómo se produjo. Sólo sabemos que trajo un frío y una oscuridad que duraron mucho tiempo.
Tratáis de vivir lo mejor posible. Está bien, está bien; vivid bien, amaos los unos a los otros, sed amables. Pero no pretendáis que ese desastre no tiene ninguna relación con vosotros. Puede haber ocurrido hace largo tiempo; pero infecta cada día de nuestras vidas. Nos envejece, nos desgasta, nos devora, arranca de nosotros a nuestros hijos. No sólo nos hace ignorantes; consigue que amemos nuestra ignorancia. Estamos enfermos de ignorancia.
Voy a proponeros una cacería del tesoro, una búsqueda, si queréis. Una búsqueda en que todos vosotros podéis participar. Quiero que tengáis conciencia de nuestra caída y que estéis constantemente al acecho de todo aquello que pueda revelarnos la naturaleza de esa caída. Tenemos que reunir los fragmentos de lo que ha ocurrido y nos ha relegado a esta granja helada; luego quizá podamos mejorar nuestra suerte y evitar que el desastre vuelva a caer sobre nosotros y sobre nuestros hijos. Este es el tesoro que os ofrezco. El conocimiento. La verdad. Los teméis, sí. Pero tenéis que buscarlos. Tenéis que crecer y amarlos.
El cielo era negro, y hombres con antorchas venían de la puerta del sur. Estaban envueltos en abrigos de piel y marchaban levantando los pies a causa de la nieve que cubría las calles. ¡Llegaba el hombre santo! ¡Llegaba el hombre santo!
El joven Laintal Ay estaba escondido en la galería del templo en ruinas, con la cara brillante de excitación. Miraba la procesión que pasaba entre las viejas torres de piedra, cubiertas ambas, en el lado este, por la nieve caída más temprano. Observó que sólo había color en el chisporroteante extremo de las antorchas, en la punta de la nariz del padre santo y en las lenguas del tiro de seis perros. En todos los casos, el color era rojo. El cielo pesadamente cargado, de donde había desaparecido el centinela Batalix, había desteñido los demás colores.