Read Heliconia - Primavera Online
Authors: Bryan W. Addis
Regresó junto a los hombres; empujó a uno con el pie hasta que se dio media vuelta, gruñendo, y quedó boca arriba. Blandiendo la lanza como para clavarla en un pez, Yuli le atravesó la parka, las costillas y el corazón. El hombre tuvo un terrible sobresalto convulsivo. Con una expresión espantosa, los ojos muy abiertos, se sentó, se apoyó en el asta de la lanza, se dobló sobre ella, y luego cayó hacia atrás con un largo suspiro que terminó en un estertor. Un vómito sanguinolento le brotó de la boca. El otro apenas se movió, murmurando.
Yuli advirtió que había clavado la lanza con tanta fuerza que la punta estaba hundida en el suelo. Volvió al trineo en busca de una segunda lanza, y se deshizo también del otro hombre, de modo parecido. El trineo era suyo. Y los perros.
Una vena le latió en la sien. Lamentaba que esos hombres no hubiesen sido phagors.
Puso los arneses a los perros, que ladraron, y se alejó del lugar.
Unas apagadas franjas luminosas irrumpieron en el cielo, y una montaña alta las eclipsó. Ahora había un sendero definido, que se ensanchaba a cada milla. Subió hasta alcanzar una elevada cresta rocosa. Llegó al otro lado de la cresta y vio una meseta alta y protegida, defendida por un formidable castillo.
Ese castillo estaba en parte excavado en la roca, en parte construido de piedra. Los aleros eran anchos, para que la nieve cayera sobre el camino. Un grupo de cuatro hombres montaba guardia detrás de una barrera de maderos interpuesta en el paso.
Yuli se detuvo cuando un guardia se acercó. Llevaba un traje de pieles adornado con piezas de bronce.
—¿Quién eres, muchacho?
—Estoy con mis dos amigos. Hemos salido a comprar pieles, como puedes ver. Vienen más atrás, con el otro trineo.
—No los veo. —El acento del hombre era extraño. No hablaba el olonets que Yuli había oído en las Barreras.
—Se habrán rezagado. ¿No conoces el tiro de Garrona? —Hizo restallar el látigo sobre los animales.
—Así es. Por supuesto. Lo conozco bien. No son gente que uno olvide con facilidad. —Se hizo a un lado, alzando el fuerte brazo derecho. —Arriba —llamó. La barrera se elevó, el látigo cayó, Yuli gritó y pasó.
Era la primera vez que veía Pannoval. Respiró profundamente.
Tenía al frente un risco enorme, tan liso que la nieve no se le adhería. En la pared del risco habían labrado una gigantesca imagen de Akha el Grande. Akha estaba en cuclillas, en la actitud tradicional, con las rodillas cerca de los hombros y los brazos alrededor de las rodillas, las manos juntas con las palmas hacia arriba y la llama sagrada de la vida en las palmas. La gran cabeza culminaba en un nudo de pelo. La cara a medias humana era terrorífica. Incluso las mejillas dejaban sin aliento al espectador. Sin embargo, los ojos almendrados eran bondadosos, y en la boca y las cejas se leía serenidad tanto como ferocidad.
Junto al pie izquierdo había una abertura en la roca, empequeñecida por la imagen. Cuando el trineo estuvo más cerca, Yuli comprobó que era también muy grande, posiblemente tres veces más alta que un hombre. En el interior vio luces, guardias con extrañas vestiduras y acentos, y pensamientos extraños en sus mentes.
Cuadró los jóvenes hombros y se adelantó con paso firme.
Así fue como Yuli llegó a Pannoval.
Nunca olvidaría la entrada en Pannoval, ese momento en que abandonó el mundo bajo el cielo. Deslumbrado, condujo el trineo más allá de los guardias y de un bosquecillo de árboles escuálidos, y se detuvo bajo la bóveda donde tanta gente se pasaba la vida. Mas allá de la puerta la niebla se combinaba con la oscuridad y creaba todo un mundo de esbozos, de formas desdibujadas. Era de noche: las pocas personas que se veían estaban envueltas en gruesas vestiduras, envueltas a su vez en un halo de niebla, que flotaba sobre ellas y las seguía lentamente, como un manto deshilachado. En todas partes había piedras, muros de piedra, mojones, casas, corrales, establos y escaleras de piedra: porque esa gran caverna misteriosa penetraba en el interior de la montaña, y había sido cortada a lo largo de los siglos en cubos iguales, separados unos de otros por paredes y escalones.
Con obligada economía, una sola antorcha fluctuaba en lo alto de cada escalinata, y la llama inclinada por la leve corriente de aire, iluminaba no sólo el entorno sino también la atmósfera brumosa que el humo hacía todavía más opaca.
El incesante trabajo del agua, durante eones y eones, había abierto en la roca una serie de cavernas conectadas entre sí, de distintos tamaños y a distintos niveles. Algunas de estas cavernas estaban habitadas, y ya eran parte del orden humano. Tenían nombre y todo lo necesario para sostener una vida humana rudimentaria.
El salvaje se detuvo; no podía seguir internándose en esa gran oscuridad mientras no encontrara un acompañante. Los pocos forasteros que, como Yuli, visitaban Pannoval, se reunían en una de las cavernas más grandes, que los habitantes conocían como Mercado. Allí se llevaban a cabo muchas de las tareas necesarias para la comunidad, pues se requería poca o ninguna iluminación artificial una vez que los ojos se acostumbraban a la penumbra. Durante el día resonaban allí las voces, y el golpeteo irregular de los martillos. En el Mercado, Yuli pudo cambiar los asokins y algunas mercancías del trineo por las cosas que necesitaba para su nueva vida. Tenía que quedarse allí. No había otro lugar adonde ir. Gradualmente se acostumbró a la oscuridad, al humo, a la mirada maliciosa y la tos de los pobladores. Los aceptó, junto con la segundad.
Tuvo bastante suerte, pues encontró a un comerciante honesto y paternal llamado Kyale, que ayudado por su mujer atendía una tienda en una callejuela de Mercado. Kyale era un hombre triste, con la boca curvada hacia abajo y oculta en parte por un oscuro bigote. Lo trató amistosamente por motivos que Yuli no podía comprender, y lo protegió de los embaucadores. Y además se tomó el trabajo de introducir a Yuli en este nuevo mundo.
Parte de los bulliciosos ecos del Mercado se podían atribuir a un río, el Vakk, que corría por una profunda garganta en la parte posterior. Era el primer río que Yuli veía fluir en libertad, y fue siempre para él una de las maravillas del sitio. Se quedaba arrobado escuchando el murmullo del agua; el alma animista de Yuli hacía del Vakk una cosa casi viviente.
El Vakk tenía un puente que permitía el acceso al final del Mercado donde el creciente declive del suelo necesitaba de muchos escalones, que culminaban en un amplio balcón. Allí había una gran estatua de Akha labrada en la roca. La figura se podía ver, con los hombros alzándose en medio de la oscuridad, aun desde el extremo opuesto del Mercado. Akha sostenía en las manos abiertas un verdadero fuego, que un sacerdote alimentaba a intervalos regulares, saliendo de una puerta en el estómago de Akha. Los fieles se presentaban regularmente ante los pies de Akha y le traían toda clase de regalos que eran aceptados por los sacerdotes, vestidos a rayas blancas y negras. Los suplicantes se postraban y un novicio barría el suelo con un plumero antes de que se atrevieran a mirar con esperanza los negros ojos de piedra situados arriba, envueltos en tinieblas, y se retiraran luego a lugares más profanos.
Estas ceremonias eran un misterio para Yuli. Le preguntó a Kyale. La respuesta fue una conferencia que lo dejó aún más confuso que antes. Ningún hombre puede explicarle su religión a un extranjero. Sin embargo, Yuli tuvo la clara impresión de que este antiguo ser, representado en la roca, luchaba contra las potencias desatadas en el mundo exterior, y particularmente contra Wutra, que gobernaba los cielos y todos los males relacionados con los cielos. A Akha no le interesaban mucho los humanos: eran demasiado pequeños para él. Lo que deseaba eran aquellas ofrendas regulares que lo mantenían fuerte y preparado para combatir a Wutra. Una poderosa corporación eclesiástica que velaba por que esos deseos se cumpliesen, y evitar así que el desastre cayera sobre la comunidad.
Los sacerdotes, aliados con la milicia, gobernaban Pannoval. No había un jefe superior, a menos que se pensara en el mismo Akha, quien, según se suponía, merodeaba por las montañas con un garrote celestial, como un gusano al acecho de Wutra y sus terribles cómplices.
Esto era sorprendente para Yuli. Conocía a Wutra. Wutra era el gran espíritu a quien sus padres, Alehaw y Onesa, ofrecían plegarias en momentos de peligro. Hablaban de Wutra como de un ser benévolo, que dispensaba la luz. Y por lo que recordaba, jamás habían mencionado a Akha.
Varios corredores, tan laberínticos como las leyes creadas por los sacerdotes, conducían a diferentes cámaras, cerca del Mercado. Algunas eran accesibles; en otras estaba prohibida la entrada a las gentes comunes. Nadie parecía dispuesto a hablar de las zonas prohibidas. Pero Yuli observó pronto que los malhechores eran arrastrados hacia ellas, con las manos atadas a la espalda; desapareciendo escaleras arriba en las sombras, algunos destinados al Santuario, y otros a la granja de castigo detrás del Mercado, llamada Guiño.
En cierta oportunidad, Yuli entró en un estrecho pasaje interrumpido por unas escaleras que llevaban a un gran salón regular llamado Reck. En Reck había también una enorme estatua de Akha, dedicada a los juegos, representado allí junto con un animal sujeto a una cadena que colgaba del cuello del dios; en Reck se celebraban falsas batallas, exhibiciones, competencias atléticas y combates de gladiadores. Las paredes estaban pintadas de rojo con dibujos abigarrados. Gran parte del tiempo no había casi nadie allí, y las voces resonaban en el espacio vacío. Los ciudadanos con una inclinación especial a la santidad iban entonces a gemir bajo la oscura bóveda. Pero en las ocasiones especiales en que había juegos, se oía música y las gentes se apretaban en el salón.
Otras importantes cavernas se abrían al Mercado. En el lado este, una red de pequeñas plazas o grandes entresuelos, subía entre escaleras de pesadas balaustradas hacia una caverna residencial llamada Vakk, en honor del río que allí nacía, profundamente enclavado en una hondonada sonora. Sobre el gran arco cíe entrada había unas elaboradas esculturas de cuerpos globulares entrelazados con olas y estrellas, aunque muchas habían sido destruidas en algún olvidado derrumbamiento.
Vakk era la caverna más antigua, con excepción del Mercado, y había en ella numerosas «viviendas», como se las llamaba, de muchos siglos de antigüedad. Para una persona que llegara al umbral de Vakk desde el mundo exterior, y contemplara —o mejor, imaginara— las terrazas escalonadas y borrosas que retrocedían en la oscuridad, Vakk tenía que parecer un sueño inquietante en el que no se podía distinguir la sustancia de la sombra. El hijo de las Barreras sintió que se le encogía el corazón. ¡Se necesitaba una fuerza como Akha para salvar al que anduviese por esa atestada necrópolis!
Pero se adaptó con la flexibilidad de la juventud. Llegó a pensar que Vakk era un barrio muy interesante. Con los aprendices de las corporaciones, jóvenes como él, recorrió aquel laberinto de viviendas dispuestas en muchas plantas y con frecuencia comunicadas entre sí. En estos innumerables cubículos superpuestos el mobiliario era fijo, labrado en la roca, como los suelos y los muros. Los derechos de ocupación y uso de la vivienda, de difícil dilucidación, se derivaban del sistema de corporaciones de Vakk, y en caso de disputa había que recurrir al juicio de un sacerdote.
Entre esas viviendas, Tusca, la bondadosa mujer de Kyale, encontró una habitación para Yuli, a sólo tres puertas de la casa de ellos. No tenía tejado, y las paredes eran curvas: Yuli se sentía como si lo hubieran puesto en una flor de piedra. Vakk tenía un pronunciado declive, y estaba apenas iluminada por la luz natural, aún menos que el Mercado. El hollín de las lámparas de aceite ensuciaba el aire pero como los sacerdotes cobraban un impuesto por las lámparas —cada una con un número en la base de arcilla— se usaban pocas veces. La misteriosa niebla que pesaba sobre el Mercado era menos densa que en Vakk.
Desde allí, una galería conducía directamente a Reck. En la zona inferior había también unos arcos irregulares que daban acceso a una caverna de gran altura llamada Groyne, de aire limpio y sano, aunque los habitantes de Vakk consideraban bárbaros a los de Groyne, sobre todo porque eran miembros de las corporaciones menos caracterizadas, como las de matarifes, curtidores y mineros de arcilla y madera fósil.
En la roca agujereada como un panal de abejas, entre Groyne y Reck, había otra caverna repleta de habitaciones y ganado. Era Prayn, y muchos la evitaban. La corporación de zapadores la estaba ampliando esforzadamente en la época en que llegó Yuli. Prayn recogía todos los desechos de los demás suburbios, que luego servían para alimentar en parte a los cerdos y en parte a noctíferos ávidos de calor. Algunos granjeros de Prayn criaban además una especie de pájaros llamada preet, con ojos luminosos y manchas luminiscentes en las alas. Los preets eran populares como pájaros enjaulados: añadían cierta luz a las viviendas de Vakk y Groyne, aunque también estaban sujetos a los impuestos de los sacerdotes de Akha.
«Los de Groyne son gente irascible, los de Prayn son gente temible» decía un refrán local. Pero a Yuli le parecían gente poco animada salvo cuando se excitaban con los juegos. Las raras excepciones eran los escasos comerciantes y tramperos que vivían en Mercado, en las terrazas de las corporaciones, y a quienes de vez en cuando se les presentaba la ocasión de que Akha los bendijera y enviara al mundo exterior por negocios, como había ocurrido con los dos hombres que él había conocido.
De todas las cavernas grandes, y de algunas pequeñas, salían túneles y corredores que se internaban en la roca, ascendiendo o descendiendo. En Pannoval abundaban las leyendas acerca de bestias mágicas que surgían de la oscuridad primordial de la roca, y de personas misteriosamente sacadas de sus viviendas y arrastradas a la montaña. Lo mejor era no moverse de Pannoval, donde Akha cuidaba a los suyos, vigilando con ojos ciegos. Mejor era Pannoval, y sus impuestos, que la fría claridad del exterior.
Las leyendas se mantenían vivas merced a la corporación de los narradores, que aguardaban en las escalinatas o en las terrazas, dispuestos a tejer fantásticos relatos. En ese mundo oscuro y nebuloso, las palabras eran como luces.
No le estaba permitido a Yuli entrar en otra parte de Pannoval —el Santuario— que aparecía frecuentemente en las conversaciones susurradas. Se podía llegar por las galerías y las escaleras desde el Mercado; pero había allí guardias de la milicia, y tenían mala reputación. Nadie se aventuraba voluntariamente por los recodos de ese camino. En el Santuario residían la milicia, que velaba día y noche por las leyes de Pannoval, y los sacerdotes, que velaban día y noche por las almas de los ciudadanos.