Heliconia - Primavera (10 page)

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Authors: Bryan W. Addis

Las voces se elevaron ligeramente en la gran iglesia sombría, hueca como una cisterna.

La oscuridad será nuestro vestido siempre; y al pecador obligaremos a cantar. Somos ahora sacerdotes, sacerdotes supremos, dorados ante la vieja mirada de Akha, armados con antiguos derechos.

Había una vela solitaria entre la figura del cardenal sentado y los jóvenes. El anciano permaneció inmóvil durante toda la ceremonia; quizá dormía. La brisa inclinaba hacia él la llama. En el fondo estaban los tres maestros que habían instruido a los jóvenes en el camino al sacerdocio. Yuli veía apenas a Sifans, que alzaba la nariz como un roedor satisfecho, asintiendo ante el canto. No había milicianos ni phagors.

Al final de la ceremonia, la vieja figura vestida de blanco y negro y adornada con cadenas de oro se incorporó, puso las manos encima de la cabeza de Yuli y entonó una plegaria por los iniciados:

—… y haz que penetremos cada vez más profundamente, oh antiguo Akha, en las cavernas de tu pensamiento, hasta que descubramos dentro de nosotros mismos los secretos de ese océano sin límites ni dimensiones que el mundo llama vida, pero que según sabemos unos pocos privilegiados, es todo lo que hay más allá de la vida y de la muerte…

Se oyó entonces el corno, y la música inundó Lathorn y el corazón de Yuli.

Al día siguiente le encomendaron el primer trabajo: instalarse entre los prisioneros de Pannoval, y escuchar sus problemas. Con los sacerdotes recientemente ordenados se seguía un procedimiento establecido. Primero en Castigo, y luego en Seguridad, antes de que se les permitiera trabajar entre la gente común. Durante este proceso de endurecimiento, se les fortificaba alejándolos de la gente que había contribuido a que se ordenasen.

Castigo estaba llena de calor, ruido y teas ardientes. Había además guardias de la milicia, con sus phagors. La caverna era particularmente húmeda. La mayor parte del tiempo caía una fina llovizna. Cualquiera que levantara la vista podía ver las gotitas cayendo en una trayectoria torcida, movidas por el viento que soplaba de las estalactitas en lo alto.

Los guardias usaban botas de pesadas suelas que resonaban sobre el pavimento. Los blancos phagors no llevaban ninguna indumentaria, confiando en su protección natural.

La tarea del hermano Yuli consistía en compartir las horas de servicio con uno de los tres tenientes de la guardia, un hombre rudo llamado Dravog, que caminaba corno si estuviera aplastando escarabajos, y hablaba como si los estuviera masticando. Constantemente se golpeaba las polainas con la vara, en un irritante tamborileo. Todo lo que se hacía con los prisioneros era a golpes. Unos gongs regulaban los movimientos, y cualquier tardanza se castigaba con la vara. El estrépito era continuo. Los prisioneros se apiñaban corno un sombrío rebaño. Yuli tenía que admitir la violencia y en ocasiones remendar a las víctimas.

Pronto empezó a rechazar la descuidada brutalidad de Dravog; la permanente hostilidad de los prisioneros le atacaba los nervios. Los días pasados con el padre Sifans habían sido felices, aunque no siempre lo había apreciado. En este nuevo y duro ambiente echaba de menos la densa oscuridad; el silencio, la piedad, e incluso al mismo Sifans, a la vez amistoso y prudente. La amistad no era cosa que Dravog pudiera reconocer.

En un sector de Castigo había una caverna llamada Guiño. Allí unos grupos de prisioneros se ocupaban en demoler la pared posterior para ampliar el espacio. La tarea era infinita.

—Son esclavos, y tienes que golpearlos para que trabajen —decía Dravog. Durante un momento Yuli tuvo una visión poco grata de la historia: seguramente, gran parte de Pannoval había sido creada de ese modo.

Los escombros de la excavación eran transportados en unas burdas carretillas de madera, que necesitaban, para moverse, el esfuerzo de dos hombres, y que se llevaban a un lugar del Santuario donde el Vakk corría muy por debajo del suelo y donde había una fosa profunda.

En Guiño había una granja atendida por los prisioneros. Se cultivaba allí centeno noctífero para hacer el pan, y un torrente que manaba de la roca alimentaba un vivero de peces. Todos los días se sacaba cierta cantidad de peces grandes. Los peces enfermos se arrojaban a un lugar de la costa donde crecían enormes hongos comestibles. Un olor acre asaltaba a todo aquel que entrara en Guiño.

En otras cavernas había más granjas y minas de pedernal. Pero los movimientos de Yuli estaban casi tan circunscritos como los de los prisioneros. Guiño era un área cerrada. Se sorprendió cuando Dravog, hablando con otro guardia, dijo que un pasaje lateral conducía al Mercado. ¡Mercado! El nombre evocaba el bullicioso lugar que había dejado atrás en una vida diferente, y pensó con nostalgia en Kyale y en su mujer. «Nunca serás un buen sacerdote», se dijo.

Sonaron los gongs, los guardias gritaron, los prisioneros se movieron de mala gana. Los phagors iban y venían torpemente y de vez en cuando cambiaban alguna palabra gutural. Yuli los aborrecía. Estaba mirando cómo cuatro prisioneros pescaban en la piscina bajo la mirada de uno de los guardias de Dravog. Para hacerlo, los hombres tenían que meterse en el agua helada hasta la cintura. Cuando la red estaba llena, se les permitía salir del agua y arrastrar la red a la costa.

Los peces —gotas, de nombre— eran blancuzcos, con ojos ciegos y azules, y se debatían desesperadamente fuera del agua.

Pasó entonces una carretilla de escombros, empujada por dos prisioneros. Una rueda tropezó con una piedra. El prisionero que estaba del mismo lado vaciló y cayó. Al caer, golpeó a uno de los pescadores, un joven que se había inclinado para alcanzar un extremo de la red, y que se precipitó de cabeza al agua.

El guardia gritó y lo golpeó con la vara. El phagor próximo se adelantó y alzó al prisionero que había caído al suelo. Dravog y otro guardia se acercaron a la carrera, a tiempo para golpear en la cabeza al prisionero joven que intentaba salir de la piscina.

Yuli aferró el brazo de Dravog.

—Déjalo en paz. Fue un accidente. Ayúdalo a salir.

—No está permitido que nadie entre en la piscina por su cuenta —respondió neciamente Dravog, apartando a Yuli y volviendo a descargar la vara.

El prisionero emergió con la cabeza chorreando agua y sangre. Otro guardia apareció sacudiendo la vara, que zumbaba en la lluvia. Un phagor venía detrás, con los ojos brillando en la sombra. El guardia se quejó por haber llegado tarde a la diversión. Junto con Dravog y los demás guardias llevó a puntapiés al sofocado prisionero, de vuelta a la celda de la caverna próxima.

Cuando cesó la conmoción y la multitud se dispersó, Yuli se acercó con cautela a la celda, a tiempo para oír al prisionero que llamaba desde la celda vecina: —Usilk, ¿estás bien?

Yuli fue al despacho de Dravog y tomó la llave maestra. Sacó también una lámpara de aceite de un nicho, abrió la puerta de la celda, y entró.

El prisionero yacía en el suelo, en una charca de agua. Se sostenía el torso con las manos, de modo que el contorno de los omóplatos se le marcaba claramente en la camisa. La cabeza y una mejilla le sangraban.

Miró con hosquedad a Yuli, y luego, sin cambiar de expresión, dejó caer nuevamente la cabeza.

Yuli examinó la cabeza mojada y golpeada. Preocupado, se agachó junto al hombre, colocando la lámpara en el suelo sucio.

—Fuera, monje —gruñó el hombre.

—Te ayudaré si puedo.

—No puedes. ¡Fuera!

Durante un momento estuvieron sin moverse ni hablar mientras el agua y la sangre se combinaban en la charca.

—Te llamas Usilk, ¿verdad?

No hubo respuesta. El rostro delgado miraba el suelo.

—¿Tu padre se llama Kyale? ¿Y vive en Vakk?

—Déjame en paz.

—Lo conozco. Lo he conocido bien. Y a tu madre. Ella me cuidó.

—Ya me has oído. —Con brusca energía, el prisionero se arrojó contra Yuli, golpeándolo débilmente. Yuli se desprendió de él, rodó y se puso en pie de un salto, como un asokin. Estaba a punto de atacar, pero se contuvo. Trató de dominarse y retrocedió. Sin una palabra, recogió la lámpara y salió de la celda.

—Ése es peligroso —le dijo Dravog, permitiéndose una sonrisa a expensas de Yuli al advertir lo agitado que estaba. Yuli fue a la capilla de los hermanos, y rezó a Akha, en la oscuridad, una plegaria que no obtuvo respuesta.

En Mercado, Yuli había oído una historia que los sacerdotes del Santuario no desconocían, acerca de cierto gusano.

Ese gusano había sido enviado por Wutra, el malvado dios de los cielos. Wutra había puesto el gusano en el laberinto de galerías de la montaña sagrada de Akha. El gusano era grande y largo, casi del diámetro de las galerías. Era viscoso y se deslizaba en silencio en la oscuridad, y la gente sólo oía el siseo del aliento entre los labios blandos. Comía seres humanos. En un momento, estaban seguros; en el siguiente, oían el maligno jadeo, y el susurro de los largos bigotes que se rozaban entre sí, y eran devorados.

Un equivalente espiritual del gusano de Wutra se movía de un lado a otro por los laberintos de la mente de Yuli. Yuli no podía dejar de ver, en los hombres escuálidos y en la sangre del prisionero, el abismo que había entre la predicación y la práctica del culto de Akha. No era que la predicación fuese demasiado mística, pues insistía sobre todo en el servicio, ni que la vida fuese tan mala; lo que le inquietaba era la contradicción.

Recordó algo que le había dicho el padre Sifans: «No es la santidad lo que conduce al hombre al servicio de Akha. Más frecuentemente es un pecado como el tuyo.» Eso implicaba que muchos sacerdotes eran asesinos y criminales, poco mejores que los prisioneros. Sin embargo, mandaban sobre los prisioneros. Tenían poder.

Yuli cumplía sus tareas de mala gana, sonreía menos que antes. Nunca se sentía feliz trabajando como sacerdote, y pasaba las noches rezando y los días meditando. Y trataba, en lo posible, de establecer algún tipo de contacto con Usilk.

Usilk lo rechazaba.

Finalmente, concluyó el período de Yuli en Castigo. Entró en un tiempo de meditación antes de empezar a trabajar en la Policía de Seguridad. Había observado a los miembros de esa rama de la milicia mientras visitaba las celdas, y había descubierto dentro de sí mismo el fantasma de una idea peligrosa.

Después de unos pocos días en Segundad, el gusano de Wutra se hizo aún más activo en la mente de Yuli. El trabajo consistía en ver cómo golpeaban e interrogaban a los prisioneros, y en administrar la bendición final cuando morían. Yuli tenía un aspecto cada vez más sombrío, y por fin sus superiores lo elogiaron y le permitieron atender personalmente algunos casos.

Los interrogatorios eran simples, porque había pocas formas de crimen. La gente robaba, estafaba o blasfemaba. O se metía en las zonas prohibidas o conspiraba. Este último había sido el crimen de Usilk. Algunos incluso intentaban huir al reino de Wutra, bajo el cielo. Yuli comprendió entonces que el mundo subterráneo padecía una especie de enfermedad: toda la gente con poder temía una revolución. Esa enfermedad crecía en la sombra, y explicaba las pequeñas y minuciosas leyes que gobernaban la vida en Pannoval. La población, incluyendo a los sacerdotes, era de seis millares y tres cuartos, y todos pertenecían obligatoriamente a una corporación o a una orden. Todas las viviendas, corporaciones, órdenes, dormitorios, estaban infiltrados por espías, que a su vez eran vigilados por otros espías infiltrados. La oscuridad engendraba desconfianza, y algunas de las víctimas desfilaban, abyectas, ante el hermano Yuli.

Aunque despreciándose a sí mismo, Yuli descubrió que hacía bien el trabajo. Tenía suficiente simpatía como para conseguir que la víctima bajase la guardia, y suficiente furia destructiva para arrancarle la verdad. Con el tiempo desarrolló cierto interés profesional por esas tareas. Y sólo cuando se sintió seguro pidió que le trajeran a Usilk.

Al concluir la tarea de cada día, se celebraba un servicio en la caverna llamada Lathorn. La asistencia era obligatoria para los sacerdotes y optativa para los miembros de la milicia. La acústica de Lathorn era excelente: el coro y los músicos inundaban el aire oscuro con hinchadas olas de sonido. Yuli tocaba desde hacía poco un instrumento.

Era cada día más diestro con el corno, instrumento de bronce no mayor que una mano, que al comienzo había despreciado al ver a los demás músicos con sus enormes vrachs, gaitas, baranboims y dobles clows. Pero el diminuto corno podía transformarle el aliento en unas notas que volaban tan alto como el childrim, hacia la nublada bóveda de Lathorn, por encima de la melodía de las conspiraciones. Con ellas volaba también el espíritu de Yuli, al son tradicional de «Enjaezado», «En la penumbra de Akha», y del hermoso contrapunto de «Oldorarido», el tema favorito de Yuli.

Una noche, después del servicio, Yuli salió de Lathorn con un sacerdote llamado Bervin, y juntos recorrieron las sepulcrales avenidas del Santuario, pasando los dedos sobre los nuevos bajorrelieves en que trabajaban los tres hermanos Kilandar. Ocurrió que se encontraron con el padre Sifans, que también se paseaba nervioso, recitando en voz baja una letanía. Se saludaron cordialmente. Luego Bervin se alejó con una excusa cortés, y Yuli y el padre Sifans pudieron hablar a solas.

—No me siento contento después del trabajo, padre. La oración no me ha hecho bien.

Como de costumbre, Sifans respondió oblicuamente.

—He oído magníficos informes sobre tu labor, hermano Yuli. Tienes que intentar nuevos adelantos. Entonces te ayudaré.

—Eres bondadoso. Recuerdo lo que me has dicho —Yuli bajó la voz— acerca de los Guardianes. Una organización a la que puedes ofrecerte como voluntario, ¿verdad?

—No. Dije que hay que ser elegido.

—¿Y cómo podría proponer mi nombre?

—Akha te ayudará cuando sea necesario —rió Sifans—. Y ahora que eres uno de los nuestros, me pregunto si… ¿No has oído hablar de una orden que está por encima de los Guardianes?

—No, padre. Sabes que no escucho habladurías.

—Tendrías que hacerlo. Las habladurías son la vista para un ciego. Pero si eres tan virtuoso, nada te diré de los Apropiadores.

—¿Los Apropiadores? ¿Quiénes son?

—No, no, no temas, no te diré una palabra. ¿Por qué habría de llenarte la cabeza con organizaciones secretas, o con cuentos de lagos secretos, libres de hielo? Todas esas cosas pueden ser mentiras, al fin y al cabo. Leyendas, como el gusano de Wutra.

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