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Authors: Bryan W. Addis

Heliconia - Primavera (8 page)

La celda era pequeña, húmeda y oscura.

Cuando se recobró de la sorpresa de encontrarse solo, examinó cautelosamente el lugar. La prisión no tenía otras comodidades que un canalón maloliente y un banco largo y bajo para dormir. Yuli se sentó en él y hundió la cara en las manos.

Tenía mucho tiempo para pensar. Los pensamientos, en la impenetrable oscuridad, parecían tener vida propia, como si fueran imágenes de un delirio. Imágenes de gente que había conocido, y de otros a quienes no había visto nunca, le iban y venían por la mente, ocupadas en misteriosas actividades.

—Madre —exclamó. Allí estaba Onesa, como había sido antes de la enfermedad, delgada y activa, con una larga cara seria que delante de su hijo se transformaba a menudo en una sonrisa, aunque era una sonrisa contenida, con los labios apenas entreabiertos. Traía al hombro un montón de ramas secas, y una pequeña piara de cerdos negros corría delante. El cielo era de un azul refulgente. Batalix y Freyr estaban a la vista. Onesa y Yuli salían del bosque de alerces por el sendero y la luz los deslumbraba. Nunca había visto un azul semejante: parecía teñir la nieve e inundar el mundo.

Al frente había un edificio ruinoso. Aunque sólidamente construido mucho antes, la intemperie lo había partido como si fuera un hongo seco. Tenía unos escalones bajos, en ruinas. Onesa dejó caer el hato y subió con tal rapidez los escalones que estuvo a punto de resbalar. Tenía las manos enguantadas, y tarareaba una canción en el aire vibrante.

Yuli rara vez la había visto de tan buen humor. ¿Por qué estaba ahora así? ¿Por qué no se sentía tan bien con mayor frecuencia? No se atrevía a hacer directamente estas preguntas, pero deseaba una respuesta personal y preguntó: -¿Quién ha construido esto, madre?

—No lo sé. Probablemente la familia de mi padre, hace mucho. Eran gente rica, con depósitos de grano.

Conocía la leyenda de la rica familia de su madre y los depósitos de grano. Subió los escalones y empujó una puerta que no se quería abrir. Lo recibió un torbellino de nieve. Allí estaba el cereal dorado, en montones, suficiente para todos ellos. De pronto el cereal empezó a correr hacia él como un río, cayendo en cascada escaleras abajo. Y en el grano asomaron con dificultad dos cuerpos muertos como intentando emerger a la luz.

Yuli se puso de pie con un grito, y fue hacia la puerta de la celda. No podía comprender de dónde venían esas alarmantes visiones; no parecían ser parte de él.

Pensó para sus adentros:
Los sueños no son cosa para ti; eres duro y sabes escabullirte. Recuerdas ahora a tu madre, pero nunca le demostrabas afecto. Temías demasiado el puño de tu padre… Creo realmente que odiaba a mi padre. Creo que me alegré cuando los phagors se lo llevaron. ¿No es así?

No, no… Ha sido la experiencia lo que me ha endurecido… Eres duro y te escabulles; duro y cruel. Has matado a. esos dos hombres. ¿Qué quieres hacer de ti? Mejor será que confieses y veas lo que ocurre. Queredme, queredme…

Sé tan poco. Es así. El mundo… Quieres saber la verdad. Akha tiene que saber. Esos ojos lo ven todo. Pero yo… Eres tan pequeño… La vida no es más que una de esas ideas raras que nacen cuando hay un childrim en lo alto.

Se asombró de sus propios pensamientos. Por último llamó a los guardias, para que abrieran la puerta, y supo que había estado tres días en la celda.

Durante un año y un día, Yuli sirvió en el Santuario como novicio. No se le permitía abandonar la zona. Vivía en un entorno monástico y nocturno, sin saber si Freyr y Batalix atravesaban el cielo solos o separados. El deseo de correr por el desierto blanco lo abandonó poco a poco, borrado por la majestuosa penumbra del Santuario.

Había confesado el crimen a los dos hombres. No hubo castigo.

El sacerdote delgado y ceniciento, de ojos parpadeantes, el padre Sifans, estaba a cargo de Yuli y los demás novicios.

Unió las manos y dijo: —El infortunado incidente del crimen está sellado ahora, detrás del muro del pasado. Pero no lo olvides nunca; no llegues a creer que nunca ha ocurrido. Como los suburbios de Pannoval, todas las cosas están entrelazadas. Tu pecado y tu deseo de servir a Akha son una misma cosa. ¿Creías que era la santidad lo que lleva a los hombres a servir a Akha? No es así. El pecado es un motor más poderoso. Abraza las tinieblas: a través del pecado comprenderás tus propios defectos.

Pecado era una palabra que en esa época estaba con frecuencia en los labios del padre Sifans. Yuli lo miraba con el interés y la atención de un verdadero discípulo. A solas imitaba el movimiento de los labios de Sifans, repitiendo lo que tenía que aprender de memoria.

El padre tenía su propio apartamento privado, adonde se retiraba después de la instrucción; pero Yuli dormía con otros novicios en un dormitorio que parecía un nido de oscuridad dentro de la oscuridad. No se les permitía ningún placer; tenían prohibidas las canciones, la bebida, las mujeres, las distracciones, y la comida era frugal, escogida entre las ofrendas que los suplicantes llevaban diariamente a Akha.

—No me puedo concentrar. Tengo hambre —dijo un día a su instructor.

—El hambre es universal. No podemos esperar que Akha nos lo dé todo. Nos ha defendido contra las hostiles fuerzas exteriores, generación tras generación.

—¿Qué es más importante, el individuo o la supervivencia?

—Un individuo es importante a sus propios ojos; pero las generaciones tienen prioridad.

Yuli estaba aprendiendo a discutir como el sacerdote, paso a paso.

—Pero las generaciones están hechas de individuos.

—Las generaciones no son sólo la suma de los individuos. Tienen también aspiraciones, planes, historias, leyes propias. Y por encima de todo tienen una cierta continuidad. Encierran el pasado tanto como el futuro. Akha se niega a ocuparse de los individuos, de modo que éstos han de ser sometidos, y sofocados si es preciso.

Astutamente, el padre enseñaba a Yuli a discutir. Por una parte, tener una fe ciega; por otra, no olvidar la razón. Para aquel largo viaje a través de los años, la comunidad sepultada necesitaba de todas las defensas, la plegaria y el raciocinio. Los versos sagrados afirmaban que en algún momento del futuro el combate solitario de Akha podía terminar en derrota. Entonces un fuego caería del cielo sobre el mundo. Era preciso ahogar al individuo para evitar esas llamas.

Yuli recorría las bóvedas mientras se le ocurrían estas ideas. Habían trastocado la comprensión que él tenía del mundo; y por esto mismo le parecían tan atrayentes, puesto que cada nueva y revolucionaria perspectiva acentuaba aún más el anterior estado de ignorancia.

Entre tantas privaciones, algunos deleites sensoriales conseguían sosegarlo. Los sacerdotes se orientaban en el oscuro laberinto leyendo las paredes, un misterio en el que Yuli fue iniciado pronto. Y había otra guía, destinada a dar placer. La música. Al principio, Yuli, en su inocencia, creyó que oía a los espíritus. No podía saber qué era esa tintineante melodía tañida en un vrach de una sola cuerda. Jamás había visto un vrach. Si no era un espíritu, ¿era acaso el gemido del viento en alguna fisura de la roca?

Sentía una alegría tan secreta que a nadie hizo preguntas sobre ese sonido, ni siquiera a sus compañeros, hasta que un día, inesperadamente, Sifans lo llevó a un servicio religioso. Los coros eran imponentes, y también las monodias, en que una sola voz se levantaba contra los abismos de la oscuridad; pero lo que más gustaba a Yuli era la intervención de las voces inhumanas, los instrumentos de Pannoval.

Jamás se había oído algo similar en las Barreras. La única música que las tribus conocían era un prolongado golpeteo en tambores de piel, el sonido de unos huesos de animales que se entrechocaban, y las palmadas de las manos humanas, acompañando a un canto monótono. La lujuriosa complejidad de la nueva música convenció a Yuli de que había despertado realmente a la vida espiritual. Había, en particular, una melodía que lo fascinaba irresistiblemente. Se llamaba «Oldorando» y tenía una parte instrumental que se elevaba sobre todas las demás, se hundía luego entre ellas, y por último se retiraba a un melódico refugio propio.

La música se convirtió para Yuli casi en una alternativa de la luz. Cuando hablaba con los demás novicios descubría que apenas compartían esa exaltación. Sin embargo, llegó a pensar que ellos tenían con Akha un compromiso mucho mayor que el suyo. La mayoría de los novicios amaba u odiaba a Akha desde el nacimiento; Akha era para ellos más, real que para Yuli.

Cuando debatía estas cuestiones durante las escasas horas dedicadas al sueño, Yuli se sentía culpable por no ser como los otros novicios. Amaba la música de Akha. Era un nuevo lenguaje. Pero, ¿no era acaso la música una creación del hombre y no de… ?

Apenas sofocó esa duda, apareció otra. ¿Y el lenguaje de la religión? ¿No era también una invención de los hombres, y quizá de hombres agradables y poco prácticos, como el padre Sifans?

«La fe no es paz sino tormento; sólo la Gran Guerra es paz. » Al menos, esa parte del credo era cierta.

Yuli se atenía, sin embargo, a su propio criterio, y no buscaba la compañía de los otros novicios.

Se reunían para las lecciones en un salón bajo, húmedo y neblinoso llamado Grieta, a veces en la oscuridad total, a veces a la luz de unas mechas que llevaban los padres. Cada lección terminaba con un rito peculiar, que hacía reír a los novicios más tarde en el dormitorio: el sacerdote apretaba la mano contra la frente de los novicios, y les señalaba el cerebro. Los dedos de los sacerdotes eran ásperos de tanto palpar las paredes mientras se movían rápidamente por los laberintos del Santuario, incluso en la más negra tiniebla.

Cada novicio se sentaba en un curioso banco de ladrillos de arcilla, frente al instructor. Cada banco estaba decorado con un bajorrelieve distinto, para poder identificarlos en la oscuridad. El instructor se sentaba a horcajadas en una montura de arcilla, a mayor altura.

Cuando sólo habían pasado unas semanas desde el comienzo de las clases, el padre Sifans anunció el tema de la herejía. Hablaba en voz baja, tosiendo. Peor que no creer era creer erróneamente. Yuli se inclinó hacia adelante. Ni él ni Sifans tenían luz; pero la llamita fluctuante del instructor de la clase próxima ponía un nimbo anaranjado en torno de la cabeza de Sifans y le echaba una sombra sobre la cara. La túnica blanca y negra le desintegraba por completo el contorno de la figura, y lo confundía con la oscuridad. La niebla giraba alrededor, y seguía a quienes caminaban con lentitud, practicando la lectura de paredes. Toses y murmullos llenaban la caverna. El agua goteaba incesantemente, como una campanilla.

—Un sacrificio humano, padre, ¿has dicho un sacrificio humano?

—El cuerpo es precioso, el espíritu prescindible. Este hombre ha hablado contra los sacerdotes, diciendo que tenían que ser más frugales… Ya habéis avanzado bastante en los estudios para asistir a la ejecución… Un ritual de tiempos bárbaros…

Los ojos nerviosos, dos puntitos anaranjados, brillaron en la oscuridad como una señal lejana.

Cuando llegó la hora, Yuli atravesó las lúgubres galerías tratando nerviosamente de leer las paredes con los dedos. Entraron en la caverna mayor, llamada Estado. Allí las luces estaban prohibidas. Se oyeron unos susurros mientras los sacerdotes se congregaban. Yuli se aferró subrepticiamente al ruedo de la túnica del padre Sifans, para no perderlo. Luego la voz de un sacerdote declamó la historia de la larga guerra entre Akha y Wutra. La noche era de Akha, y los sacerdotes protegían a la grey durante la batalla de la larga noche. Quienes se oponían a los guardianes, debían morir.

—Traed al prisionero.

Se hablaba mucho de prisioneros en el Santuario, pero éste era especial. Se oyó el ruido de las pesadas sandalias de la milicia, y de algo que era arrastrado por el suelo. Después, la luz.

Una ardiente columna de luz. Los novicios quedaron boquiabiertos. Yuli reconoció la vasta sala por donde había pasado con Sataal, mucho antes. La fuente de la luz, como entonces, estaba muy alta. Era enceguecedora.

En la base de la columna luminosa había una figura humana, atada a un marco de madera, con los brazos y las piernas abiertos. Estaba de pie, y desnuda.

Cuando el prisionero gritó, Yuli reconoció esa cara apasionada, cuadrada, enmarcada en pelo corto. Era el joven a quien había oído hablar una vez en Prayn: Naab.

También la voz y el mensaje eran reconocibles: —Sacerdotes, no soy vuestro enemigo, aunque me tratéis como tal, sino vuestro amigo. De generación en generación habéis caído poco a poco en la inercia. Sois menos, y Pannoval muere. No nos contentemos con adorar a Akha. ¡No! Tenemos que luchar a su lado. Tenemos que sufrir. Tenernos que desempeñar nuestro papel en la gran guerra entre el cielo y la tierra. Tenemos que reformarnos y purificarnos.

Detrás de la figura atada había hombres de la milicia, con yelmos que resplandecían a la luz. Llegaron otros con teas humeantes, y acompañados por phagors. Se detuvieron. Alzaron las teas y el humo se elevó en serenas volutas. Un rígido cardenal se adelantó, vestido con la túnica blanca y negra y tocado con una mitra muy adornada. Golpeó tres veces el suelo con una vara dorada, chillando en olonets sacerdotal: —Que se cumpla, que se cumpla, que se cumpla… Oh, Gran Akha, dios guerrero, ¡ven! —sonó una campana.

Una segunda columna de brillante luz blanca solidificó la noche circundante. Detrás del prisionero, los phagors y los soldados apareció Akha, subiendo junto con la luz. Akha. Un murmullo de expectación corrió por la muchedumbre. Era una escena espectral. La milicia y las grandes bestias blancas parecían casi transparentes; Akha marmóreo en el pilar de luz; todo como incrustado en obsidiana. En esa representación, la cabeza semihumana del dios estaba inclinada hacia adelante, la boca abierta, los ojos tan ciegos como siempre.

—Toma esta vida insatisfactoria, oh gran Akha, y úsala para tu propia satisfacción.

Los funcionarios se adelantaron. Uno hizo girar una manivela a un lado del marco que sostenía al prisionero. El marco crujió. El prisionero gimió una vez, mientras el cuerpo se le doblaba hacia atrás.

Dos capitanes se acercaron, trayendo un phagor. Los grandes cuernos aserrados de la bestia estaban recubiertos de plata y se elevaban casi hasta las cejas de los hombres. El phagor se sostenía en la postura típica, habitual, con la cabeza echada hacia adelante; y el largo pelaje blanco se le estremecía en la corriente de aire que pasaba por el Estado.

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