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Authors: Bryan W. Addis

Heliconia - Primavera (7 page)

Le asombró su propia confusión, que no disminuyó mientras entraba en Reck y veía una parte mayor del dios de piedra. Naab había dicho que los humanos tenían reservado un papel en la batalla entre el cielo y la tierra. Yuli sentía esa lucha dentro de sí.

Los juegos eran muy excitantes. A las carreras y el lanzamiento de jabalinas, siguieron las luchas entre humanos y phagors de cuernos aserrados. Luego vino el tiro al murciélago; Yuli emergió de su piadosa confusión y miró el excitado bullicio. Tenía miedo de los murciélagos. La bóveda de Reck estaba atestada de esas criaturas peludas, que colgaban allá arriba con alas membranosas. Los arqueros se adelantaban por turno y disparaban unas flechas que llevaban hebras de seda. Los murciélagos heridos caían revoloteando, y eran inmediatamente remitidos a la olla.

La vencedora fue una muchacha de cabellos negros y largos. Llevaba un vestido rojo vivo ajustado al cuello y que le llegaba a los pies; tendía el arco y disparaba con más precisión que cualquier hombre. Se llamaba Iskador, y la multitud la aplaudió con entusiasmo, y nadie más que Yuli.

Luego hubo combates de gladiadores, hombres contra hombres y hombres contra phagors, y la sangre y la muerte cubrieron la arena. Pero todo el tiempo, incluso cuando Iskador tendía el arco y el hermoso torso, Yuli sentía con gran alegría que había encontrado una fe sorprendente. Y pensaba que la confusión interior se le aclararía con un mayor conocimiento.

Recordó las leyendas que había oído junto al fuego, al lado de su padre. Los mayores hablaban de los dos centinelas del cielo. Contaban que los hombres de la tierra habían ofendido en cierta ocasión al dios de los cielos, cuyo nombre era Wutra. Entonces Wutra había despojado a la tierra de su calor. Y ahora los centinelas esperaban la hora del retorno, cuando Wutra volvería a mirar con afecto a la tierra, y á ver si los hombres se conducían mejor. En ese caso, suprimiría el hielo.

Yuli se veía obligado a reconocer que su pueblo era salvaje, como decía Sataal. De otro modo, ¿cómo habría permitido su padre que lo capturaran los phagors? Pero con todo, tenía que haber alguna verdad en esas leyendas. En Pannoval se conocía una versión más razonada de la misma historia. Según ella, Wutra era sólo una deidad menor; pero vengativa, y estaba perdida en el cielo. El peligro que los amenazaba procedía del cielo. Akha era el gran dios de la tierra: gobernaba las profundidades, donde se sentía seguro. Los dos centinelas no eran benignos; por encontrarse en el cielo, pertenecían a Wutra, y podían volverse contra la humanidad.

Los versos que había aprendido de memoria empezaban a cobrar sentido. De ellos brotaba la luz, y Yuli murmuraba con placer lo aprendido con dolor, mirando al mismo tiempo el rostro de Akha:

El cielo derrama excesos, el cielo no da esperanzas; la tierra de Akha protege contra estas asechanzas.

Al día siguiente, se presentó humildemente ante Sataal y le dijo que se había convertido.

El sacerdote lo miró con su cara grave y pálida, tamborileando con los dedos sobre las rodillas.

—¿Cómo te has convertido? En estos días la mentira flota sobre las viviendas.

—Miré el rostro de Akha. Por primera vez, vi claramente. Ahora mi corazón está abierto.

—Hace unos días detuvieron a otro falso profeta.

Yuli se golpeó el pecho.

—Lo que siento dentro de mí no es falso, padre.

—No es tan fácil —respondió el sacerdote.

—Sí, es fácil, es fácil. Ahora todo será fácil. —Cayó a los pies del sacerdote, llorando de júbilo.

—Nada es fácil.

—Te debo todo, padre. Ayúdame. Quiero ser un sacerdote, como tú.

Durante los días siguientes, recorrió las calles y las viviendas, observando cosas nuevas. Ya no se sentía incrustado en las tinieblas ni sepultado bajo tierra. Se encontraba en una región favorecida, y protegida de los crueles elementos que habían hecho de él un salvaje. Sabía qué beneficiosa era esa escasa luz.

Veía ahora también qué hermosas eran las grutas de Pannoval. En el curso de los años, las cavernas habían sido decoradas por artistas. Había muros enteros cubiertos de pinturas y bajorrelieves, y muchos de ellos ilustraban la vida de Akha o las grandes batallas que había librado, así como las que libraría más tarde, cuando los humanos confiaran otra vez en él. Allí donde el tiempo había borrado las pinturas, se habían pintado otras nuevas. Y había siempre artistas en actividad, con frecuencia encaramados en andamios que se elevaban como esqueletos de animales míticos de largo cuello.

—¿Qué te ocurre, Yuli? —preguntó Kyale—. Pareces distraído.

—He tornado una decisión. Seré sacerdote.

—No te lo permitirán. Has venido de fuera.

—Mi sacerdote hablará con las autoridades.

Kyale se pellizcó la melancólica nariz, y bajó lentamente la mano hasta que la operación se desplazó a un extremo del bigote, mientras miraba a Yuli. Los ojos de Yuli se habían habituado tanto a la oscuridad que alcanzaba a distinguir todos los cambios de expresión en el rostro de su amigo. Cuando Kyale se alejó sin decir palabra hasta el fondo de la tienda, Yuli lo siguió.

Retorciéndose de nuevo el bigote, Kyale apoyó la otra mano en el hombro de Yuli.

—Eres un buen muchacho. Me recuerdas a Usilk, pero no hablaremos de eso… Escúchame: Pannoval no es hoy como cuando yo era niño y corría descalzo por los bazares. No sé qué ha ocurrido, pero ya no hay paz. Todo esto que se dice acerca de cambios… es un disparate, a mi juicio. Los sacerdotes mismos hablan. Y hay exaltados que predican la reforma. Pienso que lo mejor es enemigo de lo bueno. ¿Sabes qué quiero decir?

—Sí, sé qué quieres decir.

—Está bien. Quizá creas que el sacerdocio es tarea sencilla. Puede ser. Pero en estos tiempos no me parece recomendable. No es tan… seguro como antes, si me crees. Están inquietos. He oído decir que han ejecutado a sacerdotes heréticos en el Santuario. Harías mejor en quedarte a mi lado, trabajando aquí. ¿Comprendes? Te lo digo por tu propio bien.

Yuli miraba el suelo desgastado.

—No puedo explicar cómo me siento, Kyale. Quizás esperanzado… Creo que las cosas tendrían que cambiar. Yo mismo querría cambiar, aunque no sé cómo.

Suspirando, Kyale retiró la mano.

—Si ésa es la decisión que quieres tomar, muchacho… No digas que no te he advertido.

A pesar del carácter gruñón de Kyale, a Yuli le conmovía que se preocupara por él. Kyale habló con su mujer de las intenciones de Yuli. Cuando por la noche él volvió a su pequeña habitación circular, Tusca apareció en la puerta.

—Los sacerdotes pueden ir adonde quieran. Si te conviertes en un iniciado, podrás entrar en el Santuario.

—Supongo que sí.

—Entonces podrás averiguar qué le ha ocurrido a Usilk. Hazlo por mí. Dile que sigo pensando en él. Y si tienes alguna noticia, ven a contármela.

La mujer le puso la mano en el brazo. Yuli sonrió.

—Eres buena, Tusca. ¿Los rebeldes que desean derribar al gobierno de Pannoval no tienen noticias de tu hijo?

Tusca estaba asustada.

—Yuli, cambiarás por completo cuando seas sacerdote. No diré más, para no atraer males al resto de mi familia.

Yuli bajó la vista.

—Que Akha me hiera si alguna vez te hago daño.

Cuando volvió a ver al sacerdote, también estaba presente un soldado, de pie detrás de Sataal, junto a un phagor sujeto por una correa. El sacerdote preguntó a Yuli si lo daría todo por seguir el camino de Akha. Yuli respondió que sí.

—Así será, entonces. —Sataal dio una palmada y el soldado se marchó. Yuli comprendió que había perdido lo poco que tenía; todo, menos las ropas que llevaba y el cuchillo que su madre le había dado, quedaría en manos de la milicia. Sin decir otra palabra, Sataal se volvió, le hizo una seña con un dedo, y echó a andar hacia la parte posterior del Mercado. Yuli no podía hacer otra cosa que seguirlo, con el corazón latiendo rápidamente.

Cuando llegaron al puente de madera que atravesaba el abismo donde el Vakk corría y saltaba, Yuli miró hacia atrás, más allá de la atareada compra y venta, más allá del lejano arco de la entrada, y alcanzó a ver la nieve.

Por alguna razón pensó en Iskador, la muchacha de largos cabellos negros. Luego apresuró el paso para alcanzar al sacerdote.

Subieron a las terrazas de la zona reservada al culto, donde la gente pugnaba por depositar sus sacrificios a los pies de la imagen de Akha. Del otro lado había unas mamparas con intrincados dibujos. Sataal pasó más allá y lo condujo hacia un pasaje con escalones bajos. La luz empezó a disminuir así que dieron la vuelta en un recodo. Sonó una campanilla. Aturdido, Yuli trastabilló. Había llegado al Santuario antes de lo que pensaba.

Por una vez, en la atestada Pannoval, no había nadie cerca. Los pasos de Yuli y el sacerdote resonaban en el pasaje. Yuli no veía nada: el sacerdote que lo precedía era una impresión, una sombra dentro de la sombra. No se atrevía a detenerse ni a llamar. Lo que se le pedía era obediencia ciega, y todo lo que ocurriese era una prueba por la que tenía que pasar. Si Akha amaba la oscuridad ctónica, él también debía amarla. Pero sin embargo se sentía atacado por la
falta
de todo, el vacío que sus sentidos registraban sólo como un susurro.

Caminaron una eternidad penetrando en la tierra. Al menos, eso parecía.

Suave y bruscamente, llegó la luz. Brotó como una columna que atravesaba un inerte lago de tinieblas, creando en la superficie un círculo brillante hacia el que avanzaban dos criaturas acuáticas. La pesada figura del sacerdote, con un hábito blanco y negro que se le arremolinaba alrededor, se recortó contra la luz. Yuli creyó saber entonces dónde estaba.

No había paredes.

Era más aterrador que la oscuridad total. Se había acostumbrado tanto a los límites de la ciudad, a estar siempre cerca de un muro de roca, un tabique, la espalda de un compañero, el hombro de una mujer, que de pronto tuvo un ataque de agorafobia. Cayó al pavimento, jadeando, y con los miembros extendidos.

El sacerdote no se volvió. Llegó al punto iluminado sin detenerse. Yuli oyó el clac clac de las pisadas y vio que la figura se desvanecía detrás del nebuloso haz de luz.

Angustiado por ese abandono, el joven se incorporó y corrió hacia adelante. Cuando se sumergió en la luz, alzó los ojos. Allá en lo alto había un agujero por donde entraba la luz del día. Allá en lo alto estaban las cosas que había conocido siempre, a las que renunciaba ahora por un dios de las tinieblas.

Vio unas rocas ásperas. Comprendió que se encontraba en una caverna más grande y más alta que el resto de Pannoval. A una señal, quizá la campanilla que había oído, alguien había abierto en alguna parte una alta claraboya al mundo exterior. ¿Advertencia? ¿Tentación? ¿Sólo una broma dramática?

Tal vez las tres cosas, pensó, puesto que son tanto más inteligentes que yo. Siguió de prisa tras la figura del sacerdote. Un instante más tarde, sintió, más que vio, que la luz de detrás se desvanecía. La claraboya se había cerrado. Estaba nuevamente en una completa oscuridad.

Por fin llegaron al extremo opuesto de la grieta gigantesca, Yuli oyó que el sacerdote acortaba el paso. Sin vacilar, Sataal fue hacia una puerta y golpeó con los dedos. Luego de una pausa, la puerta se abrió. Una lámpara de aceite flotó en el aire, sobre la cabeza de una mujer anciana que olisqueaba constantemente. Los hizo pasar a un corredor de piedra antes de cerrar la puerta detrás de ellos.

Había alfombras en el suelo, y varias puertas. En ambas paredes, a la altura de la cintura, se extendía una estrecha franja en bajorrelieve que Yuli hubiese querido mirar más de cerca. Pero no se atrevía. No había otra decoración. La mujer que olisqueaba golpeó una de las puertas. Cuando alguien respondió dentro, Sataal abrió y le indicó a Yuli que entrara. Inclinándose, Yuli pasó junto al brazo estirado de su mentor, y entró en la habitación. La puerta se cerró. Fue la última vez que vio a Sataal.

La habitación estaba amueblada con piezas sueltas de piedra, cubiertas de tapices de colores, e iluminada por una lámpara doble de brazo de hierro. Había dos hombres sentados ante una mesa de piedra con unos documentos; sin sonreír, alzaron la vista. Uno era un capitán de milicias; tenía en la mesa el yelmo con la insignia de la rueda, junto al codo. El otro era un sacerdote ceniciento y delgado, de expresión más bien amistosa, que parpadeó como si la mera visión de Yuli lo sorprendiera.

—¿Yuli del Exterior? Si has llegado hasta aquí, has dado un paso en el camino que lleva a ser sacerdote del Gran Akha —dijo el sacerdote en voz aflautada—. Soy el padre Sifans, y en primer término he de preguntarte si tienes algún pecado que perturbe la paz de tu mente y que desees confesar.

A Yuli le había desconcertado que Sataal lo hubiese abandonado tan bruscamente, sin susurrar siquiera una despedida, aunque comprendía que debía olvidar ahora las cosas mundanas como el amor y la amistad.

—Nada que confesar —respondió hoscamente, sin mirar al sacerdote delgado.

—Mírame, joven. Soy el capitán Ebron, de la Guardia Norte. Tú has entrado en Pannoval con un trineo tirado por asokins. El tiro de asokins era el tiro de Garrona. Había sido robado a dos conocidos comerciantes de esta ciudad, llamados Atrimb y Prast, de Vakk. Los cuerpos se encontraron a pocas millas de aquí, atravesados por lanzas, como si les hubiesen dado muerte mientras dormían. ¿Qué dices de ese crimen?

Yuli miró el suelo.

—No sé nada.

—Pensamos que lo sabes todo. Si el crimen se hubiese cometido dentro del territorio de Pannoval, la pena sería de muerte. ¿Qué dices?

—No tengo nada que decir.

—Está bien. No puedes ser sacerdote mientras tengas esa culpa en la conciencia. Has de confesar tu crimen. Te encerrarán hasta que hables.

El capitán Ebron dio una palmada. Entraron dos soldados que se echaron encima de Yuli. Este se debatió un momento, probando fuerzas; le torcieron dolorosamente los brazos y salió sin resistirse más.

El Santuario, pensó, repleto de soldados y de sacerdotes… Pues sí que estoy en apuros. Qué necio he sido. Una víctima. Oh, padre, me has abandonado…

Jamás había sido capaz de olvidar a aquellos dos hombres. El doble asesinato le pesaba en el corazón, aunque siempre trataba de recordar que habían intentado matarlo. Muchas noches, acostado, en Vakk, miraba la bóveda distante y volvía a ver los ojos del hombre que se incorporaba e intentaba arrancarse la lanza.

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