Heliconia - Primavera (2 page)

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Authors: Bryan W. Addis

Una niebla cubría el rebaño, haciéndolo aún más indistinto. Era una niebla de calor, sudor, y pequeños insectos alados y voraces que sólo podían procrear al calor de los cuerpos de cascos nudosos.

Respirando más rápido, Yuli miró de nuevo: Oh, las criaturas que iban delante estaban ya ante las costas del helado Vark. Se acercaban más y más; el mundo era un solo animal multitudinario e ineludible. Volvió la cabeza y echó a su padre una mirada inquisitiva. Alehaw advirtió el movimiento, pero continuó mirando al frente con los dientes apretados, entornando los ojos bajo las acusadas protuberancias de las cejas. —Silencio —ordenó.

La marea viva alcanzó la ribera, fluyó por encima, se lanzó como una catarata al hielo escondido. Algunas criaturas, adultos torpes y pesados o jóvenes saltarines, tropezaron contra los troncos caídos, pateando furiosamente con las patas delgadas antes de ser atropellados por la presión del rebaño.

Ahora se podían distinguir animales aislados. Tenían las cabezas gachas. Los ojos, orlados de blanco, miraban fijamente. Unos hilos de saliva verde y espesa colgaban de muchas bocas. El frío helaba el vapor de los ollares, esparciendo partículas de hielo sobre la piel del cráneo. La mayoría de las bestias se movía penosamente, con la piel cubierta de harto, sangre, excrementos, o colgando en tiras allí donde la habían desgarrado los cuernos de algún animal vecino.

Los biyelks en particular, rodeados por las criaturas más pequeñas, alzando los enormes hombros de gruesa piel gris, caminaban con una especie de parsimoniosa incomodidad; revolvían los ojos cuando escuchaban los chillidos de los animales que caían, y comprendían que allá adelante los esperaba alguna especie de peligro amenazador, hacia el que era inevitable avanzar.

La masa de animales cruzaba el río helado, salpicando nieve. El ruido llegaba claramente a los dos observadores; no sólo el rumor de los cascos sino también las respiraciones roncas, y el continuo coro de gruñidos y resoplidos, el roce de los cuernos contra los cuernos, y el chasquido de las orejas que se sacudían para ahuyentar las moscas persistentes.

Tres biyelks pisaron a la vez el río helado. El hielo se rompió crujiendo como si chillara. Trozos de casi un metro de espesor afloraron a la superficie mientras los pesados animales caían hacia adelante. E1 pánico dominó a los yelks. Los que estaban sobre el hielo intentaron huir en todas direcciones. Muchos tropezaron y quedaron sepultados debajo de los demás. La grieta se alargó. E1 agua gris y embravecida se elevó en el aire. El río, rápido y frío, fluía, chocaba y se deshacía en espumas, como feliz de sentirse libre, y las bestias caían en él mugiendo, con las bocas abiertas.

Nada podía detener a los animales. Eran una fuerza natural, como el río mismo. Continuaban avanzando, borrando del todo a los compañeros que caían, cerrando las filosas heridas abiertas en el Vark, tendiendo un puente de cuerpos amontonados, hasta alcanzar la orilla más próxima.

Yuli se puso de rodillas y alzó la lanza de marfil, con los ojos brillantes. El padre lo retuvo tomándolo por el brazo.

—Mira, tonto: phagors —dijo, echando a Yuli una mirada colérica y desdeñosa, mientras señalaba el peligro con la lanza.

Yuli volvió a acomodarse en el suelo, agitado, tan asustado por la cólera del padre como por la idea de los phagors.

El rebaño de yelks se apretujaba contra la saliente rocosa bramando a ambos lados. La nube de moscas y bichos, con aguijones que zumbaban encima de los animales, rodeaba ahora a Yuli y Alehaw. Y Yuli miró a través de este velo, intentando ver a los phagors. Al principio no vio a ninguno.

Nada podía distinguirse sino la avalancha de seres vivos desgreñados, movidos por una compulsión que ningún hombre era capaz de comprender. Cubrían el río helado, las costas, el mundo gris hasta el remoto horizonte donde se ocultaba bajo las nubes pardas como una manta debajo de una almohada. Había cientos de miles de animales, y los mosquitos se cernían sobre ellos en una continua exhalación oscura.

Alehaw retuvo a su hijo contra el suelo y le indicó con una ceja peluda un lugar a la izquierda. Ocultándose detrás de la piel que les servía de vivaque, Yuli miró. Dos gigantescos biyelks se movían hacia ellos. Los anchos hombros cubiertos de piel blanca estaban casi a la altura del saliente. Cuando Yuli apartó los mosquitos que tenía ante los ojos, la piel blanca se resolvió en phagors. Eran cuatro, dos en cada biyelk, aferrados a las crines de las monturas.

Se preguntó cómo no los había visto antes. Aunque se confundían con las gigantescas monturas, mostraban la arrogancia de toda criatura que anda montada entre otras a pie. Se apretaban sobre los hombros de los biyelks, con las fantásticas cabezas vueltas hacia el terreno más alto, donde el rebaño se detendría a pastar. Los ojos les brillaban debajo de los cuernos curvados hacia arriba. De vez en cuando echaban un chorro de lecha blanca por la ranura de los poderosos ollares, para quitarse de encima los insectos molestos.

Las cabezas torpes giraban sobre los cuerpos macizos, cubiertos de arriba abajo de largos pelos blancos. Las criaturas eran enteramente blancas, excepto los ojos, de un rosado rojizo. Montaban como si fueran parte de los biyelks. Detrás de ellos, un rústico bolso de piel, con palos y armas, se bamboleaba de un lado a otro. Ahora que Yuli había advertido la naturaleza del peligro, vio otros phagors. Sólo los privilegiados montaban. El individuo común iba a pie, a paso acompasado con el de los animales. Mientras miraba, tan tenso que ni siquiera se atrevía a apartar las moscas, Yuli vio un grupo de cuatro phagors que pasaban a pocos metros. No habría tenido dificultad en clavar la lanza entre los omóplatos del jefe, si Alehaw se lo hubiera ordenado.

Yuli examinó con particular interés los cuernos. Aunque parecían lisos a la luz escasa, eran de bordes afilados, por dentro y por fuera, desde la base hasta la punta.

Yuli deseaba tener uno de esos cuernos. Los cuernos de phagor eran utilizados como armas en las zonas más salvajes de las Barreras. Era por esos cuernos que los hombres educados de las ciudades distantes, al abrigo de la tempestad en sus guaridas, llamaban a los phagors la raza de dos filos.

El primer ser de dos filos avanzaba intrépidamente. Le faltaba la articulación de la rodilla y caminaba de un modo poco natural, mecánicamente; y así venía recorriendo millas y millas. La distancia no era un obstáculo.

El largo cráneo, profundamente enclavado entre los hombros, se inclinaba hacia adelante. En los brazos llevaba unas tiras de cuero que sostenían unos cuernos con puntas de metal, para alejar a los animales que se acercaran demasiado. No tenía encima más armas; pero en el bulto que transportaba un yelk próximo había lanzas y un arpón. Algunos animales también cargaban equipaje de los phagors del grupo.

Detrás del jefe había otros dos machos (eso le pareció a Yuli) seguidos por una hembra phagor. Era de constitución más delicada y traía una especie de bolso sujeto a la cintura. Las ubres rosadas se balanceaban entre el largo pelaje blanco. Un niño phagor iba montado a hombros, incómodamente aferrado al cuello, y con la cabeza apoyada en la de la madre. Tenía los ojos cerrados. La hembra caminaba automáticamente, corno deslumbrada. No se podía saber cuántos días había estado andando con los demás, o desde qué distancia.

Y había más phagors, en los flancos de la tropa. Los animales no reparaban en ellos: los aceptaban, como aceptaban a los insectos, porque no había alternativa.

El tamborileo de los cascos era punteado por la respiración fatigosa, las toses, el viento. Otro sonido se elevó. La lengua del phagor que encabezaba el grupo vibró emitiendo una especie de zumbido o gruñido, un áspero ruido de tono variable, quizá destinado a alentar a los tres que lo seguían. El ruido aterrorizó a Yuli. Luego se desvaneció, como los phagors mismos. Pasaron más animales, y también otros phagors, sin que ningún obstáculo los detuviera. Yuli y su padre se quedaron donde estaban, escupiendo insectos de vez en cuando, esperando el momento de atacar y conseguir la carne que tanto necesitaban.

Antes del ocaso, el viento se alzó otra vez, soplando como antes desde los helados picos de las Barreras, sobre los rostros del ejército migratorio. Los phagors avanzaban con las cabezas bajas, los ojos entornados. Unos largos hilos de saliva les brotaban de las comisuras de los labios y se les congelaban sobre los hombros como se congela la grasa arrojada al hielo.

La atmósfera era de hierro. Wutra, el dios de los cielos, había retirado los chales de luz, envolviendo en nubes sus dominios. Quizás había perdido otra batalla.

Por debajo de esta oscura cortina, Freyr alcanzó el horizonte y al fin se hizo visible. Las nubes se desgarraron y revelaron al centinela, que fulguró en un escenario de cenizas doradas. Brillaba animosamente sobre la desierta inmensidad, pequeño y ardiente, con un disco que era apenas la tercera parte del disco de la estrella compañera, Batalix. Sin embargo, Freyr daba más luz.

Se hundió en el eddre del suelo y desapareció.

Era el tiempo de la media luz, que predominaba en el verano y en el otoño, y quizás lo único que diferenciaba esas estaciones de otras aún más crueles. La media luz difundía una borrosa penumbra en el cielo nocturno. Sólo durante el Año Nuevo, Batalix y Freyr salían y se ponían juntos. Por el momento llevaban vidas solitarias, y se ocultaban frecuentemente detrás de las nubes, el humo fluctuante de las guerras de Wutra.

Observando cómo el día se convertía en media luz, Yuli previo que pronto llegarían las fuertes neviscas. Recordó una canción en antiguo olonets, la lengua de la magia, las cosas pasadas y las ruinas rojas; la lengua de las catástrofes, las bellas mujeres, los gigantes y los manjares; la lengua del ayer inaccesible. La canción se cantaba ahora en las estrechas cavernas de las Barreras:

Entristecido, Wutra echa a Freyr a rodar y a nosotros al mar,

Como en respuesta al cambio de luz, un estremecimiento general sacudió la masa de los yelks, que se detuvieron. Gruñendo, se acomodaron sobre el suelo pisoteado, metiendo las patas debajo del cuerpo. Para los enormes biyelks esta maniobra era imposible. Se durmieron donde estaban, con las orejas volcadas sobre los ojos. Algunos phagors se agruparon, buscando compañía, y otros se echaron con indiferencia al suelo y durmieron donde caían, con la espalda apoyada en el flanco de los yelks.

Todo dormía. Las dos figuras tendidas en el saliente de roca se echaron las pieles sobre las cabezas, y soñaron hambrientos, escondiendo el rostro entre los brazos replegados. Sólo velaba la neblina de insectos que picaban y chupaban.

Los seres que eran capaces de soñar se debatían en los enmarañados espejismos de la media luz.

En general, el panorama falto de sombras y de un nivel constante de sufrimiento, podía parecerle a cualquiera que lo observara por primera vez no tanto un mundo como un sitio que aún no había sido formalmente creado.

En ese momento de quietud hubo en el cielo un movimiento apenas más enérgico que el despliegue de la aurora poco antes suspendida sobre la escena. Un childrim solitario vino desde el mar, atravesando el aire a pocos metros por encima de la masa postrada. Parecía ser sólo una gran ala, roja corno las brasas de un fuego agonizante, moviéndose con ritmo letárgico. Cuando pasó por encima de los yelks, las bestias se agitaron y jadearon. Sobrevoló la roca donde estaban los dos humanos, y Yuli y su padre se agitaron y jadearon, como los yelks, viendo extrañas visiones en sueños. Luego la aparición se desvaneció, volando hacia las montañas del sur, dejando una estela de chispas rojas que morían en la atmósfera como reflejos de ellas mismas.

Un rato más tarde, los animales despertaron y se levantaron. Sacudiendo las orejas, que sangraban por las atenciones de los insectos, reiniciaron la marcha. Iban con ellos los biyelks y los gunnadus, dispersos aquí y allá. Y los phagors. Los dos humanos se incorporaron y vieron cómo se alejaban.

El gran avance continuó todo el día siguiente. Unas ráfagas furiosas cubrían de nieve los animales. Hacia la noche, cuando el viento impulsaba las desgarradas nubes por el cielo y en el frío había un filo sibilante, Alehaw avistó la retaguardia del rebaño.

No era tan compacta corno la vanguardia. Los animales rezagados se extendían a lo largo de varias millas; algunos cojeaban, otros tosían penosamente. A un lado se arrastraban unos largos seres peludos, con el vientre pegado al suelo, que esperaban la oportunidad de morder una pata y derribar una víctima.

Los últimos phagors pasaron junto al saliente. Iban montados, ya fuera porque temían a los escurridizos carnívoros o porque la marcha era difícil sobre el suelo cubierto de desechos. Alehaw se levantó entonces, indicando a su hijo que lo imitara. Se pusieron de pie, echando mano a las armas, y se deslizaron hacia el nivel inferior.

—Muy bien —dijo Alehaw.

La nieve estaba sembrada de animales muertos, sobre todo junto a las costas del Vark. Unos cuerpos ahogados taponaban la grieta del hielo. Las criaturas que habían tenido que echarse allí se habían congelado mientras descansaban y eran el núcleo rojo e irreconocible de unos grandes trozos de hielo.

Feliz de poder moverse, Yuli corrió, saltó y gritó. Lanzándose al río helado, se deslizó peligrosamente pisando el hielo roto, riendo y moviendo los brazos. El padre le ordenó vivamente que volviera.

Alehaw señaló algo entre los trozos de hielo. Unas sombras negras se movían, borrosamente visibles, definidas en parte por estelas de burbujas. Se abrían paso a través de la capa de hielo hasta el festín preparado para ellas, enrojeciendo el líquido turbio en que nadaban.

Otros depredadores venían por el aire: unas grandes aves se acercaban desde el este y el norte sombrío. Descendían aleteando pesadamente, y los ornados picos atravesaban el hielo hasta la carne sepultada. Mientras devoraban, clavaban en el cazador y en su hijo unos fríos ojos de ave.

Alehaw no perdió tiempo con ellas. Ordenándole a Yuli que lo siguiese, fue hacia el punto donde el rebaño había tropezado con los árboles caídos, gritando y blandiendo la lanza para asustar a las aves de presa. Allí los animales muertos eran fácilmente accesibles. Aunque habían sido pisoteados, una parte de la anatomía —el cráneo—estaba intacta. Sólo de ella se ocupaba Alehaw. Abría las mandíbulas muertas con la hoja del cuchillo, y cortaba diestramente las lenguas gruesas. La sangre le fluía por las muñecas hasta la nieve.

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